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Tardé todavía unas semanas en decidirme a dar una respuesta a la petición de Layfield. En realidad, Layfield estaba en lo cierto y yo sabía algo de Mahmud Abouhalima que los periódicos occidentales no habían llevado a sus artículos sobre la muerte de Kahane. En un diario de Pakistán, publicado en septiembre de 1989, Abouhalima era mencionado como un ejemplo para el pueblo musulmán por unirse a la lucha de los muyahidín contra los soviéticos en el conflicto afgano. El motivo de poner a Abouhalima como símbolo de valor frente a otros muchos civiles que, al igual que él, habían decidido abandonar una vida tranquila por acudir al campo de batalla radicaba en el hecho de que Abouhalima no había dejado de ser un fervoroso islamista, pese a haber vivido durante años rodeado por las peores tentaciones de Occidente. En el momento en que se unió a la lucha armada, Abouhalima trabajaba como taxista en la ciudad de Nueva York, estaba casado con una mujer alemana llamada Marianne Weber, convertida tras su matrimonio al islam, y dedicaba sus horas libres al cuidado de los refugiados afganos que llegaban en hordas al Centro Alkifah de Refugiados en Brooklyn (cuya fundación, por cierto, había corrido a cargo del propio Osama bin Laden). Los relatos de los refugiados hicieron mella en el susceptible Abouhalima, que no dejaba de recordar con creciente culpabilidad su occidentalizada existencia en Múnich, entre 1981 y 1985, en lo que sin duda hubiera significado una caída en el vacío de la corrupta vida occidental de no haber mediado su implacable fuerza de voluntad, un afortunado reencuentro con el Corán y una religiosidad más activa y comprometida que nunca: tan comprometida, quizá, como la que vivió en Egipto, su lugar de nacimiento, cuando se unió al grupo ilegal Al-Gama’a al-Islamiyya del jeque Omar Abdul Rahman (erudito del islam, además de profesor de Teología en la Universidad de al-Azhar en El Cairo) y coqueteó con la idea de asesinar al presidente egipcio Anwar al Sadat, algo en lo que varios miembros de Al-Gama’a se involucrarían finalmente cuando Abouhalima ya llevaba meses instalado en Múnich. Es posible que allí contactara con grupos radicales como los que dirigían Zaid y Abdelghani, pero de ser así su vinculación con ellos no pasaría de ser superficial, anecdótica, y, de hecho, fue únicamente al marchar a Nueva York y tratar a los miembros de la resistencia muyahidín que había conocido en el Centro Alkifah cuando decidió que su existencia únicamente tendría sentido si se sacrificaba por el pueblo afgano.

Los meses que permaneció en el campo de batalla le sirvieron no solo para endurecerse, sino también para demostrar que era «un musulmán y no una oveja», como prometió antes de su partida. A su regreso a Brooklyn, Abouhalima se había ganado el respeto de los activistas musulmanes afincados en Nueva York, donde seguía vistiendo las ropas militares que había empleado en Afganistán, pero, más allá de lo que pregonaba su atuendo, la progresiva fanatización sufrida durante la contienda bélica iba a mostrarse de un modo cada vez más enconado en sus constantes disputas con Mustafá Shalabi, el hombre que lo había ayudado en el proceso de inmigración a los Estados Unidos. Poco antes de que le mandase mi informe a Layfield, el nombre de Abouhalima sonó con fuerza entre los sospechosos de haber asesinado a Shalabi, lo que permitió que Abdul Rahman (ya ciego y casi inválido, y, pese a ello, acusado de planificar los intentos de asesinato del primer ministro egipcio Hosni Mubarak y del escritor Naguib Mahfuz) se convirtiera en líder indiscutible de la comunidad musulmana en Nueva York. En el informe añadí que, si bien la versión oficial apuntaba a que Rahman había entrado en los Estados Unidos por un presunto error en el control de aduanas, en realidad lo había hecho con la colaboración de la CIA, que lo recompensaba con aquel pase bajo cuerda por su lucha contra los soviéticos en Afganistán.

