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Tras aquel turbador encuentro en el bosque, Vera se volvió más introvertida que antes, culpándose sin duda de lo ocurrido, pero yo no tenía la menor duda de que, si había alguien a quien culpar, ese era yo. Livingmire, como cualquier otro pueblo de Norteamérica, como cualquier pueblo, de hecho, en el más remoto confín del mundo, tiene también su calderilla de locos peligrosos, tipos que igual pueden pasar las horas sin salir de casa, inmersos en las páginas de un catálogo de armas, como rondando por los bosques revólver en mano, a la caza de algún enemigo de la sociedad que justifique con su sola presencia el irresistible deseo que los embarga de vaciar el cargador contra un desprevenido blanco humano. Pero si algo tenía claro era que aquel tipo de las Timberland y el chaleco náutico no era simplemente un loco más. Estaba seguro de que su aparición en mitad del bosque no había sido fruto de la casualidad, y en mi opinión había una relación directa entre aquel suceso y la carta firmada por Matthews que había recibido en mi buzón solo unos días antes. Cuando Caroline regresó a la hora de comer, después de pasar toda la mañana en la ciudad, se sorprendió de encontrarnos en casa, y aún más al ver el comportamiento abúlico y desconcertante de Vera, que se había encerrado en su cuarto y yacía arrebujada en su cama, con las persianas echadas, los ojos abiertos de par en par y el pulgar en la boca: la pura imagen de la parálisis del pánico, del shock traumático. Intentando aparentar la tranquilidad que me faltaba, le expliqué a Caroline lo que había ocurrido: la aparición de aquel tipo en el bosque, el revólver que había descargado a pocos pasos de nosotros y el terrible sobresalto de Vera, todavía mayor al pensar que el mero hecho de haberse entretenido en hablar con un desconocido (algo que ella, con más motivos que cualquier otro niño, tenía terminantemente prohibido) nos había puesto a los dos en peligro. Caroline se sentó ante la mesa de la cocina y me miró fijamente, como si no estuviera completamente segura de si con aquello le había contado toda la verdad.

—Y eso es todo —dijo.

—Eso es todo.

Me miró de hito en hito, con una expresión de profunda desconfianza en el rostro.

—Dante —prosiguió al fin—, sé que nunca me has explicado la verdadera razón por la que nos trasladamos de Boston a Livingmire. Siempre he sabido que debía de haber un motivo para que lo dejases todo, incluido tu trabajo, y viniéramos a vivir aquí. Pero también estaba segura de que cuando por fin, un día, te encontrases preparado para hacerlo, me lo contarías. Nunca he querido presionarte más de lo que ya presumía que estabas preguntándote por ello: simplemente he dejado pasar el tiempo, hasta que una parte de mí empezó a pensar que tal vez estaba equivocada. Que probablemente no había ningún motivo y todo estaba en mi imaginación, y que la gente, simplemente, tiene derecho a cambiar. Pero ahora me doy cuenta de que no es así. De modo que voy a hacerte una pregunta, y no quiero que respondas ni con engaños ni con evasivas. No quiero que pienses que debes protegerme de la verdad, sea cual sea: ¿hay algo que no me hayas dicho y deba saber?

—Claro que no, Caroline —respondí sin el menor titubeo—. Si así fuera, te lo diría. Todo lo que tenga que ver con el pasado ha quedado atrás. Ya no hay nada en él que pueda hacernos daño, nada en absoluto. Te lo prometo.

—Bien. En ese caso, asegúrate de que lo que dices sea cierto. Porque si me has mentido y lo que ha sucedido hoy tiene algo que ver con eso, te juro por Dios que nunca voy a perdonártelo. Me llevaré a la niña y no volverás a saber de nosotras en toda tu vida. Y creo que sabes que no estoy hablando por hablar.

—Estás sacando las cosas de quicio, Caroline. Y, sinceramente, no me parece justo que me hables en ese tono. He contestado a tu pregunta, ¿qué más quieres que te diga?

—¿Y yo? ¿Qué quieres que yo te diga? Ya no estamos solos tú y yo, soñando con salvar a la humanidad de los males del mundo. Tenemos una hija, Dante. Y para mí, el mundo y todos sus males son algo muy pequeño comparados con ella.

—Para mí también —respondí.

—Lo sé. Pero ten cuidado, Dante. A lo mejor tienes razón y todo tiene que ver con todo, como siempre has dicho: pero, si es así, que te hayas olvidado de los problemas del mundo no significa necesariamente que los problemas del mundo se hayan olvidado de ti. Abandonar la partida es una cosa, y salir del tablero es otra muy distinta. Y, que yo sepa, la partida no termina hasta que cae el rey.

