5

DESPUÉS DEL DESAYUNO, Charlotte dejó a la señorita Schiller con su maleta en el consultorio y prosiguió su camino hacia el hospital Mercywood a fin de realizar sus visitas matinales. La falta de sueño nunca le había provocado trastornos. Cuando traspuso las pesadas puertas giratorias del hospital tenía un aspecto descansado y vivaz.

En una de las cabinas telefónicas individuales del pasillo de la planta baja buscó el número de Voss y lo marcó. Aunque oyó que levantaban el auricular en el extremo opuesto de la línea nadie contestó.

—¡Hola! ¡Hola! ¿2-8593?

—Sí. —No era Voss. Aquella voz era aguda y temblorosa, la voz de una persona muy vieja o bien muy asustada—. ¿Violet? ¿Violet?

—No —dijo Charlotte—. Yo quiero hablar con Violet.

—Se ha ido.

—¿Adónde?

En aquel momento la comunicación se interrumpió. Charlotte colgó el auricular con un gesto de impaciencia. Decidió olvidar a la muchacha. Había perdido ya varias horas por su culpa. Tenía mucho que hacer.

Cuando terminó su recorrido por las salas eran las diez y media. Volvió a su consultorio y comprobó que la señorita Schiller no había hecho nada durante su ausencia. Ni siquiera había abierto la correspondencia. Era evidente que había dedicado la mañana a telefonear a sus amistades para contarles lo ocurrido y seguramente otros hechos que no habían ocurrido.

Al notar la mirada de Charlotte, se ruborizó intensamente y cogió el cuaderno de citas.

—El hijo de Wheeler vendrá a las dos —dijo—. Su madre dice que no ha aprobado el curso porque sus verrugas le hacen sentir complejo de inferioridad. Quiere que usted se las extirpe.

Charlotte dijo algo que la enfermera no alcanzó a comprender. La única dificultad del hijo de Wheeler residía en tener una madre histérica.

—¡Ah!, ha telefoneado la señora Ballard, doctora. Durante la noche sufrió un acceso de palpitaciones y desea que usted la visite antes de atender el consultorio, esta tarde.

—Llámela y dígale que no podré verla antes de las cinco y media o seis.

—Le he dicho que debía atender enfermos toda la tarde y que no se encontraba muy bien.

—Me encuentro perfectamente bien —dijo Charlotte—. Quiero que olvide el episodio de anoche, señorita Schiller.

La señorita Schiller adoptó una actitud ofendida.

—¡Pero, doctora! ¡No sé qué decir de esto!

—¿Tiene usted a mano una lista de las visitas a domicilio que debo hacer antes del almuerzo?

—Aquí está.

Charlotte estudió la lista. Los enfermos eran todos mujeres.

La mayoría de sus pacientes eran mujeres y niños, hecho que le causaba cierta irritación, pues le habría agradado tener una clientela más variada.

—Veré a la señora Connelly en último término —dijo—. Si hay alguna novedad puede telefonearme a casa de ella.

—Muy bien, doctora.

—Después de esa visita iré a denunciar la pérdida de mi bolso.

—Podría telefonear desde aquí.

—Si lo hago enviarán un agente uniformado.

—¡Ah! No quedaría muy bien de uniforme aquí, ¿verdad?

—No muy bien.

—Entonces llamaré por teléfono a la señora Ballard, doctora. Es una mujer simpatiquísima, ¿no?

—Sí.

—Encantadora, a mi juicio.

