CAPÍTULO 25

ANNALÍA había comido, se había bañado y ahora que se había encontrado con él en el salón, caminaba de un lado a otro sobre la mullida alfombra. Court se apoyó en la silla, sabía que eso no era buena señal.

—Necesito ir de compras —le informó cuando pasó por delante de su silla—. Ropa.

—Si acabo de comprarte ropa en el pueblo.

—Tú sabes que aquí no puedo ir vestida así.

El miró la falda, que le quedaba por encima de los tobillos, y supo que tenía razón. Pero también sabía que no iba a salir de aquella casa.

—Hay demasiada gente y es demasiado peligroso.

—Seguro que los asesinos que quieren matarme no han llegado todavía aquí. Y no te estoy pidiendo que la pagues tú. Ahora sí puedo vender una de mis joyas.

—¡Ni hablar! —¿Acaso creía que él estaba discutiendo por el dinero? ¿Creía que tenía que vender una de sus irreemplazables joyas porque él no pudiera pagarle vestidos?—. No voy a dejar que vendas tus cosas.

—Entonces podría ir a casa de mi amiga inglesa y pedirle que me prestara algo.

Él también había leído las cartas de esa amiga. ¿Cuántas veces decía que su padre era el decimoquinto en la línea de sucesión al trono? La idea de que Anna tuviera que pedirle un favor a esa esnob le ponía los pelos de punta. Se sentía ofendido en su orgullo.

Mientras Anna estuviera bajo su protección, él tenía el deber de proveerla con todo lo que necesitara. Se obligó a reprenderse a sí mismo cuando se dio cuenta de que si Anna fuera suya, él tendría que esforzarse mucho por hacerla feliz.

—Olvídalo. Estoy intentando protegerte —dijo él enfadado. Desde luego que tendría que esforzarse. Él no poseía las riquezas que ella veía allí. Aquella casa sería para Ethan. Su hermano mayor era el jefe del clan, y el título, las tierras y el dinero de la familia pasarían a él. Por otra parte, Court había regresado a Inglaterra sin su paga, sin un contrato y sin su tropa.

—Por favor, déjame que le escriba...

—He dicho que no.

Ella cambió de táctica.

—Te agradezco todo lo que has hecho por mí, MacCarrick, pero quiero saber que, si quisiera salir por esa puerta y pedir ayuda a mi amiga, podría hacerlo.

—Maldita sea, Anna, no, no podrías. —Court se puso de pie y la cogió del brazo—. Sólo te irás de aquí cuando tu hermano venga a buscarte. Estimo que será en una o dos semanas, así que tendrás que aguantarme hasta entonces.

—¿Por qué? A ti parece que nuestro trato ya no te importa. —Ella bajó la voz—. Dijiste que no podemos ser amantes. Entonces, ¿qué soy exactamente yo para ti?

¿Qué esperaba que dijera? ¿Quería que reconociera que él deseaba mucho más de ella, cuando lo único que Annalía deseaba era repetir lo de la otra noche?

—Yo te hice una promesa...

—¿Soy pues una promesa que debes mantener? —preguntó ella mirándolo como si estuviera decepcionada.

—Sí. No —gimió él—. Dios, no lo sé. ¿Qué soy yo para ti?

—Si te digo la verdad, tampoco lo sé. —Ella jugó con los dedos—. Pero tú no me dejas averiguarlo.

Cuando Annalía se dirigió hacia la escalera, Court volvió a sentarse en su silla, asombrado por su conversación. ¿Podría ser que ella quisiera algo más de él? ¿Y qué importancia tenía eso si él tampoco podía dárselo?

—¿Podemos hablar, Court? —preguntó Hugh desde la puerta. Y se dirigió al estudio, confiando en que Court lo seguiría.

¿Cuánto habría oído Hugh? Court se levantó y se frotó los ojos con las palmas de las manos. Se encaminó sin entusiasmo hacia el estudio, pero cuando pasó junto a Erskine, dijo:

—Encuentra una costurera o una modista que pueda venir aquí. Una buena.

—En seguida —contestó Erskine, y desapareció.

Maldición, Court no estaba de humor para justificar a Anna ante su hermano, pero al parecer ésa era la mejor oportunidad que tenía de averiguar lo que había pasado con su dinero. Cuando entró, vio que Hugh estaba sentado tras el escritorio, su cara seria, su postura muy profesional, como si fueran a hablar de negocios.

Court apenas había tenido tiempo de servirse una copa de whisky y sentarse delante de él, cuando el otro le advirtió:

—Ve con cuidado.

—Yo también me alegro de verte. —Court levantó su copa—. Sí, eso es verdad, hermano. He sobrevivido a otra batalla. ¿Quieres que hablemos ahora de las inversiones que has hecho mientras he estado fuera?

—Más tarde —dijo Hugh, que al parecer sólo estaba preocupado por una cosa—. Nunca te he visto mirar a nadie del modo en que la miras a ella.

