1

La mañana de nuestra despedida, Neil me había entregado un par de cintas con grabaciones en directo y un puñado de inéditos de Einstürzende Neubauten, ocho cortes maquetados contrarreloj en uno de esos estudios alquilados que se hacían de oro a costa de abonar las ilusiones de un grupo de chiquillos o de viejas glorias en las que ya nadie confiaba, ansiosos por dar con la receta del próximo éxito de ventas, y antes de abandonar el apartamento de la Luitpoldstrasse me había hecho prometer que las escucharía. Supongo que con las prisas por salir de allí hubiera sido capaz de prometer cualquier cosa, pero, tan pronto como llegué a mi casa, guardé las cintas en un cajón y pensé que de momento lo mejor era olvidarme de ellas. No es que pretendiese incumplir mi promesa. Mi intención era dejar correr el tiempo, encerrar mis malas sensaciones de aquel viaje a Berlín en algún rincón de mi cerebro donde no pudieran molestarme, y una vez que mis recuerdos de Lizzie, de Dimitri y Zaid hubieran empezado a perder la turbadora consistencia que aún conservaban, escucharlas con la distancia necesaria para juzgar su valor de la manera más objetiva posible. Para entonces tal vez sería demasiado tarde, y Einstürzende Neubauten bien podría haber fichado por alguna poderosa multinacional que haría millonarios a sus descubridores o, lo que era más probable, haberse disuelto en la típica diáspora que parecía el destino mayoritario de las bandas que no soportaban el silencio de las productoras o el abandono de sus seguidores. Pero, fuera como fuese, perdiese o ganase con ello, lo cierto es que yo no podía comprometerme a otra cosa.

Durante las tres semanas siguientes reanudé mi trabajo como cazatalentos, después de soportar una monumental bronca de Jacob Miller por haber cancelado mi viaje a Los Ángeles y hacerle perder su contrato con Razzmatazz (cosa que a la larga me agradecería), y me dediqué a peregrinar por diversos países escandinavos al rescate de alguna banda que mereciese la pena redimir del gélido anonimato de los clubes y garajes del norte de Europa. Desde luego, lejos estaban los tiempos en que una lira servía para remover las entrañas del infierno o en que el sonido de unas trompetas podía derribar las murallas de Jericó, pero, por más que hubiera pasado el tiempo de la magia, yo tenía mis propias ideas acerca de lo que la música era, había sido y debía ser. En ese sentido, de nada me valía la profundidad de una voz bien timbrada o la belleza de una intérprete si lo más importante del conjunto, la música, no era más que un montón de sonidos correctamente dispuestos, una muestra de presunción sin fondo o de virtuosismo sin alma. Para mí la música, ya fuera la arrancada a unos violines o a una guitarra eléctrica, no podía ser otra cosa que una conversación con la parte más íntima del yo, ese lado de nuestra consciencia que pese a tantos siglos de civilización aún se sentía a solas ante la infinita majestad del cosmos, observando el universo desde esa región de tinieblas con la esperanza de comprender y ser comprendido, de gritar pero también de saberse escuchado. En pocas palabras, debía resonar en mi interior como una vibración más de la milenaria arpa que nos hacía partícipes de una experiencia común, la que comunicaba nuestro siglo con los anteriores, nuestra voz con la de aquellos hombres que nos habían precedido en el tiempo. Y, en mi opinión, la música actual no era una cuerda dislocada de esa arpa, sino una continuación con el pasado que debía permitirnos comprender el presente como parte de un todo indisoluble, y en el que el hombre seguía intentando comunicarse con el infinito a través de la sabia (o intuitiva) modulación de las frecuencias sonoras.

