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En la época en que lo conocí, Neil vivía en una casa ocupada, un edificio de tres plantas tomado por sujetos de la peor calaña que, básicamente, utilizaban aquel lugar como un refugio para dormir a cubierto, pues la mayor parte del tiempo vivían en la calle, robando bolsos a las abuelas, trapicheando con drogas, levantando coches y, en algún caso, tanteando por pura inercia los delitos mayores. A Neil no le inquietaba aquella compañía, pero el resto de la banda no compartía su opinión: dormir entre bolsas de basura, perros pulgosos, comida podrida y sacos rajados en los que menudeaban las jeringuillas, propias o ajenas, no era su idea de una vida de éxito. Neil, sin embargo, sentía una atracción casi orgánica por aquel ecosistema violento: le fascinaba observar a sus habitantes, mezclarse entre ellos y tomar cumplida cuenta de sus hábitos y sus conversaciones. La mayoría, a decir verdad, iba y venía y después de unos días por la casa nunca se les volvía a ver. Eran casos claros de lo que entre el gremio de okupas denominaban «la Santa Trinidad de la Puerta de Atrás», tipos que daban con sus huesos en la cárcel, que habían sido abatidos por la policía o sus compañeros de delito, o que por fin habían decidido abandonar la penosa vida en la ciudad en busca de horizontes menos hediondos que aquellos en los que sus novias, todas ellas invariablemente famélicas, tatuadas y drogadas, iban trayendo hijos al mundo. Esos eran los que se despedían a lo grande, los reyes del adiós escénico, el club de amigos del golpe de teatro: en cambio otros, con más prisa y menos imaginación que el resto para irse, lo hacían dejando un molesto cadáver en la bañera, agarrotado, encabritado, con el alma cosida a una última galopada de heroína y el cuerpo —cada vez menos cuerpo— embargando con su presencia el único lugar de la casa donde uno podía sentirse más humano, limpio de la mugre de los días.
Aquello era lo que peor llevaba Neil: los muertos de la bañera, la hermandad de difuntos que decidían despedirse de la existencia en aquel triste catafalco de loza. Podían permanecer ahí durante días, con la aguja hipodérmica hilvanándolos todavía a su último sueño, boquiabiertos, tranquilos, recorriendo sin prisas ese despacioso tránsito a la viscosidad final de los cuerpos que no han sido entregados a la tierra, mientras la gente meaba a su lado o charlaba en el descansillo, cuando no tomaban al muerto como interlocutor de sus aspiraciones y desdichas en algún absurdo diálogo en el que nunca faltaban las réplicas y contrarréplicas, incluso los abrazos de corazón y las discusiones monumentales. Aquello duraba lo que diese de sí la ventilación del baño, o bien hasta que alguien resultaba ser más observador que el resto y decidía amortajar el cadáver con la cortina de la ducha. En el caso de que empezase a oler, se le arrojaba a un vertedero y listos. El siguiente paso consistía en sortear sus pertenencias democráticamente en el seno de la comunidad: ropas y relojes, zapatos y joyas, novias y amantes. Todo lo demás, y en particular aquello que pudiera identificarlo (tarjetas de la seguridad social, documentos, pasaportes, dientes postizos), se quemaba en un barril metálico que presidía el jardín trasero o, en casos muy especiales, se pasaba por la picadora de la cocina. Pero aquel sistema, de tan rústico, también tenía sus fallos. La única vez que Neil se molestó en cocinar algo en aquella casa se encontró con que en el interior de su hamburguesa había un tal Jay Rooks, observándolo con recelo desde las profundidades de una fotografía plastificada, cien años más viejo que el filosófico cadáver que aquella mañana él mismo había ayudado a cargar en una furgoneta, chapoteando entre el barro y preguntándose qué terrible demonio había escondido Dios en el corazón de los hombres para que uno terminara acostumbrándose a aquello. Por suerte, no siempre te tocaba despachar un muerto, así que lo normal era que con el trabajo de picadora, lo que podría llamarse la parte burocrática del asunto, terminara todo.
