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Ábaddon (XY) es una ciudad-estado situada entre los 45º 18’ - 47º 28’ de latitud norte y los 70º 36’ - 71º 5’ de longitud oeste bajo la perpendicular del cinturón de las Hespérides, a unos seiscientos kilómetros de la siguiente región habitada y a varias millas náuticas de tres pequeñas islas conocidas como Egle, Eritia y Astérope. Su nombre, pese a lo que parece, no deriva del hebreo («destrucción», «perdición») sino de la mutilación producida en el cartel, escrito por un bromista, que daba la bienvenida al futuro residente de la ciudad una vez había dejado atrás la región limítrofe de los lagos y de los bosques: Abandon all hope ye who enter here, «Abandonad toda esperanza, oh vosotros los que entráis aquí». Un certero disparo atravesó y deformó la primera n, convirtiéndola en un pensativo canguro (con otro pequeño cangurito en su bolsa marsupial). Las veintiuna letras restantes murieron bajo la cal viva de un brochazo de pintura.
Bien, allá vamos. Egle, Eritia y Astérope. Manzanas de Hércules, Ninfas del Crepúsculo y Doncellas de Occidente en la terminología astronómica. O Fatalidad, Futuro y Fortuna para esos traductores de arrugas manuales que se han erigido en las sibilas y los augures de nuestro tiempo. Ahora bien, ¿es casualidad que la efe sea la sexta letra del abecedario, y que si convertimos las iniciales de esas lúgubres trillizas al credo de la numerología obtengamos como resultado el número del diablo, el célebre 666 (prefijo de Ábaddon)? El optimista nos dirá que sí; el pesimista dirá que no (nada es casual, ni siquiera su hernia de disco o su cartera olvidada). El realista, en cambio, no dirá nada: se limitará a encerrarse en su dormitorio (cuyas paredes habrá empapelado previamente con páginas de la Biblia) y sacará punta a un puñado de estacas, con aliento a ajo y una cruz de plata colgada del cuello.
Pero no nos adelantemos. El hombre de la puerta, decíamos. En la tradición pseudohistórica que registra esta clase de interferencias, el vardaguer, el döppleganger, el doble que todo hombre tiene en alguna parte, es una reproducción física, un facsímil humano de otro humano en términos de estructuras óseas y tejidos celulares. Todos estamos de acuerdo en este punto, ¿verdad? Tú y yo, quiero decir. Claro que sí. Perfecto, y en tal caso estaremos de acuerdo también en que rara vez, por no decir nunca (que sepamos), el doble carnal es una reproducción interior… salvo en los matraces de nuestro laboratorio. ¿Es así? Bien, me alegra que también en eso estemos de acuerdo. Pero entonces, ¿cómo entendemos esto? Un tipo entra en la habitación, saca algo amenazador del bolsillo de un chaleco náutico, una especie de forma geométrica (la doctora Grab aprovecha para huir como si acabara de ver un fantasma)… y este tipo, que nos arranca sin miramientos de las sábanas y nos arrastra a punta de cilindro por una puerta oculta situada detrás de un espejo, y luego por los pasillos fluorescentes del hospital hasta un aparcamiento solitario y glacial y de ahí al asiento delantero de un coche humeante, ronroneante y perlado de rocío, nos dice con la mayor tranquilidad del mundo que él es, en realidad, Virgil Clyde.
¿Cómo entendemos esto? ¿Hay, de hecho, alguna manera de entenderlo?
Solo hay una, me temo… pero estoy seguro de que a él, el tipo de la pistola, no le va a gustar.
Recapitulemos: la vida a veces pasa como un sueño.
La vida, cuando quitamos lo accesorio, se parece a un sueño.
Cita de Braunschweige, filosofando a su manera en 1978.
Clyde, el falso Clyde, estaba sentado junto a mí, ligeramente ladeado, visiblemente cómodo, con una fantasmal sonrisa colgándole de los labios y la pistola en el regazo. Yo conducía, temblando bajo las arrugas de mi bata de enfermo. Hacía frío. Afuera, el joven sol despojaba al milenario cielo de sus poderes, primero haciéndolo objeto de sus travesuras, quemándole los flecos de su manto; luego, más poderoso, desprendiéndolo poco a poco de la púrpura matutina. Mientras tanto, las tres retinas, las Doncellas de Occidente, el cinturón de las Hespérides, observaban la escena desde una prudente distancia, a punto también ellas de iniciar la retirada.