Aquello, sin embargo, no era una teoría sacada de la manga, una manera como otra cualquiera de dotar de trascendencia a lo que carecía de ella. En realidad, estaba en el origen de todas las religiones, de un extremo al otro de la faz de la tierra. ¿Qué era la música para los egipcios? Una resonancia de la Palabra Creadora, la que vibró sobre las aguas primordiales que precedían a la Creación, la que produjo al soplar sobre ellas los complejos patrones geométricos que conformaron el mundo. ¿Para judíos y cristianos? Otra expresión del Verbo de Dios, la voz tronante que creó de la nada todo lo visible y lo invisible, la elipse de las órbitas planetarias y el copo de nieve de Koch, lo que está en los cielos y lo que hay debajo de ellos. ¿Y qué decir de la religión china? En ese sentido, la relación entre religión y música era aún más compleja. La música no estaba solo en el origen y comienzo de todas las cosas: además, seguía ejerciendo su papel creador a lo largo de las civilizaciones, que crecían y cambiaban en virtud de las composiciones que sus músicos ideaban y ejecutaban. Confucio, de hecho, afirmó que los cambios en la música afectaban directamente al cimiento mismo de la sociedad, y el emperador Shun llegó al extremo de comprobar el estado de sus dominios no departiendo abúlicamente con sus consejeros, sino viajando por el país para verificar que la música de cada región se hallaba en perfecta correspondencia con las cinco notas por entonces en uso. En el caso de los hindúes, la relación entre religión y música era tan estrecha que tenían una misma palabra para definir tanto a la música como a Dios (nada), y es sabido que sus cantos ceremoniales causaban un estado de embriaguez mística similar a los que tenían lugar en las festividades dionisíacas, las bacanales romanas o las kirtanas bengalíes. Tendrían que pasar varios siglos, sin embargo, para que la música fuera liberada de la influencia de sacerdotes y hierofantes, algo que debemos, como tantas otras cosas, al pensamiento griego: fueron los griegos quienes la consideraron indefectiblemente como la primera materia de aprendizaje, pues suponía el umbral de entrada al conocimiento de las leyes y las tradiciones, una creencia que Aristóteles perfeccionó, revistiéndola de la poesía del pensamiento pitagórico, al explicar que los cuerpos celestes generaban un sonido único que dependía de su distancia respecto a la tierra y a su aceleración en el espacio. Dicho en otras palabras, el universo reproducía desde sus albores una sinfonía constante donde cada uno de los cuerpos celestes representaba una nota particular, distintiva, que sonaba y sonaba a partir de la vibración de un sonido primigenio: Radio Dios, por así decir, hablando desde la eternidad para todos los hombres… que en su inmensa mayoría ni siquiera habían desarrollado (o quizá habían perdido) las capacidades necesarias para saber entenderlo.

Naturalmente, de haber compartido mis opiniones con Miller hubiera acabado más pronto que tarde de patitas en la calle, pero mi sistema tenía sentido incluso observado en retrospectiva. Mozart había utilizado la música para revelar los secretos más profundos de la masonería en La flauta mágica, Haydn para celebrar la gloria de Dios, y Bach nada menos que para crear una especie de retrato a escala del universo, especialmente a partir de 1747, cuando diseñó la estructura geométrica de sus obras en relación a los movimientos de las esferas celestes. No menos relevante fue la solución que dio a un problema que se remontaba al siglo VI a. C., cuando los pitagóricos establecieron la constante del intervalo de quinta como método de composición. Era el mismo método que aún empleaban sus contemporáneos, pese a que ninguna corrección era capaz de restarle esa leve imprecisión en la armonía (la coma pitagórica) que traía de cabeza a compositores y estudiosos de la música por igual. Bach, entre cuyas virtudes se hallaba también la habilidad para construir y reparar órganos, clavicordios y otros instrumentos musicales, desarrolló un método personal —El clave bien temperado— basado en el sistema de afinación de Werckmeister que ponía punto final al debate, y esta vez no en el terreno de la teoría sino en el de la práctica musical. Aunque el método de Bach fue desdeñado por la mayoría de sus colegas, lo cierto es que el Barroco había conquistado por fin la difícil y elusiva «armonía de las esferas», sueño no solo de músicos sino de todos cuantos sentían bullir en su interior el ardiente fuego de la creatividad artística (o la voz de ese infinito que había hablado en el principio de los tiempos). Tan grandiosa conquista, sin embargo, perdió parte del terreno ganado cuando la alta composición sufrió la intrusión del gusto popular a través de la arietta que Beethoven escribió en la Sonata para piano número 32, su «adiós al piano», compuesta, además, al mismo tiempo que el atormentado músico alemán trataba de sacar adelante su inacabada ópera Fausto, forzando su portentoso talento hasta prácticamente el punto de ruptura. Si a eso se añadían las acusaciones de los movimientos conspiracionistas, que entendían que el tono de afinación de instrumentos debía mantenerse por debajo de la frecuencia de 430 hercios habitual en la época barroca, y que veían en el cambio a los 440 hercios del presente poco menos que un acto de terrorismo de bajo perfil (según ellos, los átomos que conformaban el cuerpo humano se veían terriblemente afectados por las vibraciones de las notas musicales al ser sometidos a esa constante, provocando la desconexión del alma con el cosmos), podía decirse que la música había abandonado su lugar en el cielo para caer, como Satanás, al reino de la oscuridad y las tinieblas, y que cuanto escuchábamos a través de ella no era ya la matemática sagrada de la Arcana Celeste ni las elipses de Kepler, sino el proceso de descomposición del universo, las crepitaciones y crujidos del fin del mundo.

