10
EN OLIVE STREET, los Voss y los Eddie adolescentes se agrupaban como ovejas frente a las tabernas y salones de billar, se arrastraban aislados por las callejuelas como gatos hambrientos, o bien se amontonaban en busca de calor humano y de abrigo, como conejos, en los oscuros espacios entre las paredes de los edificios.
Pero los habitantes de Olive Street no eran animales, contrariamente a lo que suponía Lewis. Charlotte había hecho muchas visitas médicas a esa gente, de día y de noche, y la conocía muy bien. Eran personas como ella, sólo que no habían tenido suerte y por lo tanto se les debía algo. Se les debía tolerancia, comprensión e incluso lealtad y fe. Pero ¿fe en Voss y su mujer, fe en Eddie? No, era demasiado tarde. El mal estaba hecho, los músculos atrofiados, los nervios degenerados.
Dobló en Junípero Street y aparcó frente a una covacha de madera negruzca. No había celosías en las ventanas, de modo que alcanzaba a ver a la familia en el interior, una mejicana menuda y marchita planchando y una pareja bailando sin música, ambos ajenos a la mujer y a la tabla de planchar, la muchacha delgada y ágil, el muchacho con cabellos largos y peinados con una impecable raya al medio que le llegaba hasta la nuca.
El Cadillac azul de Lewis se deslizó detrás del automóvil de Charlotte y se detuvo. Destacaba tanto en aquella vecindad como habrían destacado la mejicana y su tabla de planchar en la platea de la Ópera. Charlotte bajó y se reunieron en la acera hecha pedazos.
—¿Qué… has dado de comer a los peces?
—¿Peces? No. —Lewis evitó su mirada—. Vern estaba allí. Fue a examinar uno de los pececillos negros. Sospecha que es una hembra embarazada.
De pronto, Charlotte sintió que le subía por la garganta una carcajada como una serie de burbujas, hasta arrancar lágrimas de sus ojos. Se aferró débilmente al brazo de Lewis y apretó el rostro contra la manga de su abrigo.
—¿Qué te hace reír tanto, Charlotte?
—No lo sé. Todo. La idea de Vern, preocupado por su pececillo. Una hembra embarazada… Perdona, perdona. Siento haberme reído.
—Toma. —Lewis le entregó su pañuelo—. Sécate los ojos. No estabas riendo.
—Sí. Estaba riendo.
—No te creo. —Hablaban en un murmullo, como si temiesen que Voss estuviera emboscado detrás de un árbol, o bien oculto en el interior de uno de los automóviles, escuchando lo que decían—. ¿Estás preparada?
—Sí.
—Vamos, pues.
Cuando cruzaron la calle, la cogió del brazo.
A excepción de un cuadrado de luz vacilante en la buhardilla, la casa de Voss estaba sumida en la oscuridad, como un monstruo corrompido, con un solo ojo. La galería de delante olía a madera mojada, y en un punto donde las tablas hundidas se inclinaban hacia el centro había un pequeño charco de agua.
Menos de una hora antes, alguien debía haber lavado la galería con una manguera sobre un arbusto de laurel; aún estaba conectada al grifo, pues el agua seguía manando entre las hojas duras de la planta. Alguien, Voss, quizá después de lavar la galería en forma precipitada, había huido o bien se había ocultado en la casa a oscuras.
Nadie llamó a la puerta, y nadie respondió a su llamada.
Llamó de nuevo y esperó, introduciendo las manos en los bolsillos y retirándolas con aire agitado.
—Lewis.
—¿Qué?
—Tienes un revólver en el bolsillo.
—¿Te sorprende?
—Mucho —susurró ella—. Muchísimo.
—Lo llevo para darme ánimos. —Lewis golpeó la puerta por tercera vez—. A veces me siento desanimado.
—Lewis, no les amenaces; no creo que dé resultado. Voss es un sicópata, y por lo tanto, un hombre peligroso cuando le acosan, le asustan, o hacen que se sienta inferior a su rival…
—Muy bien. Le diré que es una gran persona y seguidamente le entregaré trescientos dólares como una pequeña prueba de mi estima.
—Detesto las armas de fuego —dijo Charlotte enfáticamente—. Detesto la violencia.
Lewis se volvió y se encogió levemente de hombros.
