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Los primeros meses en los Estados Unidos fueron un caos de papeleos y mudanzas, de fastidiosas batallas burocráticas y esfuerzos por conquistar ese retazo de vida cotidiana del que habíamos disfrutado en Londres, cuando ningún fanático religioso sabía siquiera que existíamos. Entre julio y octubre de 1989 nos alojamos hasta en siete direcciones diferentes en la ciudad de Nueva York, desde Queens hasta Brooklyn, pasando por varios hotelitos en el centro de Manhattan, mientras aguardábamos pacientemente a que se nos concediese de una vez el apartamento que habíamos arrendado desde Londres. El problema no era tanto contar con un lugar en el que alojarnos mientras se hacían las gestiones —al menos en Manhattan los alquileres temporales eran bastante fáciles de conseguir, aunque siempre dependíamos de los plazos establecidos por sus propietarios, a lo sumo, dos o tres semanas en las que estos aprovechaban para abandonar la ciudad, sabiendo que otros se ocuparían del mantenimiento y las facturas— como el hecho de que hubiéramos llegado a los Estados Unidos casi como fugitivos, sin apenas tiempo para elegir convenientemente el lugar en el que íbamos a residir y las condiciones de arrendamiento. Para nuestra sorpresa, resultó que el apartamento que habíamos alquilado no había sido desocupado aún por su anterior inquilino, un polaco de noventa años que había conseguido desaparecer del radar administrativo desde que el edificio en el que vivía pasó al control de otra agencia inmobiliaria, y mucho nos temíamos que el contrato que nos ligaba al apartamento tampoco iba a servir para sacarlo de allí. Los agentes americanos, todavía más desconcertados que nosotros al reparar en la existencia de aquel vacío legal del que se estaban aprovechando varias familias para residir en Manhattan con todos los gastos pagados, iniciaron una interminable campaña para proceder al desalojo de los invasores mientras nos hacían peregrinar de una punta a la otra de Nueva York, tan pronto como tenían noticia de que un apartamento bajo su protección había quedado libre de inquilinos.

No voy a decir que aquello no tuviera su gracia. En realidad, nos sentíamos más culpables por haber levantado la liebre de aquel curioso fraude contra la sociedad capitalista que irritados por nuestra situación, algo que, después de todo, nos estaba sirviendo para mirar desde una distancia cada vez mayor las razones que nos habían traído a este lado del charco. Era nuestra hija quien más se divertía con todo aquello, ese descenso por la madriguera del conejo que la llevaba a habitaciones repletas de extraños juguetes, salones cuyas luces encendía entre carcajadas con una palmadita de sus diminutas manos o ventanales que asomaban a insólitos patios interiores, con su despeinada maleza de bosquecillo de cuento y sus solitarios columpios meciéndose en el aire para nadie. Caroline y yo nos acostumbramos a vivir aquella vida de prestado, rodeados de objetos en los que no nos reconocíamos (los diarios íntimos escondidos entre la ropa de temporada, las fotografías de gente a la que nunca habíamos visto y a la que nunca veríamos, los enseres de baño, las llamadas telefónicas a las que jamás respondíamos, los insistentes mensajes en el contestador), pero ambos sabíamos que, tarde o temprano, aquello acabaría por agotarnos. El problema, por suerte, se solucionó por sí solo. Temiendo que los demandásemos por incumplimiento de contrato, los responsables de la inmobiliaria decidieron llegar a un acuerdo con nosotros por el que se nos devolvía el dinero que habíamos adelantado por el alquiler junto a una suma bastante holgada en concepto de daños y perjuicios. Ese dinero nos permitió alquilar el sótano de una casa en Somerville, Boston (no sin razón, Caroline había llegado a la conclusión de que Manhattan era una ciudad de locos en la que no quería ver crecer a nuestra hija), y unos meses despúes, con la calma que merecían las circunstancias, nos mudamos a un pequeño apartamento en el South End, frente a la Boston School of Arts, donde por fin conseguimos la estabilidad que no habíamos tenido en un año.

A los pocos meses, todo empezó a marchar incluso mejor de lo que habíamos esperado. Caroline consiguió un trabajo como fotógrafo para una revista sobre eventos locales, Vera se iba aclimatando poco a poco a las costumbres de los colegios públicos norteamericanos (al tiempo que se despojaba del acento británico, sustituyéndolo por un gracioso deje bostoniano) y, mientras tanto, yo me dedicaba a escribir colaboraciones y artículos sobre temas de actualidad que aparecían regularmente en doce diarios diferentes, publicados de una costa a la otra de los Estados Unidos. No eran textos demasiado académicos —hasta yo los consideraba una versión bastante poco ortodoxa de lo que llamaríamos análisis político—, pero me permitían ahondar en las mismas preocupaciones que meses atrás me habían motivado a escribir mi libro, un empeño del que no me habían disuadido las amenazas sufridas en Londres. El trabajo lo inicié por encargo de la Universidad de Berkeley, que dirigía las revistas de la costa oeste. En principio, mi labor consistía en reseñar los libros sobre temática política que aparecían en el mercado, y escribir una columna mensual en la que se me daba carta blanca para hablar sobre asuntos de impacto social desde la misma perspectiva que había planteado en mi obra. Tras las primeras seis o siete colaboraciones, mi columna pasó a tener una presencia más continuada, y adquirió una regularidad aún mayor a raíz del artículo que publiqué tras el asesinato de Meir Kahane, el fanático rabino nacido en Brooklyn al que los periodistas Raphael Mergui y Philippe Simonnot habían calificado como «el ayatolá de Israel». Meir Kahane defendía la idea de que el Mesías llegaría tras la victoria de los judíos y la glorificación del Señor —el kiddush ha-Shem, o «santificación de Dios»— en un conflicto de dimensiones globales. Probablemente Kahane y tres miembros de la LDJ (Liga de la Defensa Judía) habían estado detrás del asesinato en 1985 de Alex Odeh, líder del Comité Antidiscriminación Norteamericano-Árabe, quien, tras protagonizar un altercado en directo con un representante de la LDJ en el programa Nightline de la ABC, fue hallado sin vida en su despacho de la ciudad californiana de Santa Ana, lo que demostraba que la lucha entre radicales musulmanes y judíos no empezaba ni acababa en el valle de Hebrón o la Tumba de los Patriarcas.