Además de otros artilugios modernos (un secador de pelo, un televisor, un vídeo VHS y una tostadora, aparte de las guitarras de la banda), en la casa también había un teléfono, que por supuesto funcionaba porque algún inquilino anterior se había entretenido en pinchar con un cable las líneas que vertebraban el subsuelo del vecindario. Con su aspecto de quelonio trepador, de inocente molusco, el aparato dormitaba en una pared del pasillo, sin otra utilidad aparente que la de indicarle a la compañía telefónica lo fácil que resultaba estafarla. Cada cierto tiempo, cuatro o cinco tipos ataviados con un mono rojo se internaban en las alcantarillas para cortar el cable, y entonces la casa volvía a perder toda comunicación con el exterior, hasta que alguien reparaba casualmente en ello y, como por arte de magia, la línea aparecía otra vez puenteada con un nuevo cable. Era una guerra diaria, un constante tira y afloja. Había a quien aquello le parecía la mar de divertido, una suerte de ajedrez por correspondencia, pero a otros los sacaba de sus casillas, especialmente a los traficantes de drogas que utilizaban el teléfono para poner hora a sus repartos, delincuentes que habían alcanzado tal grado de prosperidad en el gremio como para permitirse el delito con servicio a domicilio.
El mayor perjudicado por los cortes de teléfono era un tipo larguirucho, flaco, de ojos azules y dientes desparejados llamado Scott Burkin. Descendiente de una familia de pescadores de una remota isla escocesa, cuyo único vínculo con los asuntos del mundo procedía de un barquito que cada semana trasladaba noticias de la isla a la costa y de la costa a la isla, Burkin era uno de los viejos del lugar, el tipo que ya estaba ahí cuando los demás creían haber sido los primeros en poner pie en tierra. Tal y como Scott Burkin le contó a Neil, su necesidad del teléfono no era caprichosa. Sencillamente, dependía de él para sobrevivir. Neil entendió a qué se refería cuando vio que Burkin, agenda en mano, empleaba el teléfono para peinar los hospitales de la ciudad, a la caza de algún trabajo esporádico como rata de laboratorio, lo que Burkin, orgulloso de sus cicatrices, llamaba «prestar el cuerpo al servicio de la ciencia». Quizá parezca un oficio extraño, uno de esos empleos fantásticos que solo pueden existir en las novelas, pero el de Burkin no era un caso aislado. Había cientos de tipos como él, sujetos que, un poco a salto de mata, subsistían de las ayudas económicas del Estado (prestaciones por sufrir aparentes minusvalías, por tener hijos, por no disfrutar de un empleo legal), mientras arañaban un sobresueldo dejándose torturar por la retorcida sabiduría de la medicina moderna.
Y ese era el caso de Scott Burkin: auténtico veterano de los laboratorios, cobaya por obligación pero también por vocación, había pasado por todo el repertorio de pruebas. Desde los diecinueve años, después de un tiempo enrolado en el ejército británico, del que desertó tras una brutal pelea con un oficial al que dejó en coma irreversible a puñetazo limpio, su cuerpo se había convertido en una destilería de productos químicos, una farmacia ambulante de medicinas en fase experimental y drogas de diseño. Le habían administrado descargas y electroshocks, le habían pinchado todo tipo de hormonas, le habían inyectado gas, e incluso en una ocasión estuvo al servicio de un médico retirado que lo contrató para ciertos experimentos privados. Como no podía ser menos, aquella existencia entre laboratorios le pasó muy pronto una terrible factura. Estaba medio loco y sus facciones ya no respondían a ningún gesto. Había perdido pelo, que dejaba crecer por los hombros hasta que sus mechones se caían por sí solos, desflecados, sin vida, se le había paralizado una pierna, tenía bultos repartidos por todo el cuerpo y se le habían podrido los dientes. En cierta ocasión, mientras Burkin dedicaba a un policía que acudió a hacer un registro en la casa su ya clásico discurso sobre la precariedad de la vida y la dificultad de encontrar un trabajo decente, sentado aún a la mesa del desayuno, se le cayó un incisivo en el plato de los cereales. En otra oportunidad, Neil lo vio durante horas amarrado al teléfono del vestíbulo, respirando lentamente para no hacer ruido y rebañando el auricular con la mano libre, a fin de que no escapase al barullo de la casa el diálogo que «unas voces de pantocrátor» mantenían en algún lugar secreto del entramado telefónico. Cuando Neil pasó por tercera vez junto a Burkin, este le atrapó un brazo al vuelo y le puso el auricular en la oreja:
—¿Oyes? —le preguntó.
