18

EN AQUEL MOMENTO pasó un automóvil por la carretera, no a gran velocidad, como ocurría habitualmente con los vehículos que recorrían Mountain Drive durante la noche, sino lentamente, como si el conductor buscase una casa determinada o a una persona determinada. Poco después, frenó hasta detenerse frente a la casa.

Charlotte salió corriendo del garaje y logró bajar la puerta en el momento en que Easter trasponía la verja y entraba en el patio. Durante un minuto no dijo nada. Sus ojos se dirigieron del rostro de Charlotte al Buick, cuyos faros delanteros seguían encendidos, y por fin se detuvieron en la puerta cerrada del garaje.

—Le abriré el garaje —le dijo.

—¡No! —Charlotte hizo un gesto de protesta tan brusco que su cuerpo se quedó rígido, como presa de un choque eléctrico—. No, gracias.

—Muy bien, ábrala usted —dijo Easter, y luego añadió algo en voz muy baja acerca de las «malditas mujeres modernas y emancipadas».

—Preferiría… preferiría dejar el automóvil afuera —la voz de Charlotte era artificial, aguda y ahogada, como si dos manos estuviesen oprimiendo su garganta—. Nunca sé cuándo tengo que hacer una visita médica.

—Blake se ha hecho cargo de las suyas.

—No discuta conmigo. Estoy… cansada. Si no tiene inconveniente, le agradecería mucho que se fuese.

—Siempre está deseando que me vaya. Piense que ello me duele mucho. «Easter, Easter, váyase, no vuelva más, algún otro…».

—¡Por favor! Estoy verdaderamente cansada.

—Ya lo sé. No quiero retenerla. Sólo he venido a comprobar si había llegado bien.

—Sí, sí. He llegado perfectamente, como puede ver.

—Lo que yo veo es un montón de cosas —dijo él, lentamente—. Por ejemplo, que está sumamente nerviosa. ¿Qué sucede?

—Nada. Usted no ha venido en realidad aquí para ver si yo he llegado bien. Me estaba vigilando.

—¿Por qué habría de hacerlo?

—Porque cree que estoy mezclada en todas estas cosas terribles.

—No son tan terribles. Un suicidio, una muerte natural… no hay asesinato hasta ahora. No hay asesinato —repitió con tono insinuante, como esperando que ella le contradijese. Charlotte calló.

Seguidamente, Easter se dirigió al automóvil, apagó los faros y retiró la llave de contacto del tablero, arrojándola. La llave cayó en el césped, a sus pies, mientras ella se quedaba mirándole con ojos opacos, como si su mente estuviese demasiado trastornada para comprender la necesidad de atrapar en el aire algo que le hubiesen arrojado.

—Sus llaves —le dijo Easter.

—¿Llaves? ¡Ah! Bueno, muy bien.

Ambos se agacharon a la vez para recoger la llave y sus brazos se rozaron. Charlotte retrocedió como si la hubiesen golpeado. Easter fue quien recogió la llave.

—Soy como el veneno para usted, ¿no? —dijo.

—No. Veneno, no. —Era más bien un cortaplumas, espuma, revólver.

—Usted no saldrá a hacer visitas esta noche. Le guardaré el automóvil y entraré su maleta en su casa.

—¡No! No permitiré…

—¿Qué sucede? ¿Hay algo en la casa que no quiere que yo vea?

—No.

—¿Ballard, quizá?

—No hay nada en la casa —repuso ella, fríamente—. Entre y cerciórese. Registre cuanto quiera.

—Ya que me invita tan gentilmente, lo haré.

Easter sacó la maleta del automóvil mientras Charlotte abría la puerta principal.

Al entrar, encendió todas las luces de la sala.

—Aquí tiene usted. ¿Ve algo? —dijo Charlotte.

—No.

—¿No ve revólveres… ni cadáveres?

Easter la miró enigmáticamente.

—A decir verdad —dijo—, no esperaba encontrar ni revólveres, ni cadáveres. Esperaba encontrar a Ballard, simplemente.

—¿Por qué quiere ver a Lewis?

—En primer lugar, porque su mujer ha denunciado su desaparición esta mañana.

—¿Desaparecido? ¿Lewis?

—Pero ése es sólo un motivo. Hay otros. ¿Dónde está?

—No lo sé. Y si Lewis tiene ganas de irse, no es asunto mío, y decididamente tampoco lo es suyo, señor Easter.

—Creo que le sorprendería ver hasta qué punto es asunto mío.

—Usted no tiene nada contra Lewis, salvo que yo le quiero.

—En vista de mis propios sentimientos, ello es suficiente para no quererle. Esto, en el caso de que fuese todo.

La gravedad de su tono la turbó. No sabía qué hacer ni qué decir. Estaba de pie junto a la puerta con el sombrero y los guantes puestos aún, el bolso bajo un brazo. Por fin, dijo:

—Siéntese. Traeré algo de beber.

—Me quedaré de pie, gracias. Cuando estoy de pie me siento más como un miembro de la policía y menos como un hombre que visita a la mujer amada. Soy las dos cosas. En este momento, no obstante, permaneceré de pie. ¿Dónde está Ballard?

—No lo sé. No le he visto desde anteanoche a la hora de comer. Le dije que me iría a Oregón en coche.