En 1989, Kahane había celebrado una reunión en el hotel Sheraton de Jerusalén para proclamar la inmediata creación de lo que sería un nuevo estado, Judea (libre de indeseados musulmanes), y el 5 de noviembre de 1990 —fecha que, curiosamente, coincidía con la Conjura de la Pólvora liderada por Guy Fawkes en la Inglaterra jacobina, como protesta ante el recorte de libertades sufrido por los católicos—, haría lo propio en el hotel Marriot de Nueva York, esta vez con el propósito de solicitar ayuda financiera para su movimiento radical y demandar la creación de una organización que evacuase a los judíos norteamericanos a la nueva Judea, y así salvarlos del inmediato colapso que, según presagiaba, sufriría la economía americana en un futuro no demasiado lejano y del holocausto judío que traería el nuevo orden mundial. A la salida del hotel, Kahane era disparado en el cuello por un inmigrante egipcio de treinta y cuatro años llamado El Sayyid Nosair, que fue detenido cuando intentaba escapar del lugar del crimen en un taxi distinto del que lo esperaba en la esquina de la calle 49 con Lexington Avenue. El asesinato de Kahane, tras una incendiaria arenga en la que insistió en que los enemigos de Judea no eran solo los musulmanes sino también los judíos laicos, y en la que volvía a exigir a los fieles judíos la toma de Cisjordania por medio de las armas (un acto de fe que aún esperaba su cumplimiento desde hacía dos mil años, cuando los judíos regresaron del exilio en Babilonia, y cuya consecución se vería seguida por la llegada al mundo del Mesías), supuso una enorme conmoción no ya en Nueva York —al fin y al cabo, era el escenario del crimen—, sino en todo el mundo occidental: la muerte de Meir Kahane no iba a quedar impune para sus seguidores, y lo único que el mundo podía hacer era ver hasta dónde llegaban las represalias.

Pero para tratar de anticiparse a eso ya estaban los consejeros de Estado y los analistas políticos. Yo decidí abordar mi artículo desde una postura radicalmente distinta. Mezclando los sucesos de la Conjura de la Pólvora y la tradición hasídica, perfilé un retrato de Meir Kahane en el que este aparecía tal y como seguramente lo veían sus seguidores: como un profeta, como un auténtico precursor del Mesías y del futuro estado halákhico. Kahane había anunciado la venida al mundo del Salvador judío, había despertado las esperanzas de su pueblo, se había sacrificado por la nueva Judea y había muerto predicando la palabra de Dios (concebida a imagen y semejanza de la locura de Kahane, dicho sea de paso). Sin embargo, su muerte estuvo rodeada de puntos oscuros, extraños detalles orquestales que apuntaban a un probable conocimiento previo de su martirio, salvo, precisamente, por parte del propio Kahane. Nosair se había confundido entre la muchedumbre que escuchaba las palabras del rabino de Brooklyn con un vistoso pasamontañas negro, y, para colmo, armado con una pistola que no habían detectado los servicios de seguridad del hotel ni los propios guardaespaldas de Kahane. Se había abierto paso entre la multitud, había sacado el arma a la vista de todo el mundo, y, a solo tres pasos del rabino, había tenido tiempo más que suficiente para apuntar, abrir fuego y marcharse por donde había venido sin que nadie interrumpiese su fuga, con una impunidad que recordaba mucho a la que veintidós años atrás (un 5 de junio, coincidiendo con el primer aniversario del inicio de la guerra de los Seis Días), y en otro hotel norteamericano, permitió a Sirhan Sirhan disparar contra Robert Kennedy.

¿Era posible que Nosair hubiese aprovechado la confusión del momento, o había que sospechar que alguien le había facilitado el acceso hasta el rabino para luego permitirle abrirse paso hacia una fuga truncada? En mi artículo, yo apoyaba sin reservas la segunda opción. Como en toda revolución, Kahane era menos importante que su mensaje, pero la trascendencia de sus palabras cobraría un significado mayor si Kahane moría. Los casi veinte años que había pasado abogando por un estado mesiánico no habían tenido las repercusiones que sus seguidores esperaban (de hecho, su partido político fue prohibido en 1988, a causa de las posiciones decididamente racistas de su líder), y el propio Kahane ya había dicho en más de una ocasión que los milagros no eran gratuitos, y que para cambiar el curso de la historia, era necesario recurrir a la violencia. Qué importaba si esa violencia lo tenía a él por objetivo: todo fuese por servir al Señor. Y eso, en cierto modo, era lo mismo que había sucedido con el Complot de la Pólvora. El secretario de Estado inglés, Robert Cecil, conocía de antemano las intenciones de Guy Fawkes y sus seguidores, y no había movido un dedo por impedir que estos trasladasen hasta los sótanos de la Cámara de los Lores los treinta y seis barriles de pólvora que debían aniquilar a los miembros del Parlamento, con el rey a la cabeza. En el caso del Complot de la Pólvora, aquello sirvió para extender la idea de que los católicos eran peligrosos para la sociedad inglesa (terroristas, los llamaríamos ahora), y también para que Robert Cecil no encontrase mayores dificultades en declarar el estado de emergencia y promover la persecución de las minorías católicas. Para muchos de los fieles al pensamiento de Kahane, la ausencia de resultados positivos a corto plazo demostraba que el sueño de un estado mesiánico solo podía ser provocado a la fuerza, y si para ello tenían que sacrificar algunas vidas, no iban a echarse atrás: la muerte en nombre del Mesías era un precio que estaban más que dispuestos a pagar, aunque si algo tenían claro era que ninguna muerte sería capaz de originar la confrontación global que esperaban los creyentes de la nueva Judea como la del propio Kahane.