A estribor, la playa de Lavida, con su arenisca cenicienta, sus rocas mitológicas y todo lo demás; y más allá de ella, sobre cintas de espuma, Egle, Eritia y Astérope. Las tres islas forman un triángulo que reproduce con isócrona exactitud la forma triangular del cinturón de las Hespérides, más y más visible a medida que nos aproximamos al solsticio de verano… Pero no siempre han estado allí: ni las islas ni las estrellas. En 1605, Kepler descubrió la sentada de esa tríada rebelde desde el desordenado altillo de una torre de Praga. Johannes Kepler: matemático imperial y astrólogo del archiduque Rodolfo II, para más señas. Un año atrás, desde el observatorio que el astrónomo Brahe había instalado en una de las torres del castillo de Benatek (afueras de Praga), Kepler avistó inesperadamente una supernova «al pie de la estrella Ophiuchus», y fue esa explosión a tantos millones de años luz de distancia la que dio lugar, al cabo de un ciclo orbital —un año terrestre—, a las tres estrellas del cinturón de las Hespérides. Kepler anotó sus medidas y llegó a la conclusión de que la distancia entre cada una de ellas era de seis centímetros en la lente: exactamente 666 kilómetros reales en la cúpula celeste. Brahe, por su parte, consideró que aquello debía de ser nada menos que una señal de la divinidad: de alguna clase de divinidad. ¿Y por qué? Porque Brahe quizá era un gnóstico secreto (un humilde lunariano) y creía que el universo lo había usurpado Samael, el antidiós, el rey de los ciegos, y, como el pérfido genio del pentimento que era, había plasmado en él su firma. O quizá, sencillamente, por una espiritual pero poco científica asociación de ideas: tres puntos conforman un triángulo, y el triángulo es la más mística de todas las formas. Echemos, si no, un vistazo a la historia: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Buda, Dharma y Sangha. Isis, Osiris y Horus. Brahma, Vishnú y Shiva. Hermes Trismegisto. Los tres gunas. Las tres ofrendas de los tres reyes a quien tendría las tres funciones del Señor del Mundo: Rey, Sacerdote y Profeta. Kepler, sin embargo, rechazó radicalmente la opinión de su querido colega. Al margen de que aquello chocaba frontalmente con la experiencia empírica, se le antojaba del todo inconcebible que Dios estuviese detrás de una forma como aquella, pues la figura triangular no es necesariamente perfecta, y Dios no podía manifestarse a través de algo imperfecto. Platón —cita de Kepler— solo hablaba del triángulo equilátero cuando hacía referencia a la armonía, la proporción, la divinidad y cuanto simboliza a estas. ¿Pero qué perfección hay en una figura cuya base puede ser más larga que los dos catetos, o cuyos lados solo pueden ser rectos en el hipotético caso de que habitemos un universo plano? Y aunque nuestro universo lo fuese (suponiendo mucho) y las medidas de cada lado tuvieran una rectitud matemáticamente perfecta, ¿qué perfección puede haber en una forma geométrica condenada a doblegarse en la innoble articulación de las aristas?
Egle, Eritia y Astérope. Las tres islas forman un triángulo que reproduce con isócrona exactitud la forma triangular del cinturón de las Hespérides: inapreciables, sin embargo, durante el invierno y buena parte de la primavera. Ahora son apenas un borrón en el cristal del cielo. No importa. Están ahí. Se dejen ver o queden ocultas por la dispersión de la luz solar al filtrarse en la atmósfera (y rendirse ante fenómenos aparentemente tan frágiles como el vapor del agua y los aerosoles), las estrellas están ahí: sobre el lecho del mar. Y, cuando no, el mar las refleja bajo la forma de esas tres islas: Egle, Eritia y Astérope.
Lo cual a mi lado poético, el que tiembla y se emociona como un niño ante las resonancias y las simetrías, le resulta de lo más interesante. Siempre me he preguntado si no existirá una ley de ahorro termodinámico por la cual la naturaleza, como el sueño, se ve obligada a repetir ciertos patrones: los saltos en la lógica de la linealidad del tiempo, la repetición de fórmulas de distribución espacial y todo eso. Es algo que afectaría necesariamente al hombre, y, a decir verdad, algo parecido afecta constantemente al hombre. Heráclito, los ciclos órficos, la metempsicosis, el Mahabharata: cada uno a su manera, los moradores del pasado nos hablan constantemente de ello. Nos dicen que la historia es la reproducción de una imitación. Que la historia es una falsificación: el ayer es el hoy vestido para un nuevo funeral, para una nueva fiesta, y poco más. ¿Y qué decir del escenario? Otra imitación más. Las pirámides de Keops, Kefrén y Micerinos, por ejemplo. ¿Sabías que reproducen a ras de suelo el cinturón de Orión? El cinturón de Orión tal y como era hace doce mil quinientos años, nada que ver con su distribución espacial del modo en que la conocen ahora los astrónomos modernos. Pero no importa: ellos están equivocados; las pirámides, no. Siglos atrás, unos barbudos hechiceros de Salisbury levantaron un círculo de rocas cuyo menhir central, la piedra del Altar, se alineaba con el sol en el solsticio de verano; siglos después, unas bulliciosas criaturitas lampiñas al otro lado del océano alineaban sus templos con el Sol y Venus, casi al mismo tiempo en que los constructores de las catedrales góticas (unos tipos que debían de ser una prodigiosa mezcla de células y ecuaciones) trataban de reproducir en suelo firme la constelación de Virgo. Todo esto, por supuesto, debe de tener un fin. Mi encorvado espinazo, que se encrespa nerviosamente al percibir una nueva coherencia en el radar de las simetrías, me dice que debe de tener un fin. ¿Pero cuál?, me pregunto. ¿Por qué esta dualidad? ¿Por qué iba a tender cada cosa a ser uno y su espejo?
