CAPÍTULO 5

SI la primera carta de Pascal había sido su juicio, la segunda había sido su sentencia. Annalía estaba de pie frente al escritorio de roble y tenía el papel, arrugado y empapado de sudor, entre las manos.

Había esperado sus instrucciones con más inquietud de la que hubiese pasado en toda su vida. En los últimos cuatro días había estado más nerviosa que cuando un coche de seis caballos aparecía inesperadamente en el camino de grava blanca de su escuela.

Un carruaje significaba que se iban de excursión. Pero un coche de seis caballos sembraba el terror entre las muchachas; todas corrían por los pasillos hasta el balcón rezando para que el escudo de sus familias no fuera el que lucía la puerta del carruaje.

Un coche de seis caballos que llegaba sin avisar significaba que la vida de una de las chicas iba a cambiar de un modo drástico.

Igual que iba a pasar ahora con Annalía.

Pascal la había mandado llamar. Las horas habían transcurrido muy despacio, a la espera de sus órdenes, y esas horas habían sido aún más desgraciadas al ver cómo el escocés se paseaba sin descanso por toda la casa. Parecía un toro atrapado y ella lo evitaba como si fuera una liebre asustada. Su juego iba a terminar al día siguiente. El general quería que ella se reuniera con él, y casarse antes del fin de semana.

Annalía aún estaba lejos de Pascal, pero las manos de él ya se habían alargado lo suficiente como para controlarla.

Quemó la carta en la chimenea y empezó a caminar arriba y abajo hasta que le dolieron las piernas y vio que el sol empezaba a ponerse. No le importaba en absoluto lo que su padre hubiera pensado de ella. Al parecer, Annalía no podía evitarlo. Se acordó entonces de otra vez en que estaba en casa por vacaciones y él la había pillado caminando de ese modo. Ella tenía dieciséis años. Esa vez, la dura y ya envejecida cara de su padre mostraba seriedad y unos ojos llenos de dolor.

—Elisabet solía hacer eso.

Por supuesto que lo había hecho. Todo el mundo decía siempre que era la viva imagen de su madre.

Cuando Annalía llegó a Les Vines por primera vez, una de las chicas mayores susurró.

—Vigilad que no se acerque al jardinero. Ella es de Castilla.

Esas muchachas la habían mirado y habían descubierto cosas de ella de las que ni ella misma era aún consciente, y eso que nadie de allí sabía que la madre de Annalía había sido descubierta haciendo el amor con el encargado de los establos. Antes y después de casarse con Llorente.

Se pasó los dedos por el colgante. Siempre llevaba esa piedra para recordarle...

—¿Por qué estás caminando arriba y abajo? —El escocés. Su voz fue como un estruendo que resonó dentro de ella.

Annalía, irritada, soltó el aire y se dio la vuelta para verle. Su primer impulso fue salir de la habitación, pero ya se había cansado de escaparse de él en su propia casa, se había cansado de que él se interesara por sus cosas, así que decidió sentarse tras el escritorio. Ignoró su pregunta y le preguntó.

—¿A qué has venido?

—Quería whisky. Se me ocurrió pensar que quizá tendríais un poco.

Ella cerró los ojos para intentar controlar su temperamento. Cuando los abrió él estaba junto al armario de los licores, abriendo las botellas para olfatear su interior y luego volver a dejarlas donde estaban. Las etiquetas de plata colgadas de cada botella tintineaban contra el envase.

—Puedes leer las etiquetas en vez de olerías. Si es que sabes leer, claro está.

—Con esta luz no puedo ver nada.

Él tenía razón. Ella las había comprado en París para Aleix, y a él le había gustado mucho su floreada y complicada caligrafía, pero pronto se dio cuenta de que, incluso con luz de día, eran muy difíciles de descifrar. Bonitas pero bastante inútiles. No era extraño que ella las hubiera comprado. Annalía casi se rió.

—Por todos los santos... —dijo él al encontrar finalmente una que captó su interés. Sirvió una generosa cantidad en un vaso de cristal y lo puso delante de ella. Annalía lo miró como si acabara de dejar frente a ella algún animal muerto, y casi no se dio cuenta de que luego él se servía también un trago.

Con la bebida en la mano, Court se sentó en la amplia silla que había delante del escritorio. Llorente siempre había querido que quien se sentara en ella se sintiera pequeño e insignificante, aunque la enorme silla encajaba a la perfección con el escocés, y éste se apoyó sorprendido de que el respaldo fuera de su medida.