Independientemente de la teoría, yo sí creía en la música no ya como en una suerte de intérprete de la realidad (a tiempos convulsos, música convulsa) sino también como un transmisor, o corrector, de estados de ánimo: una de las pocas fuerzas mágicas procedentes del pasado que habían sobrevivido a la purga de las épocas pero que había sido lamentablemente vulgarizada —y casi destruida— por la fuerza de la costumbre. Mi propósito era que esa magia abandonase las brumas de la selva oscura donde seguía dando sus palos de ciego para volver a irradiar su energía purificadora sobre un mundo que la necesitaba cada vez con mayor ahínco. Sinceramente, pensaba que algo así todavía era posible, y no tardé en mirar hacia el norte de Europa en busca de esa nueva sensibilidad musical que, según creía, ya se estaba fraguando en algún rincón de sus parajes nevados, para emerger con fuerza imprevisible en el transcurso de unos pocos años en el escenario de la música internacional. Mis razones eran las mismas que cualquier cazatalentos o crítico musical hubiera defendido en mi lugar, de haberse molestado en abrir mínimamente los oídos: las bandas escandinavas tenían un perfecto dominio del inglés, se habían afanado en absorber las raíces del folk y asimilarlas a su particular estilo de música, y, no menos importante, la belleza de sus intérpretes femeninas resultaba tan refrescante como novedosa, y aunque estaba fuera de ciertos perfiles privativos al cambiante mundo de la música —siempre había quien podía decir que le faltaba dramatismo, oscuridad y misterio—, también ofrecía ese mensaje de luminosa pureza que en tiempos como los que corrían el mundo echaba de menos, y, muy posiblemente, estaba impaciente por escuchar. Por mi parte, los recelos con que la guarnición de consejeros de Miller atendía a mis opiniones me parecían la mejor prueba de que estaba en lo cierto. Al contrario que ellos, yo no pretendía hacerme rico, y si soy sincero, debo admitir que me producía un verdadero placer comprobar que aquellos intrigantes enfundados en sus finos trajes, elegantemente manicurados y siempre provistos de portafolios en los que menudeaban contratos leoninos, cifras de ventas y expectativas de vida de las bandas a las que habían jurado fidelidad eterna, desaprovechaban su oportunidad de ganar los millones que siempre habían soñado amasar. Cuando pasase el tiempo de los cantantes con sobredosis, los guitarristas suicidas y demás peregrinos de la cuerda floja, sería el momento de comprobar lo que habían perdido. Y ese tiempo, estaba seguro de ello, no tardaría en llegar.

En Estocolmo conocí a Caroline Norlin, una chica de veintidós años que trabajaba como fotógrafo de eventos sociales para el periódico Expressen. Caroline cubría la gira europea de un grupo inglés del que a mí solo me importaban sus teloneros (cuatro chicas danesas que salían al escenario sin más defensa que un banjo, un bajo, un piano y un violonchelo, y que yo me había propuesto fichar), pero no parecía muy interesada en el encargo que le habían encomendado, y aún menos en las fiestas que seguían a cada concierto, donde, sin saber cómo, siempre acababa rodeada de intelectuales y artistillas de medio pelo aparentemente interesados en Kierkegaard, Bergman y el último premio Nobel, aunque resultaba evidente que su interés en conversar con ella radicaba únicamente en comprobar qué aspecto tendría en la cama.

