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La luz al final del túnel, vieja conocida de la escena paranormal, se retira velozmente a las tinieblas del punto de partida, y el mundo adquiere de golpe los familiares sólidos, las rectas y las curvas, de la vida diurna. Lo primero que uno piensa en casos semejantes es que esto no debería estar pasando: que uno ya ha cumplido con creces su cometido de rasgar el telón entre la vida y la muerte cuando el empujón de unas caderas lo hizo venir al mundo, y que no debería enfrentarse a ese mismo trance una segunda vez, y menos cuando la conciencia ya adulta puede calcular las dimensiones de una experiencia así en términos de terror y de angustia.

Pero aquí estamos, sobrecogidos, aturdidos, propiedad del dolor. Con maravillado pavor nos esforzamos en auscultar la luz, palpándola con los ojos, por así decir, y al fin, lentamente, recordamos algo: esto es Ábaddon. Y esto, este monótono cubo desconchado, con su verde lunático en las paredes, es una de las habitaciones para enfermos del Hospital Universitario Sidney Scheider Memorial (un lugar que conocemos muy bien, tan bien como un simio conoce los barrotes de su propia jaula). ¿Y esto de aquí? Oh, esto… Nada importante. Un corazón artificial: la máquina expendedora de vida a la que estoy conectado por una urdimbre de cables, y que traduce a su lenguaje isócrono la débil protesta de mis latidos.

Un parpadeo: este vértigo interior, y la posterior sensación de caída a plomo, tiene que ser el brusco asentamiento de la consciencia. Segundo parpadeo: un hombre enfundado en una bata blanca, con brillantes pupilas de maníaco, abandona los destellos de la bruma para asomar sobre mi rostro, admirando, supongo, las palpitaciones de mis párpados; tras él, una cabecita de cabellos de oricalco brota como un astro sobre la rasante de su hombro.

—Una angina de pecho —dice el hombre—. Otra más.

—¿Debo llamar al médico de planta? —propone la otra voz, una voz de mujer.

—Oh, no será necesario.

Ambos espectros cambian de posición y mi creciente adaptación a la luz me permite distinguir el óvalo de dos rostros, todavía algo desdibujados pero perfectamente reconocibles en su condición humana.

—Ha pasado de largo —me oigo decir.

—¿Quién? —pregunta la mujer.

—El Asesino del Miocardio —responde con una risita el individuo de la bata blanca.

Y luego, un estallido de luz. Y luego, el vago recuerdo de que intenté incorporarme: pero la manzana de Newton, con todo su peso mítico, rodó desde el pedestal de los símbolos para caer en el ancho y desgarrado valle entre mis costillas. Esto, si no me equivoco, es un gemido.

—No se mueva, señor Veryl… No debe someter su corazón a estas presiones. Tiene usted un petirrojo, no una esponja.

—No quiero ningún médico. Por favor, agua…

—Es por la pastilla que le he colocado bajo la lengua —replicó el sonriente doctor, mientras me tendía un vaso que acababa de surgir en su mano como de la nada—. No se preocupe, ya se ha disuelto. Enseguida se encontrará mejor.

Dicho aquello se volvió, sin dejar de mirarme, para dirigirse a la mujer que había a su espalda… y gracias a su conversación entre dientes he logrado descubrir algunas cosas realmente curiosas. Por ejemplo, he descubierto que el doctor se llama Braunschweige, Walter Braunschweige, como el Braunschweige al que yo conozco… y que obviamente debe de ser el mismo sujeto que tengo ante mí, aunque por alguna misteriosa razón no soy capaz de reconocer su rostro. Pero a excepción de tan extraño detalle puedo recordar a aquel hechicero incluso demasiado bien. Es un viejo amigo, un viejo rival, un viejo enemigo. Mitad historiador, mitad psiquiatra, especializado en los traumas del córtex prefrontal (aunque su avidez de disfunciones, minusvalías y deformaciones mentales amplía sus toqueteos a ambos hemisferios y un buen número de circunvoluciones), además de ser una eminencia en su campo gracias a ciertas terapias de invención ajena de las que él se ha apropiado, basadas en el uso de unos artefactos cilíndricos de oración hindú conocidos entre nosotros no por su auténtico nombre —«rollo de oraciones»— sino por el sobrenombre mítico de «vimanas». Porque nuestro trabajo es mítico (nos amamantamos directamente en las fuentes del universo, como quien dice), y damos nombres míticos a las cosas.

