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Las tres diosas. Historia secreta de las guerras del siglo XX quedó concluido un par de meses después de mi última charla con Neil, y a partir de ahí me convertí en lo que, a efectos profesionales, es todo escritor que pretende publicar su obra: un charlatán del que desconfiar, un comercial de crecepelos, un vendedor de humo. La mayor parte de los editores a los que enviaba mi manuscrito consideraban aquella narración «de divinidades trismegistas… un delirio más bien bicéfalo» (la crítica más original que recibí por entonces) que no resultaba comercial ni convincente como novela ni creíble como ensayo religioso o estudio geopolítico. Entre Caroline y yo dividimos fuerzas para seguir manteniendo en un flujo constante el envío del manuscrito, sin considerar el prestigio o la oscuridad de las editoriales a las que lo remitíamos (pensábamos, bastante ingenuamente, que si el libro era bueno se vendería solo), hasta que por fin, tras aquel rosario cada vez más desmoralizante de silencios, rechazos, cartas de respestuoso desánimo y, en una ocasión, el consejo de que «dejase aquel manuscrito demente [sic] en el cajón», el libro apareció publicado, en septiembre de 1987, en una editorial menor que la Universidad de Ohio empleaba para lanzar la clase de estudios que no encajaban en el sello académico.

Durante prácticamente un año apenas alcanzó trascendencia, salvo por uno o dos comentarios en diarios locales, pero a mediados de 1988 salió una pequeña reseña en una revista de libros de San Francisco, y poco después la Universidad de Berkeley compraba los derechos de publicación para una reedición a mayor escala (a solo unos meses, por cierto, de que un grupo terrorista hiciese explotar en el aire el vuelo 103 de Pan Am sobre Lockerbie, Escocia, asesinando a los doscientos cincuenta y nueve pasajeros que iban a bordo, como represalia por los bombardeos del ejército norteamericano en Libia más de dos años atrás). El motivo de su interés no era, sin embargo, aquella crítica poco alabanciosa, donde se resaltaba «el ingente esfuerzo del autor por reconstruir, con elementos posmodernos y la vista puesta en el siglo XXI, la clase de pensamiento paranoide que la guerra fría infundió en el americano medio desde 1950». Unos meses atrás, el escritor de origen indio Salman Rushdie había publicado la novela Los versos satánicos, donde refería la crisis de fe de Mahoma y su postración temporal, aunque inequívocamente impía, ante Lat, Uzza y Manat, lo que le atrajo las iras de los musulmanes y la condena a vivir bajo protección policial, junto a su segunda esposa, en algún inencontrable sótano a las afueras de Londres, a raíz de la fatwa lanzada contra su vida por parte del delirante imán Jomeini. El caso Rushdie suscitó en los círculos intelectuales una profunda revisión de las relaciones entre Occidente y el mundo musulmán, con la consiguiente proliferación de libros de denuncia que, pese a todo, no lograban conmover la tibieza de buena parte de los líderes políticos, sobre todo de aquellos que seguían viendo en los islamistas más radicales a un grupo de idealistas románticos movidos por elevados ensueños de libertad.

Supongo que la reedición de mi libro debía mucho a la dramática situación de Salman Rushdie —en los siguientes tres años, varios traductores de la obra serían asesinados por fanáticos musulmanes, e incluso un actor indio que protagonizaba la versión cinematográfica del libro fue descuartizado en su apartamento—, pero, como no podía ser de otra forma, su mayor difusión también me atrajo problemas. La llamada telefónica de Neil me había llevado a mirar desde otra perspectiva el material que todavía faltaba por introducir en el libro, y, en buena medida, consideré una obligación moral contar las cosas tal y como entendía que eran. Por supuesto, no intentaba señalar a los culpables (todos lo éramos, de una forma u otra) ni difundir el terror, y aún menos pretendía hacer una llamada a una especie de fundamentalismo cristiano para defender los valores occidentales de una futura amenaza islámica. De hecho, los apéndices del libro, donde se contemplaban las implicaciones que podían tener en el presente los sucesos históricos a los que había aludido en páginas anteriores, sugerían que los sospechosos y los culpables podían apuntar en cualquier dirección. Mi planteamiento era que una sociedad fundada en la religión —y la sociedad occidental lo era tanto como cualquier otra— no podía dar la espalda a las repercusiones derivadas de mantenerse todavía, incluso sin reconocerlos, sobre los viejos cimientos de la fe de nuestros padres, cuyo equilibrio no dependía de sí mismo tanto como de su compensación con otras fuerzas similares sobre las cuales, además, nunca podría llegar a influir si no era mediante el empleo de la violencia. Comparaba esa situación a lo que significaría erigir una ciudad sobre una falla sísmica, o alrededor de un volcán aparentemente inactivo, o, sin ir más lejos, a las alteraciones del entorno que las emanaciones de gas o los ensayos nucleares ocasionaban en la atmósfera y la corteza terrestre. Todo tenía que ver con todo —lo que es arriba es abajo—, y si no éramos capaces de comprender esto, no seríamos capaces de comprender nada en absoluto.

