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Pero lo mejor es que empecemos por el principio.

En septiembre de 1978, por razones que no vienen al caso, decidí instalarme en Londres, no porque tuviera algún interés particular en aquella ciudad —igual podía haber elegido París, o Calcuta—, pero elegí Londres, y a pesar de cómo habían ido las cosas hasta entonces, lo cierto es que tuve suerte y pronto encontré un apartamento decente y barato en el barrio de Pimlico, a pocos minutos de la estación Victoria. A decir verdad, no es que con aquello esperase olvidarme de todo y comenzar una nueva vida. Me habían sucedido tantas cosas en tan poco tiempo que difícilmente hubiera podido esperar algo así, aunque en el fondo tenía la esperanza de que un nuevo lugar acabaría por convertirme en un hombre diferente del que había sido hasta entonces; no otra persona, desde luego: diferente en la misma medida en que un rostro pintado por dos manos distintas parece dos rostros distintos.

Ignoraba si era posible tal cosa, pero tampoco tenía nada mejor a lo que aferrarme. Tres años atrás había conocido a Madeleine Priest, un auténtico ejemplar de belle dame sans merci que tocaba el bajo en un grupo de rock, saltaba de cama en cama como solución a las madrugadas solitarias que convertían el cuarto de la casa que ocupaba en un agujero negro y, al menos en apariencia, aún lograba dominar el galope de los caballos de heroína que ya empezaban a dirigirla hacia esas peligrosas pendientes por las que pronto se despeñaría, y me casé con ella seis meses antes de que naciera nuestra hija, Celeste. Vivir con Madeleine, obsesionado como estaba por su belleza de niña rica, cautivada por los lodazales, fue lo que se dice un infierno, así que no me detendré a describir el escenario de experiencias sórdidas que a cualquiera le será sencillo imaginar: las discusiones sin venir a cuento, las peleas a cuchillo, las promesas de un cambio a mejor, las amenazas de muerte si uno de los dos hacía esto o volvía a hacer lo otro, el ridículo patetismo de las reconciliaciones… Mientras tanto, todo se iba hundiendo sin remedio, y como siempre sucede cuando todo se hunde, yo también pensaba que las cosas, simplemente, estaban cambiando a mejor. Había que pasar por el drama de los ajustes, de las reentradas en órbita, de los golpes del acero en el yunque, hasta alcanzar por fin la armonía de las esferas. Eso pensaba. Pero el grupo en el que Madeleine tocaba terminó separándose tras la grabación de su primer sencillo, después Madeleine me abandonó, y tras una larga época de angustia y desconcierto, de no salir de casa o de vivir literalmente en la calle para tratar de dar con una mujer a la que, al fin y al cabo, todavía consideraba la mujer de mi vida, decidí que las cosas estaban bien como estaban, y no supe más de Madeleine hasta que cierto día encontré la puerta trasera de mi casa forzada, a la joven estudiante que cuidaba de Celeste muerta de una cuchillada en el pecho, y a Madeleine desangrándose lentamente en el retrete, sentada allí con las muñecas abiertas y la mirada perdida, sosteniendo en los brazos el cuerpecito degollado de nuestra hija con sus últimas fuerzas, como para asegurarse de que ambas se irían de la mano a un lugar mejor.

Esa fue la visión que me encontré: un fantasma acunando a una muñeca rota. Si Madeleine no hubiera estado prácticamente muerta en aquel momento, si no hubiera visto que sus ojos contemplaban ya otras sombras, estoy seguro de que yo mismo la hubiese matado, me habría empleado a conciencia y no hubiera parado hasta arrancarle el corazón, hasta sacarle las tripas por la boca. Pero sucedió todo lo contrario: fue ella la que me arrancó el corazón, la que acabó, pedazo a pedazo, con mi vida. Todavía era joven (ni siquiera llegaba a los veinticinco), con todo un mundo por descubrir en el horizonte, como suele decirse en estos casos, y, sin embargo, durante casi dos años fui lo que se llama un muerto viviente, una mera carcasa, un hombre sin alma. De hecho, no recuerdo nada de lo que sucedió en aquel tiempo, nada en absoluto, como si hasta los actos más sencillos hubieran sido borrados por completo, sumidos en un abismo tenebroso del que un día, sencillamente, emergí, para darme cuenta al abrir los ojos de que había pasado los últimos años dormido. Luego decidí abandonar mi país y fue entonces cuando lo dejé todo y me instalé en Londres. Las razones, según expliqué antes, no venían al caso, pero eso no significa que pueda evitar hablar de ellas.