Layfield no contestó a mi informe, pero eso era algo con lo que yo ya contaba. Al contrario que Matthews, yo no consideraba que mi única opción fuera colaborar con la CIA, o con los agentes encubiertos de Weinberger, si es que las teorías de Matthews tenían algo de cierto. Simplemente, quería saber adónde conducía todo aquello. Aunque suene estúpido, tenía la esperanza de que los mensajes que enviaba a Layfield servirían para propiciar un cambio de actitud en la política del gobierno, demasiado condescendiente con los grupos más radicales del movimiento islámico y no menos benévolo con los extremistas judíos, lo que situaba al país en el centro de un conflicto de fuerzas que ya empezaban a extender el escenario bélico más allá de su epicentro en Oriente Medio. Era lo menos que podía suponer, cuando la propia CIA parecía incapaz de leer convenientemente la situación actual y, de una manera extraoficial, se veía obligada a recurrir a elementos ajenos a su red de informadores para reconsiderar cada acontecimiento desde un nuevo punto de vista. Por supuesto, no me consideraba un espía, ni siquiera un informador, y mucho menos un traidor al gobierno, si acaso era cierto que entre los agentes leales de la CIA se emboscaba un grupo alternativo bajo el control de la antigua Administración Bush y era a ellos a quienes enviaba mis mensajes. En los términos más sencillos en que pude ponerlo, creía tener una responsabilidad con el mundo en el que vivía, y si no contaba lo que sabía, más allá de lo que permitían las páginas de las revistas en las que publicaba mis artículos, sería en cierto modo un responsable más de lo que ocurriese en el futuro. Aunque, visto de esa manera, puede que fuera verdad lo que Matthews afirmaba y tampoco a mí me quedara la opción de actuar de otro modo.

Durante los siguientes meses seguí enviando informes a la dirección de Baltimore que Layfield me había facilitado en nuestro primer encuentro. Hasta finales de 1992, me centré en definir las relaciones de algunos miembros de la comunidad musulmana más radical instalada en la costa este con los grupos islámicos asociados a la ideología de Sayyid Qutb y sus más acérrimos seguidores. No era tanto una acusación como una llamada a la alerta, y en especial ahora que el mundo comenzaba a ser consciente de que la política exterior de los Estados Unidos había tenido mucho que ver en el proceso de creación, y fanatización, de los grupos más violentos. Aquel proceso, como escribí en mis artículos sobre Kahane, había comenzado en 1953 (primero la caída del presidente de Irán, Mohamed Mossadegh, con ayuda de la CIA, luego las movilizaciones de radicales musulmanes para recuperar el control del país, y por último la llegada de Jomeini al poder y el nuevo golpe de mano por parte de América, esta vez en Irak, para tratar de restaurar el equilibrio de fuerzas en Oriente Medio) y se prolongaba hasta 1991, año en el que los Estados Unidos, ya sin el cobijo de los blowback, declaraban la guerra a Irak para liberar a Kuwait de su asedio y hacerse con el control de sus instalaciones petrolíferas. Aún era pronto para ocupar Irak (y quedarse también con sus reservas de crudo, dicho sea de paso), pero de momento serviría muy bien a los fines de Washington controlar los pozos kuwaitíes, evitándose así un nuevo golpe de mano como el sufrido en la década de los setenta al dejar, en palabras de Kissinger, algo tan vital como el problema del petróleo en manos de un puñado de árabes.

En febrero de 1993, sin embargo, América sufrió en sus propias carnes la prueba más evidente de que, si las cosas iban mal, aún podían ir a peor. El 26 de febrero, un camión cargado de explosivos detonaba en el aparcamiento del World Trade Center, bajo las Torres Gemelas, matando a seis personas y causando heridas a varias decenas más. La explosión no había provocado demasiados daños, en comparación con lo que podría haber ocurrido si el camión hubiera sido estacionado solo unos metros más lejos de donde se encontraron sus restos: de haber explosionado allí, aquello hubiera supuesto la caída de una de las torres y quizá el derribo de la torre opuesta, en el nada improbable caso de que el colapso de la más afectada hubiera sido lateral. La cifra de muertos habría superado los doscientos mil, sumando los ciento cincuenta mil trabajadores del World Trade Center y los más de cincuenta mil turistas que visitaban a diario el edificio y sus alrededores. La noticia me produjo una conmoción aún mayor cuando se anunció la detención del primer sospechoso del atentado: un pelirrojo de aspecto brutal, veterano en la guerra de Afganistán, llamado Mahmud Abouhalima. Abouhalima negó toda relación con el atentado, pero algunos testigos afirmaron haberlo visto en la tienda de música clásica J&R Music, justo enfrente de las dos torres, observando los efectos de la explosión con un visible gesto de decepción, no solo como si hubiera esperado que aquello sucediese sino también como si le asombrase comprobar que la detonación había causado tan escasos daños. Aun así, su condena se apoyaba exclusivamente en la declaración del único testigo de la acusación, el empleado de una gasolinera de Nueva Jersey que trabajaba en el turno de noche cuando Abouhalima, aparentemente, repostó en su estación el camión cargado de explosivos. Lo curioso del caso es que cuando al empleado se le pidió señalar desde el estrado al hombre que había visto en la gasolinera, se dirigió a uno de los miembros del jurado alegando que «era una persona parecida a esa», en lugar de apuntar directamente a Abouhalima. Pese a la fragilidad de aquella prueba, Abouhalima fue condenado a cadena perpetua en la prisión de alta seguridad de Lompoc, California.