En marzo de 1991, las consecuencias derivadas del asesinato de Meir Kahane no eran aún fáciles de determinar, pero no había que ser muy astuto para comprender que su muerte acrecentaría el odio no solo entre musulmanes y judíos, sino también entre judíos de inspiración mesiánica y judíos laicos, con las inevitables repercusiones en el mundo occidental. Uno de mis razonamientos era que Nosair sería juzgado según las leyes de los Estados Unidos, lo que podría motivar que algunos grupos proislámicos actuasen en suelo americano para obligar al gobierno a poner en libertad, mediante el siempre socorrido chantaje de la sangre, al asesino de Kahane. No era ninguna predicción arrancada a una bola de cristal, sino una conclusión a la que cualquiera que viese lo que estaba pasando podía llegar. La situación de conflicto entre Occidente y el mundo árabe se veía además agravada por los sucesos que estaban teniendo lugar en el golfo Pérsico. El presidente Bush acababa de embarcar a los Estados Unidos, y con ellos a sus socios occidentales, en una guerra por la defensa de Kuwait, que desde agosto de 1990 temblaba bajo el fuego de artillería de las tropas del dictador iraquí Sadam Huseín. Aquello era un movimiento ciertamente insensato por parte de Huseín, pero la respuesta de los Estados Unidos no era menos incomprensible. Hasta entonces, Sadam Huseín había sido un aliado de Occidente en el convulso mosaico que formaban los países de Oriente Medio: un aliado excéntrico, por decirlo amablemente, con sus frivolidades y sus devaneos (fue él quien ordenó en 1972 la privatización de los barriles de petróleo iraquíes, cuando aún era vicepresidente del gobierno de Hassan al-Bakr, provocando con ello una de las peores crisis económicas del siglo), pero no mucho peor que la mayoría de los líderes que Norteamérica había escogido como compañeros de baile en la escena internacional. La diferencia entre unos y otros, sin embargo, radicaba en que al menos Huseín había demostrado no ser una marioneta más, el clásico hombre de paja al que todos utilizan mientras él prospera y engorda a costa de la hambruna de su pueblo. No era, en una palabra, el tipo dúctil y conformista que los consejeros de Reagan describían con velado desprecio en sus informes. ¿Acaso había sido tan astuto como para burlar durante años a las aves rapaces del Estado Mayor, a la siempre recelosa secretaría de Defensa y hasta a la propia CIA? ¿Pero con qué fin? ¿Qué propósito podía haber para que Sadam el Vengador se hubiera hecho pasar durante tanto tiempo por Huseín el Necio?

La verdad, como suele suceder, era bastante más compleja de lo que parecía a simple vista. Para entender el auge (y caída en desgracia) de Sadam Huseín había que remontarse a 1953, con una Europa en obras y la mirada de águila de América oteando el horizonte más allá de sus fronteras, atenta a las vibraciones que le permitirían interpretar y moldear convenientemente el mundo del mañana. Ese año, el recién nombrado presidente iraní, Mohamed Mossadegh, decidió deshacerse de una vez por todas de la intrusión de Inglaterra en la economía de su país capitalizando los oleoductos de la Compañía Petrolífera Anglo-Persa, que desde hacía casi cincuenta años surtían a los barcos ingleses desde la provincia de Juzistán. Eissenhower escuchó las quejas del primer ministro británico ante lo que este consideraba un atentado contra la agenda occidental por parte de Mossadegh (y en especial contra la propia agenda británica, cuya economía se apoyaba fundamentalmente en el crudo iraní), y en una operación conjunta ordenaron movilizar a la CIA y al Servicio de Inteligencia Secreta para derrocar al gobierno y otorgar plenos poderes al sah Pahlevi, cuyo pensamiento prooccidental había permitido hasta entonces mantener en Oriente Medio el statu quo. La llamada Operación Boot, o Proyecto Ayax, acabó con las aspiraciones de Mossadegh de democratizar por completo Irán, y tanto él como los restantes miembros de su gobierno dieron con sus huesos en la cárcel. Pero las zozobras del país no habían hecho más que empezar: primero fue el golpe de Abdul Kassem contra Pahlevi, cinco años después de la restitución del sah en el trono de Irán tras su breve exilio en Italia; luego, otros cinco años después, el golpe contra Kassem por parte de radicales entrenados y controlados por la CIA; y por último, de nuevo a los cinco años, la victoria en Irak del partido baathista, que produjo algunos movimientos favorables a los intereses de Washington dadas las buenas relaciones entre los nuevos líderes de Irak y el propio Pahlevi. Con lo que América no contaba era con que una nueva revolución, esta vez en 1979 (la misma que inspiró a Aymán al Zawahirí para atentar contra el presidente egipcio Anwar al Sadat), se iba a saldar con la caída del sah y el alzamiento en Irán de una política antiamericana liderada por el imán Jomeini. Para contrarrestar su influencia, el gobierno de Estados Unidos facilitó la llegada al poder en Irak del hasta entonces vicepresidente Sadam Huseín, un tipo a quien los informes de la CIA describían como «manipulable» y «de buen aspecto», lo que en pocas palabras venía a significar que Occidente simpatizaría con él tanto como el propio Huseín simpatizaría con las necesidades occidentales, pese a algunos de los gambitos que había realizado en el pasado: gambitos que la CIA esperaba controlar y reconducir ahora que Huseín sabía a qué amo debía agradecer su creciente prosperidad. Pero Huseín demostró ser un mal estratega o un peor (y engañoso) aliado, y la guerra que comenzó a librar a inicios de la década de los ochenta con Irán no cosechaba los resultados deseados por Washington. El entonces secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, viajó personalmente a Irak para proporcionar a su hombre en Oriente un cargamento de armas con las que combatir a los insurgentes iraníes, desde fusiles a helicópteros de última generación, e incluso aumentó su potencial militar poniendo a sus tropas bajo las órdenes de la Vinnell Corporation: curiosamente, la Vinnell Corporation era un grupo de entrenamiento de mercenarios asociado con la Brown & Root, filial de la empresa Halliburton, cuyo socio mayoritario era a su vez Dick Cheney, secretario de Defensa durante el gobierno Bush y, por tanto, último responsable (y primer beneficiario) en la futura Operación Tormenta del Desierto.

