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En el llano de Albérigo, Clyde había visto despegar un ingenio volador de forma ovalada, controlado por dos pequeños vimanas envueltos en agónicas centellas, ambos bajo el dominio absoluto de la mente de un individuo menudo, esquelético, cuyo cráneo pelado estaba conectado a unos cables. Los dos vimanas habían sido desarrollados varias décadas atrás por Adolf Glauer y Adolf Eckart, según las investigaciones de Adolf Rauschning sobre los modelos llevados a Alemania por la alegre expedición nazi que viajó al Tíbet en 1938, unos cilindros de oración védica que actuaban como acumuladores de la energía trascendental (amrta) liberada durante la meditación de sus adeptos.
Glauer y Eckart eran ingenieros graduados en Berlín, aficionados a la poesía, el ocultismo y el té oriental, rubios, delgados, elocuentes, bien vestidos: en una palabra, homosexuales discretos. Rauschning había dirigido sus respectivas tesis (Métodos alternativos de propulsión motriz a través de las ondas mentales, Glauer, 1930; Defensa de Blavatsky y Von Hohenheim en un experimento de ingeniería onírica, Eckart, mismo año), y luego se convirtió en su mentor postal. La mentorización —horrible neologismo— concluyó con el reclutamiento de Glauer y Eckart en las filas del partido nazi (aunque el oficial que redactó el informe sobre los dos ingenieros advirtió, en un glorioso desplazamiento semántico, que «el pasado de la pareja tenía una dudosa reputación»… obviamente sobreseída). Del modo en que fueron reproducidos en los inteligentes diseños de Rauschning, los vimanas parecían postes de barbero o ruecas de una hilandera galáctica, si uno examinaba el alzado y olvidaba por un momento el extraño organismo que presentaba el corte de la sección frontal, pero en realidad no eran más que unas simples bobinas, similares a las columnas Morris del París de principios de siglo, solo que en un tamaño bastante reducido: nada que ver, por tanto, con los ovnis con que son representados en antiguas ilustraciones y vetustos mandalas. Glauer, adicto hasta en sus menores notas al sonajero barroco, los describía como «unos largos pedicelos cilíndricos, rematados por una suerte de sombrilla abierta y esta, a su vez, tocada por un pomo con forma de manzana», si bien los que yo pude observar en acción durante los experimentos en Albérigo eran más similares a los dibujos de Rauschning que a la botánica descripción de Glauer.
Durante el excepcionalmente gélido invierno de 1941, Eckart y Glauer se encargaron de diseñar los condensadores de energía para los vimanas, siguiendo las lecciones de un grupo de estudiosos de las pseudociencias escindido décadas atrás de un brazo de la Golden Dawn, escindido a su vez de una hermandad rosacruz fundada en Baviera en 1793, llamada Verbum Demissum, cuyo líder espiritual se había presentado a los dos conspicuos ingenieros con el nombre de Seganis Segede. Alto, esbelto, de facciones atormentadas y con un vago acento oriental solapado al acento francés de su alemán natal, Segede explicó a los ingenieros el modo de canalizar la energía elemental de los cuerpos (la contenida en el espinazo astral que conforman los nueve chakras) a los condensadores del vimana, desautorizando con su experiencia «de varios siglos» a algunos vocingleros de la Orden de Tebas que manejaban informaciones muy distintas. Mientras Glauer y Eckart, volcados sobre una mesa, pensativos, cansados, arremangados y aun así elegantes, se afanaban en diseñar los condensadores en sus cálidas y suntuosas habitaciones de la Atlantisstrasse, de pie ante dos ventanales que retransmitían el aluvión de nieve en que se desplumaba el cielo, Segede, arrellanado en un sofá, se entretenía ociosamente en practicar lo que él calificaba como «magia de salón», ejercicio consistente en transformar los botones de las chaquetas de los dos amigos en una aleación dorada simplemente frotándolos con un pañuelo de seda empapado en una «solución inversa» de cianuro de potasio. (Años después, un pormenorizado análisis de los metales efectuado en tierras americanas determinó que aquello no era ninguna aleación, sino puro y simple oro).