Charlotte la miró atentamente. ¿No sería posible que la señorita Schiller estuviese enterada de…? No, desde luego que no. Estaba charlando demasiado, como de costumbre. Para la señorita Schiller, la señora Ballard era simplemente una enferma cuyo marido pagaba los honorarios por asistencia médica con prontitud y personalmente, y de vez en cuando iba al consultorio para conversar con la doctora acerca del estado de su mujer. El hecho de atender a Gwen como paciente le resultaba cada día más insoportable. Sin embargo, debía aguantarlo. No había manera de eludir la situación. Charlotte le había insinuado varias veces la conveniencia de que consultase a otro médico, un especialista en enfermedades nerviosas, pero Gwen se había mostrado inconmovible dentro de su dulzura habitual. «No —le había dicho—. No, doctora Keating, tengo la mayor fe en usted». Una vez más, Charlotte se dijo que no iría a verla, que enviaría a un colega, a Parslow o a James.

Se negaría a ir.

Al pasar frente al espejo del pasillo, cuando salía a efectuar sus visitas, observó que su rostro estaba pálido y demacrado. Comenzaba a evidenciar una tensión nerviosa que no se refería a la noche anterior, sino a la tarde que le aguardaba.

El departamento de policía estaba situado en la mitad posterior del Ayuntamiento.

Charlotte conocía de vista al sargento de guardia sentado junto al escritorio, un hombre llamado Quincy. Su mujer había estado escayolada varias semanas en el hospital Mercywood. Charlotte solía encontrarle a menudo en los pasillos, con su uniforme y detrás de su escritorio daba la impresión de ser más grande, y su tono era brusco y casi profesional.

Quincy comenzó por reprenderla por su retraso en hacer la denuncia del robo.

—Podríamos haber atrapado al ladrón anoche —dijo, con el ceño fruncido.

—Es posible. Pero no es probable que se quedara merodeando por la vecindad después del robo.

—Usted no puede pretender que la protejan si no colabora con la policía. Lo menos que se debe hacer es efectuar las denuncias inmediatamente. —Al decir esto, el hombre golpeó sus nudillos con un lápiz, en un gesto irritado, como si desease que los nudillos fuesen los de Charlotte—. Dice usted que estaba cerrando la puerta del garaje cuando el asaltante la golpeó desde atrás, y que luego desapareció llevándose su cartera.

—Sí. No me hizo mucho daño, como usted puede apreciar.

—De todos modos se trata de un asalto con lesiones. ¿Llegó a ver el arma?

—No, pero creo que era una cachiporra improvisada con una pequeña bolsa llena de arena húmeda.

El sargento frunció el ceño nuevamente.

—Ésa es una deducción personal, ¿no cree usted?

—Sí.

—Es mejor que consigne arma desconocida. ¿Cómo era su bolso?

—Era de piel de lagarto marrón con un cierre dorado. —Seguidamente describió su contenido y estimó el valor total de su pérdida en setenta y cinco dólares.

—La próxima vez que le suceda algo semejante, telefonee a la policía inmediatamente, señorita… —Quincy consultó la ficha— señorita Keating. ¿No la he visto yo en alguna parte con anterioridad?

—Si, en el hospital.

—¡Ah! ¡Ah, sí! ¿Es usted enfermera?

—No, médico.

—¡Médico! —La expresión del sargento era de gran amargura—. He visto tantos médicos en los últimos meses, que usted diría que soy capaz de reconocer a un médico inmediatamente. Mi mujer…

—Si, conozco su caso. Ha pasado una mala época.

—Bastante mala.

—Estas operaciones óseas son complicadas, pero no tardarán en darla de alta.

—Yo… —Quincy parecía sentirse anonadado por la inesperada cordialidad de Charlotte. Era como si hubiese tenido la intención de pronunciar una arenga contra los médicos, las enfermedades y los honorarios de aquéllos, y por algún motivo hubiese perdido la oportunidad de hablar—. Muy bien, muy bien. La avisaré si averiguamos algo.

Charlotte salió. Sus tacones golpearon rítmicamente el suelo de mármol. Todo en aquel edificio parecía estar hecho de mármol o de piedra o de hierro, materiales duros y fríos que simbolizaban el carácter igualmente duro y frío de la justicia impersonal.

