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Comencé esta larga carta diciéndoles que iba a contarlo todo desde el principio, y hasta donde puedo decir, mi historia empieza en Londres (1980) y me gustaría pensar que termina aquí, un año después de mi intrusión en el apartamento de Layfield. El hombre que soy ahora no tiene mucho que ver con el hombre que fui entonces. Actualmente (12 de marzo de 1996) trabajo como corrector y traductor de poesía en una pequeña editorial ubicada en Salem (Massachusetts), dirijo y presento un espacio de música clásica en una radio local, y soy lo que se dice un miembro activo de la comunidad: imparto conferencias sobre historia y religión en la iglesia presbiteriana de Livingmire (CT), realizo lecturas de filosofía para niños en la escuela primaria de Livingmire, y edito una revista de artículos y relatos confeccionada exclusivamente con aportaciones de los vecinos de Livingmire. Mi hija Vera tiene actualmente nueve años (o «casi dos números», como ella suele decir con su acento definitivamente bostoniano), y Caroline, mi esposa, trabaja como fotógrafo de eventos sociales, aunque me alegra pensar que no ha abandonado del todo su veta artística: hace solo unos meses ganó un premio nacional de fotografía en cuya deliberación participaron dos recientes premios Pulitzer, y desde entonces algunas publicaciones de prestigio han contactado con ella para editar sus trabajos; una de sus fotografías ilustrará la portada de Gaslight Interiors (abril de 1996), y no parece que vaya a ser la última.

A estas horas, las 5:33 de una madrugada excepcionalmente fría, ambas duermen en los dormitorios del piso de arriba (vivimos en una casa de tres plantas, pero puede decirse que la planta superior es simplemente un enorme y desordenado almacén de libros), y para ambas mañana va a ser un día como otro cualquiera. Lo único que cambiará en su rutina es el hecho de que, después de dos semanas de encierro, quien esto escribe dejará de importunarlas a todas horas con el martilleo de las teclas de la Olivetti y volverá a compartir con ellas la cena y el desayuno, las noches de los sábados con pizza y películas (a veces acompañadas de palomitas, si Vera se ha portado durante la semana como una niña buena) y los paseos al atardecer desde la escuela a casa. La vida normal de una familia normal. Una buena vida, de hecho: o lo ha sido hasta ahora, desde que hace seis meses nos trasladamos a la pacífica y retirada comunidad de Livingmire. Pero el motivo que me ha obligado a escribir esta larga carta (casi doscientas páginas mecanografiadas, o «tres números», como diría Vera) es la mejor prueba, o la peor, según se mire, de que el tiempo de la paz, mi tregua con el pasado, ha tocado a su fin. Ustedes, quienesquiera me estén leyendo, necesitaban conocer todo esto para poder entender lo que vendría después… y créanme si les digo que no esperaba contarles tanto. Pero, como he explicado a lo largo de mi relato en más de una ocasión, todo tiene que ver con todo —lo que es arriba es abajo—, y desde el instante en que empecé a golpear las teclas de la máquina, supe que ya no tenía otro remedio que seguir adelante hasta que no quedara nada en el tintero. Hasta que mi alma, por decirlo así, se hubiera vaciado por completo.

Hace algo más de dos meses, a principios de enero, recibí una extensa carta de Robert Matthews. Si han seguido atentamente el hilo de esta historia, recordarán que Matthews era otro de los colaboradores de Hugh Thornton en la revista El Amigo del Pueblo, que Thornton dirigía desde Berkeley y en la que Matthews y yo colaborábamos regularmente. Desde su desaparición en 1994, más o menos en las mismas fechas en que comenzaron sus encuentros con el hombre al que llamaba simplemente «agente O’Hara», no había vuelto a saber una palabra de él. Pero, más allá de la sorpresa que supuso aquella aparición inesperada, lo que hizo que realmente me inquietara fue que alguien hubiese conseguido dar conmigo, pese a todos los esfuerzos que había llevado a cabo para borrar mis huellas. Si él lo había hecho, pensé aterrorizado, otros también podrían hacerlo. En ese estado de desasosiego leí su carta —una invitación demasiado formal a encontrarnos y una advertencia entre líneas de las consecuencias que podría haber para mí de no hacerlo, sin entrar en detalles—, y enseguida, temblando de pies a cabeza, la guardé en el fondo de un cajón.

Una semana más tarde, un sábado, Caroline salió al centro de la ciudad a primeras horas de la mañana para hacer algunos encargos, y Vera y yo nos preparamos para disfrutar de lo que la tarde anterior habíamos planeado como una mañana idílica. Mi idea era llevarla al bosque en las montañas Clarke para pescar truchas en el río Lavida, pues Vera, como la niña de ciudad que es, no ha tenido demasiadas oportunidades de estar en contacto directo con la naturaleza. Y lo cierto es que la propuesta fue recibida con un entusiasmo mucho mayor del que esperaba. Vera no dejó de hacerme preguntas durante todo el viaje, sentada en el asiento del copiloto por primera vez en su vida, abrazada a la canasta de mimbre en la que guardaba sus sándwiches de crema de cacahuete y vestida como el grumetillo a escala de un pesquero finlandés: peto vaquero, chubasquero amarillo, gorro y botas a juego. Llevaba consigo su diario, su muñeca favorita y una pequeña cámara fotográfica que su madre le había regalado en su octavo cumpleaños, y saltaba a la vista que se había preparado a conciencia para pasar un día lleno de aventuras.