Fuera como fuese, Rumsfeld, y en su nombre el gobierno americano, abasteció a Sadam Huseín con todo cuanto este necesitaba para derrotar al enemigo iraní, aunque el dictador no dudó en desviar algunas de las armas recibidas hacia el Kurdistán, empleándolas contra la población kurda durante los nueve meses en que se prolongó la Operación Anfal, una despiadada labor de exterminio ante la cual el mundo occidental decidió mirar hacia otro lado. Pero lo que el gobierno de Estados Unidos no podía imaginar era que aquellas armas iban a ser empleadas para atacar Kuwait, una de las mayores reservas petrolíferas de Oriente Medio y el principal abastecedor de crudo en Occidente. El temor del gobierno americano, que parecía haber desatendido las declaraciones de Sadam Huseín para el canal de noticias ABC News el 14 de noviembre de 1991, en las que anunciaba su voluntad de abandonar Kuwait y negociar una retirada pacífica, era que el dictador iraquí optase por atacar también a Arabia Saudí, el mismo temor que albergaba un viejo conocido suyo, Osama bin Laden, a quien en 1979 la CIA (entonces bajo control de George Bush) había facilitado armas, dinero y entrenamiento para ralentizar la derrota de los soviéticos en Afganistán. Bin Laden cabildeó con los miembros de la familia real para convencerlos de la necesidad de constituir una defensa contra Irak que, en su opinión, debía liderar un contingente de combatientes afganos que ya habían demostrado su pericia en la guerra contra la Unión Soviética. Para contrariedad de Bin Laden, el rey Fahd prefirió recibir la ayuda de Estados Unidos, en un alarde de desprecio público que empujó al rebelde saudí a criticar la política occidentalista de la familia real y movilizar a los ulemas para que proclamaran fatwas contra quienes, sin ser musulmanes, instalaban bases militares en tierra sagrada.

A la luz de la situación en Oriente Medio, la muerte de Kahane solo podía exacerbar los ánimos de los musulmanes más radicales no ya contra los judíos, sino también contra Estados Unidos y el resto de países occidentales. Era la primera vez que un gobierno americano declaraba formalmente la guerra a un país árabe sin escudarse detrás de alguna operación secreta. Hasta entonces, la CIA había manipulado libremente la política de Oriente Medio a través de lo que en su jerga de espías denominaba blowback, o lo que es lo mismo, la cadena de sucesos que precedían a un movimiento estratégico realizado a espaldas de la opinión pública en cualquier lugar del mundo, haciendo imposible establecer una relación directa entre causa y efecto. La declaración de guerra a Irak se me antojaba un recurso aventurado y casi suicida, a medio o largo plazo, por parte del gobierno de Bush, y terminé mi artículo con una batería de preguntas sin respuesta que, al menos en el plano de la dialéctica, no resultaba menos intrépida (aunque, en buena medida, no tan descabellada) que la invasión de Kuwait por parte de Irak o la de Irak por parte de Norteamérica.

Mis interrogantes tomaban como punto de partida uno de los sucesos más controvertidos, pero paradójicamente menos investigados, de la historia reciente de los Estados Unidos. En 1980, y tras perder las primarias en el bando republicano frente a Ronald Reagan, George Bush (que ya se postulaba por la vicepresidencia) había viajado en secreto a París para mantener una entrevista con los representantes del gobierno de Jomeini, a fin de retrasar la entrega de cincuenta y dos rehenes norteamericanos que desde noviembre de 1979 permanecían secuestrados en Irán y así hostigar al país contra Jimmy Carter, en un continuado ejercicio de desgaste que debía inclinar el voto popular en las elecciones presidenciales del lado republicano. Contra todo pronóstico, Jomeini rompió las negociaciones que mantenía en secreto con la Administración Carter y aceptó el acuerdo con los emisarios de Bush, a cambio de que la CIA desbloquease las cuentas bancarias del gobierno iraní en Estados Unidos y su ejército recibiera un contingente de aviones F-4 a través de Israel, que, naturalmente, serían utilizados en la contienda que Irán libraba contra las tropas de Sadam Huseín. El 20 de enero de 1981, y apenas veinte minutos después de la entrada de Reagan en la Casa Blanca, los rehenes americanos eran puestos en libertad en diferentes enclaves al oeste de Irán, tras cuatrocientos cuarenta y cuatro días de secuestro y ninguna posible evidencia que apuntase a una conspiración por parte de Reagan contra el gobierno de Carter (a excepción hecha de las pruebas que el periodista Danny Casolaro se proponía mostrar en 1991… de no haber mediado su oportuno suicidio). Probablemente, la intención de George Bush nada más llegar a la vicepresidencia era dirigir cuanto antes una invasión militar en Oriente Medio y obtener por la fuerza el control del crudo en el golfo Pérsico. Sin embargo, para Reagan sus aventuras con la causa árabe terminaban allí: ya habían conseguido lo que pretendían al tratar con aquellos fanáticos del turbante y la barba, pero él seguía considerando una misión moral, personal y poco menos que sagrada acabar con la URSS, ante lo cual todo lo demás pasaba a un segundo plano. Su idea de mediar «pacíficamente» con Oriente Medio (apoyándose, pues, en el blowback, lo que suponía azuzar aún más al títere de Sadam Huseín contra Irán) no solo resultaba absurda: también retrasaba peligrosamente los planes del think tank de Bush a favor de una guerra, una guerra nada gratuita que devolvería el control de los hidrocarburos a quienes nunca pensarían en utilizarlo como un arma contra la economía global. Los enfrentamientos entre el ala Bush y los fieles al ideario de Reagan se hicieron constantes desde las primeras semanas de gobierno, y hasta hubo quien llegó a pensar si no era un deber democrático quitar de en medio al recién estrenado presidente y poner al mando del país a un hombre mejor versado que él en el panorama internacional como el visionario vicepresidente Bush.