A partir de entonces, los acontecimientos empezaron a sucederse con una frecuencia aterradora. El 24 de febrero de 1994, la noche anterior a la celebración del Purim, el radical judío Baruch Goldstein asesinaba en Hebrón a una treintena de musulmanes que habían acudido a rezar en la Tumba de los Patriarcas. Goldstein, mano derecha del rabino Meir Kahane y doctor en Medicina nacido en Brooklyn, acudió a la parte judía del santuario en el que desde el siglo VII se había asentado la mezquita de Abraham para escuchar junto al resto de fieles la lectura del Rollo de Esther, un rito tradicional que se celebraba en la víspera del Purim. Oyó entonces que desde el lado musulmán del santuario un grupo de jóvenes árabes gritaban itbah al-yahud —«matad a los judíos»—, sin que los guardias del gobierno israelí hiciesen nada por impedirlo. Airado, abandonó el santuario y regresó a él armado con un rifle Galil que escondía en el interior de su abrigo. Se adentró en el santuario por el lado musulmán y disparó ciento once descargas contra la muchedumbre que rezaba arrodillada en el suelo. Los que pudieron evitar los disparos se abalanzaron entonces sobre Goldstein, le arrebataron el arma y lo lincharon hasta morir. La derecha judía, que consideraba que Goldstein no había asesinado a un puñado de inocentes en el santuario de Hebrón, sino a «Haman, a Hitler y Arafat, vengando a los judíos» en un recordatorio de su victoria sobre los amalecitas (precisamente, lo que recordaba el Purim), convirtió la tumba de Baruch Goldstein en lugar de peregrinación y un santuario para quienes creían ciegamente que había que aplastar de una vez por todas al enemigo musulmán. En el informe que remití a Layfield rememoré el asesinato de Kahane en Nueva York, la implicación de Abouhalima en aquel crimen como conductor del taxi en el que Nosair debía escapar y el atentado al World Trade Center, supuestamente orquestado por el propio Abouhalima. Una vez más, todo tenía que ver con todo, al menos para quien indagase un poco más allá de la superficie.

Layfield no contestó a aquel informe, como tampoco lo hizo al que le remití un año después. El 19 de abril de 1994, un miembro del movimiento ultrarreligioso Identidad Cristiana (que defendía el regreso de la nación americana a una especie de «orden cristiano», basándose en las constituciones declaradas por los gobiernos protestantes de las primeras colonias, y que varios años atrás, como me había contado Lizzie, promovieron las quemas públicas de discos) causaba la explosión de un edificio federal en Oklahoma City, asesinando a ciento sesenta y ocho personas e hiriendo a más de quinientas que trabajaban en sus dependencias. En cierto modo, podía pensarse que el atentado contra el edificio Murrah, sede de la Oficina Federal de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego, no era más que la obra de un perturbado, y que aquello poco tenía que ver con la actividad sísmica producida por el choque de fuerzas entre fanáticos religiosos y gobiernos con vocación invasora, algo que, al fin y al cabo, era de lo que versaban los informes que le enviaba a Layfield. Nada más lejos de la verdad: Timothy McVeigh, autor material del atentado en el edificio de la AFT, no solo era un veterano de la guerra del Golfo, lo que ya de por sí lo convertía en otro de los peones manejados por el gobierno americano en su lucha por el control de los hidrocarburos en Oriente Medio; más allá de eso, su apoyo a la ideología combatiente de Identidad Cristiana otorgaba a su acto un significado mayor, y él mismo lo había definido como una llamada de atención a la Administración Clinton para que defendiese los valores cristianos frente a la amenaza que suponía la radicalización en suelo americano de algunos sectores judíos y musulmanes, sobre todo tras la pésima gestión del presidente en el caso Waco, que había acabado con la vida de varias decenas de hombres, mujeres y niños pertenecientes a lo que para McVeigh era una inofensiva y envidiable comunidad religiosa, similar en su opinión a la de los primeros cristianos. Además, McVeigh había demostrado sobradamente su odio hacia los musulmanes durante su servicio en Irak: sus compañeros lo recordaban como un tipo de gatillo fácil, que igual podía presumir de decapitar iraquíes con el cañón de un tanque a más de mil metros de distancia como de sus macabras andanzas por el campo de batalla, fotografiando los restos de sus enemigos cuando ni siquiera el combate había tocado a su fin.

