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Mi primer encuentro con Neil se produjo en julio de 1980. Los dueños de la revista para la que trabajaba me encargaron una entrevista con él, tan pronto como Flames of Flamel pasó de ser una secreta curiosidad a convertirse en una firme promesa, y, a sabiendas de que más pronto que tarde la banda firmaría un contrato con alguna discográfica de primera fila, querían ser los primeros en anotarse aquel tanto.

Por entonces, las revistas del sector andaban a la greña por hacerse con un descubrimiento que redimiese su nombre de aquella existencia subterránea a la que estaban condenadas, por sacar a la luz a los nuevos The Clash o al relevo natural de The Damned, y dado que tampoco disponían de suficientes páginas como para entrevistar a todos los grupos que despuntaban en la escena musical, debían afinar mucho la puntería para acertar con las dos o tres bandas a las que se podían permitir acercarse cada mes. Aquellas entrevistas, convenientemente mutiladas y desglosadas, eran utilizadas después por los sellos discográficos para armar los dosieres publicitarios de sus nuevos grupos, y cuanto mayor fuera el número de citas que se hacían de una revista determinada, mayor era el prestigio que esta acumulaba. Por si tal cosa no servía de suficiente estímulo, las sumas que se llegaban a pagar por los derechos de aquellas entrevistas resultaban colosales, comparado con lo que se rebañaba de los ingresos por publicidad y lo que quedaba tras pagar la parte que restaba de cada ejemplar vendido a las distribuidoras, así que ser el primero en entrevistar a una banda desconocida podía resultar un negocio tal vez no demasiado lucrativo, pero sí lo bastante sustancioso como para permitir que la revista sobreviviese durante un par de meses más en aquel escenario que se iba despoblando a marchas forzadas con las bajas de la competencia. La intención era vivir entre los escombros el tiempo que fuera preciso para llegar a ocupar un día el lugar de privilegio del que gozaban las revistas más importantes del sector, y, puestos a soñar, para cambiar las cuevas de alquiler que aquella generación parecía destinada a habitar por un pisito subvencionado por el Estado, aunque tal cosa, teniendo en cuenta el espíritu de revolución que había animado a sus fundadores en los inicios, hubiera sido lo mismo que ver a los Sex Pistols versionando a Celentano en algún hotel de Las Vegas.

En lo que a mí respectaba, no me importaba lo más mínimo aquella inclinación ante el ídolo del dinero, aquella rendición absoluta a todo lo que se había intentado demoler. No era un anarquista ni un revolucionario, y no creía que un régimen fuera mejor que otro, que una revolución nos fuera a traer algo más benévolo que la limosna que nos ofrecía el ocaso de las democracias occidentales, mientras se me pagase por mi trabajo. Me divertía escribir mis columnas mensuales, mis críticas y mis artículos, y nada más. Si mi pequeña contribución servía para apuntalar el prestigio de la revista y acercarla un poco más a los círculos de renombre que pretendía alcanzar, por más que aquello significase su sacrificio en el altar de la libra esterlina, no era algo que fuera a quitarme el sueño.

De todos los trabajos que la revista me encargaba, las entrevistas eran los que menos me podían atraer, y hacía lo que estaba en mi mano por pasarle el muerto a otro cuando resultaba imposible evitarlas. Era una labor fastidiosa y hasta irritante, que obligaba a mucho esfuerzo para obtener a cambio unas pocas páginas de prosa aprovechable, y, por lo general, el resultado era tan desalentador que incluso me avergonzaba cobrar por ello. No era culpa mía, eso lo tenía claro, pero resultaba inevitable tomarme como algo personal la mediocridad de aquellos textos en los que menudeaban las digresiones alcohólicas, las frases sin sentido, los ideales de nueva era y aquella ferocidad marsupial que casi producía ternura. El negocio musical había llegado a un punto en que todo daba igual, mientras pudiera venderse, y el movimiento punk, que había surgido como una respuesta al anquilosamiento de la música en particular y de la sociedad en general, también fue absorbido por la máquina de hacer dinero. ¿Y quién podría haber esperado otra cosa? A fin de cuentas, cualquier movimiento que genera su propio culto acaba por convertirse en una moda, y nada mejor que transformar un culto en una moda para reciclar sus ideales en un producto perecedero, algo que pueda ser asimilado, controlado y convertido en otro objeto más de consumo público.