Un momento. El se había afeitado. ¿Cómo lo...? ¡Había husmeado en las cosas de su hermano! ¡Y la escayola también había desaparecido! Seguro que encontraría los restos destrozados al lado de su cama. Aquel hombre era un inconsciente.

Pero desde que había recibido la carta de Pascal, ella no tenía energía suficiente como para enfadarse. En vez de eso, se limitó a observar cómo él movía el whisky como con respeto. Tenía las manos grandes y ásperas pero sujetaba el vaso con delicadeza; su oscura mirada estaba fija en la llama de la vela. Cuando finalmente se bebió su whisky suspiró relajado.

Para Annalía fue como cuando se ve a alguien disfrutando de un pastel y luego en lo único en que se puede pensar es en comérselo. Miró horrorizada cómo su propia mano se acercaba al vaso. Lo levantó, miró al escocés y éste le devolvió una mirada burlona; aquel mercenario ladrón de caballos esperaba que ella se echara atrás.

Pero no iba a hacerlo. Tenía que borrarle aquella absurda expresión de la cara.

Annalía nunca había bebido ningún licor, ni más vino de la cuenta. Ella nunca había hecho nada que no debiera. Y ahí estaba lo que había conseguido: se había convertido en la prometida de Pascal.

Se acercó el vaso a los labios e inclinó la cabeza hacia atrás. Fue como si una lengua de fuego le recorriera toda la garganta. Lo apropiado sería que dejara de beber. Pero últimamente ella se estaba alejando de lo que era apropiado, así que continuó hasta vaciar el vaso.

Se negó a toser y lo miró desafiante, con los ojos llenos de lágrimas. Cuando sintió que podía controlar la tos y reducirla a un pequeño carraspeo, se tapó la mano con la boca.

—Una mujer a la que le gusta el whisky —dijo él, mientras volvía a llenarle el vaso—. Ve con cuidado, Annalía, o vas a robarme el corazón.

—¿Por qué será que no me extraña que el requisito que una mujer debe cumplir para conquistarte sea el de ser bebedora de whisky?

—Eso y que sepa caminar erguida.

Lo dijo con su habitual tono de voz cortante y amenazador, pero ella sintió un poco de calor, y sus labios no pudieron evitar esbozar una sonrisa.

Él se quedó embobado mirándole la boca, mirando su sonrisa, y luego tensó la mandíbula de un modo muy extraño. Tenía una mandíbula muy cuadrada. Demasiado masculina.

—Que tenga los pulgares oponibles también cuenta —dijo él mirándola descarado, pero ella no entendía el porqué. Tampoco conocía el significado de esa frase. Su inglés era perfecto, así como su francés, su catalán y su castellano, y conocía muchísimo vocabulario de todas esas lenguas. El hecho de que ese bruto supiera algo que ella no sabía, la sacaba de quicio.

Seguramente se lo habría inventado.

El siguió mirándola de arriba abajo, deteniéndose en algunos lugares hasta hacerla sonrojar. Podía sentir cómo el calor le subía desde el cuello hasta la nuca

—¿Qué es esa piedra que llevas colgada al cuello? —preguntó él de repente.

—Peridoto —contestó ella, acariciándola con el dedo—. Se llama peridoto.

—Nunca había visto ese color verde y dorado. Hace juego con tus ojos.

—Era de mi madre —dijo ella incómoda—. Se dice que era la piedra preferida de Cleopatra.

—¿Así que tienes algo en común con la lujuriosa Cleopatra?

—Yo no he dicho que a mí me guste esta piedra —contestó ella con rapidez.

Court levantó las cejas al oír su tono, y al ver su reacción decidió cambiar de tema.

—¿De quién es el whisky que estoy bebiendo? ¿De tu padre?

—No. Mi padre falleció.

Él inclinó un poco la cabeza. Ella pensó que ése debía de ser el modo que tenía el escocés de decirle «siento oír eso».

—¿De tu hermano, entonces? ¿Del enorme bastardo que también me ha prestado la ropa?

—¡Él no es ningún bastardo!

Él meditó un instante.

—Es un modo de hablar, no lo decía literalmente.

Ella volvió a sonrojarse y se llevó el vaso a los labios.

—Oh. Sí, es suyo.

—¿Y adonde se ha ido dejándote aquí tan sola?

Annalía posó el vaso. ¿Le había temblado la mano al hacerlo?

—Está en viaje de negocios, pero regresará esta semana.