El país era por entonces un vergel para la experimentación científica y paracientífica, o, para expresarme con más justicia, un escenario ideal para ese grotesco teatrillo de variedades que alza sus guiñoles macabros en el cerebro de cualquier demente. La realidad parecía haber sufrido una tortura en el potro. Toda locura era bienvenida; toda bestialidad, un juego de niños. ¿Cómo era posible que sucediera algo así? ¿Por qué, de hecho, estaba sucediendo? Posiblemente porque pocos hacían preguntas como estas: ni al vecino de al lado ni a su propia conciencia. Porque preguntarse algo así hubiera sugerido la existencia de algún tipo de límite, y en todo esto no había ningún límite, salvo el de la fantasía caprichosa y el sentido del gusto por el dolor ajeno. Además, cualquier germano que respondiese a ciertas proporciones de color biológico, en los ojos o en los cabellos, podía darse el lujo de formar parte de tan siniestra orgía, y encima con tratamiento vip. Pero los demás, todo lo demás… Todo lo demás era una víctima. Todo lo que se movía en otras frecuencias de color era una víctima. Perros, gatos, libros, pinturas, edificios públicos, comercios de barrio, instrumentos para zurdos, judíos y alemanes de brazos broncíneos. Todos ellos estaban allí para excitar la carcajada del verdugo, estaban allí simplemente porque la época requería de víctimas y aquel era el tiempo de las víctimas. Todos ellos estaban allí porque habían nacido para víctimas.
La historia de los vimanas de Rauschning es también una historia de víctimas y verdugos: verdugos, en la mayor parte de los casos, de colorida demencia. Un profesor de Física de la Universidad Humboldt llamado Adolf Struthof (rubio, ojos azules) fundó en 1934 el Instituto de Investigaciones Espíritas, con sede en Berlín y sucursales en Leipzig, Salzburgo, las minas de Hiperbórea y una montaña nevada en la remota Lemuria; Struthof mantenía una política de puertas abiertas con el más allá, concretamente con los alrededores del hiperuranio platónico, que permitía al hombre común dialogar con los muertos empleando únicamente un vaso de cristal y un sencillo tablero de madera compuesto de diez cifras, veintiséis letras y tres umlaut. Las investigaciones, o lo que fuera aquello, realizadas por el Instituto Struthof, y en particular sus experimentos con una criada de catorce años, pequeña, medio analfabeta, de origen judío, que caía en trances epilépticos y hacía brotar de su boca y orejas una materia pastosa cada vez que los dueños de la casa jugaban a contactar con el supramundo, inspiraron las ulteriores divagaciones del doctor en Filosofía y maestro de la Logia de la Mano Cortada Adolf Eichmann (rubio, ojos azules), que formuló el concepto abrazado universalmente de la «naturaleza parabiológica de los espectros», y habló de la posibilidad de que por esa razón los seres del otro mundo se viesen condicionados por leyes físicas y morales similares a las del nuestro. Adolf Blomberg, catedrático de Biología de la Universidad de Potsdam, también rubio (aunque bastante calvo), también de ojos azules, y, en previsión de una posible comunicación con seres de otros planetas, delegado de Asuntos Terráqueos por la Sociedad Thule desde 1935, aceptó el desafío implícito en los estudios de Eichmann, y, tras examinar los tejidos vomitados por las orejas, la boca, la nariz y algún otro orificio por un puñado de jovencitas en celo, determinó que todos ellos eran de origen orgánico y que por tanto quedaba demostrada «la realidad física y biológica de la fantasmogénesis». Un año después, en un acogedor salón de una acogedora casa vecinal en un recogido y lujoso barrio de Dússeldorf, el autor de novelas fantásticas Adolf Eger (misma descripción) escribió un ensayo titulado Fingerspitzengefühl, Handlungsunfähigkeit und Blitzkrieg, donde planteaba que el mundo de la materia estaba en guerra con el universo de la transmateria (des Transsubstanzuniversums), y que la batalla final se libraría tan pronto como la sustancia gaseosa de los habitantes del supramundo pudiese adquirir «una corporescencia semejante a la humana». La teoría fue desechada por todos los cerebros corrompidos de la época salvo en lo tocante a la transustanciación de las almas de los muertos, que estimuló la imaginación del antropólogo y doctor en Medicina Adolf Rauschning y sirvió de puntal a su teoría sobre las «puertas astrales», centros mágicos o lugares de poder (en verdad, y si existían, meras ratoneras en el entramado del cosmos, olvidadas allí por un Arquitecto chapucero) que permitían el acceso del espíritu y la mente humanos, y a veces hasta del cuerpo físico, a otros planos de la realidad. Rauschning, tan pálido y rubio que parecía de oricalco, había localizado enclaves de dicho potencial esotérico en la catedral de Chartres (entre la figura de Notre Dame Sous-Terre y el pozo de los Saints-Forts, en la cripta), la pirámide de Keops (segunda cámara de descarga, a dos pasos de la W de Wellington) y el cinturón de megalitos de Stonehenge (junto a la piedra del Altar), pero fue tras estudiar los ciento ocho volúmenes del libro sagrado del Kangyur, que la expedición nazi al Tíbet llevó a Berlín desde la ciudad prohibida de Shambala en 1939, como descubrió que una puerta astral podía ser invocada a voluntad en cualquier rincón del planeta solo mediante la adecuada canalización energética acumulada previamente en los vimanas.
