3
Me reuní con Neil en el apartamento de la Luitpoldstrasse cinco horas más tarde. Había tenido tiempo suficiente para recapacitar, y después de dos o tres whiskies y medio paquete de cigarrillos, comprendí que me había comportado como un idiota. No recordaba nada de lo que Lizzie me había contado —mis llamadas a Madeleine, mi intento de estrangularla mientras follábamos—, pero teniendo en cuenta lo que sí recordaba, aquello era algo que bien podía haber ocurrido.
Ser consciente de ello, desde luego, no me ayudó a sentirme mejor, al contrario: esa impresión de que tu mente está en un sitio mientras tu cuerpo está en otro ya la había sufrido otras veces, en lo que sin duda fue uno de los peores baches de mi vida. Hasta los veintidós años estuve coqueteando con algunas drogas, del LSD al speed, pasando por las anfetaminas, el cristal, el éxtasis, la cocaína e incluso en alguna ocasión la heroína fumada. Me metía todo cuanto caía en mis manos, y si estaba muy necesitado y no tenía nada con lo que colocarme, rebuscaba entre las sobras de la noche anterior, las cucharillas usadas y los pañuelos llenos de sangre y mocos, tratando de dar con algo que me adormeciese hasta que la necesidad de una droga más contundente fuera del todo insoportable. En una ocasión incluso llegué a fumar carbamezapina en polvo, nada menos que un antiepiléptico, inhalando como un hambriento el ácido vapor violeta en que se consumía aquel batido de píldoras mientras la llamita del mechero ardía bajo el papel plata. Otras veces me endeudaba con los traficantes a los que me había hecho asiduo —los intereses eran al veinticinco por ciento, aunque, sin un trabajo estable, hablar de pagarles era lo mismo que prometerles un viaje a la luna—, y otras, la mayoría, robaba a mis propios compañeros de piso. Lo peor era que no consideraba que las drogas me estuviesen matando, ni mucho menos. Conocí a mucha gente que las detestaba, tipos que afirmaban oír su lenta carcoma abriéndose paso en el corazón, en el hígado, en los riñones, y que cada mañana le prometían a quien quisiera escucharlos que aquella sería la última vez. A mí me sucedía todo lo contrario: las drogas me encantaban. Mezclar unas con otras, regarlas con alcohol, cortarlas con barbitúricos. Todo. Me fascinaba que algo tan diminuto, ya fuera en estado líquido, gaseoso o pulverizado, pudiera procurarme aquel maravilloso estado de pura clarividencia, e incluso crearme una existencia paralela, esa sensación de que mientras sus efectos se prolongasen no tendría ni los pies en el suelo ni la cabeza en las nubes, sino que habitaría un universo intermedio, donde no había límites establecidos y todo cuanto se alzaba a mi alrededor —edificios, coches, personas, animales y cosas— brillaba con su luz propia, distinta de la que la costumbre había creado para ellos.
De lo que no me apercibí, hasta casi demasiado tarde, fue de que las drogas también habían iniciado en mí su labor de carcoma: me habían dividido literalmente en dos, y la parte que aún mantenía cierto control sobre mi cabeza ya carecía de fuerzas para dominar al intrépido geniecillo de la lámpara que escapaba de su prisión al mínimo roce, buscando resarcirse de la vida carcelaria durante aquel puñado de horas de libertad condicional que le brindaba la mera aspiración de un montoncito de polvo o su disolución en las venas. Sin apenas reparar en ello, me convertí en el indolente observador de mi propia vida: desde algún lugar en la periferia de mi cuerpo observaba cómo me metía en peleas, cómo fumaba, tragaba y esnifaba, cómo perdía la consciencia en cualquier callejón, cómo despertaba con heridas en la cara y sangre en la ropa, o al lado de una chica desconocida a la que había zurrado a conciencia y sin embargo me sonreía en sueños, con los ojos cerrados, desde su propio limbo. Luego volvía en mí, y ambos hemisferios se reunían en torno a una especie de línea equinoccial, donde intercambiaban su información y se encenagaban en una tormentosa discusión sobre quién de los dos era el espía doble y quién el impostor. Por suerte, cuando ya no tenía capacidad de decidir aquello por mí mismo, una de las dos partes se hizo con el control y encadenó a la otra. Dejé las drogas justo cuando estaba al borde del abismo, más cerca de lo que jamás he estado en la vida de volverme completamente loco. Las visitas a los manicomios llegaron después, pero esa es otra historia.