Visto así, el atentado contra Reagan a la salida del Hilton, el 30 de marzo de 1981 y tras solo sesenta y nueve días de mandato, podía interpretarse como un intento frustrado de cambiar la cabeza del gobierno y reorganizar la política americana según la agenda de los hombres de Bush. Era una idea de locos, pero empezaba a dejar de serlo cuando se ahondaba en la vida de John Hinckley, el asesino frustrado del presidente Reagan. Por increíble que parezca, Hinckley era hijo de uno de los principales apoyos políticos y financieros en la campaña por las presidenciales de George H. W. Bush a través de la empresa de la familia Hinckley, la Vanderbilt Energy Corp. La noche posterior al atentado, Neil Bush, hijo del vicepresidente, tenía previsto mantener una cena de negocios con Scott Hinckley, hermano del hombre que alegó haber intentado matar a Ronald Reagan para llamar la atención de Jodie Foster. Neil Bush era responsable de la Standard Oil Co. en Indiana, una de las subsidiarias de la empresa familiar Arbusto Energy, de la que en un cinco por ciento era propietaria la familia Bin Laden a través de Salem bin Laden (quien, en 1988, moriría en un misterioso accidente aéreo cuando viajaba en el mismo avión en el que Bush se trasladó a París para negociar con los líderes jomeinistas). Por supuesto, nada de eso suponía una prueba de la culpabilidad de George Bush, ni siquiera de la posible implicación del clan Hinckley en el intento de asesinato perpetrado por el joven John (si bien sobre la Vanderbilt Energy Corp. pesaba una multa de dos millones y medio de dólares que, siguiendo con la teoría, el nuevo presidente habría podido condonar). Ningún jurado hubiera visto en ello otra cosa que un buen montón de pruebas circunstanciales, nada que pudiera establecer la responsabilidad de Bush ni decidir que una cosa tenía que ver con la otra. Pero, una vez más, en este punto convenía estudiar el antecedente de un suceso similar en la joven historia americana, ocurrido casi treinta años antes —y para estudiosos del caso como el fiscal Jim Garrison o el periodista y matemático Thomas Buchanan todavía por esclarecer—, que había provocado un impacto imborrable en la consciencia de los Estados Unidos.

El 22 de noviembre de 1963, el presidente americano John Fitzgerald Kennedy moría abatido por las balas que, desde una de las ventanas del Depósito de Libros Escolares de Dallas (Texas), habían sido disparadas por un asesino solitario, Lee Harvey Oswald: ferviente filocomunista, Oswald acababa de llegar a Estados Unidos tras una estancia de dos años en la Unión Soviética (donde había renegado de la ciudadanía americana, y, ya con pasaporte soviético, se había casado con una mujer rusa), y de nuevo en Texas, dirigía la filial en Dallas de Juego Limpio para Cuba, uno de los principales grupos procastristas de Norteamérica. La tesis oficial exponía que Oswald había asesinado a Kennedy, cabeza visible de ese gran enemigo de la Unión Soviética y de Cuba que eran los Estados Unidos, para provocar una revolución comunista que salvaría al mundo entero de la opresión capitalista. Pero nada más lejos de la realidad que ver a Kennedy como un enemigo del bloque soviético. El propio Fidel Castro había llegado a declarar que «Kennedy ha entendido muchas cosas en el transcurso de unos pocos meses», añadiendo, en palabras citadas por el New York Times, que en lo referente a la causa cubana «cualquier otro presidente sería peor… Kennedy tiene la posibilidad de convertirse, a los ojos de la historia, en el más grande de los presidentes de los Estados Unidos, el gobernante capaz, al fin, de comprender la posibilidad de una coexistencia entre capitalistas y socialistas, incluso en América». De idéntica manera se pronunciaría ante el periodista Jean Daniel, redactor jefe de la sección internacional del diario L’Express, que había mantenido conversaciones con Kennedy y Castro semanas antes del atentado en Dallas, en lo que fue universalmente considerado como un intento por normalizar las relaciones entre Washington y La Habana a través de aquel canal extradiplomático que les brindaba el diario francés. Poco después de las entrevistas celebradas con el dirigente cubano, entre el 24 de octubre y los primeros días de noviembre de 1963, Daniel tenía prevista una última reunión con Kennedy en la cual, excediéndose en sus labores como periodista y poco menos que adoptando el papel del espía, debía hacerle entrega de un mensaje confidencial escrito por Fidel Castro: probablemente, el ofrecimiento de una conferencia de alto nivel para tratar de manera oficial la situación entre América y Cuba. Pero solo unos días después Kennedy era asesinado, la culpa recaía en un «peligroso» filocomunista, y con ello se esfumaba la posibilidad de llegar a un acuerdo político que facilitase la convivencia entre ambos países.

