En medio del camino de Lavida (costa meridional de Ábaddon), la playa deja atrás su inquebrantable rectitud de flecha y se interna en la selva de sombras del crepúsculo. Es ahí donde el Informador recibe el golpe, el doble golpe: el golpe en el pecho y el golpe contra el suelo, que el jabonoso mar que se deshace en cintas de espuma sobre la arena convierte en una especie de caída sin fin, en una suerte de rodar y rodar por la madriguera del conejo. Luego llegan las sensaciones contradictorias de lo que, en casos así, debe de ser el abandono en las turbulencias de la muerte: la sensación de humedad salada que no solo abarca el rostro, sino también el envés de la cara. El vértigo desde la boca del estómago. Las galerías anegadas de los pulmones. Los túneles sin aire de la consciencia.

¿Y la niña? Espera, no perdamos la calma. La habíamos visto salir de una bruma azul. Pálida, congelada, rubia y desnuda como una Venus Anadiómena de diez años: saliendo también ella de una concha, por así decir. Una concha de valvas metálicas, si no recordamos mal. Supuestamente, ahora debería encontrarse en un lugar seguro.

Porque había que mantener con vida a la niña: nuestra misión era esa. La niña no podía morir: en eso consistía todo. Si moría, el mundo entero moriría con ella.

¿Y no es eso, de hecho, lo que oíste? ¿Qué es lo que resuena en tu memoria? ¿Qué es lo que nos dice la otra voz, la voz del Informador?

Recuerda, recuerda: nos estaba alertando de una conspiración contra la sociedad, contra el mundo, en realidad, y podía ayudarnos a evitar el fin. Decía conocer nombres, fechas, lugares. Decía saber lo que iba a suceder en los próximos veinte años, los cómos, los cuándos y los porqués: todo lo que nosotros desconocíamos, todo cuanto debíamos saber. Solo pedía una cosa, para él, para su mujer, para la niña: un nuevo nombre en una nueva ciudad, la condición de testigos protegidos, y «todo esto será suyo».

¿Pero qué es todo esto? ¿A qué nos estamos enfrentando? ¿De qué demonios hablaba realmente el Informador?

Claro que… también podemos estar equivocados. Puede que todo esto solo sea el ruido que hace la consciencia cuando emprende el camino de la muerte, y nada más que eso.

O el mar que viene y va. O la brisa que canturrea con él. Wiege… schweige… grab… schweige.

Esos también eran los ruidos de la muerte.