—¿Ah, sí? ¿Esta misma semana? —preguntó él sin creerla en absoluto.

—¿No es eso lo que acabo de decir? —Parecía exasperada.

—¿Cómo es que hablas inglés como si fueras nativa? Puedo entender que sepas francés y castellano, pero ¿el idioma de su majestad la reina de Inglaterra?

Ella frunció el cejo ante el abrupto cambio de tema. Las conversaciones educadas seguían unas reglas. Los temas cambiaban de un modo ordenado, y cuando los participantes dominaban el arte de la conversación eso se hacía de una forma suave y agradable. ¿Por qué alterarlo adrede? Ella suspiró resignada y luego contestó:

—Fui a una escuela en el extranjero y lo aprendí allí. El inglés, para tu información, es el idioma de la nobleza en todo el mundo.

Lo cierto era que ella lo había aprendido para comunicarse con sus compañeras de clase. Las británicas y las americanas no podían completar una frase en un idioma extranjero aunque su vida dependiera de ello, así que todas las demás eran como mínimo trilingües. Para empeorarlo aún más, las yanquis utilizaban un vocabulario distinto, y muchas frases hechas que hacían imposible entenderlas. Tanto, que ellas se divertían con ello.

—¿Qué escuela?

—Es muy exclusiva. No creo que hayas oído hablar nunca de ella. —Annalía golpeaba el vaso con las uñas, y él lo interpretó como una señal de que quería que volviera a llenárselo. Estaba vacío.

—Prueba a ver.

—Se llama Les Vines.

—Sí, Les Vines. Está justo en las afueras de París, en Fontainebleau.

Ella se quedó boquiabierta. ¿Cómo podía haber oído hablar de esa escuela?

El sonrió.

—Es para aristócratas y herederas.

—Así es —dijo ella como si le doliera. Ver su cara de satisfacción la había irritado, pero al pensar en la escuela, añoró el tiempo que había pasado allí. Entonces la vida era sencilla. A ella le encantaba estar en aquel lugar, le encantaba aprender; pero lo que más le había gustado era el aura de mundanidad que le había otorgado.

Por desgracia, esa mundanidad era sólo una fachada. Annalía nunca había estado más allá de París hacia el norte, ni más lejos de la frontera de España en el sur. Nunca había visto el mar. El escocés, por el mero hecho de haber viajado de Escocia a Andorra ya había visto mucho más mundo que ella.

Pero MacCarrick nunca lo sabría, porque ella era capaz de fingir como una gran artista. Había aprendido el argot de Estados Unidos con una princesa de los ferrocarriles, el desdén más encantador de una francesa heredera de una importante patente médica y la altivez más consumada de una británica hija de un duque que ocupaba el decimoquinto lugar en la línea de sucesión al trono.

—Es muy exclusiva —repitió ella sin prestar atención. De hecho, a ella estuvieron a punto de no admitirla. Annalía no estaba tan próximamente emparentada con la corona, excepto en la retorcida lógica de Pascal, claro. Pero sí estaba relacionada con al menos ocho familias reales.

—Aun así, tú naciste y te criaste en la arcaica Andorra.

A ella pareció dolerle ese comentario. Debería haber sabido que él aprovecharía cualquier resquicio en su armadura para atacarla. Al ver que ella no contestaba, él continuó:

—Yo siempre he pensado que debería haber más andorranos en el mundo.

—¿Y por qué estás tan seguro de que nací y me crié aquí?

—Te he oído hablar catalán con la gente de aquí. Tú nunca lo has hablado con nadie que no sea de Andorra, ¿me equivoco?

Ella se moría por visitar otros países de habla catalana, pero Llorente siempre se lo había prohibido.

—¿Por qué lo preguntas?

—Este país no ha cambiado mucho desde la Edad Media y su lengua, tampoco.

—¿Estás diciendo que hablo un dialecto medieval? —Annalía no podía creer lo que estaba pasando.

Court se recostó en la silla, era obvio que le encantaba hacerla enfadar.

—Y como tú eres un escocés, seguro que reconoces lo medieval a kilómetros de distancia. —«Ja!»

El sonrió de medio lado. No llegó a ser una sonrisa completa.

—Ya ves, un escocés y una andorrana. No somos tan distintos.

Definitivamente Annalía era muy distinta a él.

—¡Yo soy de Castilla! —gritó, y se sorprendió a sí misma, pues rara vez divulgaba esa información. Claro que, al lado de aquel escocés, podía sentirse orgullosa de cualquier cosa, suponía.