Me doy cuenta de que describo todo esto como si hubiera tenido lugar hace veinte años, pero en realidad sucedió hace solo unas semanas. Naturalmente, me sentí dolido y diría que hasta ultrajado por las palabras de Caroline, pero en el fondo sabía que tenía razón, aunque eso era algo que, desde luego, no estaba ni mínimamente dispuesto a reconocer. En realidad, tenía la absoluta convicción de que las cosas seguían bajo mi control, y que bastaría con dar un paso en la dirección adecuada para volver a colocar las piezas en su sitio, para proteger al rey con su guarnición de torres y peones. Visto así, que Caroline insinuase siquiera la posibilidad de abandonarme y llevarse a la niña con ella me parecía no ya la prueba de una desconfianza que yo no merecía sino, peor aún, de un insólito e injustificado egoísmo. Había dejado atrás muchas cosas, por Vera y por ella: cosas que no solo daban sentido a mi existencia (eso era lo de menos), sino también una coherencia al mundo en el que vivíamos. Había hecho sacrificios que pocos hombres —eso creía— hubieran sido capaces de hacer: vivir mi vida, en una palabra, a costa de sacrificar el beneficio común de la humanidad, el bien del futuro, que también era el de nuestra hija. Por supuesto, no lo decía de este modo, pero una parte de mí reconocía que así era, y, sinceramente, me costaba un terrible esfuerzo empezar a perdonarme por ello. Había puesto mi vida en un platillo de la balanza y el resto del mundo —el destino del universo, nada menos— en el otro, y resultaba que el amor de una mujer y la pureza de una niña habían pesado incalculablemente más que todo cuanto Dios había creado con sus propias manos.

Caroline, sin embargo, no parecía dispuesta a aceptar que aquello suponía un terrible sacrificio, y menos aún a agradecerlo. Bien, eso era algo que yo podía entender… o casi. A decir verdad, el dolor que me habían producido sus palabras resultaba demasiado profundo, demasiado intenso, como para pasarlo por alto, y lo único que ahora quería era demostrarle su error al juzgarme como lo había hecho. No era justo, se mirase por donde se mirase. Me sentía incomprendido, despreciado, engañado. Me sentía, en realidad, como se hubiera sentido el propio Cristo de haber podido descender de la cruz y mirar a la cara a sus atribulados enemigos, perdonándolos, no obstante, por no haber sabido comprender como debían su naturaleza divina. Pensándolo en frío, la comparación se me antoja tan ridícula, tan petulante, que me avergüenza admitir siquiera que aquello se me pasó por la cabeza, pero en ese momento estaba convencido de que era lo único que me justificaba. De lo que sin duda no me daba cuenta es de que yo no era Cristo, ni Caroline era ya la mujer a la que había conocido quince años atrás: no era la joven esposa de un tipo brillante del que estaba profundamente enamorada, sino la madre de una niña de nueve años a la que debía cuidar y proteger por encima de cualquier cosa, incluso, si era preciso, del amor que sentía hacia el hombre con el que había jurado compartir su vida. ¿Y quién era yo para exigir lo contrario? Si me equivocaba en mis juicios, si hacía algo, por involuntario que fuese, que pudiera poner a nuestra hija en peligro, ella debía alzarse entre la pequeña y yo para defender su vida de cuanto pudiera ocurrirle, y si eso significaba alejarse de mi lado, no había más que hablar: cogería sus cosas y se marcharía, por más que hacerlo nos partiese el corazón a los dos. Porque en eso, como en la mayor parte de las cosas que realmente merecen la pena, Caroline es muy distinta a mí. Ella no necesita poner su vida y la mía en un platillo de la balanza para saber medir adecuadamente la importancia que nuestra hija tiene no ya respecto a nosotros, que no somos nadie comparados con ella, sino en el contexto del universo. Y en ese contexto, la mera existencia de Vera le da un sentido a todo cuanto nos rodea, un propósito, una justificación. Ella es la prueba palpable de que todavía existe una esperanza; que el mundo puede ser un lugar mejor; que puede serlo, y debería de serlo al menos para mí: aunque solo sea porque su mera presencia me obliga a dejar de mirar hacia arriba para empezar a mirar hacia abajo, a hacer de ella el centro del universo.

No era eso lo que pensé entonces, desde luego. En aquel momento yo era el hombre injustamente tratado, el hombre con una misión —el Cristo rescatado de la cruz, ¿recuerdan?—, y, en mi magnanimidad, encontré más de una explicación a la conducta de Caroline. A lo mejor, pensé, estaba todavía demasiado reciente el momento en que habíamos tenido que empezar otra vez de la nada, poner, como quien dice, el contador a cero, y ahora, con las fuerzas justas, abandonados a la inercia imprevisible de la cuesta abajo, nos veíamos sometidos a pasar nuevamente por… ¿Por qué, en realidad? El eterno retorno: el drama de los ajustes, de las reentradas en órbita, de los golpes del acero en el yunque, todo cuanto teníamos que atravesar si queríamos alcanzar una vez más, y ahora definitivamente, la armonía de las esferas. Pero podíamos lograrlo, estaba seguro de ello. Yo podía lograrlo, y tenía fuerzas suficientes para ayudar a Caroline a que lo lograse conmigo. Solo era necesario seguir guardando el secreto, otro más. El definitivo, esperaba. Y dar un último paso en la dirección adecuada, lejos del bosque de tinieblas del pasado, lejos de todo cuanto me separase de ella y nuestra hija, esa luz de pureza e inocencia a la que este peregrino podría empezar a acariciar sin miedo sabiéndola invulnerable al tiempo, al reinado del Mal y al destino del universo.

Y la vida —supongo que pensé, que intenté convencerme de ello— merecería por fin la pena ser vivida.