Puede decirse que el mayor beneficiado por la muerte de Kennedy fue el entonces vicepresidente, Lyndon B. Johnson, quien, además, se había situado en esa posición estratégica para llegar a la Casa Blanca gracias a un error de cálculo de John F. Kennedy cuando este era todavía candidato por el ala demócrata: en palabras de su hermano Robert, si John le había ofrecido la opción de la vicepresidencia era para buscar el respaldo de los demócratas tradicionalistas del sur, sin cuyo voto no lograría ser elegido para las presidenciales, pero estaba convencido de que Johnson renunciaría a la nominación debido al aborrecimiento que sentía hacia los Kennedy, como demostraban los improperios y maldiciones con que solía trufar cualquier pequeña conversación que aludiera a ellos. Pero Johnson, contra lo previsto, aceptó la nominación, en lo que supuso un claro revés para Kennedy cuyos efectos, al alcanzar la presidencia, trató de minimizar retirándole todo el poder posible al tiempo que «lo mantenía informado y ocupado para tenerlo contento». Ahora bien: si Johnson (y con él, como pronto se demostraría, la política intervencionista que seguía el modelo de Munro: atacar primero, justificar después) había sido el primer beneficiado por la muerte de Kennedy, ¿quién era el mayor perjudicado? Sin duda Castro, y, en líneas generales, el problema de Cuba. Johnson defendía una opinión radicalmente opuesta a la de Kennedy respecto a las relaciones que Washington debía mantener con Castro, y, de hecho, no tardaría en hacer gala de su posición anticomunista durante la ocupación estadounidense de la República Dominicana y en la posterior intervención en la guerra de Vietnam, que tuvo lugar después de que el 2 de agosto de 1964 el destructor norteamericano USS Maddox fuera atacado por los torpedos lanzados desde tres lanchas norvietnamitas. Pero el ataque, en realidad, nunca existió, salvo en la imaginación de Johnson y su equipo de consejeros militares, que encontraron en ello la única forma legítima para intervenir en la península vietnamita y evitar el «efecto dominó» del contagio comunista que, preveían, tendría lugar en los países vecinos.

La autoagresión, o ataque de falsa bandera. Era la misma acción que el Pentágono había intentado llevar a cabo para ganarse el apoyo de la población americana en 1962, en aras de una intervención militar en Cuba, en este caso mediante la Operación Northwoods (una serie de atentados contra objetivos civiles en suelo estadounidense, bajo dirección de la CIA), que el presidente Kennedy rechazó de inmediato y por la que muy probablemente destituyó al general Lemnitzer como presidente de la Junta de Jefes del Estado Mayor; la misma acción, también, que los Estados Unidos habían utilizado para involucrarse en la Segunda Guerra Mundial, cuando el gobierno de Franklin Delano Roosevelt decidió responder al ataque japonés en Pearl Harbour sobre los portaaviones americanos en lugar de haberlo evitado, teniendo en cuenta que la Casa Blanca manejaba una información «detallada y exacta» del día y la hora en que dicho ataque iba a tener lugar; la misma que emplearon para desencadenar en 1898 la guerra contra España, y cuya aplastante victoria permitió a los Estados Unidos controlar la isla de Cuba, Puerto Rico, Filipinas, Guam y Hawai: la explosión del USS Maine, de la que los americanos responsabilizaron al ejército español, fue obra en este caso del intervencionista gobierno de William McKinley, otro presidente asesinado, y reemplazado también, como en el caso de Kennedy, por un vicepresidente todavía más beligerante, Theodore Roosevelt («el clamor del bando de la paz», dijo en una ocasión, «me hace comprender que lo que este país necesita es una buena guerra»), entre cuyas políticas expansionistas se contaba la ocupación de Cuba y la defensa a ultranza, expresada por primera vez y sin paliativos, de que «los Estados Unidos debían intervenir para defender sus intereses en el conjunto del mundo». Era justamente el tipo de política que Lyndon B. Johnson trató de sacar adelante no solo en la guerra de Vietnam, sino también en esa especie de experimento por un mundo feliz que, pomposamente, definió como «la Gran Sociedad», y que no era otra cosa sino un paso previo al Nuevo Orden Mundial que George H. W. Bush anunciaría el 11 de septiembre de 1990 para todo el planeta ante el Congreso de los Estados Unidos.

En cualquier caso, y al margen de los paralelismos que se pudieran encontrar entre el intento de asesinato de Reagan y otros episodios recientes de la historia americana, no dejaba de ser curioso que todo lo que estaba sucediendo al fondo de los primeros planos confluyese en un reducido grupo de familias que tanto tenían que ver entre sí. Los socios de George Bush en el mundo de los hidrocarburos podrían haberse contado entre los miembros de las numerosas familias saudíes que se repartían los beneficios producidos por desenterrar el oro negro del interior de la corteza terrestre: pero era nada menos que Salem bin Laden, primo de Osama bin Laden (el colaborador no oficial de la CIA durante la época en la que George Bush dirigía los destinos de la agencia de Langley, y a quien este puso al mando de millares de luchadores muyahidín en la guerra contra la invasión soviética en Afganistán), quien a final de mes compartía con Bush el balance de sus múltiples cuentas. Y, de igual modo, el hombre que disparó contra el presidente Reagan en nombre de Jodie Foster podía haber sido cualquiera entre los cientos de miles de perturbados en busca de una rápida celebridad que verían en aquel acto una ocasión para redimirse de su propia mediocridad, y, sin embargo, quien apretó el gatillo tuvo que ser John Hinckley, hermano de uno de los responsables económicos de la campaña de George H. W. Bush por las presidenciales. De hecho, Jodie Foster ya había sufrido el acoso de un demente llamado Edward Richardson, que alegó haber seguido a la actriz por el campus de la Universidad de Yale y que, al contemplarla a través de la mirilla telescópica del rifle con el que pensaba matarla, decidió que era mejor no hacerlo por ser «tan condenadamente guapa». Ni a Jodie Foster le hubieran faltado pretendientes para el crimen, ni a Reagan tampoco. ¿Por qué tuvo que ser John Hinckley el encargado de hacerlo? ¿Había alguna razón para que su libro de cabecera fuera El guardián entre el centeno, como también había sido el libro favorito de Mark David Chapman, el hombre que en diciembre de 1981 asesinó a John Lennon («enemigo declarado», según el FBI, de la sociedad americana), y a quien la policía encontró leyendo la novela de Salinger a pocos metros de su cadáver? Y, volviendo a Sirhan Sirhan, ¿tenía algo que ver con los casos anteriores el hecho de que el asesino de Robert Kennedy pidiera insistentemente en su celda el libro La doctrina secreta, de Madame Blavatsky, para «seguir leyéndolo», y que el propio Truman Capote, en una entrevista con el asesino Bobby Beausoleil, asegurara que Sirhan le confesó haber cometido el crimen bajo control mental, o, según sus propias palabras, «teleguiado»? Posiblemente no, pero me había acostumbrado a indagar en esa red de casualidades que se tejían a lo largo del tiempo, y en mi opinión merecía la pena mencionar el asunto. Por el contrario, Hugh Thornton, el director de publicaciones en la costa oeste, creía que aquello era tirar demasiado de la cuerda.