Por entonces, mi estado anímico se encontraba, más que arruinado, en plena bancarrota, así que al poco tiempo de llegar a Londres me dejé seducir por unas cuantas sectas que ofrecían consuelo espiritual a cambio de obediencia ciega y por supuesto dinero: el dinero que también cuestan las cosas que no se pagan con dinero. No obtuve mucho a cambio, salvo un nuevo corte de pelo (de la melena hipster al rapado budista) y una nueva forma de incomunicación con el resto del mundo, lo que ya recortaba unos centímetros más al espacio que me separaba de parecer un verdadero muerto. Cuando por fin me desintoxiqué de las sectas —algo doloroso y brutal, lo más parecido que hay en el mundo a tratar de dejar a una mujer cuando más la amas—, me encerré en mi habitación de Pimlico, y mientras el mundo exterior abundaba en noticias enunciadas en un reverente tono apocalíptico (la Revolución iraní, el derrocamiento del sah de Persia y la ascensión de Jomeini al poder, el recrudecimiento de las tensiones entre judíos y palestinos, las amenazas de una invasión en Afganistán por parte de la URSS, que en diciembre se verían cumplidas), yo me dediqué a estudiar por mi cuenta todos los libros religiosos que caían en mis manos: leí la Biblia, el Corán, el Mahabharata y las tablas de Bahá’u’lláh, mezclados con Hesíodo, Diodoro Sículo, Apolonio de Tiana o los teosofistas, y comparaba unos con otros en busca de coincidencias, de verdades absolutas que difundiesen luz en tanta confusión. No sé decir si siempre caminé entre sombras o si es que un día la luz me deslumbró y su autoridad me dejó ciego, pero daba igual: Dios, nada menos que Él, era mi vara y mi cayado, y aunque caminara por valles de tinieblas, nunca iba a temer. Al fin y al cabo, si no había caído ya era sin duda porque la vida todavía me importaba, porque no estaba del todo muerto. Así que poco a poco empecé a hacer pie, y un día me sorprendí de que aún reuniese fuerzas para tomar impulso y ascender a buscar aire en la superficie.

No tardé mucho (hablo de enero o febrero de 1980) en encontrar empleo, primero como maquetador en una revista musical de segunda fila y, poco después, firmando críticas sobre las nuevas bandas que iban surgiendo en la escena británica. Desde luego, no era el trabajo de mi vida, pero al menos me distraía de pensar en otra cosa. Fue así como conocí a Flames of Flamel, una banda de Sídney liderada por un joven de aire nebuloso e inquietante llamado Neil Flamel que ya había obtenido un moderado éxito en Australia con la anterior encarnación del grupo, Pink Hats. Corría el mes de junio de 1980, la época del post-punk, del power pop y de ese cajón de sastre llamado new wave, en el que confluían todos aquellos grupos que no resultaban fácilmente etiquetables, y Flames of Flamel, con su ruido decididamente punk y la agresividad de sus actuaciones, parecía haber llegado al momento equivocado con el sonido equivocado.

Cuando los conocí, Flames of Flamel tocaban en el Rock Garden, ante un público de skins y heroinómanos en los huesos que, más que bailar al ritmo de aquella música convulsa, parecían buscar con denuedo alguna misteriosa verdad a través del dolor: golpeaban y se dejaban golpear, mecidos por la corriente eléctrica de la voz y las cuerdas, ciegos, enajenados, presas de aquella avalancha de ruido que parecía haber sido concebida para desatar lo que quedaba de animal en el hombre. El concierto, de hecho, acabó en una verdadera batalla campal (alguien acuchilló a la novia de alguien, alguien disparó a alguien), y la policía tuvo que hacer un uso desproporcionado de la fuerza para evitar que los veinte heridos y tres muertos con que se saldó el espectáculo hubiesen llegado a más, y no precisamente en el bando de las esvásticas tatuadas y los imperdibles en las orejas. Fue una visión más propia de una película de terror: fuegos provocados y gases lacrimógenos, adoquines contra balas de goma, cortocircuitos y descargas eléctricas. Las fuerzas del orden contra los muertos vivientes, en una palabra. Y, pese a todo, si algo dejó una impronta imborrable en mi mente no fue aquella visión entre llamas de los hombres contra las sombras, ni el tráfico de camillas y ambulancias que se afanaban en sacar de allí a los heridos, ungidos por las luces rojas de los coches patrulla, sino la esbelta figura de Neil Flamel todavía en el escenario, con una vieja casaca prusiana abierta sobre su enjuto pecho y aferrado al cetro del micrófono como un emperador de los infiernos, orgulloso al ver que allá en el mundo los hombres seguían luchando unos contra otros, matándose los unos a los otros, y sin necesidad, siquiera, de que hubiese un motivo.

