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Caroline y yo nos casamos en marzo de 1982, y durante los dos años siguientes vivimos en mi apartamento de Pimlico. El mundo seguía azotado por las convulsiones —la guerra entre afganos y soviéticos, el intento de asesinato de Margaret Thatcher en Downing Street por medio de un paquete bomba, la matanza de palestinos en los campos de refugiados de Sabra y Chatila, las posteriores represalias por parte de un comando suicida de Hamás que dejó un saldo de cuarenta cadáveres en Jerusalén, por no hablar de la masacre en la Universidad Nacional de Colombia y los más de ocho mil muertos ocasionados por la fuga de gases tóxicos de una planta de pesticidas en Bhopal—, y aunque había conseguido impedir que aquello afectase a mi vida privada, no podía evitar un inexplicable sentimiento de culpa, la incómoda impresión de que, fuera como fuese, aquello también formaba parte de mi propia existencia. A decir verdad, era estúpido que la situación del mundo tuviera que afectarme: estaba casado con la mujer que amaba, y había llegado a un necesario aunque doloroso pacto conmigo mismo para dejar el pasado atrás, encerrado bajo siete vueltas de llave. Y, sin embargo, me sentía poco menos que responsable por lo que ocurría a mi alrededor, consciente a un nivel casi onírico de que, si no habíamos llegado aún al punto de no retorno, alguien debía hacer algo antes de que fuéramos tan idiotas como para traspasarlo. No quiero decir que supiera algo que los demás no sabían —no era el único que había oído decir a Caspar Weinberger, el secretario de Defensa de Reagan, que el mundo se acercaba a marchas forzadas a un apocalíptico final—, y de momento no era de los que pensaban que existía un plan para el dominio absoluto de la humanidad ideado por una siniestra potencia de líderes en la sombra: a lo más que podía llegar era a pensar que todo el mundo había perdido el control, y que en esas condiciones, el planeta había dejado de ser un lugar seguro hasta que alguien volviera a reconducirlo a la órbita adecuada.
Aquella impresión no mejoraría unas semanas después, cuando, casualmente, escuchaba un discurso de Reagan a la nación americana, televisado en el bloque nocturno de noticias de la BBC-2:
—Ciudadanos de América —comenzó Reagan—, me alegra decirles que hoy he firmado una ley que ilegalizará la Unión Soviética para siempre. Empezaremos a bombardear en cinco minutos.
Sentí como si me hubieran clavado en el cuello un punzón helado. Caroline estaba a mi lado, ovillada en el otro extremo del sofá, paralizada en el gesto de ir a tomar de la mesa su taza de té.
—¿Has oído lo mismo que yo? —dije.
—Supongo que se trata de una broma, ¿no?
—Está hablando en directo para toda América y buena parte del mundo. Si es una broma, creo que se ha pasado de la raya.
En realidad, Reagan solo estaba probando los micrófonos, y había pronunciado aquellas palabras sin saber que ya estaba en el aire. Fue un error garrafal, un comentario idiota que aún hoy se recuerda como una histórica metedura de pata. Mucha gente lo interpretó después como un síntoma de la demencia que se apoderó del presidente Reagan tras su segundo mandato, pero en mi opinión aquello era otra evidencia más de la obstinación que cegaba al país más poderoso de la tierra. Tras aquella entrada triunfal, Reagan no rectificó, y siguió con su discurso como si tal cosa. No imaginaba que al otro lado de las cámaras había millones de televidentes observándolo con la boca abierta.
—Todo esto me enferma —dijo Caroline—. Si ese tío quería jugar a indios y vaqueros, mejor hubiera hecho quedándose en Hollywood.
Se levantó del sillón para apagar el televisor; luego tomó los cigarrillos de la mesa y se volvió a sentar, recogiendo las piernas para colocar el cenicero en su regazo.
