Despertar es en ocasiones un acto de fe. Estar y ser nos obliga a tomar partido, a posicionarnos a favor o en contra de un sinnúmero de variables y una cifra similar de corrientes de distinta intensidad y dirección. Pero hacerlo cuando se tienen todos los huesos de la consciencia desencajados, astillados y rotos, cuando no es posible siquiera doblar el espinazo de la propia personalidad… ¿cómo se le tendría que llamar a eso? ¿Qué nombre se le puede dar a un horror semejante?
Después de los primeros pasos, después de los inevitables «quién soy» y «dónde estoy», un impulso (quizá no el primero, pero sí de los primeros) sería preguntarnos: ¿cuánto tiempo ha pasado? Has estado inconsciente, has despertado… y está claro que no hemos salido de la nada. No hemos aparecido en el mundo por generación espontánea. Antes de este despertar, entre un lado y otro de cierta porción de oscuridad, debíamos estar en alguna parte. Antes de que cerrásemos los ojos. Pero ahora miras atrás y de pronto echas en falta el conocido territorio anterior a ese estado de sombras, el bosque entre brumas del pasado; y descubres que el motivo de que no consigas hacer pie en él es porque, sencillamente, se ha esfumado. Ya no está, o si está no parece que sea en la parte visible de nuestra esfera de percepciones. Pero tú sabes que esa región existe (que no es un lugar mítico entre Oz y Mildendo, entre Combray y Ávalon), pues incluso desde tan lejos escuchas el aullido de tu propia voz llamándote a gritos, pidiéndote que extiendas una mano hasta… pero no, no es hasta un lugar en ese mismo bosque, sino hacia una porción de mar en la que esa parte de ti flota a la deriva con su propia mano levantada (la otra está exhausta y aferrada a un madero).
Ahora bien, no debemos dejarnos confundir por ese «lejos». «Lejos» no es aquí un concepto relacionado con el espacio, sino con el tiempo, aunque para entender esto es preciso reconsiderar el modo en el que apreciamos ciertas cosas. Un ejemplo: vemos a un grupo de pequeños escolares cruzando la calle, cogidos de la mano (o recortamos un hemisferio de la figura humana en un pliego cuatro veces doblado, y lo estiramos), y no nos damos cuenta de que estamos asistiendo a una metáfora fabulosa de lo que es la consciencia. ¿En qué sentido? Bueno, en el sentido de que la consciencia no es un mero «yo»; no es un «yo» singular. Eso es una generalización. Lo que llamamos «yo» es el último actor invitado en una fila india de diversos «yoes» que se dan la mano para cruzar la selva oscura de la experiencia… y el primero de la cola en abrirse paso por su diabólico ramaje hasta su esperado encuentro con otro «yo» posterior. El problema sobreviene cuando ese representante recién añadido suelta la mano del anterior en la fila; al preguntarnos, entonces, cuánto tiempo ha pasado desde el apagón al despertar, lo que queremos es saber si la distancia temporal a la que se encuentra nuestro penúltimo eslabón en la cadena de la consciencia es todavía un lapso salvable: lo cual, por cierto, no tiene tanto que ver con la duración de nuestro sueño como con la profundidad del mismo. «Estás a dos días de tu pasado», o «estás a un año de tu último yo consciente»; «estás a un paso de él» o «la distancia es insalvable». Necesitamos que alguien nos lo diga porque nosotros no tenemos una respuesta para eso. Sencillamente, no lo sabemos.
Lo que sabemos es esto:
Esto es una playa. Ha nevado. Hay hielo por todas partes. Y, probablemente, está atardeciendo.
Aquí es donde estamos.