—¿Estás sugiriendo que la muerte de Lennon y el intento de asesinato de Reagan están relacionados? —me preguntó en cuanto recibió mi artículo. Aún dudaba si publicarlo, sobre todo por las alusiones, poco veladas, a los sucesos que asociaban a la familia del entonces presidente con los Hinckley.

—No sugiero nada —le respondí, tratando de atajar el nerviosismo que percibía desde el otro lado del hilo telefónico—. Simplemente, me parecía un detalle digno de atención. Para mí es casi tan llamativo como el hecho de que Neil Bush y Scott Hinckley tuvieran pendiente una cena de negocios la noche después del crimen.

—Eso me gusta aún menos —replicó Thornton—. Puede que sea cierto, pero la manera en que lo planteas da a entender algo más de lo que significa una reunión de trabajo.

—La noticia apareció en el Houston Post del 31 de marzo. También la difundieron los despachos de la Associated Press y tuvo su espacio en la NBC News y la revista Newsweek. Incluso el New York Times del 21 de octubre recogía unas declaraciones de Hinckley, en las que este afirmaba que el intento de asesinato de Reagan formaba parte de una conspiración. Como ves, no lo digo todo, pero tampoco digo nada que no se haya dicho ya.

—Vale —dijo—, pero el contexto en el que tú lo sitúas da un sentido muy distinto a la noticia. Demonios, somos una revista menor. No estamos en condiciones de asumir el riesgo de un pleito por difamación. Y contra el presidente, nada menos. Es un buen trabajo, eso no lo discuto, pero tengo la responsabilidad de que la revista salga cada mes y no nos atraiga las iras de ningún estamento político.

—Tú lo has dicho —respondí—. Somos una revista menor. Me gustaría que fuese de otro modo, pero Hugh, si te soy sincero, dudo que esto vaya a llegar a manos del presidente.

—Nunca se sabe —dijo Thornton—. Cuando algo empieza a rodar, ya no depende de nadie hasta dónde puede llegar.

Discutimos un poco más el asunto, pero la última decisión era cosa suya, y entendí que de nada servía seguir hablando de ello si al final había resuelto cortar el artículo. En el fondo, no era tan importante en comparación al resto, y ni yo mismo estaba muy seguro de la conveniencia de publicar algo así, sobre todo porque no había sido del todo sincero con Thornton: tal vez la revista que publicaba no llegaría a las manos del presidente, pero, por lo que yo sabía, había gente cercana a él muy interesada en leer lo que sus autores escribían en ella.

Después de la charla con Thornton, no pude ocultar mi sorpresa cuando vi que el artículo, pese a todo, terminó por aparecer en su integridad. Mi asombro, sin embargo, fue mayor cuando supe que la revista tuvo que lanzar una reedición durante el mes siguiente, y que la redacción se había visto desbordada de cartas que aludían a mi artículo desde el tono más elogioso hasta las que denunciaban lo que muchos consideraban una «irresponsabilidad patriótica». Por lo visto, Hugh Thornton tenía razón y aquella piedra que habíamos echado a rodar había causado toda una avalancha. Las cartas más indignadas estaban firmadas por ciudadanos americanos que consideraban un agravio personal que difundiese aquellas sospechas sobre la figura del presidente (un reconocido patriota que había demostrado su amor hacia América con un intachable currículum como piloto de aviación en la Segunda Guerra Mundial y posteriormente como director de la CIA, un amor que desde luego yo ponía en duda), pero también se recibieron protestas de grupos judíos y musulmanes que se habían sentido ofendidos por mis apreciaciones sobre el caso Kahane y sus futuras implicaciones en las relaciones entre ambas comunidades en el seno de América. Tal vez tenían razón, y en mi esfuerzo por buscar causas y efectos estaba sobrepasando algún tipo de límite al que era más sensato no llegar. Pero también pensé que ese era precisamente el objetivo que me animaba a plantear como lo hacía la situación en la que el mundo se encontraba. Según yo lo veía, no bastaba con contar las cosas de la manera en que los demás las contaban. Había que llegar lo más cerca posible del fondo, hundir el dedo en la llaga, dejar constancia de que el mundo entero había alcanzado un punto de no retorno y que desde ese instante todo ciudadano con un mínimo sentido del deber tenía la responsabilidad de no cruzarse de brazos. En octubre de 1992, Hugh me telefoneó para decirme que mi espacio pasaría a ocupar cuatro páginas y contaría con una regularidad mensual. Podía ser una prueba de que no me estaba equivocando, pero también podía significar lo contrario: sin darme cuenta, quizá me había convertido en un escritor de temas sensacionalistas que aumentaba la tirada de las publicaciones en las que ponía su firma. El típico loco de las películas catastrofistas que avisaba una vez y otra del fin, mientras el resto del mundo lo señalaba entre carcajadas con el dedo.

Pero lo más sorprendente estaba aún por llegar. Una tarde, mientras me encontraba abstraído en un nuevo artículo, Caroline abrió la puerta de mi despacho para decirme, con una seriedad que consiguió inquietarme, que un hombre preguntaba por mí.

—¿Quién es? —dije.

—Se llama John Layfield —respondió Caroline—. No ha dicho que venga por ningún asunto oficial, pero si esto fuera una película, juraría que pertenece a la CIA.