—Bueno, la verdad es que tampoco ha dicho nada que no supiéramos. Estoy seguro de que, si pudiera, ahora mismo se largaba al despacho oval, pulsaba el botón rojo y dejaba fritos a los comunistas en lo que se tarda en decir na zdorovje.
—Y después el Kremlin respondería lanzando sus propios misiles y en cinco minutos el mundo entero se habría ido a la mierda. Fin de la historia.
—Quién sabe —bromeé—. Tal vez el presidente y su equipo de lunáticos planean ocultarse en un búnker durante los siguientes tres o cuatro años, fecundar a las mujeres supervivientes y crear los Estados Unidos del Mundo. Un planeta entero para ellos, sin rojos, sin enemigos. Solo capitalistas. La América universal.
—Y lo peor es que nadie trataría de detenerlos. De alguna forma, estoy segura de que nos convencerían de que están haciendo lo correcto.
—De hecho ya nos han convencido. En eso consiste la guerra moderna. Lo explicó hace veinte años un periodista del Washington Post llamado Victor Zorza: en la guerra psicológica, los servicios de información de los países democráticos tienen la grave desventaja de que, cuando intentan perjudicar al adversario, han de engañar también a sus propios ciudadanos. Y ni siquiera es algo tan nuevo. Muchos siglos antes que él los afganos lo resumieron en un sencillo proverbio: si un hombre teme la muerte, aceptará la fiebre.
—Puede que sea así. Pero, de todos modos, ya no hace falta que los americanos disparen sus misiles. En cuanto caigan los rusos, tendrán lo que buscan.
—Yo no pondría la mano en el fuego —dije—. Hasta ahora, las fuerzas que equilibraban el planeta, para bien o para mal, estaban compensadas: en un lado del ring, los Estados Unidos de América; en el otro, la Unión Soviética. A su manera, eso ha llegado a ofrecernos una falsa idea de seguridad. Pero la guerra en Afganistán está demostrando que la Unión Soviética ya no es el peligroso dragón de cien cabezas que suponíamos hace solo unos años. Es casi un milagro que todavía pueda mantenerse en pie. Aun así, Estados Unidos sigue mirándola como a su némesis particular. Y lo peor es que no ha dejado de creer que, si la URSS se derrumba, la hegemonía del mundo recaerá sobre sus hombros y viviremos una especie de época dorada, con ellos como árbitros universales. No contempla ningún otro escenario posible.
—Tampoco hay muchas otras opciones.
—Por supuesto que las hay —repliqué—, la pregunta es si alguien se ha molestado en reconocerlas.
—¿Y quién sería el nuevo enemigo? ¿Japón? ¿La India? ¿El gigante asiático?
—Quizá sea pronto para que eso ocurra, pero no podemos descartar nada. Los tiranos son peligrosos, pero saben de dónde vienen y hasta dónde pueden llegar. Han vivido las guerras del pasado, y esa es una experiencia que pocos querrían repetir, por locos que estén, por mucho que odien a quienes consideren sus enemigos íntimos, sus invasores o sus usurpadores. Piensa en Kim Il-sung, por ejemplo: evidentemente no ha olvidado que su viejo rival del sur fue ayudado por los Estados Unidos en la guerra entre Seúl y Pionyang, pero su exceso de confianza al enrocarse en el tablero geopolítico lo ha debilitado hasta extremos inimaginables, y ya no le cabe otra opción que mostrarse conciliador ante sus enemigos si no quiere que su pueblo sucumba de miseria y de hambruna. Pero sería demasiado peligroso pensar que su odio ha desaparecido de la noche a la mañana, que el recuerdo de un millón de afrentas, reales o imaginarias, no le muerda el corazón día y noche. Ahora bien, ¿de qué le serviría desencadenar una guerra que no podría ganar? Yo te lo diré: de nada salvo de preámbulo a su inmediata destrucción. Si las Naciones Unidas asfixian a esos tipos a base de dolorosas sanciones es precisamente porque, de alcanzar cierto grado de poder, no dudarían en emplearlo contra quienes consideren sus opresores. Pero todo es cuestión de tiempo, y no creo que sea descabellado que los líderes occidentales empiecen a prepararse para lo que vendrá después, no para derrotar al tirano de hoy sino al hijo que ocupará su lugar, incluso sus nietos, los herederos de su poder y de su rabia. Créeme: el niño que no ha vivido la dureza de las guerras sino la opulencia de los palacios, bajo la sombra de un líder paranoico e inflamado por su odio hacia Occidente, es quien ahora mismo debería preocuparnos.