No, Lizzie no me había mentido. No recordaba nada, pero eso no significaba que mi cuerpo no hubiera podido obrar por su cuenta, manipulado por aquel furioso Prometeo que se había liberado por un rato de sus cadenas. No me costó más que el primer whisky llegar a esa conclusión; lo que ya no me parecía tan fácil era asumirlo, y aún menos admitir mi metedura de pata con Neil, que por lo visto me conocía mucho mejor de lo que yo creía conocerme a mí mismo.
Fue el propio Neil quien me abrió la puerta del piso de Mann. Le bastó mirarme a los ojos para comprender que estaba ante un individuo rendido, una criatura devastada que ya había sido acusada, juzgada y declarada culpable, y que ahora penduleaba en el cadalso, agonizante, con la soga bien atada al cuello.
—Te hubiera traído por las pelotas si llego a enterarme de que habías vuelto a Londres —dijo, por todo saludo.
—Bueno —respondí—, después de mi pataleta, me reconforta saber que todavía das por hecho que las tengo.
—Has pasado la noche con Lizzie y sigues entre nosotros —replicó—. Aunque nunca te las hubiera visto, para mí no habría mejor prueba que esa de la existencia de tus mellizas.
Me dio una palmadita en el hombro para animarme a entrar, y, tras escurrirse por aquel estrecho vestíbulo, me invitó con un gesto a que pasara al salón. Cerré la puerta y me encaminé allí. El apartamento estaba incluso demasiado ordenado para lo que podía esperar de sus inquilinos: las macetas no rebosaban de colillas semienterradas ni vasos de plástico, sino de plantas vivas y de un verde casi fulgente, que cuando menos delataba un cuidado de jardinero; las revistas y los libros —novelas, ensayos, algún manual técnico— se alineaban en riguroso orden en las repisas de un armario que ocupaba una de las paredes. Había incluso una mesita preparada con una reluciente Olivetti, cuyo teclado parecía lanzar al mundo una sonrisa desafiante; tenía una página en blanco incrustada en el rodillo, tal vez por si a alguien lo iluminaba de pronto un rapto de inspiración y no quería echarlo a perder buscando lápiz y papel por los cajones.
—Siéntate donde puedas —me dijo Neil mientras abría una puerta desconchada, de la que brotó un acalorado murmullo—. Pero te aconsejo que lo hagas lo más lejos posible del ruso. Lo reconocerás en cuanto lo veas. Es el tipo bajito y calvo al que enseguida desearás matar.
—¿Un espía del otro lado del Muro? —bromeé.
—Si te dijese a qué se dedica ni te lo creerías.
La habitación estaba casi en tinieblas, iluminada por un cerco de velas que titilaban en el interior de unos vasitos de colores. Había tanto humo como en el peor fumadero de opio, y apenas pude distinguir seis o siete sombras que se acomodaban en varias sillas y un montón de cojines y almohadones, extendidos entre aquel aparatoso desorden como divanes turcos. Neil me presentó antes de dejarse caer en uno de los cojines, sin aludir a mi cargo de cazatalentos de Hole. Lo rodeaban tres individuos, un tipo de unos veinte años, otro de unos cuarenta, y otro que no parecía tener más de quince o dieciséis. Matthew Mann, rubio y sonriente, señaló a los dos tipos que tenía a su lado y dijo un par de nombres que el ruido me impidió escuchar. Estreché a ciegas unas cuantas manos, saludé varias veces y luego me senté en uno de los dos cojines desocupados que se amazacotaban frente a una cama deshecha. El individuo del que Neil me había aconsejado mantenerme lejos trasteaba en un equipo de música, cambiando el vinilo del plato por otro que, con un balanceo delator, acababa de desenvainar de una funda de plástico. Dio media vuelta y me miró por encima del hombro, señalándome el cojín en el que acababa de sentarme con la mano que sostenía el disco:
—Si no te importa, siéntate en el otro cojín —dijo—. En ese estaba yo.