En el extremo del corredor había un hombre de edad, oculto a medias detrás de una columna, en una actitud de incertidumbre, como si no supiese si avanzar o salir apresuradamente. El hombre sacó un pañuelo del bolsillo de su chaqueta, se secó la cara y retrocedió un paso detrás de la columna, de modo que sólo quedó visible una de sus mangas.

—¡Tiddles! —dijo Charlotte.

El viejo la miró, pálido de sorpresa.

—¿Qué estás haciendo aquí, Tiddles?

—Nada.

—¿No le han arrestado, ni nada semejante?

—No… no.

El hombre volvió a secarse la cara y luego guardó el pañuelo en el bolsillo de la chaqueta, dejando visibles las puntas en un elegante ángulo. Llevaba un flamante traje verde y una corbata. Se había peinado y afeitado. El traje era demasiado grande para él. Las mangas llegaban a sus nudillos y los bajos de los pantalones tocaban el suelo. Constantemente acariciaba su corbata como para saber si estaba aún allí, si se le había caído o se la habían robado. Olía a loción capilar, a vino y a naftalina.

—¡Qué elegante está! —comentó Charlotte.

—¿Estoy bien?

—¡Muy bien!

—Hay que estar elegante para venir al departamento de policía. De lo contrario, pues… —Sus hombros se movieron en un gesto elocuente debajo de las espesas hombreras—. Un amigo me ha prestado este traje. Tuvo que comprarlo para asistir a un casamiento muy lujoso el año pasado. Hay que tener aspecto respetable cuando se va a la policía. La policía no me quiere. Me han detenido un par de veces, no por nada serio, sino por hacer un poco de ruido y por haber bebido una copita de más. A pesar de ello… a pesar de ello, es una desventaja para un hombre. —Tiddles la miró ansiosamente—. Esta corbata es demasiado juvenil para mí.

—No lo creo.

—Se juzga a la gente por su ropa. Si uno tiene aspecto de vagabundo, lo tratan como a un vagabundo. No creen nada de lo que se les dice.

—¿Qué piensa decirles?

—Quiero hablarles de Violet. Quiero decirles que la han matado.

—¿Por qué cree usted eso?

—No volvió a casa. Además, Voss está nervioso. Más nervioso que un gato.

—¡Ah!

—Esta mañana me ha dicho que tengo que marcharme, que no piensa alquilar habitaciones en el futuro. Créame. Voss está nervioso. Y esos dos…

—¿Dos?

—El inquilino, Eddie. Los dos pasaron la noche conversando en la cocina, donde yo no podía oír nada. Son muy suspicaces, y siempre imaginan que hay alguien espiándoles.

Se produjo una pausa antes de que Charlotte hablase.

—Yo no diría a la policía que han asesinado a Violet. Le pedirán pruebas y usted no tiene ninguna.

—Tengo las pruebas que me dan mis sentidos.

—Dígales solamente lo que sabe con certeza; que no volvió a casa anoche.

—¿Cree que eso será lo mejor?

—Sí. Si usted hace una acusación sin fundamento, una acusación que no puede probar, pensarán que está loco.

—Y no lo estoy.

—No.

—Nunca he estado loco, ni lo estaré.

Tiddles se alejó por el pasillo. Los bajos de sus pantalones barrían el polvo del suelo de mármol.

Charlotte tuvo el impulso de seguirlo, de corroborar su denuncia, pero no lo hizo. Tiddles se las arreglaría solo. «¿Nuevamente aquí, miss Keating? ¡Ah, conque esta vez se trata de una desaparición! ¿Y qué tiene que ver usted con la muchacha desaparecida y con este señor?».

Tiddles estaba bien cuerdo. Se las arreglaría solo.