—Vaya —dijo Caroline—. Visto así, me alegra saber que al menos, como dices, todavía es pronto para que eso ocurra.
—En parte, sí. Pero solo en parte. —Me incliné para coger un cigarrillo del paquete que Caroline había dejado en la mesa—. Te hablé de Zaid, ¿verdad? El joven árabe al que conocí en Berlín.
—Y tanto. Muerte al infiel. Derribemos los ídolos capitalistas.
—Ese era Abdelghani —respondí—, pero igual da uno que otro. Al parecer, el padre de Zaid fue uno de los inculpados por el atentado contra el presidente egipcio Nasser. Formaba parte de un grupo radical islámico llamado la Hermandad Musulmana. Su ideólogo era Sayyid Qutb, un funcionario del Ministerio de Educación que viajó a los Estados Unidos para estudiar su sistema educativo y regresó a Egipto completamente horrorizado. Te puedes imaginar el choque cultural que debió de sufrir aquel tipo. Mujeres semidesnudas paseando libremente por las calles, mezcla de razas, incluso la música. Estoy seguro de que los dos años que pasó en Colorado debieron de ser para él como un descenso a los infiernos.
—¿En qué año fue eso?
—Entre 1948 y 1950.
—Imagínate qué hubiera sido de él si llega a visitar los Estados Unidos ahora.
—No creo que hubiese sobrevivido. Aunque, pensándolo bien, lo que se encontró allí fue mucho peor de lo que esperaba, y cuando se supera cierto límite nada resulta demasiado pequeño. Así que, en cierto modo, tal vez Qutb tampoco sobrevivió a la Norteamérica de 1950.
—¿Y qué pasó después?
—Para Qutb, una pesadilla. Al regresar a Egipto comprobó que los dos años que había estado fuera del país habían bastado para que se perdiesen las buenas formas. Egipto se estaba occidentalizando, y lo que era peor, apenas había signos visibles del respeto hacia la fe islámica. De la forma en que Qutb lo veía, los Estados Unidos estaban conquistando los países árabes sin disparar un solo tiro, gracias también a la inevitable ayuda de Israel y del lobby judío instalado en la Casa Blanca. En 1952 no dudó en apoyar el golpe de Estado de Nasser, con la esperanza de que el orden volviera a ser restablecido, pero resultó que el propio Nasser tenía ideas casi tan nocivamente occidentales como las de la monarquía que Qutb había contribuido a derrocar. Pensó entonces en pagarle con la misma moneda: así que el nuevo gobierno daba la espalda a la autoridad del Corán, ¿no? Muy bien, pues dado que el gobierno se regía por la voluntad de los hombres, era esencialmente corrupto, así que estaba en su derecho de derrocarlo. Pero su intento de acabar con el régimen de Nasser fue un completo fracaso, y Qutb terminó en la horca. Supongo que ese fue también el destino del padre de Zaid.
—Me parece del todo inconcebible que gente con la formación de Zaid se preste a esas locuras.
—Al contrario. Son precisamente las universidades y el clero las que propagan tanto el pensamiento extremista de Qutb como el de otros muchos fanáticos. Al fin y al cabo, el clero y las universidades forman un todo inseparable en el sistema educativo musulmán. Qutb no era ningún campesino arrancado a la fuerza de sus cosechas.
—Así que Zaid ha heredado de su padre la convicción de que Occidente es malo.
