CAPÍTULO 11
A la mañana siguiente, Court salió a cabalgar solo para despejarse, para cazar y explorar el área, pero no pudo dejar de pensar en Annalía. Encontró un lago, se desnudó, y se metió en el agua helada, donde se quedó hasta sentir que su piel se había insensibilizado y su deseo por ella se había apagado. Al menos hasta el punto de ser un poco soportable. Sólo entonces se permitió salir y regresar.
Tan pronto como llegó, supo que algo andaba mal. Los hombres se comportaban de un modo extraño, y apartaron la mirada cuando Court se fijaba en ellos; algunos desaparecieron para ir a pescar o a cabalgar. Llegó al refugio temiendo que ella se hubiera ido, pero vio que seguía en la habitación, tal como él había ordenado.
Caminaba furiosa de un lado a otro, tenía las mejillas sonrosadas, y, por alguna razón, le pareció una crueldad dejarla encerrada en una mañana como aquélla, y más en semejante estado. Acabaría mareándose.
—Si quieres, puedes salir —murmuró él.
Una vez ella hubo salido de la habitación, él se sentó y se obligó a leer un viejo periódico para ver si así lograba ignorarla.
Annalía se detuvo justo delante de él, él bajó el periódico y vio que lo estaba mirando.
—Me gustaría bañarme.
Court se preguntaba qué sentiría si alguna vez ella le pedía algo en vez de comunicárselo.
Él sabía que estaba tramando algo. Cualquiera, excepto quizá Liam y Gavin, se daría cuenta de que lo estaba haciendo.
—Aquí cerca hay un lago. —Si todos sus hombres estaban cazando u ocupándose de los caballos, ella tendría un poco de privacidad.
—¿No tienes miedo de que me escape?
—Estamos a kilómetros del pueblo, por no hablar de las montañas, sin un caballo... y sin zapatos... no llegarás muy lejos. —«Puedo ir contigo y mirarte mientras te bañas.»
—¿Sin zapatos?
Él se levantó antes de que ella tuviera tiempo de acabar la pregunta, la levantó y la sentó en la silla. Se arrodilló delante de ella.
—¿Lo ves? Ya no tienes zapatos.
—Pero ¡mis pies!
Tenía motivos para preocuparse. Igual que sus manos, su piel era tan suave como la de un bebé.
—El camino hasta el lago está bien. Sólo te harás daño si te apartas de él. —Él la cogió por la cintura, volvió a ponerla de pie y la orientó hacia la puerta—. Así que no te apartes del camino —le ordenó, y le dio una palmadita en el trasero.
Ella, indignada, se dio la vuelta.
—¡No eres un caballero!
—Eso ya lo habíamos dejado claro.
Ella lo insultó en catalán y luego, hecha una furia, salió de la habitación. Dos tazas de café más tarde, y cuando él ya había desistido de leer el periódico, ella aún no había regresado.
Renegando, salió de la casa y se dirigió corriendo hacia el lago sin dejar de mirar por los alrededores. No había rastro de ella. Dios, se había burlado de él. Cualquier otra mujer no lo habría intentado. Aun yendo a caballo, podía apreciarse que la tierra de aquella zona era áspera y llena de piedras puntiagudas, y aún más para los pies de una dama. Annalía sabía perfectamente que estaban demasiado al interior de la montaña como para llegar a ningún sitio sin un caballo. Sabía que él acabaría atrapándola, maldita sea.
Court corrió hacia el establo; después de la carrera, las costillas le dolían al pedirle a Liam que le ensillara su caballo. Cabalgó hasta el lago, inspeccionando la orilla de ambos lados, y a la distancia vio un atisbo de rojo que se alejaba del camino. Espoleó su montura y descabalgó junto a ella.
Le puso una mano en el hombro, la hizo darse la vuelta y vio que estaba llorando; el labio le temblaba, y eso le provocó una extraña sensación en el pecho. ¿Se habría lastimado?
—¿Qué te pasa, mujer? —gritó él.
—MacCarrick —contestó ella con suavidad—. Me he hecho daño en los pies.