Neil escuchó durante unos segundos y luego negó con la cabeza.
—No te lo vas a creer —replicó Burkin, sin lograr apenas contener la emoción—, pero ha habido un cruce y he captado una conversación de Dios con el ángel encargado de tocar la tercera trompeta. Estamos en los últimos días, Neil. Dios ha roto ya el séptimo sello y quedan cinco años para que todo empiece a acabarse de una vez.
Neil asintió, como habría asentido a un borracho o a un niño, le devolvió el auricular y dejó a Scott Burkin plantado en el vestíbulo, escuchando la estática de la línea, el crujiente crepitar de los cables eléctricos roídos por las ratas en el tendido subterráneo.
Burkin estaba loco, de eso no cabía duda, y varias semanas después de escuchar la voz de Dios al otro lado del hilo telefónico, abandonó la casa y se lanzó a una cruzada insensata, una lucha contrarreloj para que los líderes de todo el mundo comprendiesen el destino hacia el que la humanidad se desbocaba sin remedio. Pensaba que aún podía hacerse algo para evitarlo, y, durante el breve lapso de su misión, escribió cientos de cartas con detalladas instrucciones a las Naciones Unidas, al presidente de los Estados Unidos y a la reina de Inglaterra, orquestó sentadas ante el palacio de Buckingham e intentó sabotear los programas de televisión que se emitían en directo, enarbolando pancartas con consignas alucinadas que tal vez no resultaban aterradoras por sí solas —lo hubieran sido en un mundo menos acostumbrado a los profetas del apocalipsis y a los trucos publicitarios—, sino por el tipo desgreñado y sucio que las blandía ante los estupefactos televidentes: EL FIN DEL MUNDO SE ACERCA, 666 HA NACIDO, EL SÉPTIMO SELLO HA SIDO ROTO, MALDICIÓN A LOS HOMBRES DE LA TIERRA. No era que aquello fuera a servir como advertencia, no era que aquello, simplemente, fuera a servir de algo (salvo como prueba irrefutable de la demencia de un hombre), pero Burkin confiaba en que al otro lado de la pantalla hubiera alguien capaz de entenderlo, alguien que también habría recibido las señales y que no dudaría en unirse a su causa.
Cuando Neil volvió a saber de él, tras encontrar su fotografía en los periódicos bajo un titular que anunciaba su detención por agredir a un parlamentario conservador con una botella de ácido, supo que Burkin, desde su desaparición de la casa, había permanecido oculto en los recovecos de una antigua estación de metro, utilizada durante la Segunda Guerra Mundial como refugio antiaéreo y a la que ahora solo podía accederse desde las alcantarillas de Hyde Park Corner. Para entonces, Burkin había prescindido de cobrar su subsidio —no quedaba constancia de su existencia en los archivos de la seguridad social—, y había dejado de presentarse a los laboratorios médicos por miedo a ser asesinado o infectado con algún virus. Por lo que se desprendía de aquella noticia, Burkin había contraído el tifus, comía ratas asadas y «podía mostrar las pruebas» de que estaba siendo investigado por agentes del MI5, el KGB, el Mossad y la CIA. Fue puesto en libertad dos semanas más tarde, cuando se supo que el ácido que arrojó a aquel asustado parlamentario no era más que agua mezclada con aspirinas, una pócima solo peligrosa para mancharle el traje. Sin otro elemento de juicio al que los tribunales pudieran aferrarse, Burkin fue castigado por un delito de intimidación, y condenado a trabajos para la comunidad que nunca llegó a cumplir. Posiblemente, en otras circunstancias habría acabado en algún manicomio, pero la política de recortes de Margaret Thatcher había obligado a que los sanatorios mentales se despojasen de los internos que pudieran considerarse «socialmente útiles» —bastaba con que supieran sumar, o mantener durante más de tres minutos una conversación normal—, con lo cual Burkin pudo seguir disfrutando (o lo que fuera aquello) de su libertad, mientras las calles se iban poblando de enfermos mentales confundidos entre los mendigos, seres a los que Burkin soñaba con adaptar a su lucha por salvar a los hombres de la destrucción que se cernía sobre ellos. Salvarlos a pesar de ellos.
