2
Octubre, septiembre, juliembre. En volandas de su propia brisa, de esa estela de juventud y energía que parece impulsarla, como una surfista, Athena Grab ha acudido a las nueve en punto de la mañana a nuestra sesión habitual en mi destierro clínico, y lo ha hecho, como siempre, hablando y hablando con una dicción espumosa, con una exuberante alegría. Pero ni siquiera en la espiral verbal del monólogo hiperactivo («… y no es la primera vez que me invitan, ¿pero imagina toda una noche con ellas, mirando el cielo?») Athena Grab es capaz de desechar del todo las costumbres adquiridas, y, con la rendida voluntad del durmiente, ha obligado a sus labios a conspirar por una tierna sonrisita dedicada a las máquinas con las que me han enterrado en vida, los objetos que velan por mantener en este lado de la existencia al individuo en obras, el faraón de hospital: una sonrisa en realidad indirecta, en secante, destinada a mi empeño por sobrevivir al mazazo de la muerte y a la propia muerte de la consciencia. Supervivencia de circunstancias, se podría decir. Camino de la ventana, dejó caer indolentemente su voluminosa carpeta y su diminuto bolso al pie de la cama («… pensaban llevar termos, prismáticos de visión nocturna y un montón de mantas, y aguardar horas y horas, y con este frío… y eso que Mrs. Maulmot no es lo que se dice un dechado de paciencia»), descorrió las cortinas con dos tirones rotundos (solo para que comprobara que «no me estaba perdiendo nada», y es verdad: el cielo gris, algún pájaro húmedo y erizado, el cristal mojado por una serie de haces verticales de lluvia, ordenados en una disposición tan regular que parecen una cortina de cuentas perladas, pero nada más), y por último, con otro taconeo sólido en la dirección opuesta, se sentó como de costumbre en la silla que lleva ocupando desde el primer día, silla que a su vez ocupa inamovible la misma baldosa negra que hay frente a mi cama. Ordenó entonces sobre la falda su colección de jades y rubíes, de palitos de regaliz, de caramelos de lujo. Recogió la carpeta con sumo cuidado, apresó un denso mechón de llameante cabello detrás de su pequeña oreja coralina, comprobó sus lápices, sus notas previas, sus cuadernos abiertos como ranas de laboratorio, y todo ello sin dejar de desgranar mientras tanto, con terca vehemencia, con verdadero horror al vacío, su soliloquio abstracto (una viñeta de vida corriente extraída de su última incursión en el salón de bridge):
—… a lo que Mrs. Daily respondió: «Oh, no, nada de eso, fíjese bien en esta foto, y en esta otra. ¿Ve lo que yo veo?». «Está empeñada en que esa cosa de ahí tras los dos cazadores es un extraterrestre», dijo Mrs. Dualimost. «Dígaselo usted, señor Faustmann. ¿Es o no es una falsificación?». Yo también lo vi, y a decir verdad parecía algo… Un cuerpecito menudo, con cabeza de diablo, del tamaño de un niño, sin pelo y con orejas de murciélago. Estaba entre las hojas del roble y las sombras de un muro. Pero soy más consciente que la pobre Mrs. Daily de la existencia de las pareidolias. El señor Faustmann cogió una de las fotos, la examinó con atención, la miró por un lado y por el otro y exclamó: «Pero, Mrs. Daily, Mrs. Dualimost, es evidente que se trata de una falsificación… ¡Los humanos no existen!».
Se rio con una risa entregada, llena, burbujeante… y en ese momento sentí verdaderos deseos de matar a Faustmann, que era capaz de hacerla reír de ese modo. Todavía estaba riéndose cuando dije:
—Doctora Grab, tiene usted razón, lo sé todo. Sé perfectamente quién soy.
La risa se le cortó en seco. Las joyas, tan relucientes, caramelizadas por la luz plateada y cremosa que atravesaba el paréntesis de las dos cortinas, se le cayeron de la falda al ponerse bruscamente en pie. Se llevó las manos a la boca, y hasta diría que le brillaban los ojos como si estuviera a punto de llorar.
—No creo que cambie mucho las cosas si se lo toma con calma, doctora —dije.
—Perdón, perdón. No es ninguna emoción, no se preocupe: solo estoy dando salida a mi angst. Demasiadas tensiones acumuladas. ¿Pero cuándo ha ocurrido? Supongo que habrá sido al despertar… El ejercicio de ayer, ¿verdad?… Percibí algo nuevo, puedo jurárselo. No voy a negarle que este momento significa mucho para mí, pero quiero que sepa que me siento aún más contenta por usted, señor Veryl.