—¿Así que eres una castellana de sangre caliente? Con un collar que lleva la piedra de Cleopatra. —Sin dejar de mirarla a los ojos ni un segundo, se llevó el vaso a los labios—. Fascinante.

Annalía no pudo evitar abrir incrédula la boca. Directo al corazón. ¿Cómo había logrado acercarse tanto a sus secretos más íntimos? Él no la conocía. No sabía nada de ella. Sólo la estaba provocando.

Los siguientes minutos fueron muy extraños. Si Annalía giraba la cabeza, él entrecerraba los ojos para enfocarla. Si se tocaba el pelo, él se pasaba la mano buena por la nuca. Si bebía, se quedaba quieto, como si esperara que sucediera algo más. Ella ya se había fijado en eso; siempre la estaba observando, estudiando, calibrando, sopesando. Se preguntaba qué pensaría sobre ella.

Annalía estaba allí, sentada, bebiendo con su peor enemigo, bueno, el peor después de Pascal, y no porque quisiera estar cerca de él. No, nada de eso. Él era un escocés, y por culpa de gente como él y sus amigos asesinos a sueldo, el general había logrado poder suficiente como para obligarla a rendirse. El era su enemigo, y a ella no le importaba lo más mínimo.

Había oído decir que el alcohol hacía perder el miedo, pero Annalía sabía ahora que también le había dado despreocupación, e incluso la había vuelto taimada.

Lo sabía, porque estaba dispuesta a usar al escocés.

¿Qué pasaría si contrataba, a él y a sus hombres, para ayudarla?

¿Qué pasaría si lo convencía de que él quería ayudarla? Si era una de esas mujeres, si los rumores sobre ella eran ciertos, entonces seguro que podría tener cierto efecto sobre un hombre.

¿Qué perdía por intentarlo?

Antes de que el valor la abandonara, Annalía se puso de pie y rodeó el escritorio hasta colocarse delante de él. Court se levantó también de golpe y ella se detuvo un instante para dar un último sorbo a su vaso, sólo para tener más coraje. Se dio la vuelta y se lo encontró justo delante, mirándola con intensidad, con cautela.

El se le acercó despacio, como si no quisiera asustarla. Annalía retrocedió hasta el escritorio, pero él seguía acercándose, rodeándola con su presencia, atrapándola con su aroma. Y en lo más profundo de ella una parte se despertó al sentir su presencia, al notar el calor que emanaba de la piel del hombre.

Court la miraba a los ojos como si fuera incapaz de apartar la mirada. Desde tan cerca, Annalía se dio cuenta de que sus ojos ya no estaban ensangrentados y vio lo oscuros que eran sus iris, negros como la obsidiana. Y el modo en que él la miraba... como si quisiera devorarla. Como si la deseara, como si entendiera, como ningún hombre lo había hecho antes, que ella sentía lo mismo por él. Sentía que estaba ardiendo.

Annalía se apoyó en el escritorio aferrándose a su borde con los dedos, y se pasó nerviosa la lengua por los labios, insegura de qué hacer a continuación. Court debió de darse cuenta de que ella no pensaba moverse, de que no iba a irse, y frunció el cejo desconcertado. Era como si ella pudiera oírle pensar. Sabía que él sospecharía de su comportamiento, pero también sabía que optaría por disfrutar e intentar analizar más tarde lo que había pasado. Como si le hubiera leído la mente, la expresión de él se transformó y la miró decidido.

Como Court había visto hacer a muchas mujeres en París, al atardecer, ella colocó las manos en su torso y las deslizó hasta su nuca. Al notar cómo ella cerraba allí sus dedos, se le aceleró la respiración.

—MacCarrick —murmuró ella—. ¿Yo... te gusto?

Él le recorrió la cara con la mirada y se fijó en sus labios, pero acabó deteniéndose en sus ojos.

—Ahora mismo me gustas mucho.

Annalía le acarició el pelo con los dedos.

—Después de esta noche, ¿quieres ser mi... amigo?

La voz de él sonó profunda y sensual cuando contestó.

—Entre otras cosas.

—¿Puedo confiar en ti?

—¿Respecto a esto? —Afirmó despacio con la cabeza—. No se lo diré a nadie.

Ella frunció el cejo ante el comentario, pero siguió adelante con sus propósitos.

—Si te pido una cosa, ¿estarías dispuesto a hacerla por mí?

El se tensó ante la pregunta y le tembló un músculo de la mandíbula. Annalía tuvo la sensación de que él se estaba esforzando por relajarse.