Court clavó la vista en su bebida.

—Reconozco que siento algo por ella.

—¿Quieres contármelo?

—Es una historia muy larga.

Hugh golpeó la mesa con los dedos.

—Bueno, no creo que ella vuelva a hablarte esta tarde.

Cierto. Le contó de la traición de Pascal, del secuestro de Annalía, de su huida, y del peligro que corría ahora. Se lo contó casi todo, excepto lo que ellos dos habían compartido en privado, y cómo ella se había metido dentro de él hasta el punto de que no podía pensar cuando la tenía cerca.

Cuando acabó, Hugh no tenía ninguna pregunta, sólo dijo:

—Eres posesivo con ella. Como si ella ya fuera tuya.

—No dejaré que esos bastardos se le acerquen.

—Es más que eso. Puedo verlo con claridad. —Bajó la voz—. Lo sé porque yo también lo he sentido.

Sí, Hugh sabía por lo que estaba pasando. Llevaba años queriendo a la misma mujer. Ahora que Court entendía por fin por lo que estaba pasando su hermano, no sabía cómo lo había soportado. Él no tenía ninguna duda de que si seguía así con Anna muchos años, su cerebro acabaría derritiéndose.

—Bueno, ahora que ha quedado claro que los dos sabemos lo que sientes, ¿qué pasa con la chica? —preguntó Hugh—. ¿Siente algo por ti? Eso hará que a ti te sea más difícil dejarla marchar...

—No creo que ella tenga ningún problema, una vez que haya alguien que ocupe mi lugar. Tráele a un guapo y rico caballero y ella estará satisfecha.

Hugh hizo una mueca de dolor.

—¿Así de mal están las cosas?

—Ella cree que soy un bruto, que carezco de la sofisticación de los castellanos. Ya la has oído, los escoceses en general no le gustan demasiado.

—A mí no me parece que ella te tenga tanta manía.

Court bebió de su copa.

—Ha habido un par de veces, con ella, en las que no he sido tan fuerte como debía. —«Y ella no entiende que eso no puede continuar.»

—Es obvio que proviene de buena familia.

—Ni te lo imaginas —murmuró Court.

—¿Qué quieres decir?

—Pascal la quería porque ella es... bueno... un poco... de la realeza.

Hugh intentó hablar, pero luego cerró la boca. En su segundo intento lo consiguió.

—¿No crees que podrías haberte buscado una mujer que fuera un poco menos? Ya sabes que no puedes acostarte con ella sin que haya consecuencias.

—No me he acostado con ella.

Hugh lo miró implacable y al final decidió que estaba diciendo la verdad.

—¿Y no lo harás?

Court se frotó la cara con las manos.

—Tendrías que casarte con ella.

—Ya lo sé —respondió él, enfadado.

—¿Seguro que lo sabes, Court? Tú, Ethan y yo hemos hecho un montón de cosas cuestionables, pero nunca hemos destrozado la reputación de jóvenes inocentes. Tienes que considerar las repercusiones que eso tendría en una mujer de su posición.

—Yo nunca le haría eso.

—Pero ¿sí estás dispuesto a arriesgar su seguridad?

—¿Crees que no dejo de repetirme, una y otra vez, que ella está en peligro por mi culpa? La atacaron tres veces y le dispararon estando bajo mi cuidado. Se ha convertido en objetivo de asesinos por culpa de mis acciones. Ya sé que estaría mejor si nunca me hubiera conocido.

—Entonces, ¿qué vas a hacer?

—Voy a poner su vida en orden. Y luego saldré de ella.

—¿Por qué no has comido más? —preguntó MacCarrick mientras la acompañaba a su habitación—. No puedes permitirte saltarte comidas, pequeña.

Aunque aún estaba enfadada con él por lo de antes, ver que él se preocupaba por ella mitigó un poco su indignación.

—Es que tengo que acostumbrarme a la comida —contestó ella—. Nunca había comido platos anglosajones. —Annalía había crecido en la montaña, y nunca le había gustado demasiado el marisco. Y al parecer los británicos comían sólo eso.

—Pues alégrate de que no era comida celta —murmuró él.

Ella levantó la vista para mirarlo.

—¿Es rara la comida escocesa?

Él se rió un poco.

—¿Para ti? Sí, seguro que lo sería.

Cuando él la cogió del codo para ayudarla a subir la escalera, ella le dijo:

—La tensión entre tú y tu hermano podía cortarse con un cuchillo. ¿Te has peleado con él?

—Sí —admitió Court.

—¿Quieres contarme por qué?

Él dudó un momento, pero ella sospechaba que él quería contárselo. Al final, dijo:

—Hugh se portó de un modo muy prepotente con mi propiedad. No me gusta que actuara sin mi permiso.

Aunque ella estuvo a punto de decirle que también era muy prepotente por su parte pensar así, no lo hizo, y en vez de eso preguntó:

—¿Sus intenciones eran buenas?

