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DE REGRESO AL consultorio, después del almuerzo, encontró al hijo de Wheeler esperando con su madre en la sala de espera. El niño estaba sentado, hojeando un tebeo, mientras la señorita Schiller hablaba con su madre. La señorita Schiller hacía invariablemente la tentación de diagnosticar, aconsejar y curar a los enfermos en la sala de espera, antes de que llegasen al consultorio de Charlotte.

—… aceite de castor —decía en aquel momento—. He visto desaparecer verrugas de las más rebeldes con aceite de castor. ¡Ah! ¡Aquí está la doctora! Buenas tardes, doctora.

—Buenas tardes. Puede pasar, señora Wheeler, y tú también, Tommy.

Tommy era un precioso niño de doce años, menudo para su edad, y muy tímido. Su madre era una mujer gigantesca. Cuando partió hacia el consultorio con Tommy a la zaga, parecía un velero de tres mástiles seguido de una pequeña canoa.

—Siéntate, Tommy. Aquí, sobre esta mesa.

Tommy se sentó. Estaba tembloroso.

—¿Conque tienes verrugas otra vez? Vamos a mirarlas.

Con ayuda de una lupa examinó las manos del niño. Las verrugas se habían multiplicado en racimos sobre los nudillos y sobre las falanges de los dedos.

—Vamos a ver. Te saqué dos de estas verrugas con la aguja eléctrica hace un año, ¿no?

—No haga eso otra vez —murmuró Tommy a media voz.

—No. Esta vez hay demasiadas —Charlotte se dirigió a la señora Wheeler—. Creo que debemos probar unas inyecciones de bismuto.

—¿Inyecciones? —repitió la señora Wheeler, boquiabierta—. ¡No, no! Tommy tiene terror a las inyecciones. ¿No es verdad, Tommy?

El chico gimió.

—¿Ve usted? Le aterran las inyecciones; siempre le han aterrado, desde la vez que…

—A nadie le gustan las inyecciones, Tommy —le dijo Charlotte, palmeándole la espalda con un gesto tranquilizador—. ¿Alguna vez te han pellizcado con fuerza?

—Creo que sí.

—Bueno, la inyección te dolerá una cosa así.

Tommy se pellizcó el brazo con aire pensativo.

—Creo que lo aguantaré —dijo por fin.

Era un chico razonable, según creía Charlotte, pero debía soportar tantas tensiones afectivas en su hogar que más tarde o más temprano se volvería incontrolable.

Trabajó con la mayor rapidez posible, conversando sin cesar para distraer su atención.

A pesar de ello, por fin, tuvo que llamar a la señorita Schiller, y entre las tres mujeres debieron sujetar a Tommy por la fuerza contra la camilla mientras Charlotte introducía la aguja hipodérmica en su nalga. Cuando terminaron, la señorita Schiller estaba acalorada y Charlotte tenía un rasguño en la muñeca. Por su parte, la señora Wheeler parecía un fantasma enorme y fláccido.

—Le pondremos otra inyección dentro de una semana —dijo Charlotte—. Y la próxima vez quisiera que viniese solo. Puede venir en su bicicleta.

—No tiene bicicleta —dijo la señora Wheeler—. Las considera demasiado peligrosas.

—La mayoría de las cosas son peligrosas si uno piensa demasiado en ello —dijo concisamente Charlotte—. Tommy está lo suficiente crecido como para venir solo, ¿no es verdad, Tommy?

Tommy se cubrió los ojos con un brazo, lleno de vergüenza, y su madre le condujo fuera del consultorio.

Había dos personas más aguardando en la sala de espera, una mujer con un niño de pocos meses y un hombre muy atractivo de unos treinta y cinco años, cuyos brillantes ojos azules estaban entrecerrados como si algo le divirtiera mucho. Aunque Charlotte no le había visto nunca, tuvo la sensación de conocerle. Un instante más tarde descubrió con una sensación de agradable sorpresa que era tan parecido a ella que podría haber pasado por su hermano.

El hombre había advertido también la semejanza, y una comisura de sus labios se curvó levemente en una sonrisa. Después bajó la vista y la fijó definitivamente en el gran sobre de papel marrón que tenía sobre las rodillas.

Charlotte se volvió hacia la mujer con el niño.

—Señora Hastings, puede entrar en el consultorio con la señorita Schiller. Estaré con usted inmediatamente.

Cuando se cerró la puerta tras ellas, el hombre se puso de pie y atravesó la habitación.

—¿La doctora Keating?

—Sí.

—Me llamo Easter. Pertenezco al departamento de policía.

—¿Sí?

—Usted denunció el robo de un bolso.

—Sí.

—Hemos encontrado un bolso. Si bien no responde a la descripción que usted hizo, contenía una tarjeta con su nombre.