—No solo Zaid. Hay cientos de jóvenes como él que profesan las mismas creencias que Qutb, incluso más radicalizadas. Piensa en el atentado contra Anwar al Sadat. El hecho de que tras su muerte el pueblo egipcio no se haya levantado en armas para cargar contra Mubarak y establecer un régimen basado en los ideales de la Hermandad Musulmana no significa que los radicales hayan fracasado en su lucha. En todo caso, el error ha sido que no se han expresado con la suficiente dureza. Así que buscarán nuevas estrategias de persuasión, dado que todo lo anterior no ha funcionado como esperaban.
—¿Por ejemplo?
—Afganistán —dije—. Hace poco leí una noticia inquietante. El año pasado, un sujeto llamado Aymán al Zawahirí fue detenido por su vinculación con el asesinato de Anwar al Sadat. El problema es que no se pudo establecer su relación con el atentado, pese a que él mismo se declaraba enemigo de su pueblo, y enseguida fue puesto en libertad. Para los egipcios y la mayoría del mundo islámico, Aymán al Zawahirí es una especie de apestado, un demente que solo pretende conducir a su país al desastre. En cambio, en Afganistán lo han recibido como un héroe, en especial el cabecilla de la resistencia afgana, Abdullah Azzam, que fue su compañero de estudios teológicos en Egipto. Ambos pertenecen a la Hermandad Musulmana, y ahora, Aymán al Zahawirí lucha codo con codo junto a los muyahidín dirigidos por Azzam contra la invasión soviética. Lo más desconcertante del caso es el hecho de que el gobierno de Estados Unidos esté aportando millones de dólares para armar a un ejército de radicales, ni siquiera afganos, cuyo odio no tiene por objetivo el pueblo soviético, sino precisamente la influencia estadounidense en los países árabes.
—Quizá piensan que para los radicales el enemigo es la modernización, no Occidente. Dudo que los americanos fueran a mover un dedo si supieran que están armando al enemigo.
—Yo no estoy tan seguro de ello —repuse—. De hecho, acabas de comprobarlo: Estados Unidos sigue observando el escenario político según el ideario de la guerra fría. Para ellos, el enemigo es la URSS. Es al monstruo rojo al que hay que destruir. Por eso abastecen de armas a la guerrilla afgana: creen que apoyándolos desgastarán las fuerzas de la Unión Soviética, y que cuanto más se alargue la guerra, más debilitado quedará el corazón de la URSS. En una palabra, si los rojos caen en Afganistán, eso supondrá la derrota del comunismo. Que a consecuencia de ello surja un nuevo enemigo en el horizonte no es algo por lo que ahora los Estados Unidos crean que deben preocuparse.
—Sería un poco ingenuo pensar que se trata de un riesgo controlado, ¿no?
—Bueno, si de veras hay en Europa fanáticos como Zaid, que captan combatientes para la yihad y los envían a luchar a territorio afgano, cualquier apoyo que se les preste es jugar con fuego: o mucho me equivoco, o esos jóvenes a los que Zaid recluta no combaten con la idea de defender a un país musulmán de la invasión extranjera; más bien es una toma de contacto con los infieles occidentales, vengan de donde vengan. Piénsalo. Para los países de Occidente, la mayoría de los pueblos de Oriente Medio son una especie de parque temático de la Biblia, con sus turbantes, sus ovejas y sus desiertos: a su derecha pueden ver el olivo de Abraham, a la izquierda los restos del Templo de Salomón, aquí fue donde Cristo perdió la gorra. Lo único que los diferencia del pasado son las armas que les proporcionamos para que se maten entre ellos. Las consecuencias que puedan derivarse de esa situación apenas importarían en un mundo en que el medio de transporte globalizado fuera aún el camello. Pero ahora mismo nada impide que un fanático de la guerra santa viaje a cualquier aeropuerto del planeta, se presente como un turista más en una gran capital y se inmole en mitad de Times Square o en Piccadilly Circus, ataviado con un chaleco de dinamita, al grito de Allah aj’Bar.
