CAPÍTULO 22

¡BASTARDO! ¿En qué estaba pensando al saltar de ese modo del carruaje? ¿Quién se creía que era? ¿Le había dado a entender ella alguna vez que fuera a parecerle bien que actuara así?

Annalía le gritó a Coachy que parara, pero corrían como locos, el polvo del camino entraba a través de los agujeros de bala.

No era justo. Era igual que antes. Esperar era mucho peor. No saber lo que estaba pasando. El maldito carruaje iba tan rápido que ni siquiera podía saltar de él.

¿Por qué no se había quedado y huido con ella? No, MacCarrick tenía que hacer algo grande, un gesto heroico. ¡Ni siquiera se había agachado! Enfadada, se cruzó de brazos, pero pronto tuvo que descruzarlos para sujetarse, pues el carruaje no paraba de sacudirse.

No le importaba. Tarde o temprano encontraría a su hermano y regresarían a casa. Ella no necesitaba a Courtland MacCarrick.

—Oh, Mare de Déu —dijo suspirando. Ella no lo necesitaba, pero lo quería. A pesar de ser un tozudo y agresivo escocés, lo quería. ¿Y él seguía negando que era un maldito héroe?

Pasaron muchas horas lúgubres hasta que el carruaje por fin se detuvo. Notó un olor raro que no identificó, raro hasta que bajó la ventanilla y descubrió un montón de agua desplegándose delante de ella. El mar. Debían de haber llegado a Calais, justo ante el canal que llevaba a Inglaterra.

Annalía nunca había visto la costa aunque siempre había deseado hacerlo. Por alguna razón que no lograba entender, todo el mundo que regresaba de ver el mar era feliz.

Por el rabillo del ojo, vio cómo el sol brillaba y cómo las olas ardían con su color.

Y no sintió ni una pizca de la excitación que creyó que sentiría, y supo que no la sentiría aunque lo intentara.

El cochero, inexplicablemente amable con ella cuando lo que debería haber hecho era huir corriendo de una pasajera a la que habían atacado y abandonado, se aseguró de instalarla en un reconocido hostal desde el que se podían ver el mar y los acantilados. El se encargó incluso de que le llevaran la cena a la habitación, un buen pescado, pero cuando estaba nerviosa no podía tragar ni un bocado. En vez de eso, permaneció en el balcón, mirando cómo el faro de Inglaterra rivalizaba con el de Francia, que estaba en la colina de más arriba; sus luces sobre el mar eran como tizas en una pizarra.

Pero ¿dónde estaba él? Annalía se apartó del balcón y empezó a caminar arriba y abajo de la habitación hasta caer agotada. ¿Por qué no había llegado aún? Conocía la respuesta más probable, pero se negaba a aceptarla. Se negaba a que su corazón muriera, pues sabía que si él moría ella nunca volvería a ser la misma.

Durante casi toda su vida, Annalía había odiado a su madre por culpa del adulterio que había cometido, por haberlo echado a perder todo por la pasión. Antes de MacCarrick, ella no entendía cómo alguien podía renunciar a tanto, pero ahora sabía que había sentimientos que podían empujar a una persona a arriesgarlo todo. Ella misma estaba dispuesta a renunciar a todo lo que tenía para que él volviera, vivo.

Frunció el cejo angustiada. La noche pasó muy lenta, pero por fin salió el sol. Y él aún no estaba allí. ¿Y si estaba herido por algún camino? Oh, Dios. ¿Y si estaba inconsciente, tirado en una cuneta?

Tenía que deshacer el camino y buscarlo. Si hacía falta, le daría una paliza a Coachy para que la acompañara, pero ella iba a regresar a por él.

Decidida, abrió la puerta. Una oscura figura estaba en el marco, y ella casi gritó asustada.

—¡MacCarrick!

Él parecía más exhausto que nunca.

La hizo entrar dando un portazo tras ellos. Sin decir una palabra, le recorrió el cuerpo con las manos, mirándola de arriba abajo para ver si estaba herida, y luego se apartó con torpeza. Ella sabía que él no había dormido nada desde que la dejó, y el corazón le dio un vuelco al darse cuenta de que había regresado a su lado tan pronto como le había sido posible.

Aun así...

—¡Tú, bastardo escocés! No vuelvas a hacer esto nunca, nunca más. ¡No te atrevas a volver a dejarme!

Court apoyó el rifle contra la pared. Antes estaba nuevo y res plandeciente, ahora estaba lleno de rasguños, cubierto de barro, y con la culata un poco dentada. ¿Qué había pasado allí fuera?

El murmuró sarcástico.

—Estoy sano y salvo. —Levantó una enorme silla como si no pesara nada, y atrancó la puerta—. No te preocupes.

Annalía, perpleja, miró cómo se acercaba a la jarra para beber agua.

—He estado muy preocupada. No sabía si ibas a regresar.

El se pasó la manga de la camisa por la boca, y luego se dio la vuelta. Era obvio que estaba enfadado.