Antes de desaparecer por última vez, Burkin envió a la prensa una carta, firmada con el sobrenombre de «El Ángel del Abismo», en la que explicaba que su ataque ante el Parlamento solo había sido un aviso, una inofensiva advertencia de lo que podría ocurrir si no se atendía a sus demandas. A aquella carta siguieron otras muchas; algunas fueron publicadas en los diarios sensacionalistas de mayor tirada, otras, sencillamente, fueron pasadas por alto. Lo siguiente que Neil supo acerca de Burkin fue su trágica muerte, sucedida un mes más tarde, cuando fabricaba en las alcantarillas situadas entre Fulham Park y South Kensington un explosivo casero que planeaba colocar en los mismos cimientos de las Casas del Parlamento, como otro paso más para que el gobierno escuchase sus reivindicaciones. La bomba destruyó parte de las cocheras y túneles de la District Line, además del alcantarillado del barrio de Knightsbridge, y durante una semana privó de luz y teléfono a los edificios de las cercanías, desde Gloucester a Sloane Square. En mi apartamento de Pimlico, por ejemplo, carecí de agua corriente hasta tres semanas después de la explosión, y durante ese tiempo recibí las agotadoras visitas de un par de agentes del gobierno que carenaban la red de cañerías en busca de quién sabía qué evidencias e interrogaban a los vecinos por si habían detectado actividades extrañas en los alrededores. La onda expansiva de la bomba provocó también que varios coches volaran sobre la vía pública, uno de los cuales destruyó parte de la fachada trasera del Museo Victoria y Alberto. A excepción de Burkin, y por una cuestión de pura suerte, no se contabilizaron víctimas mortales. El gobierno atribuyó la explosión a un atentado del IRA, cosa que el Sinn Féin se apresuró a desmentir, pero no mencionó nada de Scott Burkin, ni de los restos de explosivos encontrados en el subsuelo de la ciudad, incluso en estaciones tan alejadas del epicentro de la explosión como Parsons Green y Blackfriars.
Si no se tenían en cuenta sus apariciones cada vez más esporádicas en la prensa, podía decirse que la historia de Burkin había quedado silenciada por completo, enterrada bajo los escombros de un montón de noticias contradictorias y mentiras flagrantes. De hecho, había que estar muy atento para que los únicos restos salvables de aquella historia fueran rescatados de la marea, para que sus despojos no pasaran desapercibidos a quien buscara extraer la verdad que se ocultaba tras aquellos sucesos. El 15 de abril de 1983, el diario The Sun, entre otros, acogía en sus páginas la noticia de que la remoción de las ruinas de la antigua estación de Fulham Park había deparado el hallazgo de dos cuadernos manuscritos, cuyas páginas menudeaban en anotaciones y planos de la Torre de Londres, la catedral de San Pablo, la columna de Nelson en Trafalgar Square y el número 10 de Downing Street. Nadie relacionó a Burkin con aquellos escritos. Dos días más tarde, en las inmediaciones de la estación de Green Park, bajo la confluencia de St. James Street, Albemarle y Piccadilly, se descubrió una extraña pintada que recogía un fragmento del Apocalipsis de San Juan (9, 11): «Tienen como rey al ángel del abismo: su nombre hebreo es Ábaddon, en griego Apolyon». Una de las cartas recibidas en el 10 de Downing Street, solo dos días después de la muerte de Scott Burkin, había sido firmada por «Ábaddon». En ella, Ábaddon declaraba que si el gobierno no se atenía a sus indicaciones, la cúpula de la catedral de San Pablo volaría por los aires y la ciudad de Londres al completo se vería sumida en el caos. A la cúpula seguirían la abadía de Westminster, las Casas del Parlamento y la columna de Nelson, un monumento británico tras otro, hasta que el gobierno aceptara de una vez responder a sus exigencias. Pocos diarios se hicieron eco de la noticia de que se habían hallado cien metros de cable adheridos con goma al ábside de la cúpula de la catedral de San Pablo. La goma resultó ser un complicado material explosivo, y solo hubiera sido necesaria la colocación de un detonador para que las columnas que sostenían el templo se hubiesen venido abajo.