Al igual que Mahmud Abouhalima, a la vuelta de sus aventuras bélicas McVeigh se paseaba enfundado en ropas de combate, como si la guerra no hubiera acabado para él; y, al igual que el asesino de John Lennon, Sirhan Sirhan o el propio John Hinckley, McVeigh también había encontrado una insólita fuente de inspiración para el atentado de Oklahoma en un libro popular, en su caso, una novela casi desconocida que en pocos años alcanzó las doscientas mil copias vendidas, pese a que su distribución no llegó a rebasar ciertos círculos underground, desde las exhibiciones de armas hasta los catálogos de venta por correo. The Turner Diaries, publicada en 1978 por William Pierce, un propagandista del partido nazi americano y posterior fundador de una sociedad de corte apocalíptico llamada Comunidad Cosmoteísta (y con el que McVeigh mantuvo algunas conversaciones telefónicas en vísperas del atentado), relataba la historia de un grupo de rebeldes por la libertad —la Orden— que se debatían en una lucha sin cuartel contra un gobierno dictatorial, amalgamado de judíos y liberales perversos de las altas esferas de la sociedad y la política americana. En una de las escenas del libro, que McVeigh utilizó como inspiración para la puesta en escena de su atentado en el mundo real, varios miembros de la Orden hacían volar un edificio federal utilizando para ello un camión cargado con casi dos mil doscientos kilos de nitrato de amonio y gasolina. El camión empleado por McVeigh utilizaba poco más de dos mil kilos de una mezcla idéntica, que transportó hasta el edificio de la AFT, convenientemente envuelta en lonas, de un modo similar a como el libro describía el golpe ejecutado por la Orden. Quienes no supiesen nada de la obsesión de McVeigh por la obra de Pierce podrían considerar aquello una simple casualidad. Lo que no era una casualidad, sin embargo, es la fecha que escogió para volar el edificio Murrah: el 19 de abril se conmemoraba en Nueva Inglaterra el Día del Patriota, el mismo día, precisamente, en el que dio comienzo la Revolución americana en 1775, el mismo día en que los nazis acabaron con la población judía en el gueto de Varsovia en 1943, el mismo día en el que la comuna de los davidianos afincada en Waco, Texas, ardía bajo la atenta y condescendiente mirada de un comando del FBI y de la AFT; el mismo día, también, en el que Richard Wayne Snell, un activista de Identidad Cristiana que había planeado volar el edificio Murrah en 1983, sería ejecutado en una cárcel federal donde cumplía condena por homicidio.