Neil Flamel era un muchacho alto y muy delgado, de extremidades elásticas y melena cardada, tocado con unos rasgos simiescos pero extrañamente atractivos, una nariz que parecía un hocico y unos ojos azules y generalmente extraviados que contribuían a resaltar su palidez de pantera ártica. Subido al escenario, prodigándose en aullidos guturales y saltos dramáticos que remataba cayendo como un penitente sobre las rodillas, resultaba tan hipnótico como un líder religioso o un dictador fascista, una especie de perverso Gandhi de los suburbios cruzado con el Adolf Hitler de los mítines multitudinarios, y él disfrutaba llevando esa pose al extremo, sin importarle demasiado las consecuencias de sus actos: disparaba con balas de verdad contra el techo de la sala en la que tocaba (Hammersmith Palais), arrojaba los altavoces a la multitud (The Ritz), o intentaba estrangular con el cable del micrófono a una chica entusiasta y sumisa (The Underground). Es cierto que eso no lo hacía muy distinto de los líderes de cualquier banda punk de las muchas que poblaban por entonces la escena underground londinense, tipos cuya mayor contribución a la música era aquel cargamento de rabia que aparentaba estar de vuelta de todo y aquellos chillidos ululantes y desgarrados, que más tenían que ver con los ciegos zarpazos de la enajenación mental que con la poesía del preconsciente. Pero la influencia de Neil iba mucho más lejos que la de aquellos filisteos que berreaban a los cuatro vientos su caprichoso inconformismo de hijos de papá: era tan fácil sentirse arrebatado por el vigor que desprendía su presencia, por la abrumadora energía que irradiaban su voz y sus movimientos, que, sin saber cómo, de pronto te veías arrastrado por el deseo incontrolable de golpear o ser golpeado, de matar o estar muerto. Era algo insensato y magnífico, como una estatua en la luna. Era como tener una pistola en la mano y sentir que nada en el mundo podía ser tan maravilloso como responder al impulso de liberar sus balas.

Acudí a otros cinco conciertos más de Flames of Flamel, y mis reseñas nunca flaquearon. Su música se iba volviendo más poliédrica, más filosa. Me hacía pensar en remolinos turbios, en acantilados desde los que uno se veía abocado a arrojarse al vacío. Hasta las letras de las canciones parecían haber sido escritas por alguien mucho mayor que Neil, mucho más torturado y atribulado: un poeta alcohólico, solitario y enfermo, al que hubieran alejado de la bebida y ya solo hubiera podido escribir sobre esos demonios y fantasmas que acechan al otro lado del vaso. Aquellas letras, para alguien que, como yo, no soportaba la mendacidad de la música que a los jóvenes de mi generación nos había tocado vivir, no solo suponían una fuente de inesperadas sorpresas; en realidad, eran toda una revelación: mezclaban a Macbeth con los negros del Misisipi, cuentos de nativos americanos con la mitología de la Biblia, Petrarca con camiones de basura. La elección de los temas y su desarrollo estaban tan lejos de la estética punk como la idea de lamentarse ante un psicólogo podía estarlo de escribir los versos más tristes esta noche. No era nada que pudiera entenderse fácilmente, nada que quisiera ser atrapado, lejos del arropo del bajo y del tejido eléctrico de las guitarras: aquello buscaba su propia forma, más allá de la música y de las palabras, más allá, me atrevería a decir, de la esfera misma de la voz y el sonido, y por la manera en la que finalmente te abordaba se diría que era algo —una fuerza sobrenatural, una verdad existente desde siempre— que había encontrado en tu consciencia su molde perfecto.