—Oh, sí. Pero ésa no es la cuestión. Él cree que sabe lo que es mejor para mí incluso mejor que yo mismo.

Annalía no pudo evitar sonreír al oír lo ofendido que estaba, y le acarició la mano con la que le cogía el codo.

—Yo creo que a cualquier hermano se le permite pensar de ese modo. Aleix hace lo mismo. Cuando toma una decisión por mí, yo intento recordarme lo afortunada que soy de tener a alguien a quien le preocupa tanto mi bienestar, como hacen tus dos hermanos. Me recuerdo eso, y luego me dispongo a desbaratar sus planes. —La diversión desapareció de su rostro—. MacCarrick, ¿estás seguro de que Aleix me encontrará aquí?

—No tengo ninguna duda. Él irá a tu colegio, recibirá el mensaje, y luego es sólo cuestión de tiempo que llegue aquí.

Ella movió despacio la cabeza, perdida en sus pensamientos, entonces llegaron a su habitación. Court le puso la mano en la espalda para acompañarla dentro, pero ella se detuvo delante de la cama y se sonrojó al acordarse de la noche anterior. Sintió que él le acariciaba la espalda con el pulgar, y se preguntó si era consciente de que lo estaba haciendo. Cuando se dio la vuelta para mirarlo, sus manos le recorrieron la cintura antes de soltarla de golpe.

—MacCarrick, cuando me vaya, ¿te acordarás de mí?

Él mantenía la expresión impasible, escondía todas sus emociones, pero ella detectó que tenía un conflicto.

—Anna —empezó él, y exhaló un suspiro como si fuera a darle alguna explicación. Pero después de dudarlo mucho, sólo dijo—: Sí, me acordaré de ti.

Antes de que Annalía pudiera decir nada, él añadió:

—Estaré fuera, llámame si necesitas algo.

—¿No te quedas?

—No, ya me he cerciorado de que la habitación sea segura.

—Pero... Pero tú has dormido conmigo cada noche.

Ella no había previsto eso. Ellos siempre estaban juntos. Eso era lo que hacían: estar juntos.

Court la miró como si la entendiera perfectamente, como si él también quisiera quedarse, pero fuera ella quien se lo impidiera.

—No, ya no, pequeña —contestó él y se dirigió a la puerta.

—¿Por qué?

Él contestó sin darse la vuelta.

—Porque yo podría... podría hacer algo que los dos lamentaríamos.

—¿Por qué crees que yo lo lamentaría?

Ella vio que sus hombros se tensaban, que apretaba los puños.

—Tú no sabes nada de mí, Anna. —Cerró la puerta tras él pero al hacerlo, ella le oyó murmurar—: Si lo supieras, no perderías tu tiempo conmigo.

Sola, ella se quedó mirando la puerta. «No perderías tu tiempo conmigo.» Demasiado tarde. Annalía quería saberlo todo de él. Con sus últimas palabras en la mente, se preparó para acostarse y se tumbó en la cama.

Aunque estaba cansada, al acordarse de los detalles de la noche anterior su piel se volvió sensible bajo las suaves sábanas. Era como si hubiera pasado mucho tiempo desde la última vez que MacCarrick la había besado y acariciado con pasión. Parecía que hiciera más de doce vidas que lo hubiese encontrado en la orilla del río. Entonces, Annalía no había imaginado lo mucho que ese hombre iba a cambiarle la vida.

Una parte de ella quería seducir a MacCarrick sólo para confirmar que podía hacerlo. Otra, sentía curiosidad por dar ese último paso que él le estaba negando. Y había otra parte que sabía que él no podría apartarse de su lado tan fácilmente después de eso. Annalía no podía entender cómo la idea de que no volvieran a verse nunca más a él no le afectara tanto como a ella.

Annalía había sido sincera al decirle que no sabía lo que él significaba para ella, todo era tan nuevo; pero de una cosa sí estaba segura: lo que sentía por él crecía cada día que pasaba. ¿Qué pasaría cuando llegara Aleix?

Dio una patada a la colcha, tenía demasiado calor para dormir. ¿No se suponía que en Inglaterra hacía frío? Bueno, lo mejor sería aprovechar la situación. Se levantó para abrir una ventana, pero cuando apartó las pesadas cortinas de damasco, se quedó de piedra.

Lo estuvo mirando durante un rato, como si fuera algo extraño e inexplicable. Y sí era extraño, pero la explicación la fue encontrando poco a poco, y sintió un calorcillo en el estómago.

Court había clavado las contraventanas.

Annalía ladeó la cabeza y observó la tarea. Los clavos se veían mates encima de la brillante madera blanca. La pintura que había alrededor de cada clavo estaba intacta. De qué otro modo iba a estar. Él tenía el pulso muy firme.

Soltó el aliento y dejó caer las pesadas cortinas. No había acabado de entender que era objetivo de unos asesinos, pero ahora la realidad la golpeó de repente. Corrió a encender una vela para alejar la oscuridad que ni de pequeña la había aterrorizado tanto.