Y, por muchas razones, eso era lo que la jornada nos tenía reservado. Ya de entrada, a mitad de camino de Lavida, cuando culebreábamos por la ladera de las montañas y nos habíamos adentrado en la parte más boscosa al este de Livingmire, hicimos un alto para detenernos a recoger un conejo herido que temblaba agazapado en la cuneta de la carretera. Vera se apresuró a guardar los sándwiches en una bolsa de papel y acomodó al pequeño conejo en el interior de la cesta, acariciándolo suavemente hasta que empezaron a remitir sus presurosas palpitaciones de felpa. El animalito estaba empapado —la noche anterior había llovido con fuerza—, pero ella lo secó pacientemente con el pañuelo vaquero que recogía en una coleta su espesa cabellera rubia, sin dejar de frotarle el lomo como a una lamparita oriental mientras le musitaba al oído palabras tranquilizadoras. Cuando ya llegábamos al interior del bosque, me preguntó tímidamente si no sería mejor regresar a casa para curarlo, pero, tras echarle un vistazo a la herida que tenía en una de las patas traseras (producida por un balín, obra, probablemente, de algún crío de los alrededores), le dije, en mi mejor imitación del hombre docto y aplicado, que aquello no tenía la menor importancia, que nuestro amigo solo estaba asustado y el traslado al hospital de conejos podía esperar. Vera, como suele hacer siempre que está en desacuerdo con algo pero no tiene más remedio que obedecer, se limitó a mover el labio a un lado, bajar la vista y asentir con la cabeza.

Pese a que hacía una mañana espléndida para pescar, Vera prestó más atención a su nuevo amigo que al ritual de montar las cañas, colocar el gusano en el cebo y contemplar los saltos de las truchas en el río. En cierto modo, me sentía algo decepcionado al ver que la mañana no estaba saliendo según lo previsto, pero también me sentía inmensamente feliz al descubrir aquel instinto de protección hacia los seres indefensos que por vez primera se mostraba en mi hija, ese deseo irracional y terriblemente humano de cuidar a una criatura desfavorecida, por más que eso echase al traste la novedad y la diversión de un día de pesca. Me vi a mí mismo como un ser mezquino, un bruto sin sentimientos, cuando le pedí a Vera que no se moviese de la orilla del río mientras yo iba a buscar unos cuantos gusanos para cebar los anzuelos, y, a medida que volvía las piedras en pos de esas húmedas y ovilladas criaturas a las que pronto empalaría en un gancho, no pude por menos de sentir uno de esos momentos maravillosos y abrumadores de la paternidad que tienen lugar cuando el pequeño al que has dado la vida, sin siquiera proponérselo, te da una lección de virtudes humanas y sentido común desde la cima invulnerable de su inocencia. Desistí de seguir importunando el sueño de los gusanos y volví a dejar entre la hierba los que había logrado capturar, convencido de que a Vera le resultaría mucho más valioso y emocionante que entre los dos cuidáramos del conejo y lo soltáramos en algún lugar seguro en las montañas. Me volví entonces, sacudiéndome las manos en las perneras del pantalón, pensando, con una sonrisa en los labios, que había algo incalculablemente poderoso y eterno en el hecho de que una niña salvase la vida a un montón de gusanos, algo sagrado en su pequeña existencia si era capaz de alzarse como el auténtico vigilante y custodio de la naturaleza. Nada más inútil, pensé: nada, sin embargo, más bello. Fue entonces, mientras empezaba a dar esa parte del día por perdida e iniciar una nueva página como enfermero de animales silvestres, cuando sentí aquella corriente helada, aquel escalofrío que reptó por mis vértebras y desmanteló mi sonrisa, deteniéndome en seco. La cajita en la que había guardado los gusanos se me cayó literalmente de las manos. Acababa de escuchar la voz de Vera, y la de alguien, un hombre, que hablaba con ella como si conociera a la niña de toda la vida.

