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Si confié en Layfield fue porque esperaba una visita semejante desde hacía semanas. A finales de septiembre, Robert Matthews, uno de los colaboradores de Thornton en la costa oeste, me había telefoneado con visible inquietud para advertirme de que dos hombres con credenciales de la CIA se habían presentado en su propia casa, al objeto de que respondiese a algunas preguntas sobre dos de los artículos que había escrito para Thornton. Uno de ellos, publicado en marzo de 1990, era un inteligente estudio numerológico basado en los trabajos sobre adivinación de Ptolomeo, Abu Ma’shar, Bonatti y Masha’Allah, donde Matthews desvelaba la dinámica de ciclos que presidía los acontecimientos más sobresalientes de la última década hasta lo que él llamaba sus «ascendientes históricos»: sucesos, más distantes en el tiempo, que creaban una insospechada cadena de eventos hasta la época presente. En su artículo, Matthews demostraba la existencia de un patrón en el que se enhebraban momentos tan dispares de la reciente historia del hombre como el gran incendio de Londres de 1666 (que quince años antes había sido profetizado en un histórico jeroglífico por el astrólogo William Lilly), la Revolución francesa, la construcción de la ciudad de Washington o los crímenes de Jack el Destripador, Peter Sutcliffe y el Asesino del Zodíaco, con dos semiciclos (uno en el nacimiento de Sayyid Qutb y el otro en el de los hermanos Wright) que, a juicio de Matthews, proyectaban su arco de influencia hasta los primeros años del siglo XXI. El segundo artículo, no tan elaborado pero no menos interesante, era un seguimiento a las predicciones de Robert Zoller, un medievalista especializado en astrología árabe que publicaba cartas astrales y artículos sobre filosofía medieval y ocultismo moderno en un pequeño panfleto mensual de cuatro páginas llamado Nuntius.

Pese a lo que la presencia de los agentes en su domicilio pudiera suponer, ambos se mostraron bastante amables con Matthews, se interesaron en el trabajo que estaba desarrollando, discutieron sobre algunos de los libros que utilizaba para documentar sus artículos y, al igual que Layfield, antes de marcharse le solicitaron que les enviase cualquier información que considerase oportuno compartir con ellos, por pequeña que fuese, por irrelevante que le pudiera parecer. La diferencia de la visita a Matthews con respecto a la que John Layfield me hizo a mí era su carácter oficial, y por lo que el propio Matthews me refirió cuando le telefoneé para hablarle de Layfield, uno de los agentes había mantenido el contacto con él, e incluso podía decirse que habían llegado a forjar cierta amistad. Pero los motivos por los que la CIA pudiera estar interesada en su trabajo para Matthews seguían siendo un misterio. Me preguntó si Layfield me había comentado algo al respecto, y tuve que reconocer que sabía tan poco como él: o, mejor dicho, tan poco como él por la vía oficial. Matthews había llevado a cabo algunas averiguaciones por su cuenta, que decidió compartir con O’Hara, el agente de la CIA con el que se relacionaba. O’Hara no dijo nada acerca de sus sospechas, dando por sentado que aquello era materia reservada, pero asintió a sus palabras con lo que Matthews describía como una sonrisa enigmática: para alguien que está siempre ahondando en la superficie de las cosas, terminó admitiendo el agente, lo que Matthews decía también estaba muy cerca de la verdad.

—¿Y de qué se trata? —le pregunté—. En mi opinión, no hay nada que nosotros podamos saber que ellos no conozcan de primera mano, y sin tener que rebuscar en periódicos atrasados. ¿Qué necesidad tendrían de conseguir una información paralela que no está garantizada por los conductos oficiales?

—Eso es lo que yo me preguntaba —respondió Matthews—. Pero por lo visto no somos tan importantes como para haber motivado una investigación oficial. O mucho me equivoco, o la Administración Clinton no sabe nada de lo que ese tal Layfield, O’Hara y el resto de agentes implicados están llevando a cabo.

—¿Estás diciendo que Clinton no sabe a qué jueguecitos se dedica la CIA? Demonios, eso podría creerlo viniendo de Reagan, pero no de un tipo que ha sido bendecido por la opinión pública como una especie de reencarnación de JFK.

—No me has entendido. Por supuesto que Clinton sabe a qué se dedica la CIA: al menos, esa parte de la CIA que está bajo su control. Pero no todos los agentes juegan en el mismo equipo.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que todavía hay muchos agentes fieles al ideario de Bush. La mano de Caspar Weinberger sigue siendo demasiado alargada, y todavía tira de muchos hilos, incluso en el seno de una organización tan cerrada como la CIA.

—¿Caspar Weinberger? ¿El tipo que fue procesado por el Irán-Contra?