Aunque hacía calor en la habitación, se escondió bajo las sábanas, sudando, asustada, y pasaron horas hasta que por fin se durmió.

No soñó que cabalgaba a través de los campos, ni que MacCarrick cogía su melena entre las manos para besársela, que era lo que soñaba en esos últimos días; sino que soñó que se moría.

Se sentó en la cama de golpe, sin aliento, temblando. Se llevó las manos a la cara y vio que tenía las mejillas mojadas. ¿Por qué tenía pesadillas ahora que estaba a salvo?

Porque antes él estaba siempre a su lado, cada noche ella había sentido su presencia, sentía que la miraba mientras dormía.

Y porque en lo más profundo de su ser admitió por fin la verdad que tanto se había negado a reconocer. El cuarto ataque sería el definitivo.

CAPÍTULO 26

Cuando MacCarrick se acercó a ella a la mañana siguiente, Annalía estaba de pie junto al gabinete en el que habían preparado el desayuno, y su mirada iba del humeante plato que tenía delante al desconcertado mayordomo que la ayudaba.

—Ya sé que me lo ha explicado antes —le estaba diciendo al hombre—, pero quiero estar segura. ¿Esto son huevos?

—Sí, milady.

Ella dijo en catalán:

—Yo sé el aspecto que tienen los huevos y esto no lo son.

MacCarrick le cogió el plato sin ningún miramiento y lo dejó a un lado para poder prepararle él uno.

—¿Por qué estás tan pálida? —le preguntó a la vez que buscaba en el aparador las cosas que sabía que iban a gustarle.

Annalía oyó que Hugh, en el otro extremo de la mesa, giraba la página del periódico; estaba convencida de que les estaba escuchando. MacCarrick también debió de pensarlo, porque se acercó más a ella y le preguntó:

—¿No has podido dormir?

Ella se encogió de hombros.

—Aún tengo que acostumbrarme a la nueva cama.

Court la acompañó hasta la mesa y le colocó el plato delante, luego cogió una naranja y una manzana de la bandeja que había en el centro. Levantó una en cada mano y la miró para ver cuál prefería, ella señaló la naranja.

—¿Hay algún problema con tu habitación?

—¿Aparte del hecho de que tú creíste necesario clavar las contraventanas?

A él se le marcaron las mandíbulas, señal de que estaba apretando los dientes.

—Los dos sabemos que duermes profundamente. Yo intento mantenerte a salvo.

—Lo sé, lo sé —dijo ella con suavidad, y cogió el gajo que él le ofrecía para comérselo. MacCarrick cogió un bollo que había en el plato de ella y lo partió, un trozo para él y otro para ella—. Es que me cuesta adaptarme a la idea de que corro tanto peligro.

Hugh se les acercó y frunció el cejo. Cuando Court vio que Hugh los estaba observando, se dio cuenta de lo que estaban haciendo. MacCarrick estaba dándole de comer a Annalía con la mano, y ambos estaban compartiendo el mismo plato sin inmutarse. MacCarrick se incomodó, como si lo hubieran pillado haciendo algo impropio.

—Court, si necesitas recuperar horas de sueño, yo estaré aquí todo el día —ofreció Hugh—. Puedo echaros un vistazo a los dos.

Cuando aceptó la propuesta de Hugh y éste salió de la habitación, MacCarrick se dio la vuelta hacia Annalía. Le recorrió la cara con la mirada y la irritación que sentía desapareció un poco de su rostro.

—Pequeña, creo que a ti no te vendría mal una siesta.

—No estoy cansada en absoluto —dijo ella, y se traicionó al bostezar. Estaba convencida de que lo había visto sonreír; él la cogió de la mano para llevarla a la biblioteca. Miró las estanterías y escogió un libro de historia de Escocia.

—Si lees esto —le dio el tomo—, en esa butaca —le señaló un mullido sofá carmesí—, te garantizo que en menos de veinte minutos estarás dormida.

—¿Cómo lo sabes?

—Este libro es muy... detallista, por decir algo, y esa butaca fue mi perdición cuando estudiaba.

Annalía cogió el pesado libro de entre sus manos con una resignada sonrisa, ¿dónde estaba una buena novela gótica cuando la necesitabas?, se sentó donde él le decía, y lo abrió sin ganas...

Ella se asustó un poco cuando Hugh les echó un vistazo, había pasado una hora.

Hugh miró a MacCarrick, que estaba sentado en un sofá, delante de ella. Tenía los ojos cerrados, el cuerpo inmóvil, y un brazo echado hacia atrás en la cabecera del sofá; parecía como si MacCarrick sólo hubiera cerrado los ojos un momento, pero se debía de haber quedado dormido, porque Hugh lo miró satisfecho y cerró la puerta con cuidado.