En cuanto pude reaccionar, corrí hacia la orilla con el corazón encabritado en mi pecho. Vera estaba acuclillada junto al canasto donde había metido a su pequeño amigo, hablando tranquilamente sin levantar la vista del interior de la cesta, recogiéndose el cabello tras la oreja con la punta de los dedos, en un gesto tan natural en ella que me desconcertó y repugnó que pudiera estar compartiéndolo con un extraño. El tipo estaba agachado a su lado. Era un hombre corpulento, de pelo castaño y rizado, vestido con un chaleco náutico de color azul, una camisa de leñador, unos pantalones de pana y una gorra de los Patriots, en la que, a modo de escudo, destacaba la imagen de un revolucionario de Nueva Inglaterra apoyado en un balón de rugby, aunque en la distancia no supe si se trataba de la runa Othila o la figura central (la intersección de dos círculos) de la vesica piscis; llevaba también unas botas Timberland desgastadas, con refuerzos metálicos en las punteras. Debía de tener unos cuarenta o cuarenta y cinco años, quizá menos: parecía uno de esos individuos prematuramente envejecidos por el alcohol y una larga exposición al sol que pueden encontrarse en los bares de carretera y las páginas de sucesos. Hablaba con un tono sosegado y casi didáctico, y en aquel momento tenía las manos metidas en el canasto.

—En efecto, no era más que un rasguño —estaba diciendo—. ¿Ves? La bala estaba alojada aquí, entre el muslo y el lomo. No le ha llegado a hacer nada porque se le había quedado incrustada en la piel. Pero como al moverse le hacía daño en la articulación, apenas podía andar.

—¿Y podrá andar ahora? —preguntó Vera, recogiendo sus manitas entrelazadas en el regazo, sin perder de vista el conejo.

—Oh, y tanto que podrá andar, jovencita, y tanto que podrá. Sin el menor problema. En cuanto lo pongamos en el suelo, verás que…

El hombre se había vuelto hacia donde yo me encontraba, y, al verme irrumpir entre los árboles, guardó silencio y detuvo por un segundo el movimiento de sus brazos, que se disponían a sacar al conejo de la cesta. Sonrió levemente, irradiando cautela, e hizo un gesto vago con la cabeza.

—Si no le importa —dije—, preferiría que se alejase de mi hija.

Encogiéndose de hombros, el tipo dejó suavemente al conejo en el suelo y, muy despacio, comenzó a ponerse en pie.

—Claro que sí, amigo. Solo estábamos cuidando de este pequeño herido de guerra, ¿verdad, jovencita? No hay nada de lo que preocuparse.

Vera percibió enseguida mi inquietud, e intentó explicar lo que había ocurrido para demostrar que no había hecho nada malo, pero no la dejé acabar: al ver que el tipo no se alejaba de ella le dije, con la mayor calma posible, que se acercase a mí. Envarada, lentamente, Vera obedeció.

—Oiga, amigo… No le iba a hacer nada a su pequeña. Solo pasaba por aquí y me encontré una niña en apuros. Eso es todo. Una niña en apuros. Cualquier tipo con un corazón entre las costillas hubiera hecho lo mismo que yo.

—Se lo agradezco —dije—. Pero ya estoy yo aquí. No necesitamos su ayuda.

—Estoy de acuerdo —replicó—. Y créame que entiendo su enfado. Diablos, yo también estaría enfadado conmigo mismo si se me hubiera ocurrido dejar a una niña tan guapa aquí sola, en mitad del bosque. Uno nunca sabe lo que puede suceder, ¿verdad? Después de todo, de lobos hambrientos y niñas perdidas están llenas las historias de los bosques.

Quizá el tono de mi voz no lo había demostrado en ningún momento, pero lo cierto es que la sangre se me había helado de puro terror, y apreté los dedos en los hombros de Vera, que probablemente temblaba tanto como yo bajo su chubasquero amarillo. Como si también él se hubiera dado cuenta de ello, el tipo desplegó los labios en una sonrisa taimada, condescendiente, sin dejar de mirarme a los ojos. Iba a dar media vuelta, pero su mirada se detuvo repentinamente en el conejo, que, inmóvil como un muñeco de peluche, palpitaba entre la hojarasca, con las grandes orejas tiesas y recostadas en el lomo. El tipo lo observó unos instantes, primero con ternura, luego, inexplicablemente, con una expresión de profundo desagrado, y sin mediar palabra se llevó las manos a la parte trasera del cinto. Sacó un revólver y apuntó hacia arriba, sobre la cabeza del animal. Vera chilló con todas sus fuerzas al escuchar el estallido de la pólvora reverberando entre los árboles, mezclándose al aleteo de los pájaros vecinos, que huyeron del lugar en un vuelo asustado y concéntrico.

Ante aquel estrépito, el conejo se lanzó a correr ladera arriba, perdiéndose en el interior del bosque.

—¿Lo ves? —masculló el tipo, dirigiéndose a Vera—. Ya te dije que podría andar, pequeña. Solo tenía miedo. Solo eso, miedo. Y cuando se tiene miedo, nada ayuda mejor a reaccionar que recibir un buen susto. Es ley de vida, para los conejos y para los hombres. Supongo que será porque a todos nos hicieron las mismas manos, pero al final —dijo—, todas las criaturas, grandes y pequeñas, nos parecemos.