Como buen científico, Rauschning aspiraba con aquello a alcanzar el claro en el bosque de nuestro mal conocido mundo, o las montañas de un conocimiento superior, aunque, dada su más que probable enajenación, si en algo hubiera podido ahondar sería en todo caso en el universo zurdo que se extiende al otro lado del espejo. Rauschning adquirió la iluminación completa cuando otro Adolf, este más bajito, más rechoncho, peor peinado y menos rubio que los anteriores (con un delantal y un bigote mejor hasta hubiera pasado por un shochet del gueto de Praga), pero dotado de un superpoder nietzschiano conferido, en parte, por los votos de la nación, le hizo unir dos puntos aislados de aquel vasto mapa astral y conformar así una nueva galaxia de oportunidades.
Adolf, a quien podríamos llamar Schicklgraber, o el «hombrecito de la choza», pero llamaremos simplemente Wieland (en honor a un aborto de ópera escrito en su juventud), había estudiado los trabajos de Eichmann acerca de la materialización espírita y deducido que la sustancia ectoplásmica conjurada por ciertos prodigiosos sensitivos en estado de trance podría ser el ingrediente básico de un nuevo cuerpo, un cuerpo inmortal («no puede morir lo que ya está muerto», etcétera), que, adecuadamente instrumentalizado, habría de servirle en sus recientes planes expansionistas. Pero Rauschning fue aún más allá: dejándose arrastrar por un Wahnsystem autoinducido (lo que románticamente conocemos como autosugestión, a este lado de la cordura), superó el sueño de Wieland, esa especie de lugarteniente o guardaespaldas transdimensional del dictador imperial, y planteó la posibilidad de replicar en el laboratorio los tejidos ectoplásmicos para crear no uno, sino miles de cuerpos subordinados a los designios del Reich inmortal. Bueno, miles o millones, pues aquí las cifras eran lo de menos: ¿qué reservas debía tener el joven estudiante que, en la soledad de su cuarto, había inventado la máquina de hacer billetes? Bien, pues Wieland las tenía. ¿Qué reservas no iba a tener él? Wieland no era ningún idiota, pese a sus esfuerzos por demostrar lo contrario; era un demente, pero no un idiota… o al menos no tanto como para admitir que las ideas concebidas por un cerebro en apariencia sano podían proyectarse en la realidad saltándose uno o dos eslabones en la cadena de la lógica. Así que Wieland, que desdeñaba ferozmente la ciencia y las paraciencias, pero al mismo tiempo era uno de esos sujetos que «quieren creer», se interesó en la clase de energía con la que Rauschning pensaba animar a su contingente de soldados del supramundo… y Rauschning, que ya se esperaba aquella pregunta, sajó con una sonrisa torva su aquilino rostro, extrajo de un bolsillo un papel doblado, lo desplegó ceremoniosamente sobre la mesa y, colocando un globo terráqueo sobre un vértice, un cenicero de plata en el vértice opuesto, señaló con un dedo el diseño de sus vimanas y se limitó a decir: «Así».