Sonreía de oreja a oreja, como un vendedor de coches que pretendiera hacer pasar por una ganga un montón de chatarra. Pero había algo en su sonrisa que enseguida se me antojó repulsivo: era una cualidad blanda, acuosa, que lo mismo podía revelar una apabullante borrachera como su incapacidad para manifestar con alguna sinceridad el mínimo calor humano. Parecía haber pasado media vida ensayando aquella mueca ante el espejo, dragando en el pasado en busca de un recuerdo lo suficientemente agradable que le ayudase a esculpirla, pero sin éxito, como si en el fondo le resultara incomprensible que aquello pudiera servir para algo. Me cambié de sitio y, satisfecho, el tipo siguió hurgando en el equipo. Con su chaqueta de pana, sus coderas azules y su aire indefenso, como de huerfanito apaleado, aquel individuo me inspiró de inmediato una inevitable sensación de rechazo, una repugnancia casi visceral, que se recrudeció cuando, tras elaborar unos pasitos torpes y bamboleantes, se acercó para sentarse a mi lado.
—Dimitri —me dijo, tendiéndome una mano diminuta—. Perdona por lo del asiento, pero solo me había levantado a cambiar el disco.
—No importa —repliqué, respondiendo a su saludo—. Tú has llegado antes.
—Lo que es de uno, es de uno —insistió—. Eso es lo que siempre digo. Si no aprendes a marcar las distancias, no tendrás nada tuyo. Hasta el suelo que pises será siempre de otro.
Seguía cincelando aquella sonrisa hipócrita, incluso mientras hablaba. No respondí, y el tipo volvió la cara, abstrayéndose en la música que empezaron a escanciar los altavoces. Me sorprendió comprobar que se trataba de «Put your Head on my Shoulder», en la versión de Paul Anka. Ciertamente, había esperado algo más acorde con aquella sensibilidad de rallador de la que mi nuevo amigo disfrutaba en jactarse.
Reparé en que había dos muchachos jóvenes, muy erguidos, sentados en las dos únicas sillas disponibles en la habitación. Uno de ellos me miró, enarbolando una sonrisa educada, y se encorvó sobre mí para preguntarme si necesitaba algo:
—Tenemos alcohol —dijo—. También hay cerveza, o té, si lo prefieres. ¿Fumas?
Alargó un porro chamuscado, rebosante de hebras de marihuana. Lo acepté, aspiré un par de caladas y se lo devolví. Noté una adormecedora picazón en la mandíbula, pero nada más. Pensé que aquel pobre chico había pagado por su ración de hierba más de lo que merecía.
—Me llamo Abdelghani. Soy compañero de piso de Matthew. Neil nos ha hablado mucho de ti.
—Si se lo propone, Neil puede hablar mucho de cualquier cosa —dije.
Abdelghani abrió los ojos de par en par y, tras unos instantes en los que no supo cómo reaccionar, estalló en una divertida carcajada.
—¿Has oído, Neil? —gritó, llorando de risa—. ¡Si te lo propones, puedes hablar mucho de cualquier cosa!
Neil estaba recostado sobre el codo izquierdo, conversando reposadamente con Matthew y el tipo que se sentaba a su derecha. Interrumpió la charla y consultó mi expresión con una mirada interrogante, observó después a Abdelghani, y, comprensivo, señaló su tumefacto canuto de marihuana con la lata de cerveza que sostenía en la mano.