Desde luego, yo no era nadie para culparlos por ello. Al verla por primera vez, pensé que Caroline era la clase de mujer que hubiera dividido un imperio o llevado a dos pueblos a la guerra, de haber nacido en otro siglo: la clase de belleza que si se muestra al mundo es con una frecuencia de cometa, pues de otro modo la humanidad no hubiera podido dar un paso más allá de la Edad de Piedra. Tenía los ojos azules, y una mirada incisiva y casi intimidatoria que no solo te reservaba todo el espacio de atención, sino que también parecía dragarte, como si tus palabras tuvieran menos importancia que el lugar donde se originaban. Era alta, con la piel un poco dorada, y tan rubia que parecía haber sido concebida en un planeta donde el sol nunca se ponía. Hablaba y actuaba como si hubiera llegado a un acuerdo con su propia imagen: tú estás aquí y yo estoy aquí, parecía decir, y ya que debemos compartir el mismo espacio, hagamos lo posible para no estorbarnos. Me gustó comprobar aquella especie de armisticio con su propia belleza. Me gustó descubrir que detrás de una tregua siempre está el mentón orgulloso, aunque disimulado, de la vanidad no vencida. Cuando me la presentaron, me sorprendió al decirme que había leído algunas de mis entrevistas, y que siempre había admirado la astucia con la que hacía relucir la indigencia creativa de la mayoría de los grupos británicos o, al contrario, sus talentos mejor escondidos. Ignoraba cómo habían llegado aquellas entrevistas a sus manos, pero estaba claro que cualquiera en mi lugar hubiera aprovechado para sacar el mejor partido de tan feliz coincidencia. Sin embargo, yo reaccioné diciendo lo primero que se me pasó por la cabeza, el peor chiste que nadie en su sano juicio le hubiera soltado jamás a una belleza como aquella:

—Yo también he oído hablar mucho de ti —dije—. Tú debes de ser la famosa Carolina del Norte.

Caroline deshizo ligeramente la sonrisa; en cuestión de segundos, tuvo que decidir si estaba ante un impostor o un idiota de manual. Aun así, respondió:

—Hasta ahora, creí que Carolina del Norte estaba en Estados Unidos.

—Bueno —dije—, supongo que lo han hecho por despistar. Sería demasiado peligroso que a una mujer como tú la pusieran en los mapas.

Por un instante, Caroline no supo si reír o inventar una excusa para escabullirse de aquel estúpido que tenía delante, pero, por suerte para mí, decidió concederme el beneficio de la duda. Los labios se le ladearon en una nueva sonrisa, y, en un gesto que se me antojaba tan casual como seductor, hizo oscilar ante sí la copa vacía que sujetaba en una mano.

—Pensaba irme a casa —dijo—, pero me parece que a esta fiesta todavía le puedo dar una segunda oportunidad. No me hablarás de Swedenborg, ¿verdad?

—Si te soy sincero —repliqué—, tenía apuntada una lista de cosas de las que hablar cuando te conociera, pero me temo que Swedenborg no está entre ellas.

Caroline ensanchó un poco más su encantadora sonrisa, me miró directamente a los ojos, como midiéndome, y me dijo que tenía que buscar una copa. Diez minutos de charla me bastaron para darme cuenta de que aquella joven no solo era insoportablemente hermosa: además, era una de las mujeres más brillantes que jamás había conocido. En otras circunstancias, aquello hubiera sido un flechazo en toda regla, pero después de mi encontronazo con Lizzie no tenía mucha prisa por enredarme en la telaraña de ninguna belleza, por deslumbrante que fuese. No llevábamos ni dos horas hablando cuando me di cuenta, resignado y vencido, de que tal vez fue eso lo que precipitó que me enamorase de ella.