Tan pronto como Hugh, libro en mano, salió, Annalía fue al otro lado de la habitación y se arrodilló en el sofá al lado de MacCarrick. Lo miró a la cara y suspiró; no podía creer que al principio no le hubiera parecido atractivo. Cuando la necesidad de acariciarle los labios con los dedos creció hasta ser insoportable, cogió de nuevo el libro y se sentó bajo el brazo que él tenía echado hacia atrás y se recostó junto a él. Ella cerró los ojos un instante para disfrutar del calor que emanaba de su cuerpo, y volvió a leer donde lo había dejado. Cuanto más aprendía más se enfadaba consigo misma.

Ahora que empezaba a entender lo que era MacCarrick y quién era, se sentía avergonzada de todas las cosas que lo había llamado; despiadado escocés, bruto, bárbaro sin modales... podía llenar toda una página con sus insultos. Annalía lo había insultado una y otra vez, y allí estaba, disfrutando de su calidez y su fuerza, viva sólo gracias a que él la había protegido.

Se sonrojó al acordarse de todas sus pullas y rabietas. Los andorranos siempre habían vivido en paz; Pascal era la primera amenaza que sufrían desde el siglo trece, pero ése no era el caso de los escoceses. Ellos eran distintos. MacCarrick era disanto, y Annalía lo había menospreciado; a él y a sus hombres. No era de extrañar que éstos se hubieran burlado de ella y creyeran que era sólo una chica estúpida. No le extrañaba que MacCarrick la hubiera mirado como si quisiera zarandearla.

Si él no hubiera sido un valiente escocés y un entrenado mercenario, Annalía ahora estaría muerta. ¿Y cómo se lo había agradecido? Con insultos.

En cambio ella era exactamente lo que él había dicho: una andorrana de mente estrecha que desconocía lo que pasaba en el mundo.

Enfadada, se llevó una mano a la boca y se acurrucó contra él, apoyando la cabeza en su pecho.

Lo quería mucho más que antes, se dio cuenta de que de él lo quería todo, pero no le sorprendería que él no quisiera lo mismo de ella después del modo en que se había comportado. Una cosa era que la deseara físicamente y otra que le gustara, que la respetara.

El seguía protegiéndola, seguía manteniéndola a salvo, sin esperar nada a cambio. Ella sabía que no podía entregarle su virtud, y tal vez, tal vez, él se resistía a ello porque veía en ella mucho más de lo que ella se merecía.

Annalía sintió cómo a él se le aceleraba el corazón, y creyó que se había despertado. Se tensó, pero tras unos segundos, su cuerpo volvió a relajarse y la rodeó con el brazo. Volvió a dormirse, el latido de su corazón se tranquilizó, se serenó, y ella con él.

Annalía se durmió a su lado, pero antes de hacerlo decidió que nunca más quería volver a dormir sin oír ese sonido junto a ella.

Esa noche, Court se sentó en una silla fuera de la habitación de Annalía, y apoyó la cabeza contra la pared, mirando al techo, pensando en que sólo una puerta los separaba. Si entraba en la habitación, ella le daría la bienvenida a su cama. La muchacha lo deseaba, y no intentaba disimularlo; y eso hacía que él se sintiera aún más humilde. Le sorprendía haber sido capaz de resistirse durante tanto tiempo.

Esa tarde, al despertarse con ella acurrucada entre sus brazos, casi perdió el control.

—¿Estás preocupado? —le preguntó Hugh, y le ofreció una taza de café. Court agradeció la distracción, era como si Hugh supiera lo cerca que estaba él de derrumbarse.

—Mucho —contestó, y cogió la taza.

—¿Te quedas fuera? —preguntó su hermano—. ¿Toda la noche? —Hugh se quedó mirando la puerta, y Court supo que se estaba preguntando que haría él si fuera Jane Weyland la que estuviera dentro.

—No puedo estar cerca de ella.

Hugh le dio unas palmadas en el hombro.

—Eres un hombre fuerte.

«No Hugh, no lo soy.»

Cuando Hugh se sentó a su lado y se apoyó también en la pared, con una taza de café, Court preguntó:

—¿Alguna vez has pensado en desafiar la maldición?

—No. Para mí la muerte de papá fue advertencia suficiente. —Lo miró con la mirada ausente, sin duda estaba recordando ese día.

Leith MacCarrick apenas tenía cuarenta años y estaba fuerte como un roble. Al día siguiente, estaba muerto y frío en la cama, junto a su inconsolable esposa. Y había sabido que iba a morir. Estaba convencido de ello.

—No es culpa vuestra, hijos. Nadie puede desafiar al libro. Estoy contento de haber podido ver los hombres en que os habéis convertido.

Su madre, rota por el dolor, levantaba las manos y gritaba:

—¡Te dije que no lo leyeras! ¿Cuántas veces te lo dije? Él siempre sale ganando.

Sí, ella había prohibido a sus hijos que lo leyeran, pero después de que no había podido proteger a su marido, después de no haber podido quemar el libro, fue un paso más allá y prohibió a sus hijos que aprendieran gaélico. Todo el clan la ayudó con la esperanza de que su amado jefe no muriera antes de convertirse en un orgulloso anciano. Todos colaboraron en que ninguno de ellos lo supiera leer ni escribir.