—Bueno, en lo que respecta a esa máscara, Ich schweige wie ein grab. Soy una tumba. Lo que recuerdo es otra cosa, doctora Grab. Ahora siéntese, por favor. Y escúcheme con atención. Le han mentido. No soy quien le han dicho que soy.
—Oh —se limitó a decir, mientras retrocedía los dos pasos que tan animosamente había adelantado y se dejaba caer otra vez en la silla—. Oh. Ya veo…
—¿De veras? ¿Y qué es lo que ve?
—Pues… Veo al hombre de estas fichas, de estas fotografías. Se llama Dante Veryl. Le veo a usted.
—Ese hombre no existe, puede creerme: pero todo tiene una explicación. Me llamo Virgil Clyde, y en 1978 llegué a Ábaddon con el fin de dirigir un proyecto ultrasecreto bajo el nombre en clave de «Caronte». Mi mujer, con la que me casé en 1980, murió dos años después, al dar a luz de forma prematura a nuestro único hijo; el niño también murió. Tengo cuarenta y dos años, me gustan la música alemana, la comida francesa y los clásicos rusos. Fui circuncidado a los siete años (veinte días de puro dolor), y a los ocho me rompí un brazo, el derecho. Caída por un tobogán, sin secuelas. Le cuento estos detalles para que entienda que no he olvidado nada de mi vida.
Silencio. La doctora, con los hombros hundidos, masajeaba nerviosamente un solitario carbunclo entre sus dedos alargados, pálidos, de pintura prerrafaelista. Parecían brillar por sí mismos, como si estuvieran hechos de nácar, de madreperla. Me miraba fijamente, entre las dos macizas cortinas de su cabellera, pero seguía sin decir nada.
—Ahora tengo que explicarle algo… En realidad, tengo que explicarle muchas cosas. Conozco muy bien este lugar, doctora Grab. Braunschweige no es el único en realizar experimentos. La isla de Astérope está llena de desgraciados que podrían contarle las historias más horribles… si supieran hablar. O gesticular. Hay un caso digno de estudio, un tipo que todavía sabe atarse los cordones él solo, y la gente allí lo mira como a un dios. Imagínese cómo estará el resto.
—¿Cuando dice «gente» se refiere a…?
—A los internos. Los desgraciados a los que he utilizado durante casi veinte años como conejillos de Indias.
—¿Que usted qué?
—… Voluntarios, en realidad. El Estado prometió perdonarles sus deudas con la sociedad a cambio de participar en unos experimentos de alto secreto. Debería verlos ahora: minusválidos, lobotomizados, tullidos, muertos en vida. Genios del mal que babean sobre un ábaco, asesinos a sueldo que temen a los mosquitos, pederastas que no soportan una canción de cuna. Todo esto que le estoy contando es rigurosamente confidencial, por cierto. No debe comentarlo con nadie, y menos con Braunschweige. Si se lo cuento es porque mucho me temo que no tengo otra manera de convencerla.
—No sé si me gustaría pensar que hay un modo de convencerme, si quiere que le sea sincera. Pero de momento solo ha hablado de un puñado de disminuidos. No sé si lo ignora, pero en nuestro mundo su existencia no es ningún secreto.
—No, no me entiende. Lo que digo es que si se me ocurriera revelarle aunque sea una mínima parte de la naturaleza de mi trabajo estaría poniendo en peligro su vida. Tratamos con gente extremadamente peligrosa. Mi trabajo también lo es, no imagina cuánto: peligroso para usted, para mí y para el mundo entero.
—Es curioso. Dante Veryl hubiera dicho lo mismo acerca del suyo.
—Dante Veryl no existe. Probablemente nunca existió. Braunschweige lo ha inventado para llegar hasta mí, pero no lo conseguirá. No, no lo hará. Aunque para eso debo contar con su ayuda, doctora Grab. Necesito que confíe en mí.
—¿Y no lo hago?
—Eso mismo me pregunto yo. Si la confianza pudiera medirse en términos de la intensidad positiva, entre un vértice y otro vértice de distancia afectiva… Pero no es mi intención ofenderla, así que hasta que aclare dos o tres ideas de suma importancia lo expresaré de otro modo. Principalmente, soy yo más bien quien necesita confiar en usted.
—Eso es muy distinto. Dicho lo cual, no voy a negar lo mucho que me ofende que a estas alturas me venga con eso. Pero usted debería ser el primero en entender que la confianza es una cosa y creer a ciegas, otra muy distinta. Yo tengo que dudar de su historia, porque partimos de la base de que sé cosas que usted no sabe: por algo soy su psiquiatra. Pero que yo dude de usted… y entiéndame, que dude en el marco estricto de lo que dice que es su vida… no significa que usted no deba confiar en mí.