Pasé junto a Caroline los siguientes seis días, un tiempo que si había sido suficiente para crear el mundo de la nada o librar una guerra, también lo era para enamorarte perdidamente de la mujer de tu vida. En aquella semana, descubrí que el futuro ya no me parecía ni demasiado breve ni demasiado oscuro. Había dejado de existir, simplemente. Que temiera lo que el destino pudiera traerme, que levantase castillos en el aire, no iba a detener el tiempo ni a hacer que el mundo del mañana fuera a ser un lugar mejor. De modo que decidí resguardarme en el presente, convencido de que, cuando menos, eso era lo único que no cambiaría nunca.

Pero tampoco voy a negar lo mucho que me costaba ver las cosas de una manera tan práctica. Lizzie me había demostrado que mis heridas estaban lejos de cicatrizar, y mientras no supiese qué era lo que las reabría, qué contacto, por superficial que fuese, separaba sus bordes, nunca iba a dejar de temer que algo de lo que ocultaban aflorase un día a la superficie. Por otro lado, tampoco podía evitar pensar que mi relación con Caroline estaba condenada al fracaso. Yo vivía en Londres, Caroline residía en Estocolmo, y aunque ella me había asegurado más de una vez que no era la ciudad en la que pensaba establecerse, lo último que podía pensar es que con aquel comentario estuviera sugiriendo su disposición a vivir conmigo. ¿Y acaso lo hubiera considerado una decisión alocada, una muestra de intrepidez que habría sido más razonable dejar para tiempos mejores? Desde luego que no. Tal vez la distancia que separa a los seres humanos sea tan inabordable como la que media entre la Vía Láctea y la galaxia más distante, pero a veces también basta con un simple contacto para tender un agujero de gusano entre dos universos paralelos, y eso era lo que Caroline y yo habíamos hecho. De haberme propuesto aquel proyecto con esas mismas palabras, lo más probable es que le hubiera dicho que sí, aun cuando hubiera sabido que todo se vendría abajo tan pronto nos diésemos cuenta de que la teoría pocas veces se ajustaba a la realidad. Habría hecho cualquier cosa por estar con ella, aun a sabiendas de que eso solo sería el paso previo a empezar a perderla. Pero de tales vacilaciones estaba hecha por entonces mi vida: lo único que sabía con alguna certeza era que el Mal planeaba sobre nuestras cabezas, y mientras así fuera, jamás sería capaz de dejarme llevar con la misma naturalidad con la que Caroline se prestaba a navegar por la corriente. Pero también sabía que a su lado me sentía mejor conmigo mismo de lo que me había sentido en mucho tiempo, y eso, a fin de cuentas, ya era razón suficiente para intentarlo.

Los primeros días en Londres me sentí bastante desorientado, como si la ausencia de Caroline me hubiera incapacitado de pronto para llevar a buen puerto la clase de cosas que antes de conocerla hacía sin reparar siquiera en su importancia, así que establecí un método regular de trabajo que, con mucho esfuerzo, acabó por acomodarme en la rutina de siempre: redacté informes no solicitados, visité regularmente a Jacob Miller en sus oficinas de Tottenham Court Road y escuché todas y cada una de las cintas que recalaban en mi buzón, a veces enviadas desde lugares inciertos que resultaba imposible rastrear. Recordé entonces las grabaciones de Einstürzende Neubauten, y pensé que ya nada me impedía escucharlas. En aquellas tres semanas, el viaje a Berlín se había convertido en un recuerdo nebuloso, tan impreciso que bien podía pertenecer a la vida de otra persona. Saqué las cintas del cajón donde las había guardado, inserté la que contenía las maquetas en la pletina del aparato de música y bajé el volumen del televisor. Después me tendí en el sofá con los ojos cerrados, dispuesto a escuchar con la mayor atención. Primero un corte, luego el siguiente.

Me bastaron cinco minutos para reparar en la originalidad de aquel sonido, cuya fuente no siempre procedía de la instrumentación habitual: en un momento dado podía ser una tuba, y al siguiente un montón de vidrio triturado o una cañería rota. El conjunto era extraño de escuchar, cuando menos. Y aunque no podía decir que aquellos chicos no me gustasen, supe de inmediato que hubiera sido inútil intentar persuadir a Jacob Miller de que eran lo que buscábamos. Fue, sin embargo, el tercer corte el que me llamó la atención. La canción se llamaba «Kollaps». Se iniciaba con el ruido de la turbina de un avión, y tanto eso como la letra me hicieron pensar en Abdelghani y la insólita escena que Dimitri me relató con el telón de fondo de las Torres Gemelas:

No queda mucho tiempo

para el derrumbe.