Y la religión, por supuesto, no podía resultar ajena a estos principios. Para los musulmanes, hijos del mismo dios que judíos y católicos, la sociedad occidental se había ido apartando subrepticiamente del único dios verdadero para adorar a los falsos dioses, aquellos ante los que Mahoma no había claudicado, los mismos de los que alertaba Cristo o sobre los que prevenía Yahvé. Como los pérfidos «príncipes soberanos» Gog y Magog, por ejemplo. En realidad, Gog y Magog no eran el imperio soviético y chino que creían ver los modernos exégetas bíblicos. Eran los ídolos del consumo y del capital, como había dicho Abdelghani, a los que el hombre de Occidente, en su abyección, había levantado en Nueva York dos gigantescos tótems que amenazaban con rozar el cielo, y ante los cuales los hombres de todas las lenguas y razas habían doblado las rodillas para predicar, de una punta a la otra del planeta, el apestoso evangelio del dinero. Esa era la creencia que había llevado a Sayyid Qutb a atentar contra la estabilidad del régimen de Nasser en Egipto, y esa era también la creencia que guiaba a la Hermandad Musulmana, los talibán y sus más ciegos seguidores en su lucha no ya contra el imperio soviético, sino contra el mundo occidental en general. Los esfuerzos de Nasser por occidentalizar la tierra que pisaron las sandalias del Profeta eran una prueba evidente del peligro que corría la hegemonía del único Dios, el clemente, el misericordioso, y, por tanto, todo musulmán que se preciase de serlo estaba obligado a combatir a los idólatras, a luchar en el bando de Dios, que era quien los había investido con ese poder sagrado.

Ya lo había dicho Zaid: apartarse de la senda de Dios, ser infiel hacia Él y la Mezquita Sagrada, expulsar a sus devotos de ella, era más grave a los ojos de Dios que la muerte de los inocentes, si es que podía haber inocentes en aquella guerra cósmica entre el Bien y el Mal. Y el mundo —no podíamos olvidarnos de ello— era el tablero donde se estaba librando esa guerra. El gobierno americano había sido literalmente tomado por cristianos renacidos y lobbies judíos, la mayoría simpatizantes de las corrientes sionistas que, durante años, habían ido radicalizando su discurso contra Palestina y los países musulmanes: muchos de ellos, desde el presidente de la nación hasta el último de sus consejeros, creían estar inmersos en una guerra santa que solo concluiría con la venida de Cristo en el monte Megido, por citar solo una frase de las muchas que al respecto pronunció públicamente el secretario de Defensa Caspar Weinberger. Pero la paradoja era que, si se trataba de una guerra de fe, los malos de la película no había que buscarlos precisamente entre los enemigos de Occidente. Eran ellos los que se habían mantenido fieles al verdadero Dios, ellos los que no se habían inclinado ante los ídolos de la abyección, ellos los encarnizados rivales del Mal, los valientes soldados de esa divinidad que había infundido la vida en los hombres, les había dado poder para gobernar todo cuanto había sobre la tierra y cuyo imperio, según estaba escrito, no tenía ni principio ni fin. De ahí, por supuesto, a lanzarse en una sangrienta yihad contra Occidente por haberse inclinado ante los falsos dioses solo había un paso. Y eso era contra lo que, en mi opinión, debía prepararse Occidente. Ya que habíamos cometido la estupidez de perder el benévolo abrazo de la diosa madre, ya que habíamos preferido el salvajismo agrimensor del Gran Ventrílocuo antes que la sabiduría de la Palabra Resplandeciente, no nos quedaba otro remedio que luchar o perecer hasta ver proyectado en los confines del infinito el poder del dios padre, el Único, el Sanguinario y, por lo visto, también el Irreversible.