Estaba tan harto de todo aquello que, a modo de experimento, inventé un grupo de power pop al que llamé The Shakespeare Killers Society, y artículo tras artículo, unas veces bajo seudónimo y otras con mi propio nombre, lo puse a dar giras por Londres, a grabar discos de sonado éxito y a responder a entrevistas en las que su líder, Johnny Hamlet, afirmaba ser el mesías del punk, una especie de anticristo redivivo cuya posesión más valiosa era el alma de Robert Johnson, esa que el célebre guitarrista de blues se jactaba de haber vendido al diablo en un cruce de caminos a cambio de tocar la guitarra con destreza sobrehumana. The Shakespeare Killers Society fue el grupo revelación de 1982, asomó su silueta fantasmagórica a las primeras revistas del sector, y hasta el propio John Peel se interesó en ellos, aunque aquello seguramente no tenía otro objetivo que el de desenmascarar la mentira, pues Peel no era tan ingenuo como para tragarse el anzuelo. Pero la mentira siguió su curso pacífico por las procelosas aguas de la industria discográfica, y, para mi sorpresa, los Shakespeare Killers lograron colocar en el décimo puesto de las listas británicas un sencillo titulado «I Was a Teenage Hitler», una invención que desde luego no me pertenecía, antes de morir víctima de su propio éxito. Nadie había escuchado a aquel grupo, por supuesto, o casi nadie, salvo los privilegiados que tuvieron acceso a su único sencillo, pero por lo visto eso no significaba que para la mayoría de la gente jamás hubiera existido.

Fuera como fuese, en seis meses me había entrevistado con los miembros de unas diez o doce bandas, y había quedado tan escaldado con el resultado que el encargo de entrevistar a Neil y su Flames of Flamel se me antojaba tan atractivo como los trabajos forzados. A decir verdad, temía verme ante otro títere más, otro muñequito de cuerda limitada que llevaba a los escenarios lo que no hubiera podido defender con alguna credibilidad en el cara a cara, y dada la fascinación que me había producido verlo en directo, la posibilidad de sufrir un desengaño me hacía sentir todavía más distante y reservado de lo habitual. Supongo que, en cierto modo, eso fue lo que contribuyó a que todo saliera bien. Llegué a la hora fijada para la entrevista con cierto desánimo, casi a la defensiva, y me apoltroné en un sillón con un libro y una taza de café mientras esperaba a que mi interlocutor hiciese acto de presencia. La cita era en las oficinas del sello Hole, propiedad del magnate underground Jacob Miller, que, al igual que yo, había quedado impresionado con el carisma de Neil y la propuesta musical de Flames of Flamel. Pero aquello, en lugar de estimularme, terminó de aumentar mi recelo: ¿por qué entonces no habían concedido la entrevista a una revista de mayor tirada? ¿Por qué cedérsela a un hermano pequeño que apenas podría difundirla? Después supe que fue el propio Neil quien había puesto mi nombre sobre la mesa a cambio de aceptar la entrevista, ese enojoso trámite del reconocimiento que él había aprendido a detestar, pero en aquel momento yo no podía saberlo, y lo único que pensé era que, en el fondo, Miller aún desconfiaba de la calidad de la banda, y que su intención era foguearla en los hornos crematorios de las revistas de menor bagaje para ver si ardía o sabía resistir el fuego.

Al cabo de media hora, Neil se presentó en la oficina. Llevaba el pelo rigurosamente cardado con alguna loción que olía a fijador barato, y vestía un traje negro y una camisa blanca en la que culebreaba una corbata estrecha, también negra, parecida a la que llevan los internos de los colegios públicos británicos. Echó un vistazo a la habitación, luego me miró, enarcando las cejas con teatral sorpresa, como si acabara de verme caer del cielo, y titubeó un poco, antes de acercarse a mí:

—Hola —dijo con una voz casi subterránea, y me tendió una mano—. Soy Neil Flamel.

—Hola —respondí, y le estreché la mano con un buen apretón—. William Wilson.

Neil se forzó a componer una sonrisa y respondió:

—Ese no es tu verdadero nombre, ¿verdad?

Le devolví la sonrisa, pero Neil descubrió entonces algo que le atrajo mucho más que el nombre con el que decidí presentarme: frunció el ceño, alargó una mano hacia el libro que había llevado conmigo y pellizcó el vértice de la cubierta con dos dedos. La levantó, ladeó un poco la cabeza y leyó el título. Luego alzó las cejas. No sé si estaba más asombrado por toparse allí con aquel libro o por el hecho de que alguien pudiera acompañarse de él para aligerar un rato de espera.

—¿Lo has encontrado aquí?

—No —dije—. Me sigue a todas partes. Es una preferencia personal.

—¿El Antiguo o el Nuevo?