—Anna, estoy dispuesto a hacer una de las cosas que quieres.

A pesar de que él no había contestado a su pregunta, ella continuó.

—MacCarrick... —El tuvo que agachar la cabeza para oírla mejor y entonces ella le susurró al oído—. Bésame, MacCarrick.

Court tembló.

¿Sólo de sentir su aliento rozándole la oreja ese mercenario reaccionaba de ese modo? Annalía se preguntó qué pasaría si le tocaba. Si ella era el tipo de mujer que la gente la acusaba de ser, entonces también sería el tipo de mujer que logra tener a un hombre a sus pies. La idea no le desagradaba en absoluto.

Court puso la mano en la nuca de ella para acercarla, y Annalía pensó que iba a besarla, sin embargo, se detuvo; como si quisiera que su cuerpo se acostumbrara al suyo, como si saboreara la idea de besarla lo mismo que había saboreado el whisky.

En el mismo instante en que los labios del hombre acariciaron los suyos, una ola de calor la inundó por completo. Cuando él deslizó su boca hacia su cuello, a Annalía le costó respirar, no sabía ya lo que estaba sintiendo. Él le rodeó las nalgas con las manos y la atrajo hacia él con fuerza, para que ella sintiera lo excitado que estaba y notara su rígida erección contra su ombligo. Eso estaba mal. Pero los labios cálidos y firmes de él apagaron ese pensamiento.

Con dedos insistentes, resiguió su trasero para deslizar luego las manos por su cintura y —oh, Mare de Déu— mover su pelvis contra la suya. «¡Mal!», gritó su mente.

Justo cuando ella iba ya a apartarse, él la acercó más para poder besarle el lóbulo de la oreja, y Annalía se preguntó sin entenderlo por qué eso era tan terrible. No hacían nada más que acariciarse. Él de ningún modo iba a hacerle el amor.

Pero antes de que se diera cuenta de lo que estaba haciendo, el escocés había desabrochado ya algunos de los botones de su camisa, y habría continuado de no haber cerrado ella su puño encima del siguiente. Court hizo una especie de ruido, como si su reacción le hiciera gracia, pero no continuó. Separó en cambio la tela de los que sí había desabrochado y deslizó las manos hasta la espalda de Annalía para acariciársela. Ante la sorpresa de ella, él gimió desde lo más hondo, y acarició la piel de encima de sus pechos con la mejilla. Ese gemido la asustó, pero no tanto como la excitó.

Frunció el cejo y lo miró; él la estaba besando como si hubiera perdido el sentido. Y eso mismo le había pasado a ella: había perdido el sentido. Su mente se había separado de su cuerpo, y era como si estuviera mirando desde fuera. Court la levantó y la sentó en el escritorio para colocarse entre sus piernas. Ella sentía los pechos más pesados y sensibles, y su propia respiración se había acelerado.

Le daba vergüenza que él la viera en ese estado, y que él fuera la causa. La avergonzaba que la viera con las faldas levantadas hasta la cintura y con la blusa casi abierta.

—Déjame ver tu pelo —susurró despacio contra su piel, y ella tembló—. Conozco los tesoros que escondes. Ya los he visto.

Aturdida, se preguntó cuándo los había visto, pero cuando él empezó a besarle el escote, Annalía no pudo evitar gemir de lo intenso que era el placer que sentía. Court levantó la cabeza para poder besarle la oreja, y ella pudo sentir lo cálida que era su respiración. Él empezó a soltarle el pelo y ella quería que lo hiciera.

A cada beso, Annalía quería mostrarle a ese escocés más partes de sí misma, quería desnudarse, quería soltarse el pelo para que él pudiera pasar los dedos entre sus mechones. Sin embargo, cuando él logró deshacerle el peinado no la acarició con suavidad, sino que cerró las manos alrededor de su melena, se la apartó y le besó el cuello con fuerza. A continuación, le recorrió la piel con la lengua y Annalía cerró los ojos transportada.

Pero de repente él se tensó y se apartó soltándola.

—Que etpassa?—murmuró en catalán. Como si despertara de n sueño, abrió los ojos y repitió en castellano—. ¿Qué te pasa?

Entonces ella se dio cuenta, unos jinetes atravesaban la pradera y se acercaban a la casa.

—Quédate aquí —le ordenó él con la expresión más fiera que ella había visto nunca—. Cierra la puerta detrás de mí y no salgas pase lo que pase. ¿Me entiendes?