Hugh y Ethan seguían sin poder. Pero Court sí podía; lo había aprendido por despecho hacía pocos años. Su madre había dicho que no importaba lo que hicieran, el libro «siempre salía ganando».

Court tenía doce años cuando pasó todo, era lo suficientemente mayor como para contestar a sus gritos:

—Si es así, ¿por qué demonios tuvisteis tres hijos?

Su madre le contestó diciéndole que habían intentado evitarlo... Con doce años quizá no era lo bastante mayor como para entender eso.

—Y si eso no fuera suficiente —continuó Hugh—, la muerte de Sarah acabó de convencerme.

Nadie sabía cómo había muerto la prometida de Ethan, y como él se negaba a hablar de esa última noche, muchos lo culpaban, lo que al parecer no molestaba a Ethan en absoluto.

Intentando parecer despreocupado, Court preguntó:

—¿Ethan no habrá dejado a nadie embarazada mientras yo no he estado por aquí?

Él negó con la cabeza.

—Court, sabes que no. Y no por falta de oportunidad.

Court soltó el aliento.

—Sí, ya lo sé. —Era difícil creer que a Ethan, antes de su cicatriz, lo hubiesen perseguido todas las mujeres, al menos las que no eran del clan y no conocían la existencia del libro. Pero nunca había engendrado un hijo. Y aunque Court se había esforzado también mucho durante la última década y asimismo había tenido multitud de oportunidades, tampoco nada.

Court sabía que tampoco Hugh, aunque él, después de lo que le había pasado, no se prodigaba mucho con las mujeres. Su hermano no tenía debilidad por las mujeres en general, sólo la tenía por una dama en concreto, una que le había amargado la juventud.

—¿Ves a Jane alguna vez?

—No desde hace años. —Repitió las palabras de Court—: No puedo estar cerca de ella.

Hugh pasó cuatro veranos con ella y, cuando regresaba, nunca estaba bien. Hugh decía que Jane era demasiado joven para él, pero por lo que Court había podido discernir, ella no se había comportado como tal.

Después de pasar unos cuantos días con esa bruja, su hermano regresaba a casa alterado, le temblaban las manos, se quedaba sin aliento y parecía como si le hubieran dado una paliza. Court recordó que una vez le preguntó qué le pasaba. Hugh le contestó atormentado y en voz baja:

—Jane ha ido a nadar. Llevaba una camisa mojada. No ha querido ponerse mi camisa encima para cubrirse. «Hugh, cariño», me ha dicho, «¿puedes ver a través de mi ropa?» —Él se apartó como si le doliera seguir hablando de eso, pero Court lo oyó cuando continuó—. Y Dios santo, sí podía.

—Yo puedo continuar vigilando, si quieres —dijo Hugh.

—No. Me quedo.

—Tienes muy mal aspecto. ¿Cuándo fue la última vez que dormiste más de un par de horas seguidas?

Court se encogió de hombros.

—Mañana me voy a la ciudad —dijo Hugh—. Hay algo que no puedo seguir posponiendo. Estaré fuera una semana o dos.

—¿Weyland tiene un trabajo para ti?

—Sí.

Court sabía que Hugh era un hombre valiente e inteligente, pero también debía de ser de esos a lo que les gusta que los torturen. ¿Cómo si no podía seguir trabajando para el padre de Jane y seguir escuchando detalles sobre su vida?

Se levantó y le dio a Court otra palmada en el hombro.

—No tengo ningún motivo por el que preocuparme, ¿no es cierto?

—No, ninguno —mintió Court, impresionado por lo convincente que logró sonar.

Pero ¿por qué no debería ser así? Después de todo, se suponía que él era un hombre firme, con una gran fuerza de voluntad. Tanto, que ni diez minutos después de que Hugh se fuera, Court abrió la puerta de la habitación. Sólo quería ver si ella estaba bien...

Las bisagras chirriaron.

—¿MacCarrick? —susurró ella.

—Sí, soy yo.

Él frunció el cejo al oír que ella respiraba aliviada.

—¿Tenías miedo de que fuera alguien más?

—No.

—¿Necesitas algo?

—A ti.

—Aparte de mí.

—Nada.

Él apretó los dientes.

—He tenido una pesadilla horrible. —Estaba temblando. Antes, cuando él se quedaba con ella, nunca tenía pesadillas.

—Ya ha pasado —dijo él, y le acercó otra manta. La desplegó al lado de la cama y la cubrió con ella, luego la tapó hasta la barbilla.

Cuando él se iba a marchar, ella le cogió la mano.

—Courtland...

Annalía se apoyó en la mano de él para arrodillarse al borde de la cama.

—No te vayas aún. Aunque no quieras tocarme, yo no quiero que te vayas.