Para muchos de quienes conocieron la noticia, aquella concatenación de fechas sí era un producto de la casualidad, como también lo eran ciertas reverberaciones en el pasado de otros dos sucesos que habían tenido lugar en 1993, unos meses antes del atentado de McVeigh en Oklahoma City. El 31 de agosto, la detonación de un coche cargado de explosivos, obra de los separatistas indios sij, hacía saltar por los aires un aparcamiento en Chandigarh, asesinando al gobernador del Estado, Beant Singh, y a quince de sus ayudantes y guardaespaldas. Llamaba la atención que uno de los asesinos que acabaron con la vida de Indira Gandhi, el 31 de octubre de 1984, también se llamara Beant Singh. Y también parecía obra de la casualidad que la madrugada del 5 de noviembre, exactamente tres años después del asesinato de Meir Kahane en la ciudad de Nueva York, el primer ministro israelí Isaac Rabin cayera abatido por los disparos de Yigal Amir, radical judío, estudiante universitario y soldado retirado, ante el ayuntamiento de Tel Aviv, desatando el pánico entre las más de cien mil personas que habían escuchado el mensaje de paz de Rabin en la explanada de la universidad tras el acuerdo firmado con Arafat. En el momento de su detención, Amir declaró que había actuado cumpliendo las órdenes de Dios. Como Abouhalima, como McVeigh, incluso como Weinberger durante la Administración Reagan, él solo era un mediador entre los hombres y el Todopoderoso. Apretar el gatillo era una manera como otra cualquiera de transmitir su mensaje.

Aquella fue la única vez que pedí a Layfield una respuesta. Por primera vez, me sentía realmente inquieto por el cariz que estaban tomando las cosas, y lo único en lo que pensaba era en volver a tener noticias suyas, saber que al otro lado estaba él, comprendiendo adecuadamente mis mensajes, desentrañando el significado oculto de aquellas botellas lanzadas al vacío cuyo sentido final, al menos a mí, se me escapaba. Pero Layfield no contestó. Matthews tampoco respondía a mis llamadas, y un tanto alarmado telefoneé a Thornton, con la esperanza de que su habitual tono desenfadado espantase mis temores. Para Thornton, sin embargo, era como si a Matthews se lo hubiese tragado la tierra. Llevaba meses sin saber de él, dijo, e incluso el servicio de correos le había devuelto los últimos cheques que le había remitido a su dirección en Los Ángeles. Empecé a pensar lo peor, y fue entonces cuando decidí confiarle cuanto había ocurrido hasta la fecha, mis contactos con Layfield y los de Matthews con O’Hara. Thornton reaccionó con sorpresa, primero una estrepitosa carcajada, luego mostrando sinceramente su enojo. Para él, aquello era descabellado. Que la CIA hubiese contactado con dos articulistas de una revista de difusión menor para salvaguardar los intereses de la nación se le antojaba tan ridículo que, no sin razón, opinó que tanto Matthews como yo habíamos llegado demasiado lejos al dar aquella trascendencia a nuestros escritos. Estaba verdaderamente enfadado, y solo entonces empecé a darme cuenta de lo estúpido que sonaba todo aquello. Hasta ese momento había aceptado ciegamente cuanto Layfield me había dicho, había aceptado mi responsabilidad con el destino del mundo. Y, de un modo u otro, eso me ponía a la altura de los locos sobre los que había escrito en mis artículos. Dios no había hablado para mí, pero también yo me había creído el depositario único de una verdad superior que servía para poner orden en el caótico universo que unos y otros se empeñaban en hacer suyo, casi siempre, como se veía, con trágicos resultados.

—Hemos sido un par de idiotas —admití—, y me parece increíble lo tonto que suena todo esto.

—Lo único que espero es que no os hayáis metido en algún lío —replicó Thornton—. Ni tú sabes quién es ese Layfield ni seguramente Matthews sabe quién es O’Hara, y, sinceramente, dudo mucho que sean agentes de la CIA. Tal y como están las cosas, podrían ser un par de locos con sus propios proyectos para el orden mundial que han tomado a otros dos locos como profetas. No estaría de más que pusieras el asunto en manos de la policía.

—Creo que eso es sacar las cosas de quicio, Hugh —dije—. Puede que se trate de unos bromistas, y nada más que eso. Incluso si fueran unos locos, no sé qué beneficio podrían obtener de nuestros informes.

—Eso no lo sabemos —respondió Thornton—. Pero Matthews lleva meses desaparecido, y a menos que ahora viva en las Bahamas con nombre supuesto y gastos pagados por la CIA, una cosa bien podría tener que ver con la otra, ¿no te parece?