En el trayecto de regreso a su consultorio pasó frente a la casa de Voss. Las ventanas y puertas estaban cerradas, las persianas corridas. Alguien había retirado la mecedora del pasillo del frente y también el cartel de la ventana que rezaba:

Clarence G. Voss. Frenología y quiromancia

Flores frescas. Lecciones de piano

Detuvo el automóvil, bajó y se dirigió apresuradamente hacia la casa, como si quisiese anticiparse a los consejos de su sentido común.

El timbre no funcionaba, pero esta vez no se molestó en arreglarlo. Golpeó la puerta con un puño. Media docena de niños negros se congregaron en la acera para observarla, curiosos y mudos, con los ojos llenos de preguntas.

La puerta se abrió unos centímetros y una voz de mujer preguntó ásperamente a través del resquicio:

—¿Qué quiere?

—Busco a Violet O’Gorman.

—No está.

—¿Está el señor Voss?

—Tampoco está. —La mujer abrió la puerta lo suficiente como para sacar la cabeza y habló a gritos a los niños reunidos en la acera—. ¡Marchaos inmediatamente! ¡No permitiré que se congregue un montón de negros en mi acera!

Los niños se alejaron, tratando de ocultar su humillación detrás de sus sonrisas deslumbrantes.

—¿Es usted la señora Voss? —preguntó Charlotte.

—Sí, pero a nadie le importa.

La mujer estaba de pie con una mano sobre la cadera, y la izquierda apoyada contra la puerta, dispuesta a cerrarla de un golpe. Tenía una piel mortalmente pálida, con una gruesa mancha de colorete extendida desde los pómulos hasta el nacimiento del cabello sobre sus orejas. Había engrosado sus labios delgados con ayuda de pintura. La boca tenía un aspecto grotescamente juvenil en su rostro maduro.

—No veo por qué se queda ahí parada —dijo amargamente—. Si quiere ver a Violet, búsquela. Yo no soy la madre de esa infeliz.

—¿Infeliz? —repitió Charlotte, arqueando las cejas.

—Le he dicho a Clarence que sacara a esa criatura lastimosa de esta casa antes de que yo perdiera la razón. No, no. Clarence tenía una idea. Tiene más ideas que un libro, pero ninguna le ha hecho ganar dinero hasta ahora. Dinero. Dinero, eso es lo que yo necesito. ¡Una vez antes de morirme quiero tener dinero!

La pobreza y las enfermedades habían atrofiado su mente. Nunca crecería nada en ella.

Charlotte sentía repulsión ante aquella mujer, pero a la vez sentía algo semejante a compasión. Su compasión solía irritar a Lewis. Desconfiaba de ella y no podía creer que no se debía a algún tipo de neurosis. «Desde luego, tú puedes permitirte disculpar y compadecer a la gente, Charley, porque no estás complicada en sus problemas. Nadie puede tocarte, en realidad».

Al contemplar el rostro arruinado de la señora Voss, Charlotte comprendió que el dinero era lo único a que podía aspirar. No podía aspirar, en cambio, al retorno de su belleza, de su salud, de su juventud. El dinero era el símbolo y el sustituto de las tres cosas. Y era posible tener dinero, después de todo. Había dinero en todas partes. Una moneda introducida en la máquina tragaperras en el momento propicio, un dato sobre un caballo ganador, el número ganador en la lotería, en fin, una idea.

Charlotte sintió curiosidad respecto a la idea de Voss relacionada con Violet. Debía tener que ver con dinero, pero no era una idea de Violet. «Mi tío dice que puedo acudir a la justicia y sacarle dinero —le había dicho Violet en el consultorio el día anterior—. Mi tío dice que puedo arruinarle para siempre». Aquélla debía ser la idea de Voss. Pero en lugar de acudir a la justicia, Violet había huido…

—Bueno, ¿quiere decirme qué mira usted, por favor? —murmuró la señora Voss—. No tengo por qué soportar sus miradas.

La puerta se cerró ruidosamente, con tanta fuerza que la galería se sacudió y una urraca asustada se alejó de la parte inferior del alero volando y chillando.