Y eso, prácticamente, sería todo. Por supuesto, desde nuestro último yo consciente hasta el momento actual sabemos que ha pasado el tiempo, nuestra percepción humana del tiempo: vemos algún cambio en la tonalidad del mundo, vemos algún sutil movimiento en la dirección escénica. ¿Pero qué más se puede añadir? Podríamos decir que recordamos, pero no sabemos hasta qué punto ese cúmulo de instantáneas aisladas que nos confunde con sus fogonazos es un recuerdo: un supuesto quirófano, una supuesta cámara de criogenización (el vapor helado, como nitrógeno líquido, saliendo de su boca de sarcófago), y una niña de unos diez años, pálida, rubia, durmiendo con una muñeca en los brazos sobre su lecho de escarcha; igual podría ser un recuerdo que un sueño, aun estando seguros de que no hemos soñado.
Bien, dejemos entonces eso de lado. Lo que sí podríamos decir, y ya considerando el momento presente… considerando, por ejemplo, la diagonal del rayo oblicuo que incide sobre el tercer dolmen a contar por la izquierda (el mismo sobre el que se asienta un águila de plumas salinas, con las alas plegadas), es que son las seis y media. ¿Pero de qué serviría eso? Por la misma razón también podemos decir que ha nevado (pretérito convencional, que no nos compromete a nada), y que el cielo está cubierto de nubes, y que, surgiendo entre ellas, dos rayos de luz cruzan espadas por un astro moribundo (los funerales del sol) detrás de las montañas. Eso, al menos, podemos decirlo. Lo estamos viendo. Es decir, lo estamos viendo ahora, y «ahora» es nuestra única referencia fiable. «Ahora» somos nosotros con un pie en esta orilla y el otro pie en este mar, avanzando un paso tras otro. ¿Acaso no reconocemos la orilla? ¿No reconocemos los topetazos con que el hocico del agua empapa nuestro tobillo? Sí, pero no vayamos más lejos. Eso es todo. No debemos decir mucho más. De hecho, ya estamos diciendo demasiado. El resultado de la observación está invalidado desde el instante en que tomamos como punto de referencia el criterio de un observador defectuoso. Y este observador, sin duda, lo es.
Veo doble, por ejemplo. Esto ya de por sí es un problema. El cielo, entreabierto, como reprimiendo un bostezo, deja ver seis estrellas en lugar de las tres consabidas. Un óvalo de agua centelleante materializa seis islas: dos por Egle, dos por Eritia y dos por Astérope. Todas ellas van sumergiéndose en el mar en orden decreciente, despuntando como una sucesión de vértebras coralinas, romboidales, similares a las placas de un estegosaurio. Por su parte, las estrellas parecen aumentadas de tamaño. A decir verdad, parecen su propio representante iconográfico pasado por la imaginación de un niño: las líneas un poco trémulas, el color saliéndose por los bordes y todo eso. La única diferencia radica en que cada línea está revestida de un tejido nebuloso, un aura fractal que curiosamente reproduce el copo de nieve de Koch. Sí, veo doble: pero si las dos miradas se solapan también veo el doble. El águila estira el cuello, desentumece las alas (extiende como un pavo real su baraja de plumas, su mano de comodines y ases blancos) y afila el pico en una de las placas solares del estegosaurio sumergido; también lo hace su simulacro óptico, su doble aural. Hay un zumbido en mi cabeza. ¿Debemos dar la alarma por las señales que emite el reactor principal? Calma, caballeros. Sigamos tomando nota. El mar es negro. El cielo es amarillo. La tierra es roja.
Es roja, al menos, debajo del hielo, que sigue siendo blanco. Ha nevado y la nieve se ha helado. El hielo lo cubre todo, excepto por algunas manchas de café, algunos terrones de azúcar. Hace frío. La ropa que llevamos puesta (ropa, por decir algo) es desagradablemente fea… y «feo» es un adjetivo que requiere de un aprendizaje estético y por tanto de una experiencia previa, de modo que podemos añadir sin temor: hemos estado despiertos. Hemos sido. Antes de «ahora», quiero decir. En algún momento nuestra mano ha cogido la mano de un «ahora» previo, un avatar anterior de la consciencia. Bien, esto ya lo suponíamos, pero siempre es un alivio confirmarlo. Un pantalón marrón, una especie de bata a rayas, es todo cuanto traemos del pasado. También el lenguaje, y la experiencia para describir ese pasado. (Y el pasado inmediato, que es nuestro presente en tránsito, conduciendo el camión de la mudanza).