—Depende —contesté—. Si me siento con ganas de matar a alguien, el Antiguo. Para todo lo demás, el Nuevo está bien.

Neil volvió a sonreír, pero esta vez parecía una sonrisa sincera:

—Entonces es un alivio saber que tienes el marcapáginas en el Nuevo —respondió—. Siempre que me veo con uno de los tuyos estoy preparado para que me despedacen.

A partir de ese momento, Neil pareció cualquier cosa excepto aliviado. Se sentó en el sillón que había frente al mío, luego se levantó, sirvió un poco de café en una taza y se puso a andar de un lado a otro de la habitación. Encendió un cigarrillo y volvió a sentarse. De nuevo, me miró como si fuera la primera vez en su vida que me veía:

—¿Has hecho muchas entrevistas?

—Algunas —dije.

—¿Buenas o malas?

—Ambas. No lo sé. De todo un poco.

—Tiene que ser una mierda perder el tiempo de esa manera.

—Lo es. Pero entra dentro de lo esperado. Nadie le hubiera pedido a Cicerón que, además de ser un gran orador, hubiese sido cantante.

Neil me observó durante unos segundos, con una expresión extrañamente valorativa, como si la Roma clásica perteneciese a un universo paralelo que no encajaba del todo en el sistema planetario de la música moderna. Luego se arrellanó en el sillón, estiró las piernas y se quedó mirando las volutas de humo que ondulaban como medusas al avecinar la escuálida bombilla que pendía del techo. Pasó un rato hasta que volvió a encorvar la espalda sobre las rodillas.

—Nada de preguntas personales. Nada de basura. Flames of Flamel. Nada más.

—Neil —le dije—, tal vez te gustará saber que no me interesa tu vida. Tienes novia y te pinchas heroína desde los diecinueve años, tienes una banda. ¿Y qué? Salvo por la circunstancia de que has obtenido un moderado reconocimiento, eso no te diferencia en nada de un montón de tíos de tu edad.

Sopesó aquellas palabras durante unos segundos. Se levantó del sillón una vez más, bebió el café de un trago y se sirvió otro, sin dejar de mirarme mientras lo hacía. Luego se sentó y, para mi sorpresa, salió por donde menos lo esperaba:

—No te llamas William Wilson. Te llamas Dante Veryl. Tú eres el tipo que hizo aquella entrevista al cantante de Leatherjinx, ¿verdad?

—¿Serviría de algo que dijese que no?

—O aún mejor: ¿hay algún motivo por el que tuvieras que decirlo?

¿Qué podía responder a eso? Neil intuía que sí, y, en cierto modo, incluso parecía percibir la incomodidad que me suponía hablar de ello. Tras nuestro fugaz encuentro, el cantante de Leatherjinx, uno de esos grupos condenados a vagar sin pena ni gloria por los escenarios nacionales, los estudios de segunda mano y las discográficas a punto del naufragio, fue detenido por la policía cuando intentaba cobrar un cheque falso en el Barclays de Cromwell Street. Aquello no hubiera pasado de ser un delito menor y mucha publicidad gratuita por el precio de una generosa fianza, pero los problemas con la ley de aquel chico no terminaban en el cheque que había intentado colocar. Como supe más tarde, varios meses atrás había matado a su novia, una joven polaca de quince años a la que había recogido en la carretera, después de que ella rehusara acompañarlo a Londres para buscar a su lado el reconocimiento que su pueblecito de Newcastle se empeñaba en negarle. La muerte había sido un accidente: un sopapo en la cara, mucho alcohol, una mala caída. Ignoro qué condena le podía haber supuesto aquello (¿homicidio involuntario, homicidio en grado de tentativa y negación de socorro?), pero el chico se asustó, y debió de pensar que no le quedaba otra que resignarse a su suerte y deshacerse del cadáver.