—¿Le dijo por qué?

—Sí.

—¿Y él no quería que fuera?

—Le era indiferente.

—No es verdad.

—Por lo menos, no le importó mucho.

—Le importaba bastante.

—Por favor, deje de hablar con tantos circunloquios —dijo ella, con tono indignado—. Si algo le preocupaba de mi viaje, era que significaba que yo no le vería en un par de días. ¿Qué motivos podía tener para preocuparse de que yo fuese a Ashley o no?

—Podría mencionarle varios.

—Así es usted. Es capaz de pensar cualquier cosa contra Lewis. Él me dijo que usted era así… que siempre creaba dificultades.

—Tiene razón. Soy así. —Easter encendió un cigarrillo. No había la menor brisa en la habitación. El humo subió verticalmente, decididamente, en dirección al cielo raso—. De paso le diré que tengo noticias para usted acerca de Voss y Eddie.

Charlotte sintió que su rostro palidecía. Se volvió y comenzó a quitarse los guantes y el sombrero y a abrir la cartera. Era necesario hacer cualquier cosa para distraer la atención de Easter, para que no se notase su palidez.

—Han desaparecido —prosiguió él—. Han desaparecido sin dejar rastro. Estoy un poco desilusionado por haber perdido su pista. Esperaba formular algunas preguntas a Eddie acerca del origen del dinero con que compró su nuevo automóvil.

Charlotte pensó que podía preguntárselo, pero que no respondería ya.

El teléfono comenzó a sonar. Charlotte le dirigió una mirada vaga, como si nunca hubiese oído sonar el teléfono y le sorprendiese que aquel curioso objeto negro fuese capaz de producir semejante ruido.

—Vaya —le dijo Easter—. O si lo prefiere, contestaré yo.

—No, no. Iré yo —dijo Charlotte apresuradamente y, cruzando la sala, levantó el receptor—. ¡Hola!

—Doctora Keating, soy yo, Gwen Ballard. He estado tratando de comunicarme con usted durante todo el día. La señorita Schiller me repetía siempre que llamase al doctor Blake, pero yo me he negado. Le dije que de ningún modo lo haría, pues mi médico era la doctora Keating, y por lo tanto, me niego a que me asista otro.

Charlotte miró a Easter por encima del hombro. No se había movido, pero su cuerpo estaba tenso como si cada célula nerviosa estuviese esforzándose por ayudarle a oír lo que decían al otro extremo de la línea. Al ver esto, ella tapó el aparato con una mano y le dijo:

—Es una llamada particular de una de mis enfermas. No creo que el tema le interese a usted.

Easter no contestó y se limitó a mirarla impasible. Charlotte reanudó la conversación.

—¿Le ocurre algo? —preguntó.

—He tenido otro ataque —la respiración de Gwen era agitada, y su voz se oía débil y temblorosa—. Estoy sola. Tengo miedo.

—No tiene por qué preocuparse. Cálmese y…

—Necesito verla. ¡Por favor, venga, doctora! ¡Charlotte! Perdone que la llame así, pero debo hablar con alguien, con una amiga.

Una amiga, Gwen, sola y aterrorizada, llamándola, entre todos los habitantes de la ciudad, amiga. Charlotte sintió en su estómago una intensa sensación de náusea que le produjo un sabor agrio en la garganta.

—¿Ha ocurrido algo? —preguntó nuevamente.

—Ha intentado matarme. ¡Sí, ha intentado matarme! ¡Me dijo que me odiaba, que siempre me había odiado!

El timbre y el volumen de la voz de Gwen se habían elevado. Charlotte vio que Easter había oído, no las palabras, tal vez, pero sí las notas histéricas. Debía tranquilizar a Gwen antes de que Easter entrase en sospechas.

—Iré inmediatamente —dijo—. Dentro de diez minutos estaré ahí.

—¡Gracias, gracias! ¡Gracias, doctora Keating!

Charlotte colgó nuevamente el receptor.

—Debo hacer una visita —dijo.

—Acabo de oírlo.

—Si me disculpa… —añadió Charlotte, y dirigió una mirada intencionada a la puerta de entrada.

—¿Quiere que me vaya? —preguntó Easter, levantando una ceja.

—Creo que es lo indicado.

—Supongamos que me sienta a gusto aquí. Es un lugar muy confortable y abrigado, y tengo esperanzas de que venga Ballard.

La reacción de Easter era algo que Charlotte no había previsto. Había pensado que se iría cuando ella lo hiciese, dándole una oportunidad, más tarde, para planear lo que debía hacer respecto a Voss y O’Gorman. No había manera de obligarle a irse, salvo, quizá, y la ironía encerrada en esta idea la hirió cruelmente, llamar a la policía.

Sin pronunciar una palabra levantó su sombrero y su cartera y salió por la puerta principal. No miró a sus espaldas. Easter tampoco dijo nada.

Al retroceder con el coche por el sendero comprobó que había cometido un error fatal.

En su apresuramiento por bajar la puerta del garaje al oír el automóvil de Easter, había olvidado apagar la luz. Sus rayos brillaban alegremente por la pequeña ventanilla lateral del garaje, como invitando a quienquiera que quisiese a entrar y ver las cosas con sus propios ojos.