4
EN SU SUEÑO se encontraba viajando en un autobús largo y gris con Lewis, Voss, Violet y el viejo Tiddles. Todos discutían violentamente, mientras ella trataba de apaciguarles, de razonar con ellos. Pero las palabras que surgían de sus labios no tenían el menor sentido. «Deben calmarse y regurgitarse. Basta de acné sintético y de partos. Llamaré a la policía y los encarcelarán a todos. ¡Paren el autobús, les digo, paren el auto… bus!».
Cuando recobró el conocimiento, estaba tendida en el sofá de su propia sala. Lewis estaba arrodillado a su lado, instándola a que bebiera de la botella de whisky que sostenía debajo de su nariz, como si el aroma de la bebida tuviese valor medicinal, como si se tratase de sales aromáticas.
Charlotte hizo un gesto de repugnancia y rechazó la botella.
—¡No… no!
—Charley… Charley querida, ¿estás bien?
—Sí.
Tenía una zona dolorosa en un lado de la cabeza, pero no había inflamación y la piel no estaba lastimada. Sus trenzas recogidas habían mitigado la intensidad del golpe.
—Te encontré desmayada en el sendero frente al garaje. Siempre te digo, Charley, que trabajas demasiado.
Charlotte se sentó. Se sentía mareada y con náuseas.
—Alguien me ha golpeado —dijo con tono sorprendido—. Me han golpeado en la cabeza.
—Recuéstate, querida.
—No.
—Te has dado un golpe en la cabeza al caer.
—No. Fue otra persona… ¿Dónde está mi bolso?
—¿Tu bolso? No sé.
—¿No lo has encontrado?
—Naturalmente, no lo he buscado —dijo Lewis, frunciendo el ceño—. Había vuelto para disculparme por mi mal humor y te he encontrado en el sendero.
—Lewis, trae mi linterna.
—¿Para qué?
—Quiero ver si mi bolso está allí.
—No debes moverte. Iré yo.
—No. Déjame.
—¿Por qué tienes que ser tan independiente siempre? ¿Acaso no voy a poder hacer nunca nada por ti? ¡Qué diablos, Charley…!
El rostro de ella tenía una expresión fija y obstinada. Lewis encontró la linterna en un cajón de la cocina y salieron juntos a buscar el bolso.
No encontraron ni rastro de él.
—¿Cuánto dinero llevabas en él? —le preguntó Lewis.
—Cuarenta dólares, más o menos.
—Debes presentar la denuncia a la policía.
—Por la mañana —dijo Charlotte. Se abstuvo de mencionar lo que había observado frente a la puerta del garaje, donde había caído. Era un pequeño hilo de arena húmeda. Hacía un mes que no iba a la playa, y la arena no podía haber aparecido allí accidentalmente. Llegó a la conclusión de que la habían golpeado con arena húmeda bien amontonada dentro de un calcetín. Era una manera eficaz de improvisar un arma silenciosa, sólo que a veces dejaba rastro.
Cuando volvieron a la casa, Lewis echó el cerrojo a la puerta.
—Como abogado, te aconsejo que des parte a la policía. El asalto con fines de robo es muy serio.
—No puedo, al menos esta noche. Vendrán a interrogarme y no tengo ganas de hablar.
Era un alivio que le hubiesen robado el bolso. En las últimas semanas se habían registrado una serie de robos menores en la vecindad, y quería creer que el suyo era uno más de la serie y que el culpable no tenía nada que ver con Voss, con Violet o con el hombre cuya cara había visto entre los barrotes del pasamanos. Era una casualidad que su visita a la casa de Olive Street hubiese coincidido con el robo.
Lewis la observaba atentamente.
—Dime ahora qué estabas haciendo junto al garaje. Creí que te ibas a acostar cuando me fui.
—He tenido que hacer una visita.
—¿Emergencia?
—Me temo que sí.
—Estás ocultándome algo.
—No puedo discutir acerca de mis enfermos.
—No creo que se haya tratado de un enfermo.
—Era un italiano —dijo Charlotte—. Un viejo de unos ochenta años.
Aquello no era una mentira, pues Tiddles era en realidad un enfermo en cierto sentido. Mentir a Lewis, aunque se tratase de una mentira trivial, le causaba dolor, pero a veces él la empujaba a mentir debido a sus reacciones extremas frente a la verdad. No le habría agradado enterarse de su visita a Violet.