No quise admitirlo, al menos ante Thornton, pero aquello sonaba incluso demasiado probable. Decidí que solo había una manera de comprobarlo, y un par de semanas después, en vísperas de Año Nuevo, envié un nuevo informe a Layfield, aunque esta vez no escribí nada en él: me contenté con remitir una fotocopia del recorte de prensa del New York Times, publicado el 21 de octubre de 1981, donde Hinckley declaraba formar parte de una conspiración para matar al presidente Reagan. Un día después de enviar el sobre, cogí un vuelo nocturno a Baltimore y me registré en un hotel cercano a la estafeta en la que Layfield mantenía el apartado de correos al que yo debía despachar mis informes, en las inmediaciones de la Universidad Johns Hopkins. Durante los siguientes seis días pasé las mañanas y las tardes en un pequeño café emplazado frente a las oficinas, observando atentamente a la gente que entraba y salía de allí, cruzando los dedos por que Layfield actuase por su cuenta y no contase con recaderos para comprobar si había llegado alguna carta a su buzón privado. Según me habían informado en la estafeta de Marlborough Avenue, Boston, el envío tardaría entre cinco y seis días en arribar al despacho de Baltimore, pero confiaba en que Layfield fuera lo bastante diligente y acudiera allí al menos una vez por semana. Sin embargo, a medida que pasaban los días empecé a desconfiar de mi plan. Si Layfield no actuaba solo, mi única opción para llegar hasta él habría sido esperar a sus emisarios en el interior de la estafeta, pero desde el primer momento supe que tenía que descartar esa posibilidad: el despacho de correos de Baltimore no era un lugar demasiado espacioso como para pasar desapercibido, y lo último que deseaba era que Layfield me sorprendiese aguardándolo allí, si era él quien al final se presentaba, o despertar sospechas entre los funcionarios. Así que esperé y esperé. Y una mañana, cuando pensé que era inútil seguir esperando, Layfield, por fin, apareció.

Lo reconocí al instante, a pesar de que solo lo había visto una vez en mi vida. Layfield dobló tranquilamente la esquina, y se confundió entre la gente que caminaba ante la fachada de la estafeta con la vista clavada en el suelo y cierto aire distraído, como si aquello fuera una rutina cotidiana en su vida. Eran las once y media del 6 de enero de 1995, cuando más atestadas estaban las calles de oficinistas que iban de un lado a otro, con sus teléfonos móviles pegados a la oreja y un café humeante en la mano. Layfield, en cambio, parecía un turista desorientado, un trabajador por cuenta propia o un desempleado aburrido que acudía a fichar un día más en la oficina de empleo: cualquier cosa excepto el agente de la CIA que me había visitado en mi propia casa. Vestía un abrigo marrón, unos pantalones vaqueros y unas botas estilo militar, y solo el hecho de que se presentara con aquella indumentaria en horario laboral me despojó de las pocas esperanzas que tenía de que todo fuera cierto, Thornton estuviera equivocado y Layfield fuese realmente quien me había dicho que era. El corazón me redoblaba en el pecho mientras contaba los minutos que se entretuvo en las dependencias de la estafeta, y pude imaginarlo perfectamente revisando el correo de la mañana, barajando como cualquier otro día el montón de publicidad, las bolsitas de publicaciones a las que estaría suscrito y los sobres de facturas en busca del único envío que le podría suponer un desafío, el único que aguardaría con verdadera impaciencia, aunque también, probablemente, le haría sonreír entre dientes.

No es necesario que me extienda mucho más en los detalles. Cuando Layfield abandonó la oficina, salí apresuradamente del café y lo seguí a lo largo de varias calles hasta un retirado edificio de apartamentos, donde permaneció durante seis o siete horas. Después, cuando ya empezaba a anochecer, lo vi salir por la misma puerta por la que había entrado. Aguardé todavía un buen rato hasta decidirme a entrar, temiendo que aquel tipo hubiera recordado algo por el camino y volviera sobre sus pasos, para descubrir su apartamento allanado por quien menos esperaría encontrar. Por suerte, localizar el piso de Layfield no iba a ser complicado. En eso, al menos, no me había mentido, y el nombre con el que se había presentado ante mí era el mismo que aparecía en el buzón de uno de los apartamentos del cuarto piso. Subí las rechinantes escaleras con el corazón en un puño, tratando de aferrarme a cualquier indicio de normalidad que mi despacioso ascenso me fuera mostrando. Pero era inútil: para entonces ya era consciente de que me estaba adentrando en otro mundo, y toda esa naturalidad aparente de las cosas que, a primera vista, ocupaban su lugar correspondiente (las puertas y los nombres en las puertas, los edificios de vecinos en amables e inofensivos espacios públicos) se desvaneció desde el instante mismo en que empujé con el hombro el desconchado portón que daba al apartamento de Layfield. Aquel, sin duda, era uno de los círculos del infierno en la tierra. El lugar no era más que una habitación, con un lavabo y una pequeña cocina a un lado, pero el uso de todas aquellas cosas familiares (un grifo goteante, una silla, un hornillo eléctrico) había sido profanado y envilecido por algo que me costaba considerar humano. Por todas partes las paredes se hallaban cubiertas con recortes de periódicos, símbolos religiosos y alquímicos, fotografías de cadáveres y asesinos en serie y páginas arrancadas de la Biblia, y cada pequeña cosa estaba relacionada con la siguiente por cientos y cientos de líneas y rayas, una enrevesada madeja de flechas de colores que apuntaban a quién sabía qué terribles acontecimientos, qué fechas marcadas a fuego en la memoria colectiva de los hombres o qué cifras de algún calendario futuro que la humanidad ya no podría olvidar.