—Que Alá te conserve el candor, mi joven amigo. O los camellos.
Todos rieron, y Abdelghani, confundido, rio por puro reflejo. El joven que había a su lado se inclinó sobre su oído para explicarle algo que, a juzgar por la risita aliviada de Abdelghani, al menos debió de aclararle el sentido de la broma de Neil. Fue el turno de que Abdelghani se ladease hacia su amigo, y este también rio.
—¿De qué conoce tu amigo a Abdelghani? —me preguntó Dimitri, otra vez con aquella sonrisa fangosa embadurnándole los labios, mientras se servía vodka en un vaso de plástico.
—No tengo ni la menor idea —respondí.
—Entonces te lo diré yo: de nada. El joven que se sienta a su lado se llama Zaid. Ambos estudian Ingeniería Aeronáutica en la Politécnica de Berlín, pero Abdelghani también estudió Urbanismo en la Universidad de Hamburgo. Zaid es el enlace sindical de los inmigrantes turcos que trabajan en las fábricas siderúrgicas del lado oeste. Si tu amigo cree que son un par de niños inocentes, no puede estar más equivocado.
—Parecen muy jóvenes para haber conseguido tanto —dije, por decir algo.
—Abdelghani tiene veinticuatro años. Zaid veintiséis. A estas alturas, en su país cada uno tendría tres esposas y diez hijos, por lo menos.
—Otro país, otras costumbres.
—¿Eso crees? —me preguntó Dimitri. Por primera vez me miró directamente a los ojos, y ya no sonreía. Lo más inquietante era que ni siquiera parecía borracho—. El padre de Zaid formó parte del grupo que atentó contra el presidente Nasser, pasó ocho años encarcelado junto a Sayyid Qutb en El Cairo, y se le considera uno de los principales instigadores del islamismo salafista. Fervor religioso, odio a discreción y mucha mano dura. ¿Crees de verdad que un muchacho que ha crecido bajo esas ideas podría dejarse el equipaje en casa, solo por el hecho de estudiar en la libre y decadente Europa?
—En realidad, Dimitri, no tengo ni idea de lo que me estás hablando.
Pero la tenía, y lo cierto es que estaba impaciente por que se callase. Había reparado en que Zaid y Abdelghani ya no conversaban tan animadamente como antes; más bien parecían cambiar confidencias, observándonos de vez en cuando, y empecé a sentirme incómodo. Tenía la angustiosa sensación de que la música era demasiado suave, o el murmullo no era lo bastante fuerte, o las persianas no estaban todo lo bajadas que me hubiera gustado. En verdad, me importaba muy poco la educación de Zaid, si antes de salir de casa se probaba una cazadora de cuero o un chaleco de dinamita. Lo que me molestaba era que Dimitri me hubiera tomado por cómplice de sus impresiones, y que algún recoveco de sus palabras pudiera llegar a los oídos de Abdelghani o del propio Zaid, cuyos antecedentes familiares eran problema suyo y de nadie más. Para mí, que su padre hubiera militado junto a Sayyid Qutb en la fanatización de Egipto y en el atentado contra el presidente Nasser me afectaba lo mismo que si hubiese sido entrenador de fútbol de un equipo regional de Irak. En lo que me concernía, yo era un invitado en su casa, y no me creía en el derecho de juzgar a un hombre por los pecados que su padre hubiera podido cometer. Dimitri, en cambio, no parecía de la misma opinión:
—Yo te diré de qué estoy hablando —insistió—. Odio, terror y fanatismo. Pregúntale a Abdelghani qué opina sobre algo tan perniciosamente occidental como un rascacielos. ¿Quieres saberlo? Que los echen abajo, esa sería su respuesta. Que los derriben todos, uno por uno. Un occidental de los pies a la cabeza, nuestro dulce e inocente Abdelghani. Abandonó su carrera de Urbanismo cuando visitó Alepo y pudo ver por sí mismo cómo las construcciones modernas habían destruido el espíritu de la civilización árabe. Aquellos gigantescos edificios profanando el cielo, asfixiando las milenarias callejuelas por las que sus pobrecitos hermanos iban y venían, insignificantes y desorientados, como si desde las alturas Alá ya no pudiera seguirlos con la mirada. Pregúntale a Matthew de dónde salió el nombre de «Einstürzende Neubauten». «Demolición de nuevos edificios», eso significa. Matthew acababa de colgar en el salón un póster gigante del World Trade Center, una magnífica vista frontal de las dos torres recién construidas. Cuando Abdelghani llegó a casa y lo vio, se sentó junto a la mesa, arrancó una hoja de la Olivetti, plegó tranquilamente un avioncito, le prendió fuego con una cerilla y lo lanzó contra el póster. «Boom». Eso fue lo que dijo. «Boom». Los Estados Unidos han levantado a los cielos los ídolos de la abyección, Gog y Magog, pero no hay Dios sino Él, el Poderoso, el Sabio. Alá no permitirá que su morada se vea conculcada por falsos dioses. Alá los derribará uno a uno, hasta que no quede un ídolo sobre la faz de la tierra». Luego se largó a su cuarto, y Matthew, atónito y borracho como estaba, tuvo que apagar a manotazos el pequeño incendio que Abdelghani había formado en el salón. Demolición de nuevos edificios. Nuevos edificios en demolición. Un avión incrustado en un rascacielos, explotando en aquel gigantesco tótem recién construido, en aquella representación idólatra del dios dinero. Matthew pensó que era un buen nombre para un grupo de punk. ¿Crees que Abdelghani estaba solo de broma?
—No creo que pueda interesarme, Dimitri.
—Nadie dice que tenga que interesarte. —Se le cayó el vaso que enarbolaba en la mano, y vi de reojo que Neil se volvía para mirarlo—. Nadie dice que tengas que volver a casita pensando que esta ha sido la noche de tu vida, una noche llena de revelaciones. Solo estamos charlando. Nada más. Estamos en una fiesta, y en las fiestas la gente charla y no tiene por qué decir nada interesante.
—Pero a lo mejor a mí no me apetece oír nada más, Dimitri —repliqué, con toda la calma que pude reunir.
Disimuladamente, Abdelghani alargó un brazo por detrás de Zaid y bajó la música. Sorprendí un ligero movimiento en sus labios, y vi que Zaid se tensaba en la silla.
Dimitri me miró con patética resignación, como si por primera vez acabase de reparar en que había estado intentando hacerse entender con un muchacho idiota.
—Claro —dijo—, ¿por qué tendría que ser de otro modo? En realidad, a veces también yo me pregunto a quién tendría que importarle. Las cosas pasan porque tienen que pasar, sencillamente. ¿O no es verdad, Abdelghani? Venga, no has parado de escucharme a escondidas durante toda la noche, así que podemos hablar de tú a tú. ¿No es eso lo que dice vuestro libro? «A Dios pertenece lo que está en los cielos y en la tierra. Sabe lo que está delante y detrás de los hombres, y estos no abarcan de su ciencia sino lo que Él quiere». Dios lo sabe todo, ¿no es así? Dios de lo grande y de lo pequeño. Alabado sea.
—Estás borracho —dijo Abdelghani.
—Pues claro que estoy borracho, ¿crees que hubiera abierto la boca, si no? Pero ya estoy harto. De vosotros y de todo lo que os traéis entre manos. Zaid, ¿a cuántos futuros guerrilleros por la libertad has captado durante la última semana? ¿Cincuenta, cien? Enlace sindical. A eso se dedica Zaid, ¿lo sabíais? La lucha por la liberación del pueblo afgano, lo que haría cualquier buen occidental. Los jóvenes de mi país están muriendo por miles a manos de un hatajo de terroristas que nuestro querido Zaid capta en Berlín y su amiguito Osman entrena en Kandahar. Os conozco muy bien, cerdos. Habéis engañado a todo el mundo, pero a mí no me la dais. Sé qué clase de hijos de puta sois.