Ahora, seguimos observando.
Por la orilla se aproximan cuatro figuras, o dos figuras dobles. Una mujer, una niña. Las dos son rubias, las dos son delgadas: las dos avanzan en silencio, cada una cosida a su borrón aural, su marca de agua. Ambas tan parecidas entre sí como dos versiones de una misma persona en dos esquinas opuestas del tiempo. Como alegorías de la Madurez y la Infancia.
La señora Veryl y el pequeño milagro que la acompaña se detienen a unos pasos de mí. En el cabello de la niña la luz se recoge en suaves ondulaciones, como las que producen los rayos de sol en los cambios de rasante o en las arenas del desierto.
Un saludo:
—Hola, Dante.
La señora Veryl sujeta a la niña por los hombros. Parece sujetar una réplica en miniatura de sí misma, parece mostrármela, sonriente, admirada. Parece decir: «¡Mira lo que encontré!». ¿Dónde? ¿En la orilla? ¿Atraída por la marea? No, en esa concha metálica de allí, ¿ves?, en esa crisálida… La niña y la madre visten un abrigo similar: azul oscuro, con botones que parecen pequeños colmillos de marfil, insertados en ojales de cuero, con forma de ank. La niña apenas levanta los ojos. Tiene tres dedos de la mano izquierda cogidos en su mano derecha, así que solo deja ver tres nudillos rosados y tres uñitas perladas. Su piel es muy blanca… No es cerosa, sino lumínica: como el epitelio de una luciérnaga, como el polvillo de una mariposa. No, no… Más bien es como esa aura invisible que irradia de los dedos después de pelar una naranja. O, en realidad… En realidad es como la de alguien que hubiera dormido un siglo, y escarbando, escarbando, hubiera llegado hasta las regiones más inexploradas del sueño. El misterioso territorio de las fábulas, de los conejos con un reloj en el fajín y las ollas repletas de oro.
No sé si la naturaleza es sabia, pero sí es oportuna: agradezco al viento la inteligencia escenográfica de interrumpirme para remover el cabello de la mujer y el de la niña al mismo tiempo.
—Nos habían dicho que te encontraríamos aquí. —Esta es la señora Veryl. La niña, con las manitas juntas, se afana en dibujar una semiluna en la arena con la punta de su adorable borceguí negro, observándome a hurtadillas con una mirada llena de cansancio. Llena de hartazgo y sabiduría—. Debes saber que Braunschweige ha enviado a alguien en tu busca. Sería preferible, por cierto, que en el viaje de regreso llevases tú el coche. He visto beber al chófer.
—En una vida anterior fue un gran científico, aunque algo borracho, pero en esta parece no ser más que un pobre diablo abandonado por su esposa. Da igual quien me recoja. Nadie va a decir la verdad, de todos modos…
—¿Quién no dice la verdad?
—Esa es la cuestión. Pero está bien. Haz lo que te hayan ordenado esos cretinos y vete.
—No me han ordenado nada. —Bonita voz: he aquí el centro gravitatorio de todos los átomos de dolor, de todas las partículas de tormento existentes en este universo de sombras—. Quería verte por última vez. Quería que vieses a tu hija. No era mentira, Dante. La has salvado.