Seis años más tarde, cuando ya estaba a punto de lanzar al mercado Reaperman, su segundo elepé con The Grim Reapers, Neil recordaría por última vez a Scott Burkin y la fugaz conversación que mantuvo con él junto al teléfono. El reactor 4 de la planta nuclear Lenin, en Chernóbil, había explotado tras sufrir un súbito aumento de potencia durante un experimento en el que se simulaba un corte de electricidad, y sobre el boscoso horizonte ucraniano se cernía una nube bulbosa que amenazaba con verter su veneno por el resto del continente europeo. A Neil le llamaron la atención las imágenes que exhibía el televisor, fragmentos de un drama aterrador en el que los árboles se pudrían al contacto con aquella nube y los ríos vomitaban su ajuar de brillantes peces sobre los bancos castigados por el vertido tóxico. Fue entonces cuando Neil recordó a Burkin, cuando rememoró la conversación en el vestíbulo, y se sintió impelido a leer el capítulo 8 del Apocalipsis, allí donde se revelaba el contenido del séptimo sello: «El tercer ángel tocó la trompeta, cayó del cielo una gran estrella, ardiente como una llama, cayó sobre la tercera parte de los ríos y sobre las fuentes de las aguas. El nombre de la estrella es Ajenjo. Y la tercera parte de las aguas se convirtió en ajenjo, y muchos hombres murieron por estas aguas, que se habían hecho amargas». Reaperman había sido grabado tres semanas atrás y las más destacadas revistas del sector ya habían anunciado su venta para el mes de abril, pero Neil decidió retrasar la salida del elepé al mercado para agregarle una nueva canción, un texto compuesto casi a vuelapluma tras la tragedia de Chernóbil, en lo que podría calificarse como un rapto de insoportable inspiración. Para quien tuviese oídos, los últimos versos de aquella canción no podían resultar más esclarecedores:
Nos sentamos, ella y yo, a la orilla del río.
El cielo parecía vibrar al paso de un jinete.
Y las náyades muertas, panza arriba, flotaban río abajo
surcando sus aguas, ahora tan amargas como mi corazón.
«Bad Waters», a pesar de las apariencias, era todo excepto una canción de amor. Había sido escrita bajo el recuerdo de Scott Burkin, y estaba llena de símbolos y reminiscencias, de extraños juegos de palabras y advertencias que Neil, después de todo, comprendía que eran cualquier cosa salvo útiles, pues nadie hubiera sido capaz de desentrañar su significado. O, por lo menos, nadie que él considerase un confidente o un amigo. Porque entre 1981 y 1986 habían sucedido muchas cosas, y una de ellas era que Neil había conocido a Osman. No es que aquello hubiera significado mucho en su día (el mero afecto de dos desconocidos a los que solo une el hecho de coincidir en un país al que ninguno de los dos pertenece), y tampoco fue revelador hasta mucho tiempo después. Pero Osman parecía saber un montón de casi todo, y Osman se había confiado a Neil porque Neil había sabido intimar con Osman, porque Neil fue amigo de Scott Burkin y porque Neil conocía tanto o más del Antiguo Testamento como el profeta más curtido.
A través de Osman, por ejemplo, Neil había aprendido que la palabra chernóbil, en ruso, significaba «ajenjo». Y era el ajenjo lo que había convertido los ríos en aguas amargas, era el ajenjo lo que Dios había puesto en la boca del ángel para avisar a los hombres con su soplo de azufre de que ya había sonado la tercera trompeta.