Así que aquí estamos. Del triángulo al reflejo. Del tres al dos y del dos al… ¿uno? Aguarda, aguarda: no nos adelantemos. Volvamos un momento otra vez a Kepler. Nos preguntábamos qué perfección es posible encontrar en una figura cuya base puede ser más larga o más corta que cualquiera de sus lados… y he aquí la respuesta: no es posible encontrarla. He visto triángulos terribles, deformados; todos los hemos visto. Lo que nadie ha visto, sin embargo, es un círculo deforme; pueden ser más grandes o más pequeños, pero, tan pronto como un círculo se deforma, deja de ser un círculo: pasa a convertirse en una elipse o un óvalo, y en ese nuevo estado se hallará más lejos de alcanzar la perfección incluso que la línea recta. También esto fue Kepler el primero en observarlo: descartados los triángulos como formas elementales de la manifestación divina, Kepler trató de demostrar que el círculo era la forma geométrica elegida por la divinidad para firmar la autoría del universo y mostrarse tras sus obras, la forma con la que Dios (el Único y Verdadero) hacía girar las esferas celestes. Intentó con todas sus fuerzas encajar esos giros en la armoniosa mecánica de anillos que encerraban sus cálculos, pues creía firmemente que Dios estaba tras los círculos. «Dios está tras los círculos», le escribió con pulso estable a otro gran astrónomo, Tycho, «y los desplazamientos astrales son la firma con la que rubricó su Creación». Un pensamiento audaz, ¿pero podía Kepler demostrarlo? No, no podía. Por entonces, Tycho ya había descubierto que los círculos tenían un desfase de ocho minutos al ser aplicados a la órbita de Marte, de modo que Dios, de estar en alguna parte, no era tras los círculos. Aun así, Kepler no se rindió. Probó con círculos combinados. Probó con círculos elongados. Se afanó en adaptar los hechos a la teoría, convencido de que detrás de la teoría estaba Dios, y de que adaptar no era prevaricar, en este caso, sino llegar a la verdad por medio de un atajo. Al final, después de numerosas operaciones con el compás, a Kepler solo le quedó dragar las capas de la historia hasta Apolonio de Pérgamo y pegar paladas en la «carreta de estiércol» de las elipses.
Podríamos preguntarnos, tú y yo, qué admirable secreto esconden ciertas formas geométricas para que un hombre cuerdo, sano y sin duda genial, decidiera someterse al empeño de encontrar en ellas la huella digital de su Creador. Bien, volvemos a las hipótesis: quizá Kepler, como tantos hombres antes que él, viera en ello una forma de comunicarse con Dios. Quizá el hombre, de una manera más o menos consciente, más o menos intuitiva, en una suerte de vibración atómica, como los druidas de Salisbury o los esbeltos mulatos de Menfis, siempre ha pensado que al asimilar e imitar su lenguaje de formas adoptaba también una parte de su poder. ¿Pero poder para qué?, nos preguntaremos. Bueno, eso es lo de menos: poder para someter los vientos y las tempestades, para predecir una buena cosecha, para romper con el ciclo de repeticiones que nos encadenan al grillete del tiempo o para dominar a otros hombres… No importa. Y tampoco importa que la perfección en las formas sea una mera ilusión, un simple efecto óptico producido por la incapacidad del ojo humano para ver más allá de una cierta frecuencia, y que, por tanto, intentar comprender ese lenguaje, si lo es, no sea más que un empeño frustrado de antemano. Como te he dicho, es inútil buscar en la naturaleza un triángulo perfecto. No lo hay. Tampoco hay un círculo perfecto, no lo busques. Las únicas formas geométricas concebidas (supuestamente) por la naturaleza que han obtenido un aceptable grado de perfección son los círculos y los polígonos aparecidos de la nada en las cosechas, y hace ya algún tiempo que a un jubilado galés se le reconoció como responsable del fraude en cuanto logró demostrar que esas formas (dejando de lado las composiciones de los anillos de hadas y los corros de brujas, obra de los traviesos duendes micelios; dejando de lado, también, que esas pequeñas maravillas fractales se hayan sucedido en los campos de trigo de Waldorf, Australia, en 1977, de Sadyntoe, Texas, en 1865, o de Hartfordshire, Inglaterra, en 1678, antes incluso de que el mundo supiese de la función de Weierstrass, el copo de nieve de Koch y la dimensión de Hausdorff-Besicovitch) podían trazarse simplemente con un par de cuerdas y un trozo de madera.