—Me parece que ha llegado el momento de que te vayas, Dimitri —dijo Zaid—. Estás molestando a nuestros invitados, y nos estás insultando en nuestra propia casa. Todavía estás a tiempo de evitar que las cosas acaben peor de lo que están.
Dimitri se levantó, tambaleándose, y rebañó de un zarpazo una de las chaquetas que se amontonaban sobre la cama.
—No te preocupes, Zaid. Ya me largo. Pero no te tengo miedo: de hecho, me encantaría que mañana apareciese mi cuerpo en un río con dos zapatos de hormigón en los pies, ¿y sabes por qué? Porque no quiero ver cómo va a acabar toda esta mierda. No pararéis hasta que hagáis algo gordo, y solo espero que entonces el mundo abra los ojos de una vez. Pero para cuando eso ocurra, ya será demasiado tarde.
Tropezó con el pie de Matthew, y cayó con un bufido sobre las rodillas. Nadie lo ayudó a levantarse. Aferró con ambas manos el pomo de la puerta, se incorporó a duras penas, miró hacia atrás un momento y, dedicándonos un gesto de profundo desprecio, escupió en el suelo. Hecho lo cual, se marchó.
Era difícil continuar la velada como si nada hubiera pasado, así que, una hora después de aquella violenta escena, Matthew dio la reunión por acabada. Neil propuso que me quedara a dormir allí, y prometió que por la mañana me acompañaría al aeropuerto; era, dijo, lo mínimo que podía hacer, teniendo en cuenta la manera en que se había resuelto mi viaje a Berlín. Acepté, pues estaba demasiado cansado como para pensar en otra cosa, y además, tras el numerito de la mañana, tampoco me encontraba de humor para telefonear a Lizzie y pedirle pasar la noche con ella. Zaid sacó unas mantas del altillo del salón y, con una amistosa sonrisa que rechazaba todos los intentos por mi parte de rehusar su invitación, me llevó a su cuarto, haciendo gala de una hospitalidad genuinamente árabe que por lo visto el roce de las costumbres occidentales no había conseguido erosionar.
—Espero que duermas bien —dijo, dejando las mantas en una esquina de la cama—, y olvides lo que ha sucedido esta noche. Ha sido un error permitir que Dimitri viniera. Tu amigo quería presentarte a Matt y su gente, y al final las cosas han salido como nadie esperaba. No es algo que me guste ver en mi propia casa.
—Yo también lo lamento —repliqué—. Después de todo, tengo la sensación de que en parte ha sido culpa mía. Si le hubiera parado los pies en lugar de dejarle seguir hablando, nada de esto hubiera sucedido.
—No es culpa tuya. Cuando Dimitri bebe, no hay quien pueda pararle los pies. Lo que ha pasado no tiene nada que ver contigo.
—Aun así. No creo que pueda conciliar el sueño sin disculparme antes.
Zaid asintió cortésmente, se dirigió a la ventana y corrió las cortinas. Tomó un par de velas del abarrotado escritorio que había bajo la ventana y las colocó sobre la mesilla de noche, junto a un cenicero, un libro con cubiertas de cuero negro y una caja de cerillas. Reparé en que el libro era un baqueteado ejemplar del Corán.
—Mi padre era un buen hombre —dijo Zaid—. Leal a su familia, a Dios y a su pueblo. Sé que para un occidental no es algo fácil de comprender.
—Puedo comprender la lealtad. Al margen de los fines a los que sirva, no creo que haya tanta distancia entre tu cultura y la mía.
—Te equivocas. Hay muchas cosas que nos separan, demasiadas; y sinceramente, no tengo la esperanza de que en el futuro haya algo que nos pueda unir.