Este «así» significaría para Wieland la promesa de un montón de fascinantes monstruosidades: de las explicaciones de Rauschning entendió la mitad, pero la otra mitad la rellenó con imágenes y proyecciones de su propia fantasía, y ese era un reino centípedo, tortuoso y lleno de tenebrosas posibilidades como para que el resultado no se le antojase maravilloso en su aberración. Las palabras de Rauschning, no obstante, fueron muy breves: dos vimanas conectados entre sí, y activados mediante una simple fricción de chakras, abrían un boquete invisible en el tejido de la realidad, capaz de comunicar entre sí los universos distantes de la materia y el espíritu, el mundo de lo tocable y el mundo de lo soñable. Pero esto, en la imaginación de Wieland, significaba mucho más: proporcionaba un billete de ida y vuelta al alma, la mente y hasta la materia orgánica del aspirante a turista de otras esferas. De ser así, nada le impedía mantener contactos diplomáticos con los principales seres de esas realidades paralelas: un congelado homólogo atlante, los ángeles que habitan los valles y colinas de la Arcana Celestia (censados por ese agrimensor espírita de Swedenborg), los extraterrestres del sistema planetario ubicado en la órbita de la enana roja Wolf 424 (constelación de Virgo), o incluso algún pisciforme morador de Tíndalos. Nada le impedía tampoco extender sus planes de conquista a otros planetas, o, ya puestos, a la mismísima morada de los dioses. El Reich inmortal no podría serlo a menos que trascendiese la frontera de la vida finita y plantase su banderín gamado en las verdes praderas de la eternidad. Claro que para todo esto se necesitaba un ejército, y un ejército bastante inusual, dicho sea de paso: Wieland, especializado en sobrevivir a atentados y bombas, a la desesperación racial, a las tragedias de la carne y de la sangre, era consciente de la superioridad de su pasta genética, y de que eso, llegado el caso, le permitiría dirigir sus huestes más allá de las guerras locales: al tumulto sobrenatural de las guerras astrales. ¿Pero qué ejército iba a liderar? ¿Qué hombre, nacido de mujer, había como él?
Rauschning le estaba mostrando que, en realidad, no había hombres como él; que para encontrar algo similar a ese milagro de las combinaciones atómicas que era Wieland había que drenar, rastrillar y cribar el universo de los iluminados por la muerte, los liberados de la carne, los renacidos, los trascendidos. Le explicó que eso era lo que iban a hacer, con ayuda de los vimanas. Aspirarían la energía de los muertos al interior de esas prodigiosas máquinas y los regurgitarían más tarde en un simulacro de cuerpo humano hecho de tejidos ectoplásmicos, tejidos replicados a su vez en invernaderos de laboratorio. En Cracovia ya estaban en marcha dos de esas plantaciones de células de ultratumba, y a pocos kilómetros de allí, en lo que parecía una simple huerta, un destacamento especialmente entrenado de pechugonas valquirias se encargaba de vigilar el correcto moldeado de los tejidos, que tenía lugar en el interior de unos hornos troquelados con la efigie humana mediante bien estudiados procesos químicos y alquímicos: un mero nubarrón azulado para quien mirase a través del cristal ovalado, para quien ignorase el milagro que estaba cocinándose allí dentro. Podían fabricar cientos, miles, millones de ellos. Por supuesto, Rauschning no olvidaba ciertas peculiaridades de la Germania de Wieland, y por ese motivo se vio en el deber de puntualizar que, puesto que el espíritu así capturado acababa ocupando el interior de una máquina humana, aquello lo condenaba a la obediencia servil. Este será vuestro ejército, herr Führer, este será vuestro aldabonazo en la puerta del cielo: las fuerzas del universo se rendirán ante vos; no solo las fuerzas de la materia, sino también las del espíritu. El Espíritu. Etcétera. Y Wieland, oyendo como en trance aquellas palabras que eran puro Wagner para sus oídos, clavó la mirada en el infinito… el Infinito, sobre cuyos pastos él ya se veía cabalgando a Grane sobre el lomo del arco iris… y, curvando un índice sobre el indefinido labio superior, acariciando con la yema el bigotito gamado, dio, naturalmente, su bendición al proyecto.