—Puedes odiarla cuanto quieras, pero no te engañes fingiendo que no existe.
Un gato grande y flaco de color gris apareció entre las sombras y avanzó majestuosamente sobre el borde astillado de la barandilla de la galería, moviendo la cola con aire desdeñoso. Charlotte extendió una mano para acariciarlo, pero el animal le dirigió un bufido y saltó de la barandilla, desapareciendo detrás de una enmarañada mata de geranios.
—Estamos perdiendo el tiempo —dijo Lewis—. No hay nadie.
—Podríamos intentar llamar por la puerta trasera.
—¿Para qué si no hay nadie aquí?
—Hay luz en la buhardilla, y aquí viven otras personas, además de Voss y Eddie; por ejemplo, el viejo italiano de quien te hablé. Después de todo, alquilan habitaciones.
—¡Dios mío! —murmuró Lewis.
Los ojos de Charlotte se habían habituado a la oscuridad, y podía distinguir las cosas con nitidez mientras bajaba los escalones de la galería y se dirigía al fondo de la casa. Allí, el olor de los desperdicios acumulados había derrotado a la fragancia nocturna de los jazmines.
El sendero que conducía al terreno del fondo estaba cubierto de maleza y de basura de todas clases. Era como si cada inquilino y cada propietario de los que habían vivido en la casa hubiese arrojado sus desperdicios al azar por las puertas y ventanas. Había pilas de periódicos, botellas vacías y latas oxidadas y malolientes. Una silla sin patas, dos marcos de cuadros sobre el armazón carcomido de una cama, un viejo faro de automóvil con el vidrio hecho añicos y un armario abandonado con su abdomen de cartón hinchado por la vejez. Había además indicios de la presencia de niños. El armazón de un barrilete, una muñeca con sus ojos de cristal hundidos en la cabeza como si los hubiese empujado un par de dedos curiosos, y un cochecito de mimbre para niño cuyas ruedas anteriores habían desaparecido, de modo que parecía estar de rodillas rezando… Objetos rotos, inútiles; restos, cáscaras y desechos de la vida cotidiana.
—¡Por favor! —dijo Lewis—. ¿No tienes bastante ya?
—Creo que… que sí.
—Bueno, vamos.
—Muy bien.
Al volverse para regresar, levantó los ojos hacia la ventana de la buhardilla, cuya luz vacilaba.
Vio un rostro de mujer apretado contra el cristal, deformado, con una palidez espectral, casi fosforescente, como un pez de las profundidades tenebrosas del mar.
Se oyó el ruido del cristal al romperse, seguido de una serie de notas tintineantes al caer los fragmentos sobre el techo de la galería.
La mujer comenzó a gritar.
—¡Socorro, socorro! ¡Sáquenme de aquí, sáquenme!
—¡Ya vamos! —le gritó Charlotte—. Basta, señora Voss, no grite más.
—¡Déjenme salir! ¡Déjenme salir! ¡Déjenme salir! ¡Déjenme salir!
Dos muchachos que pasaban por la calle volvieron la cabeza un instante y siguieron caminando. Era corriente oír gritar a una mujer en Olive Street. Los muchachos sabían que no era prudente intervenir en casos semejantes, ni mucho menos estar en las inmediaciones si llegaba a aparecer la policía.
La puerta trasera de la casa estaba entreabierta. Lewis precedió a Charlotte y avanzó casi a tientas, guiándose por la pared, hasta que encontró el interruptor y encendió la luz. La mesa de la cocina presentaba indicios de que habían celebrado algo bebiendo, pues había sobre ella tres botellas vacías de moscatel, cuatro vasos empañados y una bolsa de papel medio llena de patatas fritas. Había un montón de patatas desparramadas por el suelo, como si alguien en estado de embriaguez hubiese estado jugando y las hubiera arrojado al aire como si fuesen confeti. La mesa y el escurreplatos del fregadero estaban cubiertos de cucarachas.
Los gritos de la señora Voss proseguían, ahogados por las macizas paredes de la vieja casa.
La buhardilla estaba en el cuarto piso. En otro tiempo la habían dividido mediante tabiques a fin de utilizarla como apartamento adicional. La señora Voss estaba encerrada en una habitación diminuta que en el pasado había sido la cocina. La llave estaba en la cerradura aún, pero girada de tal manera que la señora Voss no habría podido sacarla por medio de una horquilla para luego hacerla pasar por debajo de la puerta.