—Es una visión un poco derrotista de las cosas.
—¿Derrotista? Para ti es fácil verlo así. Occidente lleva siglos torturando y asesinando a mis hermanos. Si solo la mitad de las cosas que nos han sucedido por vuestra causa ocurrieran en vuestros hogares, para vosotros sería el fin del mundo. Nosotros, en cambio, vivimos el fin del mundo cada día que pasa. Cuando convives con eso durante tanto tiempo, llega un momento en el que ya no es posible creer que en la batalla que libras haya algún tipo de límite.
—Vaya… Por lo visto, Dimitri decía la verdad.
—¿A qué verdad te refieres? Vivo en Occidente, pero mi religión es el islam. Cualquier hombre que crea en lo mismo que yo es mi hermano. Nuestros soldados no son un ejército, tal y como lo son los vuestros. Todo hombre que crea en el islam es ya un ejército. Yo no soy más que un intermediario entre cada combatiente y nuestra causa, que es la voluntad de Alá.
—La verdad, Zaid, es que me asusta un poco la idea de que acabemos matándonos los unos a los otros por la voluntad de un dios.
—Solo hay un dios, el clemente, el misericordioso —repuso Zaid—. ¿Lo ves? Esa es otra de las cosas que nos separan. Vuestros líderes os han hecho dar la espalda a la única verdad en la que se fundamenta toda existencia.
—Nos han hecho dar la espalda a muchas cosas importantes, pero no sé si Dios es una de ellas. Lo que no creo es que sea una buena causa por la que matar o morir.
—Quizá no sea peor que vuestras razones para asesinar a nuestro pueblo.
—No son mis razones —dije.
—Tampoco lo son las de nuestros hermanos. Y aun así, su sangre anega nuestras calles, los gritos de su agonía llegan hasta nuestros cielos. Nadie les ha preguntado si quieren morir en vuestro nombre.
—Me resulta increíble.
—¿El qué?
—Todo. Hasta hace una hora, nada de esto existía para mí. Joder, Zaid, vives en Berlín, estudias en la universidad, disfrutas de oportunidades de las que carecen miles de occidentales. Y ahora resulta que reclutas soldados para una guerra santa.
—Sigues viendo las cosas desde un solo punto de vista.
—¿Y cómo quieres que lo vea de otra manera? De la forma en que lo has planteado, tampoco dejas mucha opción: tú has nacido en un lado de Dios y yo en el otro, pero yo no libro ninguna guerra. ¿Quién me dice que todo esto empieza y acaba en Afganistán? ¿O en Israel? ¿O en Palestina?
—Llegará donde tenga que llegar. Mi pueblo ha sufrido demasiado. Quizás ha llegado la hora de que el tuyo conozca en su propia carne nuestro sufrimiento.
—El islam prohíbe la muerte de los inocentes, incluso en tiempos de guerra.
—Pero apartarse de la senda de Dios, ser infiel con Él y la Mezquita Sagrada, expulsar a sus devotos de ella, es más grave para Dios. Así que volvemos al punto de partida —repuso Zaid—. ¿Dónde están los inocentes?
—Tengo la sensación de que no estoy hablando con el mismo Zaid que entró hace un momento por esa puerta.
—Eres un invitado en mi casa —dijo, encogiéndose de hombros—, y mientras viva en tu país, yo seré un invitado en la tuya. Nos debemos hospitalidad, no hipocresía.
—En cierto modo, Zaid, tú estás aprovechándote de esa hospitalidad.
—Vosotros habéis allanado nuestra casa. Pregúntate qué es peor.
—¿Y ese Osman del que hablaba Dimitri? ¿Vas a decirme que también existe?
—Creo que no lo has comprendido bien —dijo Zaid—. Yo soy Osman. Abdelghani es Osman. Todo el que lucha por la libertad de nuestro pueblo, ese es Osman.
