CAPÍTULO 19
¿NO es precioso? —preguntó Annalía mirando el valle de Borgoña. Éste estaba lleno de girasoles y viñedos, y podía olerse el aroma de la tierra húmeda. Cuando el sol salió de detrás de las nubes blancas, sopló una suave brisa, que se limitó a mover las altísimas flores. La muchacha no pudo evitar sonreír.
—Precioso —admitió él, aunque no había apartado la vista de ella ni un solo instante. Desde su... indiscreción cuatro noches atrás, no dejaba de mirarla. Annalía esperaba que él no creyera que su reacción significaba algo. Ella sólo había actuado como lo había hecho debido a los traumáticos incidentes de todo el día, y, además, había bebido. Sin embargo, él se comportaba como si algo hubiera cambiado entre ellos, algo más aparte del hecho de que ella ya no lo detestara.
Para ser sincera, estaba convencida de que nunca más podría encontrarlo desagradable. Al parecer, se había ido acostumbrando a su presencia. Cada vez estaba más cómoda a su lado, y sabía cuándo sus ásperas palabras querían en realidad tomarle el pelo.
Annalía sospechaba que él lo hacía intentando ser bueno y amable. Pero, por desgracia, también sospechaba que él no sabía muy bien qué hacer con sus impulsos.
Ella pensaba en ellos como en un extraño par de aliados, sólo que la ayuda de él tenía un precio. Su caballero andante no iba a matar al dragón a cambio de nada, sino por una paga que aún no se había cobrado.
Al entrar en el primer pueblo del valle, los brillantes colores de las casas la cegaron, y ella creyó oír música. Intentó abrir la ventana del carruaje, pero le costaba; entonces él se acercó con rapidez y lo consiguió con una insultante facilidad. Era un gesto propio de un caballero de Castilla. Dejando aparte el hecho de que éste no habría roto la guía de la ventana.
Entró la brisa y, con ella, la música. Annalía podía oír cómo las pezuñas de los caballos golpeaban los adoquines.
—Quiero pasar aquí la noche.
—Aún faltan horas para que anochezca. Tenemos que llegar más lejos.
Cada noche, Court se encargaba de buscar una habitación donde poder descansar y cambiarle el vendaje, o incluso bañarse, y así Coachy podía dormir en el carruaje. MacCarrick insistía en que viajaran de noche y los hacía salir antes de que amaneciera para compensar el rato que perdían por culpa de las tormentas matutinas. Aun así, ella nunca lo había visto dormir.
Estaba convencida de que el único motivo por el que paraban era porque él no quería que ella se cansara demasiado. De modo que decidió suspirar agotada.
—Creo que... me voy a desmayar —mintió—. Por culpa del duro ritmo que nos obligas a mantener.
El la miró irritado.
—No te vas a desmayar, yo ya me habría dado cuenta. ¿Tantas ganas tienes de quedarte aquí que estás incluso dispuesta a mentirme?
Ella apretó los labios.
—Sí, bueno.
Court frunció el cejo. Un minuto más tarde gritó al cochero las nuevas instrucciones.
Ella le obsequió con una sonrisa maravillosa que hizo que él frunciera aún más el cejo, pero a ella no le importó. Sentía el sol acariciándole la piel, y se dio cuenta de que era... feliz, feliz de verdad, y se sorprendió de ello.
Su hermano no sólo estaba vivo, sino que también estaba libre, lo que era el mejor regalo que le habían hecho nunca. El hombre que la acompañaba, y del que había sospechado cosas horribles, no había hecho ninguna, y se estaba comportando más como un caballero que como un escocés.
¿Era su vida perfecta? No, ella aún no sabía qué hacer con el escocés cuando no se portaba como un caballero, y tenía miedo de los Rechazados. Intentaba aparentar que sus ataques no la habían asustado, pero en realidad la aterrorizaban. Ese miedo era uno de los motivos por los que quería disfrutar de un día como ése.
Pasó un grupo de chicas que sonreían y paseaban por la calle, con sus cestos balanceándose en el aire, y una idea cruzó por la mente de Annalía.
—Quiero ropa.
—¿Qué?
—Necesito ropa —corrigió ella—. Todo lo que tengo son vestidos de fiesta, excepto mi vestido de diario, y, aunque me lo arreglaron, me sigue recordando el día que me dispararon.
¿Había hecho él una mueca de dolor al oír esa palabra?
—¿Y cómo piensas pagarlos?
—Tú tienes que comprármelos. —En un pueblo como aquél seguro que serían unos vestidos sencillos, pero a ella no le importaba.
—Y yo estoy dispuesto a hacerlo porque...
—Porque dijiste que me mantendrías a salvo. Ése era nuestro trato. Bien, mira mi vestido. Ahora mira el de esas chicas. Su ropa les permite moverse, yo también quiero moverme con más facilidad.