Charlotte la abrió. La señora Voss calló en medio de un grito, y se quedó con la boca abierta, las dos manos aferradas a la garganta. Estaba sentada en el suelo con las piernas extendidas. Tenía la falda rasgada hasta la cadera; se la había roto en un acceso de furia.
En una esquina del cuarto ardía una pequeña vela roja de Navidad, pues aparentemente habían quitado la bombilla eléctrica del cielo raso hacía meses o quizás años, y diminutas arañas domésticas vivían como reinas en el interior del portalámparas vacío.
—¡Yo no tengo nada que ver! —chilló la señora Voss—. ¡No tengo nada que ver con nada! ¡Ni siquiera he oído nada, nada!
—Por supuesto que no —le dijo Charlotte—. Por…
—¡No han querido llevarme, no han querido que vaya, me han dejado encerrada aquí para que me muera! —La mujer comenzó a golpear el suelo con los puños y a agitar la cabeza frenéticamente—. Dicen que hablo demasiado, que no puedo callarme la boca. ¡Dicen que siempre me pongo histérica! ¡Yo, yo, histérica! ¡No han querido llevarme!
—No comprendo por qué grita usted de ese modo —le dijo Charlotte, suavemente—. Nadie va a hacerle nada. Cálmese.
—Dicen que siempre me pongo histérica. ¡No es verdad, no es verdad! ¡Nunca me he puesto histérica!
—Vamos, vamos —le dijo Charlotte; y volviéndose hacia Lewis, que había permanecido fuera del cuarto, le dijo—: Hay un poco de coñac en mi automóvil. ¿Quieres traerlo, por favor?
—¿Y dejarte aquí sola con…?
—Desde luego. La señora Voss sabe que soy su amiga y que voy a ayudarla.
—Si —dijo la señora Voss entre sollozos—. ¡Sí, sí! ¡Usted es mi amiga! ¡Usted es mi amiga!
De pronto, las lágrimas brotaron de sus ojos como si dentro de ella se hubiese roto algo. Charlotte se arrodilló y rodeó los hombros de la mujer con un brazo. Oyó a Lewis bajar rápidamente la escalera, como si estuviese contento de poder alejarse de aquella escena.
—No tengo nada que ver, nada que ver —dijo la señora Voss, frotándose los ojos con uno de los bordes de su falda destrozada. Aún después de sus gritos y llanto; tenía el rostro muy pálido—. No pueden detenerme. Si me meten en la cárcel me moriré. De todos modos, estoy muy enferma. ¡Estoy enferma!
—Ya lo sé.
—Usted puede ver por mi cara que estoy enferma. Probablemente me moriré de todos modos.
—No lo creo. Usted necesita una alimentación sana y nutritiva, y un buen descanso en el hospital.
—No, no; tengo miedo a los hospitales. Nunca he estado en un hospital.
—Por ese motivo tiene usted miedo… Vamos, apóyese en mi brazo. Bajaremos la escalera juntas.
La señora Voss seguía respirando en forma agitada y afanosa, pero ya no estaba histérica. Tuvo suficiente presencia de ánimo como para recordar a Charlotte que apagase la vela antes de bajar ambas al piso de abajo.
En la sala enorme y desnuda, la señora Voss se tendió en el sofá y Charlotte se quitó el abrigo y envolvió con él las piernas de la mujer.
—¿Qué ha pasado? Me refiero a eso con lo que usted no ha tenido nada que ver.
—No sé nada.
—Sí que lo sabe. Si usted no me cuenta nada, no podré ayudarla.
—Se pelearon. Se pusieron a discutir en la cocina, después que yo subí.
—¿Quiénes?
—Eddie, Clarence y el viejo.
—¿Tiddles?
—Sí, Tiddles.
—¿Sobre qué discutían?
—Sobre una cartera. Algo relativo a una cartera.
Lewis regresó con el coñac y Charlotte mezcló una pequeña cantidad del mismo con medio vaso de agua. No estaba segura del efecto que podría tener el coñac sobre la señora Voss. Una cantidad excesiva y sin diluir podría provocarle un nuevo acceso histérico.