Se dispone a decir algo más, pero hay un salto de gato (un lapso de varios escaques) en este onirograma: frotando sus heladas mejillas, con las manitas asidas fuertemente a mis dedos, la niña recoge en sus pestañas el polen húmedo que empapa el dorso de mi mano y acto seguido se aleja sin decir palabra hacia su madre, caminando de espaldas, absorbiendo las lágrimas por el borde rojizo de los párpados, mirándome fijamente como si de pronto fuéramos a hacer algo monstruoso. Pero no, solo es un error en el montaje de la escena. Un error en su desplazamiento temporal. Escucha bien, corrector: en realidad, la niña se ha acercado hasta mí (con todos los elementos de la acción ya descrita alineados en sentido inverso) y ha empañado con sus lágrimas el dorso de mi mano.
Así está mejor. Pequeña, tienes las manos frías. ¿Es demasiado devolverle el gesto? No, quizá sea una idiotez por mi parte. Una reverencia, en cualquier caso, parecería un juego. Muy inocente, por otro lado. De acuerdo, inclinémonos.
Ahora, llegados a este punto, resuena en mi pecho otro campanazo… y la vibración recorre todos mis nervios para llegar, temblando, hasta los dientes. La corona dental… Si el temblor los hiciera caer serían como reyes decapitados. Ah, ¿es la boca un cadalso? ¡Qué visión más estúpida! Pero entonces es mejor no besar a la niña, no quisiéramos que tuviera que pasar dos veces por el mismo río. Nos incorporamos, mano al pecho, posando para los pinceles del Asesino del Miocardio. A esto seguirá el reflujo de sangre, la absorción del color rubicundo de las mejillas hasta el sumidero cardial. ¡Caballeros, por favor, un poco de agua…! De no ser porque resultaría bastante inquietante no estaría de más morder este hielo.
—Había pensado escribirte algo, pero no sabía qué decir. Entonces pensé: «Oh, no te preocupes, otro día se lo podrás decir…». Pero ¿qué importará entonces? Entonces ya será tarde. ¿Has pensado que a lo mejor no hay otro día? Dios mío, todo esto es muy triste.
Esto es lo que dice la señora Veryl… y mientras tanto a mí se me ocurre una idea bastante macabra. Pero la humedad es un medio exquisitamente sensible a la transmisión de la electricidad, y ahora me pregunto si un pensamiento de tal oscuridad e intensidad no será capaz de desbordar la esfera que lo contiene (mi querida doctora Grab, seas quien seas y estés donde estés) y transmitirse a través de una atmósfera bien untada de iones hasta otros centros nerviosos que podrían percibirlo e interpretarlo.
Bien pensado. Pues sucede que la señora Veryl, con todas sus cuerdas neuronales vibrando y aleteando como una colonia de mariposas, lo percibe perfectamente… y se asusta de una forma deliciosa.
—Es el corazón, ¿verdad?
Sponsa contrita, acuarela sobre agua. Escuela onírica.
—Calla. Escucha lo que te digo. Es preciso que salgáis de aquí. Date la vuelta y observa bien esa empalizada. Tú tienes que estar arriba cuando yo llegue. Sin embargo, debes subir con cuidado: las rocas están heladas, y esas seis estrellas… tres estrellas que ves en el cielo, son en realidad ojos. Ahora atiende: justo allá arriba, sobre los hombros de la montaña, verás una grieta. Allí…
Pero cuando voy a proceder a describir la naturaleza de esa grieta, de esa hendidura en el tejido del mundo, la señora Veryl baja la cabeza y deja escapar un gemido. ¿Lloramos? Sí, y no solo eso. También nos abraza. Oh, vamos, no es momento para emociones. Hasta la niña se da cuenta de que esa actitud no lleva a ninguna parte. Me mira detenidamente, adulta, sabia, preocupada. Esperando una reacción.
Reaccionemos.
—Bien, ya he visto a la niña. Ahora marchaos de una vez. Este no es lugar para ella.
—¿Y qué van a hacer contigo? Mírate, te han afeitado la cabeza, y puedo ver esa cicatriz horrible que tienes en el cuello. ¿Qué te han hecho?