Se sorprendió al notar cómo ella apretaba su cara contra la rugosa palma de su mano, mostrándole ternura.

—Dios, ¿crees que no quiero tocarte? —Él bajó la voz y reconoció—. Me muero por hacerlo.

—Entonces, ¿por qué?

—Porque la próxima vez no me limitaré a tocarte. —Él la deseaba, deseaba el placer que surgiría entre los dos, y la necesidad de estar con ella, de hacerla suya, era insoportable—. Estaré fuera. —La puerta representaba una barrera. Fuera, él no podía oír su dulce respiración.

—O podrías sentarte allí. —Ella señaló la silla, y él habría jurado que antes no estaba tan cerca de la cama.

—No puedo. No soy tan fuerte como me gustaría...

—Sí lo eres —lo interrumpió ella sin dudarlo y mirándolo a la cara—. Eres muy fuerte. Y muy valiente.

Ese comentario le hizo fruncir el cejo.

—Annalía, no dejo de desearte, y tarde o temprano no podré resistirlo más. Luego tendremos que afrontar las consecuencias.

—Sí, tienes razón.

—¿Te encuentras mal?

—No, ahora me encuentro mucho mejor. Ignora esa silla, ven a la cama conmigo.

—Anna, ¿sabes lo que estás diciendo? No soy el hombre adecuado para ti. No tengo la fortuna a la que tú estás acostumbrada. —Ni la capacidad de superar la debilidad que lo impulsaba a darle todo lo que ella quería.

—Yo tengo mi propia fortuna.

—¿Estás tratando de insultarme?

Annalía bajó la vista avergonzada, y él lamentó haberle hablado así.

—Nunca seré el caballero castellano que tú quieres, sino que siempre seré el rudo escocés que crees que soy.

—Yo te quiero a ti.

—¿Por qué seguimos discutiendo si ambos sabemos lo que pasará si nos acostamos? —preguntó él calmado, intentando entender por qué ella se comportaba así. Entonces lo entendió—. Tú crees que podrás sacármelo de la cabeza. Crees que podemos acostarnos y luego podrás alejarte de mí. Tal vez antes habría sido así, pero ya no. Ahora tendrías que casarte conmigo.

—¿Y por qué crees que quiero que te metas en la cama? —dijo ella exasperada.

A él se le desencajó la mandíbula.

—¿Estás diciendo que quieres casarte conmigo?

Ella bajó la vista y, tímida, afirmó con la cabeza. ¿Casarse con él? A Court el corazón empezó a latirle descontrolado en el pecho.

—No te gustaría estar conmigo. Tendrías que vivir en Escocia, rodeada de extraños con extrañas costumbres. —Las diferencias entre sus dos nacionalidades eran abismales. La abuela de él había sido inglesa y sus costumbres habían calado en su familia, pero Annalía distaba mucho de ser inglesa.

A él le encantaba que fueran distintos. Él miraba embobado cómo ella se movía, y lo fascinaba el modo en que hablaba, pero no sabía si a ella iba a gustarle la desconocida Escocia. No sabía cómo trataría la gente de allí a una picara castellana a la que le encantaba burlarse del acento escocés.

¿Por qué estaba pensando en eso? ¿Como si ése fuera el único obstáculo? El arrastraba una terrible maldición.

—Puedo aprender. Yo aprendo muy rápido. —Su voz parecía llena de... ¿esperanza? No podía ser.

Lo mejor sería acabar con aquello.

—¿Quieres tener niños?

—¿Niños? —Ella le sonrió y suspiró—. Sí.

Court creyó que se le paraba el corazón.

—Pues yo no podré dártelos.

Annalía ladeó la cabeza y frunció el cejo.

—Es cierto, Anna. Si te casas conmigo no podrás tenerlos.

Ella arrugó aún más la frente.

—¿Quieres decir que no puedes tener hijos o que no puedes engendrarlos?

«¿Cuál era la maldita diferencia?»

—No puedo engendrarlos.

—Pero puedes tenerlos. En Andorra es muy común adoptarlos.

El nunca había imaginado eso. Tardó unos segundos en pensar una respuesta.

—Tú aún eres joven. Algún día querrás uno propio.

—¿Y si yo no puedo tenerlo? Las mujeres de mi familia nunca han sido muy fértiles. ¿Te has fijado en los años que nos llevamos mi hermano y yo? Doce. Mi madre era hija única, y su madre antes que ella. —Luego añadió con voz suave—. MacCarrick, ¿tú no me querrías si la situación fuera al revés?

—Dios, sí te querría —contestó él sin dudarlo, aunque luego deseó no haberlo hecho. Pero como siempre, él volvió a pensar: «Te tendría de cualquier modo que pudiera». Se estaba tambaleando. Nunca había imaginado una situación en la que ella pudiera quererle, él siempre había creído que si le decía que no podía darle hijos eso bastaría para que se apartara de él y no quisiera volver a verlo más.