Lewis tenía ideas algo anticuadas acerca de la mujer. En cierto modo, Gwen era su ideal. Le encantaba su hogar, lo mantenía inmaculadamente ordenado, los perros limpios y obedientes, el jardín pulcro y perfumado. A pesar de ello, Lewis nunca se quedaba en casa para disfrutar de aquellas bendiciones. Gwen le hastiaba infinitamente, mientras que Charlotte le chocaba con bastante frecuencia. Era un golpe para su vanidad masculina que una mujer fuese tan independiente como Charlotte en lo afectivo y en lo físico. Charlotte era competente como médico, se ganaba la vida y vivía con bienestar. Era testigo de las escenas más desgarradoras de muerte y de enfermedad. Recorría sola en su automóvil los barrios más peligrosos de la ciudad, recogiendo desconocidos cuando se le ocurría, ya fuese por compasión o por curiosidad. Visitaba casas donde los niños dormían en número de cinco sobre un colchón en el suelo. Según Lewis, aquellas actividades debían limitarse a los hombres exclusivamente. Estaba muy bien que una mujer fuese médico, pero su clientela debía limitarse a gente perteneciente a cierto nivel social y económico. Nunca llegaría a comprender que el ambiente en que ella se había formado era diferente del suyo. Era la mujer indicada, tanto por su temperamento como por su formación profesional, para el trabajo que realizaba. Le gustaba conocer a toda clase de personas y las trataba con una espontaneidad impersonal y sin pretensiones de ninguna clase.
—No deberías permanecer sola aquí el resto de la noche —le dijo Lewis—. Llama a la señorita Schiller y dile que venga a acompañarte.
—¡No, no! Debe estar durmiendo.
—Puede levantarse. Sé razonable, Charley.
—Me molestará toda la noche.
—No importa.
—Muy bien —dijo por fin con tono fatigado—. La llamaré.
La señorita Schiller llegó en un taxi cinco minutos después de haberse ido Lewis.
Venía abrumada por el peso de una maleta que por sus dimensiones era casi un baúl. Brillaban en su rostro restos de crema de belleza, y en el cabello enrollado sobre la nuca tenía clavadas un par de agujas de tejer. Estaba en un estado de excitación incontenible.
—¡Imagínese! —decía—. ¡Imagínese!
Entre las amistades de la señorita Schiller siempre estaba sucediendo algo. Alguien se comprometía, enfermaba, se casaba, se divorciaba o bien era despedido de su empleo. Todos estos hechos eran vulgares. Pero no ocurría todos los días que alguien fuese atacado y golpeado en la cabeza por un ladrón, quedando luego abandonado para morir solo en medio de la noche.
Las dimensiones y la importancia de la lesión de Charlotte la desilusionaron un poco. Por lo menos había esperado hallar una gran zona inflamada, puesto que un cruel ladrón había atacado a una mujer indefensa, dejándola luego por muerta. No había ni hinchazón ni sangre. La señorita Schiller disimuló su desencanto y recordó a Charlotte que los criminales vuelven habitualmente a la escena del crimen. Su tono indicaba en términos inequívocos que seguramente aquel ladrón rondaría por los alrededores de la casa durante toda la noche a fin de completar su crimen.
—Nunca lo podemos saber —dijo—. Puede que esté observándonos por esa ventana en este preciso momento.
—En ese caso debe tener los ojos como los rayos X. La persiana está bajada.
—Nunca me han gustado las persianas —dijo la señorita Schiller enfáticamente—. Sé por experiencia propia que cualquiera puede ver entre los resquicios.
Se negó a acceder a la sugerencia de Charlotte de que durmiese en el dormitorio de huéspedes. Cuando hubo apagado la luz del cuarto de Charlotte, se instaló en el sofá. Desde allí podría vigilar todas las ventanas y todas las ventanas podrían observarla a ella.
Se quitó las agujas de tejer del moño y las dejó al alcance de sus manos, sobre la mesa baja frente al sofá. Las agujas no eran para tejer, como había supuesto Charlotte, sino para defenderse. Además, en la maleta de gran tamaño que había colocado a sus pies tenía algunos de sus tesoros más preciados. Si había un ladrón en la ciudad, era muy factible que hubiese otro, y no quería correr ningún riesgo.
La señorita Schiller pasó una noche en vela, pero satisfactoria. Investigó el origen de los ruidos, hizo el diagnóstico de las sombras, recorrió periódicamente la casa y sufrió frecuentes accesos de calor que la obligaban a beber agua fría. Cada diez o quince minutos entraba sigilosamente en el cuarto de Charlotte para preguntarle si estaba dormida y para asegurarle que por el momento no había ninguna novedad.
Escuchar a la señorita Schiller en medio de toda esta actividad era mucho peor que oír una docena de grifos goteando a la vez o a un par de gatos peleando junto a la ventana. Al amanecer Charlotte se durmió rumiando amargos pensamientos relacionados con Lewis y con la señorita Schiller.