Ganara quien ganase, aunque la victoria de un bando significaría inevitablemente que perdiésemos todos.

Como he dicho, la reedición del libro solo me trajo problemas. En febrero de 1989, recibí en mi apartamento de Liverpool Street un burdo paquete bomba que no llegó a estallar, según los agentes de Policía que acudieron a mi llamada, por un fallo en el cableado que comunicaba el detonador con la carga explosiva. Fue una suerte que Caroline hubiese salido aquella mañana antes de lo acostumbrado. Generalmente era yo quien llevaba a Vera, nuestra hija, al colegio, pero me había pasado los tres últimos días noqueado por culpa de una inoportuna gripe, y Caroline tuvo que adelantar la hora a la que habitualmente salía de casa para hacerlo por mí. De no haber sido por eso, ella habría recibido el paquete en mi lugar, y aunque no lo hubiese abierto, aunque hubiera esperado a que yo lo hiciese, difícilmente podría haberle ocultado lo que contenía. Durante dos semanas, los agentes encargados del caso me asediaron con todo tipo de preguntas (¿tenía deudas de juego o por asuntos de drogas, tenía contactos con algún grupo mafioso?), pero finalmente tuvieron que aceptar que mi expediente estaba limpio y que ningún matón de los bajos fondos intentaba ajustarme las cuentas.

Había varias hipótesis para explicar por qué el artefacto no me había explotado en las manos. En el fondo, poco me importaba si se trataba de un error de construcción, la obra de un terrorista chapucero o algún estúpido bromista, o un aviso de que, fuera quien fuese el autor del envío, sabía dónde encontrarme: aquel suceso me turbó profundamente, y apenas era capaz de conciliar el sueño, inquietado por los ruidos que sobresaltaban la casa en el silencio de las madrugadas. Por supuesto, no le dije nada a Caroline —mientras acudiese regularmente a las oficinas de New Scotland Yard para responder a las preguntas de la policía, mientras no saliese a la luz alguna prueba de que estaba metido hasta las cejas en asuntos turbios, ningún agente tendría por qué abordarme en mi propia casa—, y en los días que siguieron llevé mi secreto lo mejor que pude. De la manera en que yo lo veía, aquello solo me afectaba a mí, y no creía que hubiese ninguna buena razón para preocupar a Caroline con algo que probablemente no se repetiría en el futuro. Tuvieron que pasar varias semanas para darme cuenta de que aquello, sencillamente, volvería a repetirse, aunque no siempre iba a ser el cartero de la mañana quien ejerciera de mensajero de la muerte.

El 7 de junio de 1989 me hallaba enfrascado en la corrección de las pruebas para la tercera edición del libro y en la reescritura de algunos de sus pasajes finales. El Muro de Berlín había caído, los rusos comenzaban a retirarse de Afganistán, la Unión Soviética se veía seriamente amenazada por los cambios sociales promovidos por el gobierno de Gorbachov, y los editores del libro me habían propuesto introducir el relato de aquellos sucesos en los apéndices de la segunda parte, habida cuenta de que ya en la primera edición había augurado que todo aquello tendría que ocurrir antes o después, aunque, sinceramente, nunca supuse que ocurriría tan pronto. No era ningún profeta (de haberlo sido, nada de lo que sucedió a causa de la publicación del libro habría podido alcanzarme), solo había sabido interpretar convenientemente lo que iba tejiéndose en el secreto de los bastidores, lejos de los primeros planos. Pero, por lo visto, el hecho de que hubiera hablado de ello antes de su espectacular salida al escenario otorgaba a mi libro la seriedad que no habían querido ver en él quienes lo consideraban un producto de las ideas paranoides del americano medio.