Las mejoras incorporadas por Glauer y Eckart al diseño de los primitivos vimanas de Rauschning, que solo tenían en cuenta la energía cósmica absorbida, metabolizada y expulsada por la mente humana mediante complicados ejercicios de meditación, pero no la curvatura del tiempo, que a fin de cuentas era lo que permitía desplegar canales de comunicación entre planos astrales (aportación de Segede), cosecharon los primeros éxitos en la primavera de 1943, no precisamente un buen momento para la vapuleada caballería del Reich. En un año, Rauschning había abierto nueve puertas astrales en varios lugares estratégicos del imperio alemán, con su consiguiente tráfico de fantasmas. Ahora, enfermo del corazón y mucho más delgado que dos años atrás, mostró a Wieland la primera «máquina anatómica» (el Menschlichgolem), en cuya válvula pineal se logró aprisionar el espíritu de un curtidor de pieles borgoñés del siglo XV llamado Pierre Valpierre. El aspecto de Valpierre era bastante desolador: ulcerado, amarillo, mantecoso, como un montón de cera derretida y moldeada por un figurinista ciego. Hablaba un dialecto ya extinguido del francés que el equipo de médiums de Rauschning traducía al alemán común canalizando el espíritu de otro borgoñés contemporáneo suyo, conocedor de una variante bávara del alemán que, casualmente, era la misma que utilizaba la Logia de la Mano Cortada en sus transacciones postales entre adeptos. Por lo demás, la vida como ectoplasma de Valpierre no era precisamente un paseo en bote. Caminaba pendularmente, a trompicones, como el monstruo de Wollstonestein. Se quejaba constantemente de la irritación que le producía el contacto del uniforme alemán, origen de aquel descuartizamiento por capítulos que él mismo se provocaba con sus insistentes rascados. Antes de perder un brazo, al tratar de descolgar de las enramadas de un bosquecillo de Berchtesgaden una reluciente manzana, aprendió a disparar la legendaria MG 42 desde un nido de ametralladoras: mil ochocientas balas por minuto, tres minutos de diversión y un boquete mellado producido por la vibración de la culata en mitad del pecho. Wieland, no obstante, saludó con desaforado optimismo aquel achacoso prototipo y encargó varios cientos de millares más, circunstancia que fue inequívocamente interpretada como una nueva muestra de la demencia del pequeño Reich ante la desesperada situación en la que Alemania se encontraba sumida durante los primeros meses de 1943.
Dos años después la situación no había mejorado mucho. En verdad, había ido de mal en peor. El enemigo aliado lanzaba ataques masivos no desde los cielos más cercanos sino desde la remota Alaska, utilizando una nueva arma, el Proto-Arpa, responsable de los terribles cambios de temperatura sufridos por el ejército alemán en Stalingrado. El Proto-Arpa: una red de antenas (ideadas con fines más benévolos por un melancólico checo, a cuya muerte los servicios de espionaje americanos habían robado sus cuadernos de notas) que lanzaba microondas a las capas altas de la atmósfera para utilizar el cielo y hasta la propia tierra como un arma. Pangea como enemigo, como un potro salvaje, sacudiéndose para desmontar de su grupa nada menos que al pueblo alemán, ¿qué demonios es esto? Pero al menos Wieland contaba ahora con un ejército de doscientos mil homúnculos, hibernados en un superhangar de Silesia, entregados, sumisos, listos para atacar, sudando cera bajo los elegantes y siniestros diseños en negro y plata de Hugo Boss. Cada uno con su diminuta válvula pineal entre ceja y ceja, con su invisible inquilino de importación transdimensional: almas de viejos normandos, bretones, groenlandeses, pilluelos de cinco años, enamorados suicidas, muertos antes de su hora, talabarteros, juglares, dueños de castillos, encargados de porquerizas. Prodigiosamente devueltos a la vida, o, por lo menos, a esa clase de vida. Prodigiosamente diestros en el difícil arte de dar un paso tras otro, cavar trincheras, evitar obstáculos, identificar al enemigo y replegar el índice encastrado en el gatillo ante cualquier movimiento opuesto al avance de sus filas.