—Oh, vamos, doctora. ¿Le parece que podría inventarme como si tal cosa una vida que no tengo, hasta el más pequeño de sus detalles? ¿Y para colmo creérmela yo?
—No, yo no hablaba de una invención voluntaria. Hablaba de una mentira inconsciente.
—Lo que es todavía peor…
—¿Comparado a qué? Los trastornos mentales no son un problema moral. Un déficit cognitivo, por el contrario…
—Doctora, estamos hablando de un infarto. Y un infarto tampoco es un problema moral. Pero estaría más dispuesto a creerme eso antes que aceptar que un infarto pueda convertir a nadie en un mentiroso.
—Bueno, si cuando sufrió el ataque cardíaco su cerebro basal se vio afectado por la falta de oxígeno… y le recuerdo que ese es exactamente su caso… esa podría ser una de las consecuencias. En situaciones semejantes, los recuerdos a corto y largo plazo desaparecen… en cierto modo.
—Puedo oler que todo esto se lo ha explicado Braunschweige, en cuyo caso he de decirle que conozco la teoría mejor que usted.
—Pero yo, nuevamente, tengo que dudar de que eso sea cierto. Así que obviaré su comentario y trataré de ser lo más escueta posible, ¿de acuerdo?
—Retórica de psiquiatra. Sé que no tiene la menor intención de ser escueta, y que hasta aborrecería llegar a serlo. Pero en aras de la discusión, diré que estoy de acuerdo.
—Y yo, en aras de la discusión, se lo agradezco. Para empezar, pongamos por ejemplo que ese Clyde del que habla existe en alguna parte. Y que él fue la última persona con la que trató antes de sufrir el infarto. Podría ser incluso el hombre que lo trasladó al hospital, para el caso. Ahora imaginemos lo siguiente: si ese hipotético Clyde le contó todo lo que acaba de contarme a mí para mantenerle despierto cuando iban camino del hospital, su cerebro, señor Veryl, su cerebro ya dañado por el estado de hipoxia, habría podido recrear la información de su pasado a partir de las cosas contadas por Clyde de tal manera que hasta usted mismo creería ser quien en realidad las había vivido. Los recuerdos desaparecidos se verían sustituidos por fabulaciones involuntarias. Pero usted las consideraría vivencias absolutamente reales, ¿entiende la paradoja?
—Maravilloso. Visto así, me quedo con lo de mentiroso involuntario antes que aceptar una vida como calco de otro.
—Bueno, yo más bien hablaría de palimpsesto. De ahí que haya utilizado la expresión «en cierto modo».
—Locución adverbial.
—Lo que sea. Ahora le explicaré otra cosa. Como psiquiatra, creo que ya le he dicho que sigo la corriente optometrista. Muchos lo confunden con «creer en lo que se ve», pero esto no es exacto. Nosotros los optometristas consideramos que todo cuanto nos rodea ejerce un tipo de influencia en nuestro cerebro en la medida en que individualmente seamos más o menos capaces de procesar lo que vemos. Grosso modo, digamos que los ojos son como dos planetas que ejercen una gravedad pareja en la realidad circundante: a mayor gravedad, mayor fuerza de atracción, lo que se traduce en una mayor visión periférica y por tanto en una mayor densidad de información. La teoría del doctor Ojos, de origen austríaco, propone algo realmente revolucionario: que la locura es una disfunción asociada con la densidad y con la capacidad, o más bien la incapacidad del cerebro, para manejar esa información.
—¿Me está diciendo que la locura se puede curar con unas gafas? No sé de qué demonios estamos hablando.
—No, no digo eso. Lo que digo es que estadísticamente no existe un solo caso en el mundo en el que un ciego se vuelva loco. Hemos estudiado casos de locos mudos, sordos y hasta paralíticos. Los paralíticos suelen ser tipos paranoicos que piensan que alguien los sigue, generalmente en otra silla de ruedas. Pero en toda la historia de la humanidad no se ha registrado el caso de un solo loco ciego. ¿Por qué? Muy sencillo: porque la locura es una enfermedad de transmisión visual. Decimos que la realidad se puede oler y tocar… pero el olfato y el tacto producen reacciones concretas y limitadas. Nadie se ha vuelto loco por un olor, porque la realidad, en realidad, no está ahí. Solo una parte de la realidad. ¿Me explico?
—Más o menos. Lo que no entiendo es qué tiene que ver esto conmigo.
—… Estas cosas imagino que uno las percibe cuando todavía es demasiado pronto para explicarlas. Yo misma, de niña, solía preguntarme si la gente que tenía los ojos de color marrón vería las cosas de manera diferente a como las veía yo por tenerlos azules. Me refiero en términos de matices cromáticos, no a las formas, naturalmente. Unos años después, trabajando en el laboratorio del doctor Ojos, descubrí que en efecto era así. La diferencia es casi inapreciable: un 0,0001% de realidad más oscura para los iris de color más claro. Y esto no es más que el principio de muchas variaciones. Entonces, ¿qué es lo que entendemos por realidad?