—¿Estás intentando convencerme de que unos vestidos nuevos equivalen a mayor seguridad? —Él la miró como si no fuera a entenderla nunca.
—Sí, ¿qué tal lo estoy haciendo?
—No demasiado bien. Pero me fascina ver cómo funciona tu cerebro.
Court actuaba de un modo indiferente, intentaba disimular que el hecho de que Annalía le diera órdenes lo hacía perder los estribos. Ella lo hacía así porque se creía mejor que él, y para Court era intolerable que, a aquellas alturas, continuara mirándolo por encima del hombro; que aún lo considerase un pobre escocés.
Se preguntaba si había algo peor que desear a una mujer que ni siquiera te considera un hombre. Porque ella estaba destinada a algo mejor. ¿No era eso lo que le había dicho?
Sin embargo, cuando ella le pedía algo... Sólo de pensar en ello se sentía incómodo. En el último par de días se había dado cuenta de que le gustaría poder darle todo lo que necesitara, todo lo que quisiera. Si Annalía averiguaba lo mucho que Court deseaba hacer eso, y que lo único que lo mantenía bajo control era que ella era incapaz de pedir nada, no tendría piedad de él.
Llegaron al hostal del pueblo y, cuando él estaba pidiendo una habitación, ella intervino:
—Tal vez deberíamos tener dos habitaciones. Estoy segura de que tienen más de una y yo ya me he recuperado bastante...
—No.
Al oír su tono, ella levantó las cejas.
—Este sitio no está protegido —explicó él a continuación.
Todo el hostal estaba lleno de detalles que a ella le encantaban y que para él sólo eran peligros. Las ventanas de la habitación eran enormes y daban a un gran balcón. A Court no le gustaban los balcones, en especial los que tenían unas grandes enredaderas por las que trepar.
Pero lo que sí estaba bien era el escritorio que había en esa habitación. Pidió papel y pluma.
—¿Vamos a escribirle a mi hermano? —Ella se arrodilló en la silla y le sonrió nerviosa—. ¿Y mandaremos la carta a Les Vines?
Aquella chica tenía una sonrisa que hacía que los desgraciados como él quisieran volver a verla. Sacudió la cabeza.
—Sí. Voy a escribir la carta en gaélico, y luego quiero que tú la copies con tu caligrafía.
—¿Por qué?
—Seguro que en la escuela tendrán un diccionario y, si no, podrán acceder a uno con facilidad. En cambio, si un Rechazado intercepta la carta, no podrá hacer lo mismo. Tiene que ser de tu puño y letra para que él crea que de verdad es tuya. —La doncella les llevó los utensilios de escritura, él redactó la carta, y luego observó cómo ella se mordía el labio inferior al intentar descifrar su letra para copiarla.
—Es la lengua más rara que he visto nunca.
Él la miró incrédulo.
—Pero si tú estabas estudiando griego.
—Oh, es verdad, te instalaste en mi habitación. ¿Disfrutaste con mis cosas?
—Sí —contestó él sin un ápice de vergüenza—. Y me encantó dormir en tu cama, tan suave.
Ella lo miró sonrojada y añadió a toda velocidad:
—¿Viste toda mi ropa?
Él casi se rió al ver cómo ella intentaba camelarlo para conseguir lo que quería.
—Olvídalo, no me vas a convencer.
—No entiendo por qué eres tan tozudo.
—No tienes ninguna necesidad de salir a pasear por las calles.
—Pero tú vas a protegerme, ¿no? —contestó ella segura, como si él hubiera dicho una tontería.
Court se encaminó hacia la puerta.
—Necesitas descansar. Diré que te preparen un baño y esperaré a que acabes.
En el mismo instante en el que ponía la mano en el picaporte, ella dijo:
—MacCarrick, por favor, ¿puedes comprarme unos pocos vestidos?
El se quedó petrificado. Dios, Annalía realmente lo había hecho. Ése era el principio del fin.
Ella permanecía allí, de pie, detrás de él, y le tocó suavemente el hombro; un recurso cruel e innecesario.
—Puedo pagarte.
Court cerró los ojos. Tendría que encontrar la manera de decirle que no. O poner un precio tan alto que ella nunca quisiera pagarlo. Se dio la vuelta e intentó mirarla de un modo lascivo.
—Pequeña, ya sabes que no te va a salir barato.
Annalía no se enfadó y le contestó.
—Sé que eres incapaz de abusar de una chica que está bajo tu protección, sin dinero y sin una familia que se ocupe de ella.
Court se mordió la lengua para no soltar una maldición.
—¿No necesitabas descansar?
—Vestidos, MacCarrick —le recordó ella amablemente.
Cuando la modista hubo terminado de coser el dobladillo de su nueva falda, y la dependienta hubo empaquetado todas sus compras, Annalía salió a la calle, donde MacCarrick estaba esperando, caminando de aquí para allá. Lo llamó para que entrara.