Él bajó la vista. Los tenía llenos de cortes y ensangrentados; aún tenían astillas clavadas.
Sin pensarlo dos veces se puso de rodillas.
—Mira lo que te has hecho, pequeña tonta...
Ella le golpeó la barbilla con la rodilla cerrándole la boca de golpe. Court se cayó de cuatro patas y, por el rabillo del ojo, vio cómo la falda se acercaba de nuevo hacia su cara. Qué raro, la tela era dura como una piedra al golpearle la cabeza.
—¡Dios santo! ¡Bruja! —Cuando se recuperó, pudo ver cómo ella tiraba la roca que había escondido bajo su falda y corría hacia el caballo; estaba intentando tranquilizarlo para poder montar. Court se abalanzó hacia adelante y cogió justo a tiempo las riendas antes de que el caballo saliera corriendo. Ella sabía perfectamente que necesitaba un caballo.
Court la cogió por la cintura y arrastró hacia él el revoltijo de seda, piernas y brazos que no dejaban de moverse. Recuperó el aliento y gritó:
—¿Así que querías un baño?
Ella abrió los ojos de par en par. Él seguía caminando hacia el lago y mientras Annalía continuaba dándole patadas. Al llegar allí, la tiró sin preámbulos al agua helada. Ella se sumergió e intentó repetidas veces salir, pero sólo conseguía volver a hundirse.
—¡Me las pagarás, MacCarrick! —Se apartó el pelo de la cara—. A partir de ahora será mejor que duermas con los ojos abiertos...
Él la sacó del agua y se la colocó encima del hombro. La llevó así hasta la casa, con el agua que chorreaba de su falda empapándolo a él por completo, y Annalía gritando y dándole patadas durante todo el camino.
Entregó las riendas a un sorprendido Liam, y Court se la recolocó sobre el hombro, ignorando los puñetazos que ella le daba en la espalda. Gavin, que estaba fumando su pipa, se recostó en su silla y le dio su aprobación.
—Realmente, es el único modo de tratar con ella —dijo.
Court la soltó en su habitación con más suavidad de la que se merecía. Annalía no gritó ni hizo ninguna mueca de dolor. Él entonces le miró cada uno de los pies igual que miraría los de un caballo. Sólo tenía un pequeño corte en cada uno. Seguro que había esparcido la sangre para que tuvieran peor aspecto. Era tan calculadora.
A Annalía le costaba respirar. Empezaba a temblar y los dientes no dejaban de castañetearle.
—Quítate ese vestido —le ordenó, a la vez que la soltaba. Al ver que ella no se movía, añadió—: Asegúrate de que estás cambiada cuando regrese. —Y salió dando un portazo. Regresó cinco minutos más tarde y la encontró temblando aún más, con los labios pálidos, y con el vestido todavía puesto—. Maldita sea, pequeña, si no te desvistes tú lo haré yo mismo.
Al oír eso ella se acercó hacia él y le dio un puñetazo en el hombro.
—¡No puedo! ¡Bruto ignorante!
Él le dio la vuelta. Los lazos del vestido eran complicados y estaban muy apretados. La muchacha estaba atrapada en aquella cosa. Con un gruñido de frustración, se puso a ello, pero no consiguió nada. Los lazos estaban duros por culpa del agua, y sus manos temblaban torpes al notar la frágil espalda de ella.
—Quédate aquí —gruñó, y salió a buscar el cuchillo de caza que guardaba en el zurrón de su caballo.
Cuando regresó, Annalía abrió los ojos asustada, como si no supiera cuáles eran sus intenciones. ¿De verdad le tenía miedo? ¿De verdad le daba tanto miedo verlo con un cuchillo, por grande que fuera ese cuchillo? Al intentar darle la vuelta de nuevo, ella se resistió.
—Estate quieta. —Ella no le hizo caso—. Si no te estás quieta acabaré haciéndote daño. —Ella siguió resistiéndose—. ¿Qué te pasa?
—Yo... no quiero que me veas.