—Estaban discutiendo —dijo Charlotte—. ¿Y luego?
La señora Voss se echó a llorar nuevamente, con aire agotado.
—¡Ah, no puedo decírselo! ¡No lo sé! —dijo en voz muy baja.
—Sucedió algo.
—Creo que… que Tiddles… murió.
—¿Quiere decir que lo mataron?
—No… en realidad yo no sé nada. No he visto nada. Sólo sé que había sangre, mucha sangre. Oí hablar a Eddie en la galería acerca de ello, pues le aterra la sangre. Repetía que debían lavarla. Me dispuse a bajar para ver qué había sucedido, pero Clarence me vio. Fue entonces cuando me llevaron a la buhardilla y me encerraron. No quisieron llevarme con ellos y dijeron que mi lengua nunca dejaba de moverse. «Adiós, nena —me dijo Clarence—. ¡Que te mueras pronto!».
La señora Voss volvió la cabeza y la apretó contra el tapizado de crin marrón para ocultar su vergüenza y humillación.
Lewis había salido nuevamente al vestíbulo. Charlotte le oía caminar de un lado a otro sobre el piso crujiente, caminar y caminar como quien explora las posibilidades de evadirse de una celda.
—¿Qué le hace suponer que Tiddles ha muerto, señora Voss? —le dijo Charlotte por fin.
—El silencio. Primero estaban todos discutiendo en la cocina, luego en la galería. Y de pronto hubo un silencio largo, de muerte, antes de que Eddie empezara a hablar de la sangre y de lavarla con la manguera. Fue entonces cuando intenté bajar al piso inferior y Clarence me oyó. Me dijo que había pasado algo, y que Eddie y él harían un pequeño viaje.
—¿Adónde cree usted que fueron?
—Se fueron en el coche de Eddie, pero no sé adónde. Quizá se llevaron al viejo.
—Quizás.
—¡Estoy tan cansada, tan cansada!
—Lo comprendo. Veré qué puedo hacer por usted.
Halló el teléfono en el comedor y marcó el número del hospital del distrito. Cuando terminó de hablar salió al vestíbulo. Lewis estaba sentado en el primer escalón de la escalera, con un cigarrillo sin encender entre los dedos. Su expresión era de lúgubre ironía, como si acabase de ocurrírsele que era absurdo que él, Lewis Ballard, estuviese en aquel lugar.
—¿Qué sucede ahora? —preguntó.
—Creo que podrías llevar a la señora Voss al hospital del distrito. Ya os esperan…
—¿Por qué yo?
—Yo tengo que ir a la policía. Creo que ha habido un asesinato y es mejor que tú te mantengas enteramente ajeno a él.
Lewis no tenía aspecto divertido ahora, y su expresión no revelaba otra cosa que alarma.
—¡Jesús! —dijo, y se enjugó la frente con el dorso de la mano.
—No es necesario que aparezcas en escena en ningún momento —le dijo Charlotte, en voz muy baja para evitar que la señora Voss la oyese—. Les diré que vine aquí sola y que encontré a la señora Voss encerrada e histérica, y que telefoneé a un amigo para que viniese y la llevase al hospital.
—Tu historia no concordará con la suya.
—Tiene la mente bastante confusa. Es probable que no recuerde siquiera que vinimos aquí juntos.
—Lo espero de todo corazón.
—Llévala hasta la puerta del fondo del hospital. Allí verás un cartel que dice «Guardia». El médico de turno es amigo mío. Le he dicho lo que debía hacer. Sólo te pido que la lleves allí. No permanezcas con ella; vuelve a tu casa lo más pronto posible.
—¡Jesús!
Charlotte volvió a la sala y dijo a la señora Voss que la llevarían en automóvil al hospital.
—No quiero ir —gimió la señora Voss—. No. Tengo miedo.
—No hay nada que temer. Esta noche dormirá bien y mañana por la mañana yo iré a visitarla. Haremos lo posible por curarla pronto.
Lewis condujo su automóvil hasta el frente de la casa, Charlotte y él llevaron a la señora Voss hasta la acera y la instalaron en el asiento trasero.
La señora Voss lloraba nuevamente, con el rostro oculto entre las manos. «Adiós, nena».