Todo estaba preparado. Todo estaba en su sitio. Todo excepto, quizá, lo que tenía que estar… sobre todo allá arriba, y no solo por las emisiones de microondas del Proto-Arpa. Marte llevaba días en posición combusta; la Luna remoloneaba en la casa IV, teñida de rojo en un pequeño segmento de su nodo ascendente, y ligeramente nublada en la Cola del Dragón. Observado vorazmente por un astrólogo de sexto grado que se afanaba en controlar el sudor, Wieland estudió la carta que este le había entregado, aplicándola al trasluz de un humeante rayo de sol cuya punta de flecha sajaba el gabinete de guerra por entre dos visillos, y luego la arrojó con rabia al fuego. Ya no entendía absolutamente nada. ¿Ese rastreo de los cielos le comunicaba la victoria o una derrota? ¿Que era suficiente con doscientos mil efectivos arrancados del ultramundo, sí o no? «A decir verdad, herr Führer, creemos…». ¡Cállese, cretino! Ruhe, ruhe! Wieland dudaba, y cuando dudaba temblaba de pies a cabeza, y cuando temblaba (más allá de los habituales temblores que desde hacía años sacudían su hemisferio izquierdo) se sentía viejo e impaciente, y por lo tanto intrépido. Para evitar asumir más riesgos ordenó multiplicar la cifra de doscientos mil homúnculos por dos. Desde Cracovia, un moribundo Rauschning hizo trasladar los hornos alquímicos, junto con veinte camiones de tejidos ectoplásmicos procedentes de los invernaderos a orillas del Vístula, hasta las regiones industriales de Breslavia. Glauer y Eckart viajaron en secreto desde Berlín para reunirse con Rauschning y dirigir la multiplicación de efectivos. Los hornos trabajaron a pleno rendimiento. El lugar hervía, pese a las siempre benignas temperaturas de la primavera bohemia. Los soldados que vigilaban por las noches al ejército zombi vivían aterrados por los constantes gemidos de sus futuros compañeros de refriega. Un temerario cabo telefoneó a Berlín solicitando permiso para abrir los portones del hangar y ventilar aquel repugnante olor a mierda caliente, pero el teléfono, enfurecido y ofendido, le gritó una orden bien distinta. Tragando saliva, aunque lleno de templanza, el cabo se la comunicó a su superior. La orden fue recibida y el cabo fue inmediatamente fusilado.
Lamentablemente, en los alrededores de Breslavia las cosas no iban mejor. Los aliados habían tomado Königsberg, Viena y la línea defensiva del Oder en solo siete días de un abril mágico. El general Von Bock, retorciéndose las manos, aguardaba con desesperación la orden de liberar al contingente de muertos vivientes, conocido con el nombre en clave de Wunderwaffe, que seguía formando filas en el interior del hangar sobre un charco cada vez más extenso de ectoplasma fundido. Pero el teléfono solo dejaba oír la señal del encefalograma plano cuando alguien probaba a descolgarlo. Y el tiempo, mientras tanto, pasaba y pasaba, llevando detrás su estela de metáforas: el tictac de sus agujas al cruzarse y descruzarse seguía tejiendo entre sí los diversos y frondosos pliegues de la realidad; el compás del reloj iba marcando un ángulo cada vez más agudo; su esfera discurría de la sonrisa al abatimiento, del bigote circense a las guías del alcalde decimonónico, del simple corte a la cada vez más ávida porción de pizza. Y allá arriba, medido por un tiempo mucho más arqueado, mucho más amplio, más majestuoso e incalculable, el dragón lunar, ensangrentado de la cabeza a la cola, pasaba de la casa IV a la VII, en un golpe de malabarismo celeste que pilló a todas las cartas del tarot, a todos los granos de café, a todas las bolas de cristal del Reich ridículamente desprevenidos. Lo que Von Bock aún no sabía era que las tropas rusas habían entrado en la Alexanderplatz, y que Wieland se había suicidado en su búnker, tras varios días dictando estrategias salvadoras a sus generales muertos, y que el mundo se había vuelto irremediablemente loco. Horas después, la región industrial de Silesia fue literalmente borrada de los mapas. Glauer y Eckart, fundidos en un abrazo, murieron durante los bombardeos. Von Bock también murió a causa de otro bombardeo, camino de Hamburgo, cuando se disponía a poner su ejército de golems al servicio del nuevo canciller del Reich: y también aquel contingente murió, o remurió, flambeándose sin aspavientos y sin prisas en un crepúsculo digno de los pinceles de Altdorfer. En cambio, Rauschning, que llevaba varios años muriéndose de enfermedades reales y enfermedades de salón, fue el único que se salvó de la matanza… aunque para morir desnucado de un tonto resbalón cuando trataba de escapar por el río Oder disfrazado de duende de los bosques (habían sido las fiestas de la Recolección de Espigas en el voivodato de la Baja Silesia y Rauschning logró despojar de su disfraz a un campesino borracho). La Alemania de Wieland, huérfana y náufraga, se rindió. La guerra terminó (eso creíamos).
El mundo, sin embargo, no iba a ser un lugar mejor.