En medio de aquella locura, ella había escogido precisamente aquel instante para volver a ser una dama recatada. ¿Dónde se había metido esa dama cuando le dio un rodillazo en la barbilla?
—No estás en posición de negociar. Perdiste todo derecho al golpearme la cabeza con una roca. ¿Lo entiendes?
—¡Puedo sola!
Con voz amenazante, él le dijo junto al oído:
—Voy a quitarte esta cosa en los próximos cinco segundos aunque tenga que tumbarte en la cama, sujetarte las muñecas con la mano, y poner la rodilla encima de tu trasero para que no te muevas.
Annalía dejó de moverse, pero no pudo evitar seguir temblando. Con cuidado, él le quitó el vestido. Ella sostuvo fuertemente la tela contra su pecho. Otro corte y el vestido cayó con fuerza al suelo.
—Levanta los pies.
Ella negó con la cabeza.
—¿Prefieres la opción de la cama, Annalía?
Ella levantó los pies y se apartó. Court hizo a un lado el empapado vestido y la dejó sólo con el corsé, los pantaloncitos y la ropa interior.
Todo estaba mojado hasta el punto de ser transparente.
Fue como si ella le hubiera dado otro puñetazo. Su cuerpo era delgado pero a la vez fuerte; y tenía curvas, unas curvas perfectas allí donde debía haberlas. Sus pezones estaban erectos y sonrosados y destacaban contra la tela empapada. Solo de pensar en las ganas que tenía de besárselos, así, mojados como estaban, a Court se le hizo la boca agua. Se pasó la mano por los labios y dio un paso hacia ella.
Annalía cruzó los brazos sobre el pecho; cada mano en el hombro opuesto dibujando una X, y gritó «¡Otra vez no!», con cara de asco.
Que él la deseara le daba asco, y aun así había estado dispuesta a acostarse con Pascal. Prefería a Pascal antes que a él. Court disimuló su enfado y la miró aburrido.
—Yo soy un hombre y tú una mujer con la que quiero acostarme. Hazte a la idea.
Cuando MacCarrick salió de la habitación hecho una furia, Annalía corrió a buscar sus cosas. ¡Desnuda de aquel modo! ¡Y sin un cerrojo en la puerta! Colocó una bolsa encima de la cama y cogió el ramo de flores para esconderlo a toda prisa detrás de la bolsa. Uno de los mercenarios se lo había dado esa mañana, y ella no quería que MacCarrick supiera que sus hombres la habían dejado salir.
Pero MacCarrick regresó un minuto más tarde con una toalla. Se la tiró, como ella esperaba que hiciera, y miró tras ella al ver las flores que intentaba esconder.
—¿Has estado fuera con ellos?
—¡Qué inteligente eres! —exclamó ella, envolviéndose con la toalla.
—¿Quién te las ha dado?
—No lo sé. —Había sido uno de los pelirrojos más jóvenes y guapo—. Uno llamado Macalgo.
—Todos se llaman Macalgo.
—Por eso mismo es tan difícil diferenciarlos, aunque tampoco tengo mucho interés en hacerlo. —Ella lo miró despectiva—. Todos sois iguales.
Court la miró como si tuviera ganas de zarandearla.
—¿En serio?
—Sí —contestó ella burlándose y sintiendo tanto odio hacia él que ardía por dentro. Ya había aguantado bastante.
Antes de que MacCarrick regresara para tirarla al río helado y luego desnudarla con un cuchillo, sus hombres la habían dejado salir para entretenerse con ella. La habían rodeado y, siguiendo la sugerencia de Liam, todos querían tocar sus «preciosas y suaves manos», que le habían manoseado como si fuera la nueva mascota del clan.
Querían oírla hablar catalán y francés. Algunos le preguntaron incluso si podían olerle el pelo, como animales, y el resto también creyó que era buena idea, pero ella, indefensa, miró al gigante de un solo ojo y éste les paró los pies. Les dijo a los otros que se comportaran, que ya era suficiente.