—¿Hacer? No lo sé. Sin duda es una buena pregunta. Hacer, hacer… Pero eso es lo de menos. Mientras puedan hacer, estaréis a salvo.
Miro a la niña, el espejo sin fondo de su belleza. La niña me devuelve la mirada. Me devuelve incluso algo más que la mirada: una vibración interior que provoca un estremecimiento exterior; un reconocimiento tejido a tejido, como a nivel de onda, de dos construcciones orgánicas que solo son independientes porque no ocupan el mismo espacio. La sensación es tan intensa que deberíamos hablar de «las células del espíritu»; pero ya es tarde para divagar. El pecho nauseado, el eclipsamiento de una parte de mi cuerpo, de su hemisferio izquierdo al completo, que parece anulado y desactivado. Excepto por el dolor. El dolor es tan terrible que podría partir en dos una montaña.
—Vamos, vamos, no hay tiempo que perder. Coge a la niña y haz lo que te digo. Si obedeces mis instrucciones todo saldrá bien.
—¿Pero por qué por allí?
—Porque es la única salida. Porque nadie os alcanzará. He abierto una puerta allá arriba. No durará mucho más…
—¿Qué puerta? ¿De qué estás hablando?
—Haz lo que te digo o te juro que te mataré a patadas.
Silencio. No va a tomarse la amenaza en serio, pero sí la otra amenaza. La amenaza que deja ver la punta de sus orejas detrás de la amenaza. Y ahora, si no te importa, sé comprensiva y vete de una vez. No, no trates de tocarme: no soportaría ni el peso de una pluma sobre mi pecho, ya es bastante que no me caiga de bruces con los empujones de este maldito viento. Venga, ten compasión de mí y da media vuelta. Eso es, y sin mirar atrás. Te lo agradezco. No, tú tampoco, pequeña. Aquí ya no hay nada que ver. No es buena idea que recuerdes esto.
Hablando de dolor: esa intimidad, ese glorioso reconocimiento entre cada uno de mis tejidos y cada uno de los de ella, se estrecha y se hace más y más atroz a medida que la pequeña se aleja… Miles, centenares de miles de ramificaciones eléctricas, de invisibles cuerdas de luz que la unen a mí, se estiran al mismo tiempo, más allá de los límites de su inconcebible elasticidad: como emisiones sinápticas, como agujeros de gusano. Escucha, pequeña, me arrepiento de lo que he dicho hace un segundo. Vuelve la cabeza, anda, antes de que te hagas demasiado menuda como para distinguirte. Ahora eres todavía una pequeña escultura móvil. Luego serás una figurita de alabastro. Luego una muñeca, o la muñeca cosida a la manga de otra muñeca. Y luego nada. ¡Oh, el dolor, el dolor…! Pero sabemos que esto es lo que debemos hacer, ¿verdad? No puede quedarse aquí, tú mismo lo has dicho, no es lugar para ella. ¿Por qué entonces no escapas también tú, como has prometido que harías? Bueno, créeme, la idea es tentadora, no cabe duda… pero no estamos seguros de que Braunschweige, Faustmann, el fantasma de la doctora Grab y todos los otros locos —los monstruos del zoológico de Faustmann— no vayan a seguirnos, eso es todo. ¡Oh, vamos, deja de perder el tiempo! Se aleja, se aleja de ti. Tenemos que recordarla, e incluso algo más poderoso que eso: absorber mentalmente cada uno de sus detalles. Hacernos con ella. Llevárnosla adondequiera que vayamos. Las piernecitas de alambre, los borceguíes negros. ¿De qué color era la falda? ¡Vamos, vamos, recuerda! Las medias eran azules y le llegaban hasta las rodillas; cosidas, además, con un hilo bordado que dejaba ver por detrás su piel de nácar, de luminaria del cielo. Los veteados anks del abrigo. Y en el abrigo tenía aquel festón violeta, el ensortijado ribete de la solapa…
Pero se acabó. Ahora es ya un punto en el horizonte. El mar negro, la tierra blanca y roja, el cielo amarillo. No la veo… Creo que acaban de bordear la montaña, el enorme iceberg varado. ¿Están subiendo? Deberían estar subiendo. La grieta sigue allá arriba, palpitante, ondulando, convirtiendo en un polvillo azulado las diminutas burbujas del aire. ¿Cuánto puede durar? ¿Tiene hora de caducidad el trabajo de esta tuneladora psíquica? El cielo parece plegarse, como si el océano del universo estuviera en plena resaca. Esto es de locos. ¿En serio puede plegarse el cielo? El dolor en el pecho, por cierto, ya es del todo insoportable.