Como había prometido, Neil me acompañó al día siguiente al aeropuerto de Schoenefeld. La mañana había despertado encapotada por una insistente lluvia, que empantanó las aceras y enjuagó las fachadas de los edificios en cuestión de minutos, tras haber estado macerándose durante toda la noche en aquel cielo espectral que cubría Berlín. Neil y yo apenas cambiamos palabra durante el trayecto, salvo algunas frases insustanciales sobre futuros proyectos, el tiempo que había pasado desde la última vez que nos habíamos visto y el que sin duda pasaría hasta la siguiente ocasión en que nos veríamos. Lo más probable es que aún se sintiera culpable por la manera en que se había desarrollado mi viaje a Berlín, pero yo no me creía con la energía necesaria para tranquilizarlo: estaba cansado, sumido en un deplorable estado de ánimo, y no hice ningún esfuerzo por hablar. En lo único que podía pensar era en regresar a casa. Por las ventanillas del taxi la ciudad se devanaba lentamente, como reponiéndose de un cataclismo, entremezclando aquel aguacero que castigaba las calles con una espesa bruma que de vez en cuando invocaba la presencia de algún fantasmal viandante, acallaba el rumor de los vehículos o esculpía los salientes de una arquitectura escarpada, flotante, más propia de esos paisajes urbanos en los que se ha librado una guerra. Y, en cierto modo, era eso lo que sentía: no había despertado en el Berlín del presente, sino en un Berlín futuro arrasado por una explosión atómica, entre cuyas ruinas todavía merodeaba un puñado de pobres criaturas que, desorientadas y moribundas, seguían cumpliendo los ritos de la costumbre sin siquiera darse cuenta de que el mundo que conocían había sido destruido de la noche a la mañana.
El Berlín del futuro. A lo largo de aquella madrugada lluviosa no había hecho otra cosa que fumar un cigarrillo tras otro, recreando mentalmente mi conversación con Zaid, escuchando y volviendo a escuchar en mi cabeza el monólogo de Dimitri, intentando comprender por qué aquello me había afectado tanto. Dimitri había dicho menos de lo que sabía, y Zaid se había pronunciado con insólita osadía, indiferente a los reproches; de hecho, había hablado con una libertad desconcertante, como si se supiera armado de una verdad que nadie podría combatir y mucho menos resultaba necesario ocultar. Convencido de su victoria, se creía el instrumento de una misión más poderosa que la voluntad de cualquier hombre por oponerse a ella, una misión divina que afectaba al mundo entero, porque ese era el deseo de Dios. Hubiera hablado igual ante un tribunal, ante un miembro del servicio secreto soviético, ante cualquier otro representante de los enemigos de su pueblo. Al fin y al cabo, Zaid se consideraba un verdadero musulmán, y, para bien o para mal, un verdadero musulmán nunca mentía.
En el aeropuerto, compré un billete en la recoleta oficina de British Airways para el primer vuelo que partía con destino a Londres. Neil insistió en pagar, pero por supuesto me negué a ello.
—Otra despedida más —dijo Neil.
—Así es —respondí—. Encuentros fugaces y vestíbulos de aeropuerto. Parece que este es nuestro destino.
—Sé que no ha sido el viaje de tu vida, pero me gustaría pensar que algún día le darás una nueva oportunidad a Berlín.
—En realidad, tengo algunos viajes programados para los próximos tres o cuatro meses —dije—, pero si estás aquí en verano, es posible que pueda hacer un hueco y visitarte.
—Eso espero —replicó Neil—, pero algo me dice que no va a ser así.
—Quién sabe. Tampoco yo tengo muy claro lo que voy a hacer para entonces. No creo que Londres sea la ciudad en la que voy a pasar el resto de mi vida.
—Quizá el problema es que esta no es tu vida —repuso Neil.
Nos despedimos con un abrazo, y después Neil se marchó por donde había venido. Volvimos a hablar una vez más, pero esa fue la última vez que nos vimos.