—¿Quién? —MacCarrick tenía sus fuertes puños apretados, y como llevaba las mangas remangadas ella podía ver los marcados músculos de sus brazos.
Annalía se preguntó si no habría sido mejor dejar que le olieran el pelo.
—No sé quién fue. —Cuando el gigante la había dejado salir toda la tropa se había acercado a ella para presentarse y, por supuesto, todos los nombres le habían sonado igual. Ella tomó aliento—. Macalgo —repitió.
—¿Una mañana entera con mi tropa? —Su tono era tan calmado que daba miedo—. No puede decirse de ellos que sean muy discretos. Me apuesto lo que quieras a que has visto cosas que no habías visto antes.
Ella se sonrojó, y al parecer eso hizo que él se enfadara aún más. Annalía no había buscado estar a solas con un grupo de sudados y musculosos escoceses sin camisa haciendo ejercicio bajo el sol. Pero sí, se había quedado allí mirándolos y cuando uno luchó en broma revolcándose por el suelo encima de otro, descubrió que al menos uno de ellos no llevaba nada debajo del kilt.
Annalía los miró no solo por curiosidad, sino también para ver cómo y dónde se pegaban.
—Reconozco que he visto cosas que una dama educada no debería haber visto.
—¿Una dama educada? —preguntó él acercándosele—. Tú estás convencida de que yo no soy más que un pobre escocés, un bruto, pero yo no estoy seguro de qué eres tú. —La cogió por la cintura, ante lo que ella gritó sorprendida, y la llevó hasta la mesa que había en la esquina. La sentó en el borde y la madera se enganchó con la tela de la toalla—. Dime una cosa, ¿una dama educada besaría al primer pobre escocés que apareciera en su casa? —Él le cogió la barbilla entre el pulgar y el índice—. ¿Se agarraría a los hombros de ese bruto para que él no dejara de saborearle la piel? —Acercó los labios a su oreja—. No creo que ella gimiera de placer al sentir que él se colocaba entre sus piernas y la besaba con todas sus fuerzas.
Annalía giró el rostro, humillada, pero él le cogió la cara con sus ásperas manos y la obligó a mirarlo. Finalmente, ella dijo:
—Tienes razón.
Court entrecerró los ojos. Tenía la mirada del mismísimo diablo. Y cuando adoptaba esa expresión, la cicatriz que tenía en la frente palidecía. La primera vez que lo vio en su casa, ella recorrió esa cicatriz con sus dedos. Con ternura. Ahora él no estaba devolviéndole esa ternura.
—No soy la dama que me gustaría ser. Es evidente que tengo defectos. Puede que sea tan poco educada que incluso sería capaz de aceptar a uno de esos hombres en mi cama, aunque esté destinada a algo mejor. —Ella apartó las manos de él de su cara sin dejar de mirarlo—. Pero a ti nunca, MacCarrick. Mai a la meva vida!
—¿Nunca en toda tu vida? Pero ¿sí Pascal? ¿Le dejaste que te besara?
Al oír eso, ella cerró los ojos.
—¿Le dejaste? ¿Te tocó?
—¡No, pero lo hará! ¡Y le dejaría a él mil veces antes que a ti!
—Pues acabas de sellar tu destino. —Apretó la mandíbula y la cogió por las caderas, sus dedos clavándose en su piel—. Porque él no hará nada que yo no haya hecho antes.
Court bajó la cabeza, a pesar de que ella intentaba apartarlo, y la besó. Fue un beso de castigo, lleno de fuerza; la barba de varios días le irritó la piel hasta hacerla llorar.
—¡No! —gritó ella contra sus labios, a la vez que intentaba golpearle con las manos que él seguía reteniendo.
Cuando el hombre la soltó, la miró, como Annalía sabía que haría; entonces ella se frotó los labios. Court se quedó mirándola, con las cejas fruncidas, y luego levantó despacio las manos, como si quisiera borrar la cara de disgusto de ella. La muchacha se apartó de él.
Entonces el escocés se fue dejándola sola; temblorosa y confusa. Y sintiendo más odio del que había sentido en toda su vida.