Supongo que si por entonces Neil se hubiera liquidado de una sobredosis sus canciones tendrían ahora para mí un valor muy distinto (los esfuerzos de un joven atormentado y sensible que quería alcanzar su destino, ser algo más que una flecha que duda), pero, en vista de su obra posterior, si algo puedo decir de ellas es que eran el trabajo de un verdadero poeta… solo que probablemente ni él mismo lo sabía. A lo más que podía llegar era a confiar en que lo fuera, en seguir adelante y esperar a ver si el camino que había elegido era el camino correcto. En ese sentido, el propio Neil había hecho gala en más de una ocasión de su fe en el poder de la intuición, su convicción de que, en tiempos materialistas como los que vivíamos, había que entregarse ciegamente a los impulsos de nuestra parte inconsciente, y, en uno de esos saltos de la lógica que solía emplear para socavar la confianza de sus entrevistadores, comparaba la existencia furtiva del poeta con la del cazador o la del asesino en serie: su vida, la vida que todos veían, discurría por un sitio, y él discurría con el resto del mundo, haciendo un ruido distinto, ocultando sus cepos sin que nadie lo viera en la hojarasca de los días, mientras que en la vida que realmente le importaba vivir (la vida interior de su propia consciencia) se dedicaba a recoger las piezas que habían caído, a observarlas y examinarlas, a arrancar de ellas la verdad oculta de un símil o una metáfora, convencido sin embargo de que había una pieza mayor en alguna parte, pero que solo la cazaría después de haberse hecho con todas las piezas pequeñas.

Había una canción en concreto que me atraía por encima del resto. La música era lo de menos: ritmos acelerados, gritos desatándose al filo de guitarras y percusiones, un vendaval de ruido vibrante que se venía abajo como un castillo de naipes, tan pronto como aquello parecía ir a convertirse en auténtica música. Cháchara punk, en una palabra. Pero, independientemente de sus desatinos, de su continuo subir y bajar por la montaña rusa del quiero y no puedo, lo que me cautivaba era la letra. Se llamaba «I Drive for my Sweet Jesus», era el corte que abría el segundo elepé de la banda, Underwurlde, y entre sus versos sobresalían imágenes de factura perfecta, con notas humorísticas como esa representación de Jesucristo huyendo de madrugada en un coche robado, o el símil de que volver a nacer en un mundo como el nuestro era como vivir con los dos pies en la bota equivocada. Por supuesto, también adolecía de versos prescindibles, frases destinadas a gritar y desgarrarse, a cumplir sin más con el expediente punk. Por entonces, Neil aún no era un poeta elegante, pero era atrevido, y confiaba en sus metáforas como el dueño de una granja confiaría en sus perros. Mis versos preferidos eran los que el narrador empleaba para explicar lo dura que era la vida como chófer de Jesús, siempre llevándolo y trayéndolo de una ciudad a otra para obrar sus milagros, sin un buen representante que le cuadrase la agenda, siempre durmiendo entre cubos de basura, surcando con la policía en los talones la estrellada noche de Texas:

Jesús, francamente, ¿puedo hablarte de tú a tú?

Ya sé que soy tu chófer, no tu asesor de imagen.

Que me pagas por llevarte de Orlando a Baton Rouge,

de la pecadora Hauterre a la oscura Anadarko.

Pero tu mánager no contesta al teléfono, y la gente desprecia

tu traje arrugado y tu pelo grasiento. Así que, francamente,

¿puedo hacerlo, Jesús? ¿Hablarte de tú a tú?

¿Decirte qué le falla a tu marketing celestial?

«Bueno», me dijo Jesús, «sé muy bien lo que falla…

Pero créeme, no es tan fácil ser sexy después de tres días muerto».

El último verso de aquella estrofa siempre me gustó: lo veía como una réplica ingeniosa, la respuesta de un Cristo hastiado que reconocía con frivolidad lo que significaba ser el Hijo de Dios. Me reí con ganas la primera vez que lo escuché, y, por aquel entonces, que algo me hiciese reír ya era un pequeño milagro. Gracias a aquel verso, Neil empezó a gustarme incluso antes de que lo llegara a conocer. El dolor de vivir aún seguía siendo demasiado grande, pero si tenía que creer en algún dios, al menos sería un dios que cantaba.