Le pedí a Caroline que le hiciese subir. John Layfield era un joven de unos treinta o treinta y cinco años, y, tal y como había dicho Caroline, tenía el aspecto de los espías o los agentes federales de las películas. Vestía un traje oscuro, una gabardina de color crema, y en el bolsillo guardaba unas Wayfarer de pasta negra. Me estrechó la mano con una sonrisa, y lo invité a pasar al interior de mi despacho. Fue el propio Layfield quien cerró la puerta, después de echar una mirada valorativa a su alrededor.

—Me esperaba que trabajase en una buhardilla, con un telescopio en la ventana apuntando a Ophiuchus y una bola de cristal sobre la mesa —dijo—. Menos mal que al menos tiene algunos libros de astrología en las estanterías.

Casi con displicencia, desplegó su cartera y me mostró una tarjeta identificativa. Caroline no se había equivocado al sospechar su vinculación con la CIA.

—En cambio, usted no desmerece el aspecto de los espías de las novelas —respondí, más nervioso de lo que esperaba mostrarme—. ¿Es una visita oficial?

—Algo así —dijo, mientras se arrellanaba en el asiento que había frente a la mesa. Yo me senté a su vez y le ofrecí un cigarrillo—. No, gracias. Espero no tener que robarle demasiado tiempo. ¿Estaba trabajando en un nuevo artículo?

—Casi he terminado —dije—. Tardo más en revisar que en escribir, pero ya le voy cogiendo el tranquillo.

—No debe de ser fácil escribir lo que usted escribe.

—No lo es. Lo más laborioso es el proceso de documentación, encontrar el artículo adecuado con la cita adecuada. Cuando eso está hecho, lo demás viene por sí solo.

—Eso es todo un don —dijo, sonriendo abiertamente.

—Quizá suene más interesante de lo que en realidad es. Pero, por lo visto, soy el único en opinar así. ¿Ha venido para hablar de mis artículos?

—Entre otras cosas. —Sacó una libreta del bolsillo interior de la chaqueta y la abrió sobre su regazo—. Por lo que sabemos, recientemente ha sido objeto de las amenazas de algunos grupos proislámicos, a causa de los artículos que ha escrito.

—No tengo constancia de ello —repliqué, encogiéndome de hombros—. Lo único que he recibido han sido cartas de protesta, pero no sé de ninguna amenaza, directa o indirecta, ni de esos grupos ni de ningún otro.

—¿De veras? —dijo sin levantar la vista, hojeando su libreta—. ¿Conoce a un hombre llamado Mahmud Abouhalima?

—Es el tipo que conducía el taxi en el que el asesino de Meir Kahane debía escapar. Lo conozco tanto como cualquier americano que se preocupe de leer los periódicos.

—¿Qué me puede decir de él?

—Que yo sepa, eso es todo lo que puedo decir. ¿Adónde quiere llegar?

John Layfield cerró la libreta, volvió a guardársela en el bolsillo y durante unos segundos me observó fijamente, sin decir nada.

—¿Ha solicitado usted protección policial?

—Sinceramente, no creo que la necesite.

—¿No? —dijo—. En Londres su hija sufrió un intento de secuestro, enviaron a su domicilio un paquete bomba que estaba dirigido a su nombre. ¿No teme que puedan repetirse esos actos?

Oí a Vera al otro lado de la puerta, subiendo a todo correr las escaleras y encerrándose en la habitación de al lado.

—¿Sabe algo que yo no sepa? —pregunté. De pronto, sentí que el corazón redoblaba sus latidos en mitad de mi pecho.

—Nada de eso —sonrió Layfield—. Precisamente, si queremos contar con su trabajo es porque parece ser usted quien sabe algo que nosotros no sabemos.

—Le rogaría que fuera menos críptico, señor Layfield. ¿De qué demonios está hablando?

—Se lo preguntaré de nuevo. ¿Qué puede decirme de Mahmud Abouhalima?

—Acabo de responderle a eso. Lo único que sé de él es lo que han dicho los periódicos. Más allá de eso, sé tan poco de Abouhalima como de usted.

—Sé lo que han dicho los periódicos —replicó Layfield—. Pero usted no lee las noticias como las leo yo, o cualquiera que yo conozca. Usted es capaz de reparar en ciertos detalles que pasan por alto a la mayoría, y relacionarlos entre sí como si formasen parte de la misma cosa, por dispares que puedan parecer, hasta dar con algo que siempre está demasiado cerca de la verdad. Se lo he dicho, es todo un don. Y un don con el que nos gustaría contar. Así que hagamos una cosa —dijo, mientras se incorporaba de la silla y apuntaba algo en un pedazo de papel—. Medite la pregunta que le he hecho y envíeme una respuesta a esta dirección. Puede hacer lo que le venga en gana: escribir la primera tontería que se le ocurra o decirme otra vez que no sabe nada. Por supuesto, también puede escribir algo muy diferente, y en ese caso, tenga por seguro que le estaremos muy agradecidos. Como usted dijo en uno de sus artículos, cualquier americano tiene hoy más que nunca una responsabilidad con su país, y créame: me gustaría pensar que no hablaba por hablar.

Layfield me tendió la hoja, inclinó la cabeza a modo de despedida y abandonó mi despacho. La dirección era un apartado de correos de Baltimore, pero, para el caso, pensé que igual podía haberme dado una dirección postal de la luna. Asomé entre los visillos al escuchar la puerta de la calle, y vi a Layfield envolviéndose en su gabardina y subiéndose las solapas mientras atravesaba la calzada de Warren Avenue hacia la Boston School of Arts y enfilaba el camino a su coche. Miré cómo el vehículo se perdía por la calle Dartmouth y durante unos minutos me quedé junto a la ventana, hasta que Caroline llamó a la puerta, entró en mi despacho y me preguntó quién era el hombre que se había presentado con el nombre de John Layfield.