Y, por supuesto, tampoco importa que las razones para que un hombre aparentemente poderoso quiera someter a otro hombre aparentemente menos poderoso que él carezcan de la pureza y la majestuosidad que debería acompañar al empleo de un idioma divino; que sean las mismas que inspiran el solemne drama isabelino tanto como el más vulgar crimen de provincias: la envidia, el odio, la angustiosa desesperación que supone saber que en un pequeño rincón del valle habita, inconsciente y feliz, el sabio hombrecillo al que jamás podrá parecerse el impostor entronizado en la cumbre de las montañas (similar a un muñeco de nieve con una corona en lo alto), cuya fortuna ni siquiera sirve para aliviar su tortura mientras no logre aplastar de un certero pisotón a tan feliz hormiga. Y todo esto, además, en aras de un bien provisional, pues si algo sabemos de cierto es que el hombre pasará. Que el universo pasará: el universo, rodando y dilatándose según sus propias reglas, también pasará. ¿Y de qué habrá servido entonces derrotar a nuestros enemigos, aplastar al que nos recuerda con su mera existencia nuestra flaqueza demasiado humana, marcar el calendario de nuestras guerras y de nuestros logros? ¿De qué habrán valido la Edad de Hierro, el Siglo de las Luces, el Año del Terror, el Octubre Rojo, el Día D, la Hora H? ¿Qué habremos medido desde el primer segundo hasta el último de nuestra historia? Nada. Cierta proporción de caspa en los hombros de las estrellas… que la eternidad se sacudirá como si tal cosa.
Pero no nos adelantemos. No suframos. El poder no entiende de sutilezas humanas. El poder solo entiende de poder, y las formas tienen poder: eso creemos. Y el hombre siempre ha querido ese poder: con eso basta. La elipse, desde su carro de estiércol, somete a la esfera en ese ballet de cajita de música en el que se devana el universo desde hace trece mil millones de años. La luz del sol se desmenuza en poliedros al contacto con los vapores y aerosoles de la atmósfera terrestre: poliedros que funden, que dan vida o la quitan, que crean, que destruyen. Todas las ramificaciones de líneas y formas desde el centro de un copo de nieve no son sino capas y más capas de polígonos acumulados. También las neuronas. También las células que recubren la piel, cada cabello, cada palpitante órgano. Este es nuestro mundo: hexágonos, heptágonos, conos de luz, poliedros de luz (por no hablar de sus siameses fractales), contenidos en la Gran Esfera del Universo, contenida a su vez en el Gran Triángulo de la Divinidad Eterna tal y como esta, ajena a la imperfecta geometría de la materia, se ha manifestado a lo largo de los siglos: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Buda, Dharma y Sangha. Isis, Osiris y Horus. Brahma, Vishnú y Shiva. Hermes Trismegisto. Los tres gunas. Las tres ofrendas de los tres reyes a quien tendría las tres funciones del Señor del Mundo: Rey, Sacerdote y Profeta. ¡Mirad, he aquí Dios!, nos diría el sacerdote de Osiris, el lúgubre teósofo, el masón encantado. ¡He aquí Dios!: el círculo inscrito en el triángulo, el ojo en la cúspide de la pirámide truncada. Observad, faraón, el billete de un dólar.
Tengo la sensación de que es así como uno comienza a volverse loco: la información no es información en sí misma si no lo es como resonancia de una información anterior, y esta, a su vez… Ahora bien, no quiero enloquecer, si no te importa. (No, no me importa). Gracias, volvamos atrás, entonces. Cerremos la puerta del coche. Ya está amaneciendo (como verá, no es necesario que me apunte con esa pistola). Nada de esto ha pasado en realidad. Generalmente, yo ni siquiera hablo así. Por cierto (aparte la pistola), ¿tiene la bondad de decirme adónde vamos?