—Me estás asustando.
—Lo peor es que no creo que exagere. Seguramente aún es muy pronto para que algo así ocurra, pero si tiene que ocurrir, ocurrirá.
—Las cosas pasan porque tienen que pasar, como te dijo ese tal Dimitri.
Apagué el cigarrillo en el cenicero que Caroline sostenía aún en el regazo.
—Olvidé decírtelo. El otro día lo vi en la televisión. Neil me insinuó que ese Dimitri se dedicaba a algún asunto no demasiado limpio, pero no imaginaba que pudiera tratarse de algo parecido.
—¿Viste a Dimitri? ¿El mismo Dimitri que conociste en Berlín?
—Han pasado tres años, pero lo hubiera reconocido hasta con peluca y bigote postizo. Me quedé helado, estaba viendo las noticias y de repente apareció él. Te aseguro que fue lo más parecido a ver un fantasma.
—Si Zaid se dedicaba a captar soldados, no quiero ni pensar a qué se dedicaba Dimitri.
—La noticia informaba del desmantelamiento de una red de pederastia en Europa. Por lo visto, Dimitri tenía por misión viajar de un país a otro fotografiando niños: los abordaba en parques, en los patios de los colegios, a veces incluso en sus propias casas, haciéndose pasar por el fontanero de turno o el inspector del gas. Las fotografías iban a parar a un libreto donde cada imagen se acompañaba del perfil del niño en cuestión, edad, talla, peso, país de origen… Como un book de modelos. Luego, los libretos eran enviados a una selecta minoría de millonarios europeos que elegían entre las fotografías el niño que les gustaba. Los tipos con los que trabajaba Dimitri los localizaban, los raptaban y los entregaban a quienes habían pagado por ellos. Una especie de secuestro a la carta.
—No sigas —dijo Caroline—. No quiero oír una palabra más.
Caroline sacó otro cigarrillo del paquete, se lo llevó a los labios con un par de temblorosos dedos y le dio una larga calada. Ninguno de los dos dijimos nada en un buen rato. Cuando acabó de devorar el cigarrillo, Caroline volvió a dejar el cenicero sobre la mesa y se sentó de lado en el sillón.
—¿Por qué no escribes sobre ello? —dijo.
—¿Sobre Dimitri?
—No hablo de Dimitri. O quizá sí, no lo sé. Todo eso de Afganistán, la guerra santa, los soldados de Alá volándose en las grandes ciudades. Parece una locura, pero el mundo está cada vez más loco, y, como dices, cuando se ha superado cierto límite todo resulta demasiado posible.
—Claro. Puedo bombardear los periódicos de medio mundo con un montón de cartas al director y decirle a la ciudadanía: «Cuidado, el apocalipsis se acerca».
—Estoy hablando en serio.
—Yo también. ¿De dónde crees que saco todo esto? No trabajo para una red de espías. Quien quiera darse cuenta de la realidad en la que vive, no tiene más que abrir el periódico.
—No es verdad —dijo Caroline—. Yo también leo los periódicos, y nunca me he encontrado con algo parecido. Eso no está en las noticias. Está en algún lugar entre lo que vemos y lo que leemos. Si estás tan seguro de que lo que cuentas puede suceder, tienes la responsabilidad de decirlo. Para mí no hay otra opción.
—Suena muy fuerte eso que dices.
—Lo siento, pero así es como lo veo.
—¿Y en el caso de que escribiese sobre ello, quién me escucharía?
—Quizá no es cuestión de que te escuchen. Si algún día sucede algo solo remotamente parecido a lo que cuentas, el peso será demasiado grande como para vivir con él. Y de todas maneras, te escucharán. ¿No se basa en eso la seguridad de un país? —dijo Caroline, con una enigmática sonrisa en los labios—. Siempre hay alguien que escucha.