Court se obligó a dejarla y salir fuera de la habitación. Ahora ya sabía por qué le había costado tanto confesarle todo eso.

—¿Qué dice? —preguntó Olivia por tercera vez en varios segundos.

—Si dejaras de taparme la luz podría decírtelo —contestó Aleix impaciente.

Ellos habían llegado a la vieja escuela de Annalía con la vaga esperanza de que su antigua directora les pudiera dar alguna pista, y se quedaron boquiabiertos cuando la mujer les entregó una carta de la muchacha escrita en gaélico. Aleix quería contarle a la directora de la escuela lo menos posible, así que ella los miró preocupada y los dejó solos en la biblioteca, con un viejo diccionario inglés-gaélico.

Al parecer, cansada de taparle la luz, Olivia se sentó en la mesa y volvió la cabeza para poder ver el mensaje. Aleix soltó el aliento, y se concentró en las palabras que había logrado traducir hasta ese momento. Era una dirección. Volvió a leerlas y vio que empezaban a cobrar sentido.

—«La milla cuadrada»... espera... la parte alta de Londres se conoce con ese nombre.

Más excitada de lo que la había visto nunca, Olivia dijo:

—Entonces, ¡creo que nos vamos a Inglaterra!

Aleix se levantó de golpe, la cogió por la cintura y empezó a dar vueltas. Ella estaba sonriendo, una sonrisa sincera que le endulzaba la cara. A él se le ocurrió una locura. Quería saber lo que sentiría al besarla.

Mientras lo estaba pensando, Olivia se le acercó y lo besó. Sorprendido, las manos que había tenido en la cintura de la chica se deslizaron por su espalda para acercarla a él y devolverle el beso. Lo hizo con fuerza, con pasión, y cuando ella gimió, deseos que Aleix había creído muertos volvieron a cobrar vida. Olivia era alta y delgada, y él la estrechaba contra él, acoplando su cuerpo al suyo; ambos encajaban a la perfección.

Lo que no debería ser así, ya que Mariette había sido pequeña y delicada.

Aleix dejó de besarla y, con la respiración entrecortada, la apartó de su lado. La chica estaba perpleja, pero no debería estarlo. Eso no debería haber pasado. Él había jurado casarse con ella, pero no podía ofrecerle un matrimonio de verdad.

Soltó el aliento y volvió a sentarse, luchó por ignorar a Olivia y lo dulces que habían sido sus labios. De algún modo, intentó seguir traduciendo. Le ayudó el que ella dijera:

—A mí ni siquiera me gusta la cursi de tu hermana, pero estoy impaciente por encontrarla. En este juego, es adecuado que ella sea el ratón y nosotros el gato.

Aleix se llevó las manos a la cabeza preocupado y siguió tratando de ordenar las palabras que había traducido, frunció el cejo al ver que, sin saberlo Annalía, al copiar las instrucciones de MacCarrick, le había escrito a su hermano:

«Si dejas que te sigan hasta mi maldita casa, te patearé el culo».

La modista parecía muy ofendida cuando le dio la factura a Court. El se había mentalizado para llevarse una sorpresa. Y vaya si la tuvo. Annalía había gastado mucho menos que en el pueblo.

—¿Qué es esto? Tráigale más cosas.

—Ella me dijo que usted diría eso pero que yo debía ignorar sus órdenes.

Court la miró enfadado y respondió:

—Tráigale más cosas.

La mujer se asustó y salió, asegurándole que regresaría con mucha más ropa.

Court había pedido que una modista visitara a Annalía y estaba preparado para hacer frente a los pagos. Podía hacerlo perfectamente. Él no estaba arruinado... gracias a Hugh.

Era irónico que el hecho de que Hugh hubiera utilizado su dinero ahora hubiese hecho de Court un hombre rico. Su hermano había apostado por la nueva compañía de armas de fuego de Hornee Smith y Daniel Wesson, y había confiado tanto en ellos que había invertido todo el dinero de Court. Éste se sentía incómodo por haber ganado tanto dinero de ese modo, pero gracias al negocio de Smith y Wesson ahora podía saldar su deuda. Al menos Hugh había tenido la decencia de no vanagloriarse de ello.

Y ahora, Anna, economizando de ese modo tan obvio, lo estaba humillando. Él se aseguraría de que escogiera más cosas. Frunció el cejo.

Era buena.

Court la encontró en la biblioteca, cogiendo unos libros.

—¿Por qué no has encargado más ropa?

—Sólo necesito unos vestidos. Aleix vendrá pronto a buscarme, ¿no crees? Sería una tontería pasear tanto peso en nuestro viaje de vuelta a casa. Además, con los vestidos que tengo ahora, ya puedo llenar toda la habitación.

—Puedes tener todo lo que quieras.

—Ya lo sé. Y eres muy amable, pero de verdad, eso es todo lo que necesito. —Annalía se puso de puntillas y le besó la mejilla antes de salir de la habitación con los libros debajo del brazo. Parecía triste.

Seguramente no era tan buena.