Y eso fue lo que hizo, con lo que sin duda solo puede calificarse de metódica frialdad. Cortó el cuerpo en varios trozos y se lo sirvió a sus perros, luego se desembarazó del resto de despojos sumergiéndolos en el fregadero bajo un baño de ácido, y, por último, lo que no pudieron tragar las cañerías del edificio lo sembró por los parques del vecindario: todo excepto el corazón, que decidió comérselo mientras aún estaba caliente, palpitando, según dijo, «como un pez sacado del río». Al día siguiente cogió el primer tren que salía rumbo a Londres como si nada de aquello hubiera ocurrido, y tres meses después yo me sentaba ante él y le hacía una aburrida entrevista sobre la visión que tenía de la música en particular y del mundo en que vivíamos en general. Parecía un buen chico: el niño mimado de los profesores, la envidia de sus compañeros, el pequeño angelito al que siempre, haga lo que haga, adorará mamá. Respondió con desgana pero sin perder la sonrisa a cada una de mis preguntas, diciendo de todas las maneras posibles que el Mal se hallaba en cada esquina, que la sociedad estaba corrompida y que todo cuanto conocíamos tocaba a su fin, empezando por la música: el punk era la demostración de que el caos se había adueñado del viejo orden, pero eso no empezaba ni acababa en el sector musical, sino que abarcaba al mundo entero. Diría que, con la salvedad de aquella observación, no se alejó gran cosa del guión habitual, pero aquel chico de rostro amable y maneras dulces no era el previsible patán pasado de vueltas que yo acostumbraba a tratar. Me asombró comprobar, por ejemplo, que leía a Yeats, y lo que era más asombroso aún: lo comprendía. Hablaba con mesura y pensaba cada palabra antes de pronunciarla, acompañándose de un insólito despliegue de educación y buenas maneras, lo que de todos modos no bastó para que aquella entrevista destacara gran cosa respecto a las que ya pesaban sobre mis espaldas. Lo único que la distinguía del resto era que aquel muchacho había descuartizado a su novia, pero, por entonces, eso era algo que nadie más que él podía saber.

Por muchas razones, se trataba de un tema incómodo, y lo que menos me apetecía era recordarlo. Me hacía pensar en Madeleine Priest y en el asesinato de mi hija, y aunque Neil lo ignoraba todo acerca de mi matrimonio, parecía saber que aquel asunto pulsaba en mi interior una cuerda íntima, un nervio todavía tenso que me obligaba a deplorar acordes suficientemente agónicos para su gusto.

—¿Qué quieres saber?

—Todo —replicó—. ¿No viste algo en ese tío que lo hiciera especial?

—Bueno, no llevaba tres seises en la frente ni una camiseta que dijese «soy un asesino», si es a eso a lo que te refieres.

—¿No hubo ningún detalle? ¿Nada que te llamase la atención?

—¿Por qué iba a haberlo? Si algo me pareció especial tuvo que venir después de saber lo que aquel tipo había hecho, no antes.

—¿Como qué?

—La despedida, supongo. Había pasado dos horas con el individuo más educado de su generación y resulta que la mano que le estreché había cortado en trocitos a su novia.

—¿Eso es todo? —preguntó Neil.

—Por lo menos, es lo único en lo que puedo pensar.

—Vale —respondió, y volvió a decir—: vale.

—¿Empezamos?

Una vez más, Neil hundió las costillas en el sillón.

—No. No quiero esta entrevista. No quiero esta mierda. Largo.

—De acuerdo —dije.

Me levanté, recogí mis cosas y me fui hacia la puerta. Al fin y al cabo, aquello era lo que había estado esperando desde el principio, y si recibí su gesto con indiferencia (la decepción, pensé, ya vendría después) fue porque decenas de desplantes similares me habían sabido preparar para ello. Ni un impulso de ira, ni un sentimiento de humillación. Nada. Abrí la puerta y me dispuse a salir, pero en ese momento la voz de Neil retumbó a mi espalda.

—«Hijo mío —dijo, empleando un tono grave y burlón que había ahondado deliberadamente—, si has estrechado la mano en favor de un extraño, si te has ligado por las palabras de tus labios, haz, pues, esto, para librarte, porque has caído en las manos de tu prójimo: ve, sin tardanza, e importuna a tu prójimo, líbrate, como el ave del lazo del parancero».

Me di la vuelta y lo miré a los ojos, no sé si más ofendido que asombrado.

—¿De qué coño estás hablando?

—Lo tienes ahí —dijo, señalando el libro con la cabeza—. ¿Te has sentido importunado?

Neil estaba de pie, con la bota apoyada en el brazo del sillón y un codo sobre la rodilla, y entre los dedos un cigarrillo que se había despellejado hasta convertirse en un túmulo de ceniza.

—No te tomas muy en serio este trabajo, ¿verdad? —dijo, y sonrió de nuevo.

Comprobé que Neil no estaba ni ligeramente nervioso. En realidad, no lo había estado en ningún momento desde que entró por la puerta. Aquel tipo era un actor, y yo había sido tan idiota como para caer en la trampa. Me había estado poniendo a prueba y no había tenido la astucia suficiente para darme cuenta de ello.

—No tanto como tú, por lo visto —repliqué.

Me senté de nuevo, saqué mi grabadora y comenzó la entrevista. De esa forma que nunca hubiera augurado una gran amistad fue como Neil y yo nos hicimos amigos.