Espera. Pensar así es absurdo. Nadie piensa así en un momento así. Así es como piensa quien sueña sabiendo que está soñando. Estas cosas no se describen. Un cielo se enrolla simplemente porque es otro pergamino usado. ¿Sacarán otro? ¿Qué contarán? Nada nuevo bajo el sol, como quien dice. Pero lo que nos preocupa precisamente es este sol, la lámpara que ha iluminado al monje invisible a lo largo de sus millones de años de oraciones y bestiarios. Pregunta: ¿qué sol? Ya no hay ningún sol. Esto debe de ser el éter, por tanto, el akasa, la memoria del cosmos, el om sagrado. O la pura ceguera. ¿Qué hacer, entonces? Ya lo digo yo: nada. Los mayas, el demente de Patmos, Nostradamus, Edgar Cayce, san Malaquías, hasta el humilde vidente de los posos de café. Todos tenían razón. El mundo se estaba acabando. El universo entero se estaba acabando. Cuántas bolas de cristal despreciadas, cuántas visiones injuriadas; cuántos inocentes que habían conseguido leer el pergamino al trasluz han sido vejados, quemados, calumniados. ¿Por qué no les hicimos caso? Esto tenía que llegar. En un caso así, tener razón es solo cuestión de tiempo. Tarde o temprano teníamos que ver este cielo que desaparece, esta águila que percibe el temblor telúrico en sus garras y, contrariada, levanta el vuelo. Este mar que… ¿qué? Que nos moja la cara, por ejemplo. Pero si las rodillas han dejado de sostenerte deberíamos haber sentido el impacto. El golpe contra el suelo. Y no obstante todo es caer y caer y seguir cayendo en esta oscuridad sin fondo, en esta madriguera de gusano.
Bueno, no generalicemos. Esta es nuestra muerte, no la muerte del todo. Es verdad que nuestra consciencia se siente responsable de todas las materializaciones de la forma, de la luz, del color y del aire que respira hasta el más pequeño de los seres vivos. Pero has salvado a tu hija. ¿De qué si no hubiera servido tu sacrificio? La has salvado, eso es lo que importa: e importa porque sabes tan bien como yo que todo cuanto existe en el universo (el fogón del hidrógeno, la caldera del helio, nuestros maravillosos y vibrantes átomos) está unido por vínculos de amor en la eternidad, y mientras creamos en ello la muerte no tendrá señorío. Así que confía, confía. Pensemos que esto no puede ser todo. Tal vez el más allá sea en verdad otra cosa. Tal vez la vida sea de veras eso, un latido, y la muerte tan solo su sístole. Tal vez es cierto que alguien viene a buscarnos: el hombre de los hielos, el chófer de las tinieblas; tal vez. Y esto no es más que un trámite (el esbozo provisional de un gran diseño que se va reescribiendo capa a capa, una vida vivida sobre otra vida, hasta la última y más perfecta posible) y dentro de un minuto despertaremos en una cálida habitación, suavemente iluminada, al lado de nuestra mujer y nuestra hija… y allí permaneceremos, comprendiéndolo todo y a la vez sin preguntarnos nada, mirando cada noche las estrellas.