Nuestra odisea

destruirá las ciudades

y las batidas nocturnas

harán lo propio con el suelo.

Derrumbe, dulce

derrumbe.

Somos la nueva Horda Dorada,

esta vez sin Gengis Khan.

El avión de papel que se estrellaba contra el póster de las Torres Gemelas. Los ídolos de la abyección. Gog y Magog, destrucción de nuevos edificios. El tema duraba ocho minutos, pero tuve la impresión de que se prolongaba más allá del desgarrador grito que servía de clímax. Me levanté del sofá y rebobiné hasta el inicio del corte, sorprendido por la alusión a Gengis Khan en medio de aquel batiburrillo punk, aquella angustiosa colección de ruidos. Una alusión, además, poco menos que académica, pues evocaba con el mínimo de palabras posibles un suceso histórico acontecido a principios del siglo XIII, cuando, al mando de las hordas mongolas, Gengis Khan tomó Ariana y la convirtió en centro de su poder, destruyendo a su paso las ciudades de Balj, Herat y Kandahar. Eso, por sí mismo, podía bastar para considerar el tema una genialidad minimalista. Pero lo que la letra de «Kollaps» anunciaba (así como otro de los cortes, «Krieg in den Städten», «Guerra en las ciudades») era el hecho de que aquello volvería a suceder: aludía a una «nueva Horda Dorada» que desde Afganistán, la antigua Ariana, reduciría a escombros el perfil de las ciudades conocidas, como había ocurrido en el pasado cuando gobernaba el temible Khan, el Señor de los Océanos, el Príncipe Universal. Teniendo en cuenta el estrecho marco de referencias de la música punk, aquello era algo totalmente inesperado, y no pude evitar recordar las palabras de Dimitri y su mención a los entrenamientos en Kandahar, que, de ser verdad, parecían apuntar al inicio de una nueva forma de revolución en la que hasta el último soldado detentaría el poder del más feroz de sus antepasados. «Todo el que lucha por la libertad de nuestro pueblo», había dicho Zaid, «es Osman». Ahora, casi podía escucharle decir que todo Osman era en realidad un nuevo Gengis Khan.

Me había sentado en el sofá, con la mirada perdida en las imágenes que ofrecía la pantalla del televisor. A esa hora, las diez de la noche, Newsnight estaba a punto de abrir con las noticias del día, pero, contra lo acostumbrado, la BBC-2 retrasaba su arranque para emitir el desenlace de alguna película: en ella, varios hombres de negro rodeaban un vehículo y se abalanzaban sobre un individuo que acababa de vaciar un revólver contra alguien que no aparecía en escena. Las imágenes se interrumpieron en ese punto para dar paso bruscamente, ahora sí, a las noticias, pero enseguida volvieron a reproducirlas, esta vez a cámara lenta. Aquello me sorprendió, y solo entonces reparé en que no se trataba de una película. Me apresuré a detener la cinta, subí el volumen del televisor y volví a sentarme en el sofá.