Acababa de transcribir un breve despacho de la agencia TASS de noticias, donde se refería el avistamiento de un platillo volante en un abarrotado parque de Moscú y el posterior encuentro de unos niños con los tripulantes de la nave, que les habían hecho entrega de un objeto piramidal que alteraba sus tonalidades cromáticas al cambiar de manos —un curioso fenómeno de encuentros en la tercera fase similar a los que habían tenido lugar durante la transición a la democracia en la España de 1975, y que se repetía con pasmosa frecuencia en aquellos países que, tras un largo período de tinieblas, se abrían a las libertades de Occidente—, cuando el teléfono comenzó a sonar en el piso de abajo. Dejé lo que estaba haciendo y bajé a contestar. Era Caroline. Hablaba con tanta angustia, con tal precipitación, que apenas entendí una palabra de lo que dijo («Vera», «coche» y «secuestro» fue lo único que alcancé a descifrar), y por supuesto aquello solo logró inquietarme. La interrumpí casi a gritos, le pregunté dónde estaba, y tuve un momento de pánico cuando me dijo, entre angustiosos gemidos, que se encontraba en la comisaría de Policía, a diez o doce calles de nuestra casa. Con el corazón en un puño, salí a toda prisa y corrí calle arriba, resollando, incapaz de detenerme hasta que por fin llegué a la comisaría. Caroline me esperaba en la puerta; antes de que pudiera decir nada, descendió precipitadamente los peldaños y me abrazó con todas sus fuerzas, deshaciéndose al instante en un llanto que no supe cómo apaciguar. Cuando pudo contener los sollozos, la separé suavemente de mí, y, con toda la calma que logré reunir, pronunciando muy despacio cada palabra, le pregunté dónde estaba Vera.

—Han intentado secuestrarla —dijo—. Estábamos en el parque y dos hombres salieron de un coche para llevársela. ¡Oh, Dios, me siento tan culpable! Solo aparté la vista de ella un momento, y un segundo después la oí chillar.

—¿Dónde está? —pregunté.

—La está atendiendo un médico —respondió, volviendo la cabeza hacia la puerta de la comisaría—. Uno de los hombres le hizo un rasguño en el cuello al intentar llevársela. No es nada serio, pero todavía estarán un rato con ella. Quieren hacerle un examen psicológico. Dicen que lo que ha ocurrido no le dejará daños a corto plazo, pero al menos durante un tiempo no va a poder dormir sola. Dios mío, ¿por qué ha tenido que pasar? ¿Por qué a nuestra niña?

Probablemente, Caroline pensaba en Dimitri, en la red de pederastas que secuestraban niños por encargo, en perturbados millonarios de medio mundo que escogían una foto en un book y sentenciaban a la tortura y la muerte a cualquier inocente que apareciera en ella. No era el momento de hablar del paquete bomba que habíamos recibido en nuestra propia casa apenas unos meses atrás, aunque lo cierto es que estaba ansioso por quitarme de encima el peso que suponía seguir manteniendo el secreto. Me consolé pensando que, por encima de todo, Vera estaba bien. Desde el momento en que recibí la llamada de Caroline me había puesto en lo peor, y mientras corría aterrorizado hacia la comisaría de Policía, consciente de que ni el pensamiento más horrible podría compararse a lo que temía encontrar cuando llegase allí, supe que ya no sería capaz de seguir adelante —o me suicidaría o me volvería irremediablemente loco— si Vera había pagado por algo que solo era responsabilidad mía. Nunca, desde la primera vez que la sostuve en mis brazos, me había dejado de acompañar el presentimiento de que algo terrible podía suceder algún día; pero entre la sospecha y el hecho consumado había un camino intermedio en el que la vida se iba construyendo sin sobresaltos, y poco a poco había logrado convencerme de que todo estaba en mi cabeza y nada de lo que ya había ocurrido una vez tenía por qué ocurrir de nuevo. Pero, por lo visto, me equivocaba. Aquello era un aviso de que tarde o temprano, como dijo Dimitri, las cosas pasaban, y por esa ley tan simple de que tenían que pasar.

—Nos vamos —le dije a Caroline—. A partir de mañana, empezaremos a buscar casa en otra parte. No hablo de Londres, ni siquiera de Inglaterra. Quiero que nos vayamos lo más lejos posible de aquí. Cuanto más lejos, mejor.

Caroline se abrazó a mí y apoyó la cabeza en mi pecho, asintiendo levemente a mis palabras. No hubo necesidad de decir nada más. Al día siguiente iniciamos las gestiones para buscar una nueva casa y dos semanas más tarde poníamos rumbo a América, el único lugar del mundo en el que siempre había creído que no volvería a poner un pie.