—Eso es fácil. Si nos atenemos…
—… Porque ese concepto tan familiar no es algo necesariamente sencillo de explicar. Lo que aceptamos de un modo convencional y general como realidad es la forma en que se manifiesta nuestro entorno, y eso simplificándolo mucho. Pero aquí hay un equívoco: la realidad no se manifiesta. La realidad es. Los griegos entendían este concepto como el koinos kosmos, el universo de lo perceptible. Pero ese universo, una vez percibido individualmente por cada uno de nosotros, seres percipientes, pasa a ser otra cosa distinta: nuestro particular idios kosmos. Su cerebro y el mío, señor Veryl, viven en la placenta de sus idios kosmos particulares en virtud de los estímulos que reciben del koinos kosmos general, pero lo cierto es que su cerebro y el mío solo son un par de carroñeros a los que les importa muy poco cuál sea el origen de esa realidad mientras les sirva para vivir. Hoy soy la que soy, mañana puedo sufrir un accidente y ser otra persona muy distinta. En lo que respecta egoístamente a mi supervivencia, de alguna manera me tranquiliza saber que mi cerebro se reinventará para seguir viviendo, y debido a eso todo lo demás, mis riñones, mi corazón, mis pulmones, seguirán con vida. Pero yo ya no seré yo. A mi cerebro, en cambio, eso le traerá sin cuidado. Seguirá absorbiendo… sea lo que sea. Seguirá percibiendo. Pese a todo lo que se ha dicho de él, pese a todos sus logros, el cerebro no es más que un parásito.
—Lo que me recuerda…
—Y podría darse el caso, señor Veryl, de que su cerebro, vaciado y drenado por la amnesia, hubiera parasitado a otro, ya fuese por el nivel de detalle con que el dueño de esos recuerdos le habría relatado su historia personal, por la capacidad de su cerebro para rellenar los huecos de esa historia, o incluso porque la ionización relativa del aire fuera en aquel momento lo suficientemente elevada como para permitir la transmisión inconsciente de conocimientos y secretos. Ahora bien: si algo de usted quedara todavía en alguna revuelta de su cerebro y poco a poco esa pequeña semilla comenzara a despertar otros recuerdos remotos… si usted fuera, por decirlo así, dos personas en una (el docto Veryl y el doctor Clyde), su visión tarde o temprano se vería proporcionalmente doblada, y por tanto la gravedad ejercida por su campo visual aumentaría también proporcionalmente. A mayor densidad de información, mayor riesgo de sufrir un brote de locura: teorema del doctor Ojos. A eso es a lo que nos enfrentamos. Que usted no recuerde ser Veryl no significa que un remanente de su consciencia no esté dando gritos de espanto en alguna circunvolución de su cerebro, luchando por salir del laberinto Clyde. Y no vaya a creer que es un caso tan único: si le digo la verdad, existen transposiciones mucho más asombrosas que la suya. Antes que a usted estudié el caso de un hombre que después de sufrir un golpe en el lóbulo temporal comenzó a tocar el piano con una destreza sobrehumana: y lo más curioso de todo es que no solo no había tocado un piano en su vida sino que, además, le faltaba el meñique.
—No quiero que me malinterprete, doctora… Le agradezco la clase. Pero eso no explicaría de ninguna manera mi caso.
—Al contrario, explicaría mucho: por ejemplo, que si usted no es Veryl sino el genio de la neurociencia que me ha descrito hace un momento y dice que es, todo esto ya lo tendría que saber, ¿no es cierto?
En cierto modo sí, admitámoslo. Pero no del todo.
—No del todo —dije—. No creo que nadie pueda pasar por el trance que he sufrido sin que alguna tuerca no se resienta. No voy a negar que he olvidado algunas cosas.
—Puedo aceptar eso… hasta cierto punto. Pero veo que no ganamos nada si trato de hacerle comprender su situación por medio de la lógica. De acuerdo, voy a darle la oportunidad de que me convenza, señor Veryl. Pero hasta que lo consiga… si lo consigue… recuerde que para mí usted seguirá siendo Dante Veryl.
—Por poco tiempo, doctora Grab, por poco tiempo. Ahora acérquese, voy a darle unas cuantas indicaciones. ¿Sabe conducir? Perfecto, tráigame ese papel de allí. Gracias. Ahora escuche con atención: al salir del hospital, si toma este camino de aquí, y este de aquí…