El hombre que había sido abatido por los disparos era el recién estrenado presidente de los Estados Unidos, Ronald Reagan. Sin conmover la habitual expresión de indolencia que se había acostumbrado a adoptar ante las cámaras, Peter Snow relató los pormenores del atentado: a las dos y media, hora de Washington, Reagan había recibido varios impactos de bala cuando abandonaba el hotel Hilton, después de una comida con el primer ministro canadiense y algunos mandatarios europeos. El autor de los disparos era un tal John Hinckley, acerca de cuya errática vida personal se empezaban a conocer algunos detalles: había estudiado en la Politécnica de Texas, había vivido en Los Ángeles con la idea de triunfar en el mundo de la canción (algo en lo que coincidía con Charles Manson, inductor en los asesinatos Tate-LaBianca, y Bobby Beausoleil, un matón más en aquella comuna de hippies asesinos), y había asistido a un curso de literatura creativa en la Universidad de Yale. Peter Snow citó las palabras de un testigo presencial que había estado aguardando entre la multitud reunida a las puertas del Hilton para saludar al presidente Reagan; según el testigo, Hinckley, minutos antes de vaciar su revólver, le había contado que se encontraba allí en una misión secreta. «Soy amigo de Jodie Foster», afirmó. Luego rio y dijo: «Podría decirse que más que amigos. No lo comente con nadie». Al ver que el hombre no le hacía demasiado caso, Hinckley insistió: «Sé algo que usted no sabe. Esta noche no se va a celebrar la gala de los Óscar». Cuando el hombre le preguntó por qué lo sabía, Hinckley se limitó a responder: «Para entonces, será más importante el llanto de una nación». Unos minutos después, Hinckley disparaba las seis balas de su Röhm del 22 en cuanto el gentío ovacionó la salida del presidente. Solo dos acertaron en el mandatario, y una de ellas después de rebotar en el blindaje de la limusina presidencial. Aparte de la bala que impactó en una ventana del edificio, las cuatro balas restantes alcanzaron al secretario de Prensa de la Casa Blanca, a un agente de los servicios secretos y a un oficial de Policía del distrito de Columbia.

La noticia me dejó consternado, aunque aquel suceso no tenía en realidad nada de extraordinario: el mundo estaba lleno de locos que se creían tocados por una misión especial y esquivar sus balas formaba parte de las obligaciones contraídas por el presidente del país más poderoso del planeta. Sin embargo, el atentado contra Reagan solo fue un indicio de que el mundo estaba entrando en una peligrosa barrena. Apenas seis semanas después, Juan Pablo II era atravesado por los disparos de un terrorista turco llamado Alí Agca, cuando el papa saludaba a la multitud congregada en la plaza de San Pedro. Tras su detención, Agca declaró que el papa era la encarnación de todo lo que significaba capitalismo, y que su intento de asesinar al pontífice había sido un modo de llamar la atención sobre el problema palestino. La noticia del atentado me sorprendió en París, donde había decidido invitar a Caroline a lo que había planeado como un viaje romántico. En realidad, fue un fracaso en toda regla. Durante los cinco días que estuvimos juntos me sentí incapaz de desligar mi propia vida de los problemas del mundo. En mi mente veía una y otra vez la mano de Alí Agca asomando sobre las cabezas de la multitud, dirigiendo el cañón hacia el pontífice y descargando las cuatro balas que horadaron su cuerpo; veía al papa desplomándose sobre los miembros de su servicio de seguridad, con un dedo astillado y el semblante descompuesto en una expresión abatida y resignada, como si en el interior de su cerebro una voz repitiese: «En tus manos, Señor». Caroline soportó mi angustia lo mejor que pudo, supongo que esperando un cambio de actitud, una muestra por mi parte de que estar con ella era suficiente para pensar que el mundo también podía ofrecer una cara más amable de lo que veíamos por televisión. La última noche que pasamos en París, sin embargo, se rindió a la evidencia, durante una cena en la que ni siquiera su actitud tranquila y complaciente logró arrancarme de mi abatimiento.

—Supongo que no debo esperar que nos volvamos a ver —dijo mientras regresábamos al hotel.

—Me gustaría pensar lo contrario —repliqué—, pero la verdad es que no sé qué clase de compañía soy en estos momentos.

—Ni la mejor ni la peor. Ahora mismo es como si no estuvieras.

—Lamento haberte arruinado el viaje.

—El viaje es lo de menos —dijo—. En realidad, quisiera saber qué te ocurre.

—No tengo ni la menor idea. A veces creo que pensar en los problemas del mundo es una manera de desviar la atención de los míos.

—¿Te refieres al atentado al papa? Hace unos meses atentaron contra Reagan. Al final, siempre se trata de un montón de perturbados.

—No es solo el papa, ni Reagan. Me refiero a todo. Hace tiempo leí una frase que nunca ha dejado de acompañarme: «La política es lo que sucede en la superficie de las cosas». Desde hace unos meses, tengo la impresión de que la marea que vemos es solo una pequeña prueba de que las máquinas están empezando a funcionar allá abajo a pleno rendimiento. Y nadie parece capaz de verlo.