Al hacerlo, él no pasó de la puerta, sino que se quedó allí observando cómo le quedaban la sencilla blusa y la falda nueva. Le miró la cara, los pechos, de arriba abajo y volvió a empezar, sin prisas. Aquélla no era la primera vez que la miraba con tanto descaro, pero en esa ocasión su mirada no la enfureció. Por el contrario, sintió como si la acariciara.
La dependienta murmuró:
—Envidio la noche que le espera.
MacCarrick debió de oírla porque se apartó de Annalía y se llevó la mano a la boca para toser. ¿Qué clase de noche prometía su mirada? ¿Por qué una mujer hermosa iba a envidiársela?
Tanto la modista como la dependienta le habían dicho a Annalía que tenía suerte de tener a un escocés tan guapo con ella. La modista añadió:
—¡Los hombres escoceses son unos diablos lujuriosos! —Como si eso fuera algo bueno.
Cuando MacCarrick se acercó al mostrador para pagar, la dependienta le enseñó la factura, y su escote. Si Annalía no hubiera estado allí con él, ¿habría besado a esa buscona? ¿Se la habría llevado a la habitación para acostarse con ella? Qué pensamiento tan inusual e irritante. Se acercó a él despacio y lo cogió del brazo sin dejar de mirar a la mujer. Ésta le guiñó el ojo a Annalía. «¡Descarada!»
De vuelta al hostal, ella se dio cuenta de que todas las mujeres lo miraban. Hasta entonces, nunca lo había visto rodeado de mujeres, y no le gustaba nada, aunque él parecía no enterarse.
Cuando viajó a París Annalía vio a algunos hombres muy atractivos por la calle, y si bien no suspiraba por ellos como sus amigas, sí le gustaba contemplarlos. Pero esas mujeres miraban a MacCarrick de un modo más sensual, más lascivo.
¿Más apreciativo? Ellas sabían algo sobre él que ella desconocía, y eso la estaba volviendo loca. Así que siguió cogida de su brazo, y a él no pareció importarle. Un momento en que le señaló algo, sus pechos lo rozaron por accidente, y el modo en que Court reaccionó ante esa pequeña caricia fue sorprendente y emocionante. Tendría que asegurarse de hacerlo más a menudo.
Annalía lo observó mientras caminaban. Era increíblemente alto y tenía los hombros muy anchos. Ya se había dado cuenta de que la mayoría de los hombres parecían enanos a su lado, sin embargo a ella siempre la había intimidado su tamaño; no le parecía un rasgo atractivo, como se lo parecía a las otras mujeres. Pero para ser sincera, había otras cosas de él que le resultaban muy atrayentes, ahora que podía mirarlo sin estar cegada por el odio.
Por ejemplo, tenía unos ojos increíbles. Negros como el azabache, y ahora sabía también que con reflejos plateados. Tenía las facciones duras, de líneas marcadas, pero en conjunto resultaban atractivas, con su melancolía y su cicatriz. Tenía el pelo negro como los ojos, y abundante. Eso también le gustaba.
No pudo evitar preguntarle:
—MacCarrick, ¿por qué te convertiste en mercenario?
A él le sorprendió la pregunta.
—¿Qué importancia tiene?
—Siento curiosidad—dijo ella. Al ver que él no contestaba, añadió—: Contestaré a cualquier pregunta que me hagas, si tú respondes a ésta. —Siguió sin contestar.
Annalía le apretó el brazo.
—Las tropas escocesas que regresaban no dejaban de hablar del dinero que se podía ganar en el extranjero —explicó él final-ente—. Algunos soldados, al acabar su período de servicio, se apuntaron a las tropas extranjeras, y yo me uní a ellos.
—¿No te molestó? ¿Matar por dinero?
Él se tensó y se puso a la defensiva.
—Eso ya es otra pregunta.
—Entonces pregunta tú.
Él la arrastró hasta un sitio más protegido y le puso los dedos bajo la barbilla.
—¿Piensas a veces en la noche en que te besé?
Ella sintió cómo se sonrojaba.
—¿Lo haces? —insistió él.
—Tal vez, de vez en cuando —contestó ella intentando parecer despreocupada—. Fue mi primer beso.
—¿Y cuando te acaricié en la casa de postas? ¿Piensas en eso cuando miras el paisaje por la ventana del carruaje?
Ella abrió los labios. ¿Cómo podía ver tantas cosas?
—MacCarrick —atajó ella con voz firme a pesar de que no se sentía así en absoluto—, eso ya es otra pregunta.
—Sí lo es. —Él la sorprendió al acariciarle la mejilla con los nudillos para luego volver a ofrecerle el brazo—. Pero ahora ya tengo mi respuesta.