Permanecí allí tan solo unos minutos, diez, doce como máximo, pero todo cuanto recuerdo de aquel momento —el tictac de decenas de relojes, los olores a comida pasada y cañerías atascadas, los ruidos que procedían del otro lado de la puerta— aún me produce escalofríos. El apartamento de Layfield era la clase de lugar en donde solo podía vivir alguien que desde hacía mucho tiempo había perdido el control absoluto sobre su propia mente. Había montones de papeles esparcidos por el suelo, anegando la superficie de un escritorio, cubriendo por completo un sillón en el que también asomaban algunas latas de comida, rebosantes de colillas y judías podridas. Con una punzada en el corazón, reconocí varios de los informes que le había enviado a lo largo de los dos últimos años. Estaban unidos por un clip, junto con los sobres que utilicé para remitirlos. Los separé del montón y los guardé en el bolsillo interior de mi abrigo, tratando de contener las náuseas que sentía en la boca del estómago. Vi sables confederados, pistolas alemanas y cruces gamadas, fotografías de personas que no pude reconocer y revistas esotéricas, mapas de un buen número de ciudades americanas y publicaciones sobre armas. Pese al caos aparente que parecía dominar el lugar, todo era tan funcional, todo estaba tan celosamente dirigido a cumplir su propósito, que me sentí asqueado de Layfield, de mí y de cuanto me asemejaba a él. En cierto modo, lo que vi en la casa de Layfield fue como una revelación, y me horrorizó darme cuenta de hasta dónde había llegado en lo que me empeñaba todavía en calificar como una búsqueda de la verdad. Puede que yo no fuese un fanático como lo era él, el tipo de individuo feroz y vocinglero que no vacilaría en empuñar un arma por defender sus ideas, pero, de alguna manera, mi vida era demasiado parecida a la suya, y en aquel instante no encontré ninguna diferencia entre proclamar la llegada del apocalipsis desde un humilde escritorio y liberar ante la multitud un cargador lleno de balas. Desorientado y con las fuerzas justas, salí del apartamento de Layfield, bajé los peldaños dando tumbos y llegué a la calle. Vomité entre ruidosas arcadas, apoyado en una farola, llorando sin saber bien por qué, sin casi darme cuenta de lo que hacía.

No denuncié a Layfield, no hablé con la policía, ni siquiera mencioné a Caroline nada de lo que me había llevado a Baltimore. Dejé de escribir mis informes, quemé las cartas y los mensajes que había remitido a aquel tipo, e incluso me deshice de todos los libros, periódicos y cintas de vídeo que almacenaba en casa: todo ello para asombro de Caroline, que sin embargo vio mi inexplicable rapto con buenos ojos, sin una sola crítica, sin preguntarme el motivo de mi repentina urgencia en borrar las huellas de mi pasado. Durante un tiempo viví con el miedo metido en el cuerpo, aterrado por la idea de que Layfield volviera a aparecer en mi vida. No lo hizo, pero solo después de un año he podido seguir adelante pensando que aquello, todo lo que había sucedido antes de conocerlo y lo que sucedió desde entonces, no había ocurrido nunca.

Que mi vida, de alguna manera, empezaba otra vez desde el principio.