¿Y Braunschweige? Él también, sí… aunque con reservas. Braunschweige fue un estudiante torpe —entusiasta, pero torpe— que atrajo la atención de sus colegas a finales de la década de los setenta debido sobre todo a lo que suele ser causa común de estas celebraciones: la pura y simple suerte. En su caso, además, se añadía el talento de provocar la mala suerte de otros. Por entonces, el Hospital Universitario Sidney Scheider Memorial conservaba entre las peculiares fantasías de sus sótanos un rechoncho indio momificado que databa de la época de los primeros conquistadores (siglos XVI-XVII), una pequeña bestezuela velluda que, empujada por las circunstancias, debió de verse obligada a hacer frente con un hacha de sílex a los arcabuces de la vieja Europa. Como premio a su valentía recibió un tiro entre las cejas (glándula pineal, o chakra de los mil pétalos) que seguramente lo detuvo en seco, petrificado, pasmado ante la caliente magia de la pólvora, aunque el impacto y la muerte no fueron acontecimientos inmediatamente correlativos: un cálculo aproximado de la desviación de los dos hemisferios del orificio determinó que debió de sobrevivir con esa larva de plomo en la frente tal vez seis, tal vez siete años; seis o siete años en los que aquella pobre criatura cambriana siguió haciendo su vida normal, fuera lo que fuese para ella una vida normal, hasta que repentinamente algo desplazó al intruso que llevaba alojado en el cerebro: la pedrada de un amigo, el golpecito de una bellota, los cacheos nasales de su índice o un simple estornudo. En cualquier caso, el disparo de siete años atrás cumplió su cometido siete años más tarde, eliminando a aquel desdichado ser en retrospectiva.

Las investigaciones de mi difunto compañero de seminario Harold Dreyfuss, basadas en la posición de la bala, que había quedado incrustada en el pétalo izquierdo del agñá chakra, determinaron que probablemente se trataba del mítico ayurgue de las crónicas indias de Natherman Hawville (1512): ayurgue, o «El Indio Que Levitaba». Poco después me confesó Dreyfuss, en una de esas ociosas divagaciones que a veces tienen lugar cuando dos meros conocidos que ni siquiera se llevan bien se ven en la tesitura de compartir el mismo paraguas una tarde con lluvia (cogido el más joven, además, del brazo del más maduro), que desde hacía algún tiempo, y a consecuencia de una experiencia personal, según dijo, «tan amarga como increíble», empezó a sentir él también el ancestral anhelo humano de volar por sus propios medios. Con aquel deseo en mente se encerró días más tarde en su gabinete, donde se dedicó a diseñar enrevesadas autopistas para las cavidades de su córtex prefrontal, y al cabo de una semana ordenaba a sus ayudantes que le trepanaran el sexto chakra en la misma dirección y ángulo con que la bala había horadado el cerebro del aborigen. Fue así como Dreyfuss, el triste y soñador Dreyfuss, murió a manos de tres aterrados estudiantes (unos más aterrados que otros), tras una serie de horribles espasmos que tampoco es que le hicieran elevarse más allá de unos diez o doce centímetros por encima de la mesa de operaciones, y ni siquiera gracias al desfloramiento de su chakra sino a fuerza de estimular y retorcer sus pobres canales nerviosos.

El doctor Braunschweige, con acné residual y un poco más de pelo, era uno de aquellos estudiantes. El fantasioso artículo que escribió al respecto, junto con un buen montón de etcéteras derivados del mismo asunto, le abrieron las puertas no solo de los pisos superiores del Sidney Scheider Memorial sino también las del Consejo Médico Militar del complejo (cuya confianza ya se había ganado con anterioridad por otros medios bastante dudosos). Los otros dos estudiantes que participaron en el experimento de Dreyfuss, simples contemporáneos, desaparecieron meses después, sin dejar el menor rastro.

Esto en cuanto a los fantasmas del pasado. En lo que respecta al presente, o lo que sea este encabritado oleaje sobre el que cabalgo… He dicho que soy incapaz de reconocer a Braunschweige, ¿verdad? Bien, pues lo cierto es que Braunschweige, por lo visto, tampoco me reconoce a mí. Veryl, ¿quién diablos es Veryl? ¿Y qué clase de amnesia es esta? Uno tiene todo el derecho de despertar de un coma y sentirse maravillosamente intranquilo ante las materializaciones de un mundo que le es tan ajeno como podría serlo un palacio con jardines en los canales de Marte: las cosas cambian, y uno no se queda eternamente anclado en las vivencias amnióticas de la amnesia. ¿Pero que ese mismo mundo no te reconozca a ti, y solo a ti? ¿Cómo se le llama a eso? Una errata en la tipografía del cosmos, como poco. Un salto de página en la intrahistoria de la eternidad. Tu cuerpo, de pronto, no te reconoce. Tu ropa no te reconoce… e incluso caminas como si tus mismos zapatos quisieran huir de tus pies. El mundo entero empieza a replegarse a tu paso, a esconderse, digamos, detrás de árboles imaginarios. Si esto no le pasa a nadie más, ¿qué puedes pensar? ¿Eres tú el amnésico, el pobre diablo del golpe accidental en la cabeza? ¿O eres algo peor: el responsable del golpe accidental en la cabeza del universo?