—El secretario de Defensa que fue indultado por Bush tras su llegada al poder, por decirlo en dos palabras. Después de William Casey, era el último responsable de lo que se tramaba en la CIA. Pero Casey murió antes del juicio por el Irán-Contra, ¿recuerdas?

Me quedé callado durante unos segundos. Si no estaba entendiendo mal, lo que Matthews venía a decir era que Weinberger seguía controlando en la CIA a un sector todavía fiel a la Administración Bush.

—Vale —dije—, pongamos que las cosas son como dices. ¿Qué papel tenemos nosotros en todo esto? ¿Informadores de un ala independiente de la CIA?

—Más o menos. Probablemente, los alfiles del viejo Bush no son tantos ni tan poderosos como para colocar una pieza en cada uno de los puestos de control que ocupan quienes están bajo el paraguas de la Administración Clinton. No es tan raro que recurran a una fuente de asesoramiento externo.

—Matthews —repliqué—, si todo lo que dices es cierto, estaríamos involucrados en un flagrante caso de conspiración. Cualquier información que salga de nuestras manos podría llevarnos de cabeza a la cárcel.

—Bueno —dijo Matthews—, eso solo ocurriría si de veras estuviéramos haciendo nuestro trabajo de espaldas al gobierno. Pero tal vez no sea ese el caso, ¿no?

—Lo es, si estamos trabajando para un grupo de disidentes a la Administración actual.

—¿Y cómo sabes tú cuál es la Administración actual? ¿Porque así lo han decidido unos millones de votos?

—No sé tú —respondí—, pero al menos yo quiero seguir creyendo en nuestro sistema democrático.

—Vaya, «nuestro sistema democrático» —repitió socarronamente Matthews—. Y eso me lo suelta el mismo tipo que escribió que la «responsabilidad de todo ciudadano ante un gobierno antipatriótico es no legitimar sus acciones cruzándose de brazos».

—Tú lo has dicho. Me refería a un gobierno, no a todo el sistema.

—Vale, ¿y de qué sistema hablas, si puede saberse? ¿Un hombre, un voto? Permíteme entonces que te cite unas famosas palabras de nuestro amigo Kissinger: «El problema del petróleo es demasiado importante como para dejarlo en manos de los árabes». ¿Te suena? Bien, pues por la misma regla de tres, los problemas del mundo son demasiado importantes como para dejarlos en manos de un puñado de paletos de Arkansas, maricas de California o millonarios de Nueva Inglaterra. Clinton podrá haber sido elegido por los ciudadanos del país más poderoso del mundo para que entre un porro y otro se encargue de decidir su destino, pero eso no lo hace omnisciente de cuanto se cuece entre bastidores.

—¿Y qué es lo que se cuece, según tú?

—Es pronto para saberlo —respondió Matthews—. Pero tal vez tenemos la información ante nuestros ojos. Caspar Weinberger fue quien dijo que la batalla de Armagedón tendría lugar en la llanura de Megido durante el gobierno de Reagan, y que a eso seguiría la segunda venida de Jesús. Tú y yo hemos escrito sobre la situación política mundial basándonos en buena medida en acontecimientos históricos, y en una medida no mucho menor, en la religión. Mirándolo desde ese punto de vista, se diría que estamos en sintonía con el pensamiento apocalíptico del gobierno.

—El gobierno en la sombra, querrás decir.

Matthews captó la ironía, y lo oí sonreír al otro lado del hilo telefónico.

—Por supuesto —dijo—. El gobierno en la sombra.

—Y nuestro trabajo consiste en observar lo que pasa en el mundo para que Weinberger y su quinta columna de conspiradores comprueben si las estrellas ya se han alineado en el cielo y el Mesías vendrá de nuevo a la tierra, ¿es eso lo que sugieres?

—O para que sus agentes elaboren la agenda política de los próximos años, quién sabe —replicó Matthews—. A lo mejor Weinberger interpretó equivocadamente lo que decían las estrellas y la segunda venida de Jesús solo se está preparando; a lo mejor la guerra tiene que extenderse por toda Mesopotamia para que el mundo llegue a su fin. La vida comenzó allí y allí terminará, porque así está escrito. Un círculo cerrado. A fin de cuentas, todo esto está ocurriendo por debajo de la línea de flotación del horizonte, así que cualquier cosa es posible. No olvides lo que dijo Nixon: la política no es más que lo que sucede en la superficie. Lo que hay debajo es algo con lo que a los demás solo nos queda especular.

—La frase no es de Nixon —respondí—, pero entiendo lo que quieres decir. Aun así, me cuesta aceptar que creas lo que estás contando.

—No tengo que creer necesariamente en ello —dijo Matthews—. Me basta con actuar como si lo creyese. Si alguna vez sé a dónde nos conduce todo esto, al menos podré consolarme pensando que no fui tan tonto como esos tipos en la sombra suponían.