—¿Y qué? Aunque así fuera, ¿de qué te valdría preocuparte por ello?

—De nada, supongo. Pero eso es lo que más me aterra de todo. Es como asistir al incendio de tu propia casa y quedarte allí contemplando las llamas.

Caroline se apretó contra mi brazo y encogió los hombros, en un gesto de rendición absoluta que logró conmoverme.

—Esto no está saliendo como tenía previsto —dije.

—Lo sé.

—Supongo que necesito un poco de tiempo.

—Las palabras mágicas, ¿no?

—¿Y qué otra cosa puedo decirte? Joder, mírame: estoy con la mujer más guapa del mundo y ni siquiera soy capaz de disfrutar de ello.

—Pues aprovéchalo. Vayamos ahora mismo al hotel. Hazme el amor en el ascensor.

—No me lo digas dos veces.

—No tendría ni por qué hacerlo. Lo tienes aquí. Solo debes coger lo que es tuyo.

Bueno… una cosa era decirlo: pero en aquel momento Caroline no hablaba con un hombre, sino con un ser vacío, un saco de huesos.

—Me gustaría poder remediarlo, pero no es fácil.

—¿Por qué iba a serlo? Nos vemos cada dos meses, vivimos en ciudades diferentes. Cuando yo puedo verte, a lo mejor tú no puedes. Y cuando los dos tenemos el tiempo para hacerlo, puede suceder que no nos encontremos en el humor adecuado para ver a nadie.

—No me lo vas a poner fácil, ¿verdad?

—Claro que no. Si lo que quieres es dejarme, tendrás que buscarte otra excusa.

—¿De dónde sacas ese optimismo? Por no mencionar tu paciencia conmigo.

—Te equivocas —dijo—. Precisamente, lo último que tengo es paciencia. Pero tampoco a mí me gusta quedarme cruzada de brazos y ver cómo las llamas se llevan lo que es mío.

Aquello no podría considerarse siquiera una discusión menor, comparada a las que mantendríamos en los meses siguientes. Pero todo iba a cambiar de la noche a la mañana. El presidente egipcio Anwar al Sadat fue asesinado durante un desfile militar a manos de un grupo radical islámico que predicaba la yihad y se inspiraba en la Hermandad Musulmana de Sayyid Qutb; a los pocos días del magnicidio, uno de los cientos de imputados en el crimen, Aymán al Zawahirí, fue puesto en libertad «por falta de pruebas» en lo que más bien se podía considerar un absurdo gesto de buena voluntad por parte del nuevo gobierno egipcio, presidido ahora por Hosni Mubarak. Por aquel escrúpulo demasiado humano en hacer respetar la ley ante un terrorista declarado, ante quien afirmaba odiar aquello en lo que se estaba convirtiendo su pueblo, Mubarak, pensé, había abierto la jaula a un enemigo de la occidentalización de Egipto, y, por extensión, a un enemigo de Occidente. El mismo enemigo contra el que Sayyid Qutb había luchado y había entregado su vida; el mismo enemigo que, según Zaid, había hecho recaer sobre sus hermanos el tormento diario de la muerte y la destrucción, y que merecía una respuesta a la altura de sus ofensas. O mucho me equivocaba, o Mubarak, con aquel gesto de magnanimidad presidencial, no estaba haciéndole precisamente un favor al mundo. Ni siquiera a él mismo.

Eran las cinco de la madrugada cuando telefoneé a Caroline. Respondió a la llamada con la voz aún humedecida por el sueño:

—¿Ocurre algo?

—Quiero que vengas a Londres. Quiero que te cases conmigo.

—Espero que no necesites una respuesta ahora —dijo—. Mañana podría decirte que lo has soñado.

Caroline se despidió de su trabajo en Expressen, y el 12 de diciembre se instalaba en mi casa de Londres. Era imposible que olvidase la fecha: un día después, Wojciech Jaruzelski declaraba la ley marcial en Polonia para evitar que el grupo Solidaridad, abanderado por Lech Walesa (y apoyado en secreto por Juan Pablo II), derrumbara el sistema comunista. El mismo sistema que la guerra en Afganistán, liderada por aquel ejército de nuevos Gengis Khan, estaba contribuyendo a derrumbar.