En un instante, todo el deseo desapareció de su mirada, y fue sustituido por una furia apenas contenida. Annalía abrió los labios, sorprendida por el cambio.

Al ver que ella no contestaba, Court le acarició la nuca.

—Anna, ¿lo entiendes?

—Sí —respondió ella, pero las profundas voces de arios hombres resonaron antes de que llamaran a la puerta.

Eran escoceses.

—Estamos buscando a Courtland MacCarrick —gritaron.

MacCarrick se relajó y apoyó la frente contra la de ella.

—Bueno, no pasarán a la historia por su buena educación.

¿Más escoceses? Sólo de pensar en más escoceses campando a sus anchas por su propiedad se le hizo un nudo en el estómago. Rezó para que Vítale no se despertara.

Ahora que el fuego que corría por sus venas se había enfriado, la vergüenza empezó a hacer mella en ella. Con manos temblorosas, se abrochó la blusa y se dio la vuelta. Court se apartó de ella y pareció molesto por su reacción.

—¿Más escoceses?

—Así es. Se quedarán hasta que yo pueda cabalgar.

—¿Se quedarán? —A ella le costó pronunciar esas palabras—. Ellos no tienen permiso para quedarse en esta montaña. Sal y diles que se vayan.

—Siempre tan mandona. Algún día aprenderás que yo no acepto órdenes. Y harías bien en aprender también que a los hombres como yo no les gusta que una chica como tú intente jugar con nosotros.

Ella se estaba abrochando la blusa y se detuvo al oír ese último comentario. Sabía que había cometido un error, pero aun así insistió:

—¡Aquí no son bienvenidos!

—También dijiste que yo no era bienvenido —replicó él impaciente—, y hace un momento estabas dispuesta a darme la bienvenida a un lugar mucho más íntimo.

—¡No es verdad! —contestó ella ofendida—. Besar a un hombre es muy distinto a querer acostarse con él.

—No era un hombre —soltó él—. Se trataba de mí. —Se le acercó una vez más hasta colocarse entre las rodillas que ella intentaba mantener cerradas. A pesar de la ropa, Annalía aún podía sentir el calor que emanaba del cuerpo de él.

—¡Pues que sepas que no iba a acostarme contigo!

Los labios de él dibujaron una cruel sonrisa. Volvió a rodearle la espalda con las manos y la acercó a él.

—Iba a poseerte encima de este escritorio —gimió con cada palabra—. Te iba a levantar la falda e iba a tomarte como el animal que tanto te gusta llamarme.

—¿En contra de mi voluntad? —preguntó ella casi sin darse cuenta, pues sus palabras la habían dejado sin habla. Intentó apartarse de él—. Porque nunca accedería a eso.

—No, no en contra de tu voluntad. — Court se acercó más a ella y le susurró al oído—. Tú estarías suplicando que entrara dentro de ti. —Él se quedó allí un instante, como si quisiera asegurarse que ella lo había entendido y luego, con suavidad, acercó su cara al cuello de la mujer.

Annalía volvió a suspirar, y se avergonzó al ver que él, con unas meras palabras, lograba estremecerla, lograba que deseara que la besara, volver a sentir sus labios en su escote, su cálido aliento cerca de ella.

Cuando se apartó de ella, la expresión de él era fría.

—Si vuelves a intentar utilizar tus armas de seducción en mi persona, ten por seguro que contraatacaré mil veces...

—¿Court? ¿Estás ahí? —gritó uno de los hombres desde fuera—. ¿Hay alguien en casa?

El soltó el aliento y luego juntó las piernas de ella y se las cubrió despacio con la falda; un gesto familiar, como si lo hubiera hecho cientos de veces. A Annalía ese detalle le extrañó, mucho más que todo lo que había dicho antes.

—Escúchame. No nos quedaremos mucho tiempo. Sólo un par de días. —Entonces se dio la vuelta para irse.

—¿Tengo que aceptar tu palabra de que así será? —susurró ella, pero al oírla, él volvió a entrar. Le cogió la nuca con la mano y la obligó a mirarlo a los ojos.

—Entiende esto, Annalía. Nunca debes aceptar mi palabra. Si alguna vez confías en mí, te arrepentirás de ello.

—No quiero que se queden —dijo ella en voz baja—. Ni tampoco quiero que te quedes tú.

La expresión del hombre se volvió más seria y oscura.

—Nosotros sólo respondemos ante la fuerza. —Él la recorrió con la mirada—. Y tú no tienes ninguna.