—Respóndeme a una cosa: ¿por qué entonces Weinberger y los demás iban a permitir que un joven demócrata de Arkansas se hiciera con la presidencia? Si su influencia es tan poderosa como sugieres, ¿por qué no dar un pucherazo como el de 1876 y colocar a su representante en el poder?

—No tengo la menor idea. Tal vez les interesa abandonar por un tiempo los primeros planos y guardar esa baza para un momento más adecuado. Actuar de espaldas a la opinión pública, resituar sus piezas. Han pasado demasiadas cosas en los últimos meses, desde la caída del Muro y la reunificación de Alemania hasta el fin de la influencia soviética en los países del este y la debacle de la propia URSS. Quizá el cambio de escenario haya trastocado algunos planes y sea el momento de ver cómo afectará eso al futuro.

—Ya. Y ahí entraríamos nosotros, ¿no?

—Exacto. Dos pobres tipos que han metido la nariz bajo las enaguas de la realidad porque no se han conformado con mirar simplemente lo que hay en la superficie de las cosas.

—Si todo esto es como dices, espero por nuestro bien que la Administración Clinton no se agote en una sola legislatura. Ocho años es mucho tiempo como para que no salgan a relucir los agentes encubiertos de las profundidades.

—Ojalá pudiera pensar como tú, pero en mi opinión Clinton no es un rival tan fuerte para nuestros amigos del abismo. Joven y apuesto, consumidor confeso de drogas en su juventud, mujeriego irredento. Bastaría con buscarle un escándalo para poner a temblar a su gobierno al completo.

—Eso es rizar demasiado el rizo. Puede que gran parte de la sociedad americana sea aún tan pacata como para cambiar su voto por un lío de faldas del presidente, pero dudo mucho que Clinton fuera a caer en algo tan tonto, al menos durante su mandato.

—¿Ah, sí? Yo en cambio lo imagino perfectamente emborrachándose con Borís Yeltsin en un burdel de Varsovia. Quizá me estoy volviendo un cínico.

Me reí. La escena, a decir verdad, me resultaba tan ridícula como factible.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó.

—¿Con respecto a qué? ¿Layfield? Bueno —dije—, tengo todavía algunas dudas, y no me ha ayudado nada haber hablado contigo para resolverlas. De todas maneras, tengo que pensar aún en ello. Quizá tú puedas actuar como si creyeses lo que me has contado, pero yo no sé si seré capaz de hacer algo así. Y, si te soy sincero, tampoco sé cuál sería el propósito.

—Yo ya te he dicho lo que opino —respondió Matthews—, aunque eso no tiene por qué valer también para ti. En el fondo, tampoco estoy muy seguro de que ni siquiera valga para mí. Si estoy mandando mis informes como un buen chico, es porque en realidad no creo que tenga opción de hacer otra cosa.

Respiré hondo, y pensé que probablemente esa era la situación en la que también yo me encontraba.

—¿Lo que acabas de contarme es lo mismo que le contaste a ese O’Hara?

—¿Me tomas por tonto? Pues claro que sí. ¿Crees que ahora mismo te estaría contando esto a ti si no se lo hubiera contado antes a ellos?

—No veo por qué no —dije.

—Te puedo dar mil razones para no hacerlo, pero te diré la más sencilla de todas. Al margen de que O’Hara, Layfield y el resto de la cuadrilla trabajen para Weinberger o para la Administración Clinton, da por hecho que nuestros teléfonos ya habrán sido intervenidos. Puedes dejar algún mensaje para Layfield, si quieres. Te aseguro que tu chico lo recibirá en cuanto colguemos.

—Estás de broma, supongo.

—Nada de eso —replicó Matthews—. Somos informadores, pero nuestra fuente de información es muy distinta de la que manejan los chicos de la CIA, del Mossad o del KGB. Nuestras fuentes de información son la historia, la astrología, la filosofía: el registro akásico, la matemática recóndita del universo. Lo que importa no es solo lo que sabemos que sabemos: también importa aquello que sabemos… sin ser conscientes de ello. Te guste o no, puedes estar seguro de que al otro lado del hilo telefónico hay otros como tú y como yo, otros Matthews y otros Veryl, escuchando atentamente, respirando en voz baja, analizando cada palabra que decimos y contrastando su más oscuro significado con la posición de las estrellas en 1560, la oblicuidad de la eclíptica de los trilitos de Stonehenge ante el sol naciente o el último y más secreto movimiento geopolítico. No es una idea agradable, desde luego que no, ¿pero qué esperabas? Es el destino del universo lo que está en juego. ¿Creías de veras que iban a dejarnos solos en todo esto?