—¿Una de mis tarjetas profesionales, quiere decir usted?

—No. Su nombre y dirección aparecen escritos a máquina, en lugar de impresos.

—Yo no tenía ninguna tarjeta semejante en mi bolso.

—De todos modos, mírela —dijo Easter. Depositó el sobre en el escritorio de la señorita Schiller y lo abrió. De él se deslizó un bolso. Era marrón, pero no de lagarto; y en lugar de un cierre dorado tenía un cierre de material plástico y un asa larga. Despedía un olor que Charlotte no pudo identificar inmediatamente, un olor a agua de mar o algo semejante.

—No es mío —dijo.

—Pero ¿lo reconoce usted?

—No.

—Su amigo lo ha reconocido.

—¿Mi amigo?

—Ese viejo que dice llamarse Tiddles. Dice que el bolso pertenece a Violet O’Gorman.

—Es posible. —Charlotte trató de conservar su aire sereno bajo la mirada escrutadora del hombre.

—Según ese hombre, Tidolliani, la señora O’Gorman era amiga suya, y en realidad usted trató de localizarla anoche, pero no lo consiguió.

—No era amiga mía. Vino a verme ayer por la tarde en calidad de paciente.

—¿Qué le sucedía?

—Estaba embarazada.

—¿Y su marido?

—Le había abandonado.

—¿Quería que usted la atendiese durante el embarazo y el parto?

Charlotte le miró fríamente.

—Precisamente, no.

—Comprendo.

—Me negué a ayudarla, por lo menos en ese sentido. No obstante tenía intención de hacer todo lo posible por ella.

—¿Tenía?

—Me llamaron por teléfono, y mientras estaba atendiendo a la llamada Violet se fue por la puerta del fondo. Por ese motivo fui a verla anoche. Por la tarde me había dado la impresión de que estaba desesperada. No tenía la madurez suficiente como para comprender que su situación no era única ni sin esperanzas. Hay gente que la habría ayudado, y varias organizaciones de asistencia social…

—Mire —interrumpió Easter con una sonrisa irónica—. Veo que está tratando de persuadirse a sí misma, no a mí. Yo no redacté las leyes referentes a la infancia abandonada.

Desde el interior del consultorio se oyó la voz de la señorita Schiller, absurdamente cambiada, mientras decía:

—¡Qué niñita más preciosa! ¡Qué bomboncito tan rico!

—¿Qué le ha sucedido a Violet? —preguntó Charlotte.

—Ha muerto.

—¿Cómo?

—La ha sacado la marea esta mañana. Por lo menos, la mayor parte de ella. Parte de su brazo derecho no está.

—¿Está tratando deliberadamente de horrorizarme?

—No, estoy contándole un hecho, simplemente. Pero usted debe estar acostumbrada a casos semejantes.

—Nunca se acostumbra uno a esas cosas —dijo ella con sencillez—. Cada hecho resulta nuevo.

Easter se volvió a medias, el rostro muy severo.

—En cuanto a su bolso —dijo—, lo han encontrado dos niños enredado en los postes del muelle. No había nada en él, excepto la tarjeta con su nombre. Es extraño, si consideramos la cantidad de artículos que suelen llevar las mujeres en el bolso. Quizá los niños que lo encontraron lo saquearon, pero lo dudo. En ese caso habrían arrojado el bolso al mar, en lugar de traerlo. —Deslizando nuevamente el bolso en el sobre, añadió—: Bueno, la dejaré con su trabajo.

—No hay prisa. Por favor…, quisiera saber algo más sobre Violet.

Easter dejó escapar una carcajada contenida y breve.

—Doctora, no hay nada más que contar —dijo—. Estaba en una situación desesperada, se mató, y ahora está en el depósito de cadáveres. Fin de Violet.

Charlotte le miró con desagrado.

—Ha hecho usted un resumen muy completo. ¿Acaso su familiaridad con la muerte le ha hecho tan desalmado?

—No, odio la muerte. Yo también la temo. —Easter recogió el sobre y se lo puso bajo un brazo—. ¿Ha notado usted que nos parecemos físicamente?

—No.

—Pues nos parecemos mucho. Espero que no seamos dos hermanos que no se conocían. Sería una gran lástima —dijo, dirigiéndole una mirada fija y audaz.

Charlotte se volvió bruscamente y se dirigió a su consultorio. Violet estaba muerta, en el depósito. «Hay quienes la habrían ayudado; y hay varias organizaciones de asistencia social…». «Mire, veo que está tratando de persuadirse a sí misma, no a mí».

La niñita de Hastings estaba sobre la camilla, pataleando vigorosamente y agitando los brazos. Charlotte la levantó y la sostuvo contra su hombro. La niñita de Hastings, la niñita de Violet, o bien, Violet misma.