—Tengo la sensación de que te las arreglarías bastante bien sin mí.

—¡Seguro que sí! Pero ¡eso no significa que no quiera estar contigo!

El frunció el cejo como si sus palabras lo hubieran sorprendido, confundido. Volvió a tropezar al quitarse la pistola del cinturón para dejarla en la mesa que había junto a la cama.

—No puedo hablar. Necesito dormir, pequeña. No salgas de la habitación o haré que te arrepientas de ello.

Cayó en la cama, boca abajo y se quedó inconsciente.

Ella abrió los ojos de par en par y se acercó a él para girarle la cabeza, así podría respirar. Era obvio que ahora necesitaba que alguien lo cuidara. Se quitó los zapatos y se sentó junto a él, con las rodillas dobladas contra el pecho. El mero acto de verlo dormir hizo que esos sentimientos que había experimentado antes se multiplicaran.

Se le acercó y le apartó el pelo de la frente. Le dolió ver que él fruncía el cejo ante la caricia, como si no estuviera acostumbrado a que lo tocaran. ¿Era posible?

¿De todas las mujeres a las que él reconocía haber seducido ninguna lo había acariciado con cariño? Cuando ellos dos hicieran el amor, ella sí lo haría.

¡Vaya! Hasta ese momento ni se había dado cuenta de que una parte de ella ya había pensado en eso, y mucho menos que ya lo había decidido. Aun así, creía que era una decisión acertada, en especial si se acordaba de los tres atentados que ya había sufrido y que seguro que no serían los últimos. Se negaba a morir con remordimientos. Ahora que había tenido una muestra, que había saboreado lo que sería hacer el amor con Courtland MacCarrick, quería tenerlo todo.

Después de pasarse horas tratando de imaginar cómo sería hacerlo, sus párpados acabaron dándose por vencidos y se cerraron.

Era casi de noche cuando se despertó, estaba medio dormida, y no había cambiado de postura desde que se derrumbó hecha un ovillo. Le pareció que oía una risita al otro extremo de la habitación.

Entreabrió los ojos y vio a Court con el pelo mojado, secándose desnudo junto la bañera. Sólo había encendido una lámpara, probablemente para no despertarla, pero ella podía ver cómo sus músculos, perfectamente esculpidos, se tensaban al pasarse la toalla por el cuello, el pecho y sus partes más íntimas. Fingió seguir dormida y lo estudió a través de las pestañas, hasta que, por desgracia, se puso los pantalones.

—Sé que estás despierta —dijo él.

Con un suspiro de exasperación, ella se sentó.

—Si sabías que estaba despierta, ¿por qué no te has dado la vuelta en vez de seguir de pie frente a mí?

—No he oído ninguna queja.

¡Ese hombre no tenía ni una pizca de modestia en todo su cuerpo! Pero no tenía ganas de discutir con él.

—¿Cuánto rato hace que estás despierto?

—No mucho.

Ella se recogió el pelo en una cola.

—¿Cuántos eran?

—Tres.

—¿Los has matado?

—Sí.

El no parecía orgulloso de ese hecho. Tras el segundo ataque, ella se había dado cuenta de que a MacCarrick no le gustaba la sangre; él estaba harto de sangre.

—¿Por qué ni siquiera te agachaste?

—Con ellos no habría importado. Pero si tú sí lo hubieras hecho, como yo te dije, no sabrías lo que había hecho yo.

—¿Cómo podía no mirar? Por favor, no vuelvas a dejarme de ese modo. Yo puedo ayudarte. —Eso a él le hizo gracia y ella se indignó—. Si no recuerdo mal, en Toulouse yo me encargué de uno de los dos que nos atacaron en el camino. Si me dieras una pistola...

El palideció.

—No quiero verte nunca con una pistola en la mano, Anna.

—¿Por qué no?

—Porque tú no eres así —se limitó a contestar él.

—¿Qué se supone que significa eso?

Él la miró a los ojos y ella vio que tenía la mirada sombría.

—Significa que gente como yo hemos venido al mundo para que gente como tú nunca tenga que hacer cosas malas y luego sufrir por ellas.

Después de un momento tenso, ella sintió cómo una extraña tristeza la invadía y se dio la vuelta.

Court se acabó de vestir.

—¿Cuánto tiempo vamos a estar aquí? —preguntó ella.

—Tenemos que esperar hasta la marea de la mañana para poder cruzar, luego cogeremos el tren hasta Londres.

Un tren. Ella siempre había soñado con montarse en uno, pero en Francia había muy pocos y en Andorra, ninguno. Ahora iba a hacerlo, y nada podía importarle menos.

—Iré abajo y conseguiré un poco de comida para ti. Y un baño, si quieres.

Ella aceptó ausente, tenía otras cosas en la cabeza; como lo poco que le gustaba que él volviera a irse en ese momento, o intentar averiguar qué tenía que hacer para seducir a un mercenario escocés. Suponía que lo mismo que con cualquier otro hombre, lo que tampoco la ayudaba mucho.