CAPÍTULO 4
COURT se tumbó en la cama mucho más inquieto que de costumbre. Ahora que había mandado una carta a sus hombres, lo único que podía hacer era esperar, y esa tarea que ya era difícil para un hombre paciente, para Court era imposible de tolerar. Peor aún, tenía que hacerlo en compañía de un anciano al que se moría de ganas de echar por la ventana y de una misteriosa mujer a la que quería atar para que no pudiera volver a escapársele antes de que él hubiese podido preguntarle todo lo que quería.
¿Qué demonios decía aquella carta para que ella llorase de tal modo?
A Court no le gustaban los misterios. Para él eran un incordio, era como si su mera existencia fuera una acusación de que no se esforzaba lo suficiente como para resolverlos.
Él estaba acostumbrado a hacer lo que le viniera en gana, y ahora mismo quería saber más sobre la reservada Annalía. Seguro que ella ya estaba dormida, pero su habitación también podría contarle muchas cosas.
Se levantó de la cama, se vistió y cogió la aguja de tejer que había encontrado en un cajón y que había escondido debajo de su colchón. La cerradura de su habitación no se había resistido, y seguro que con la de ella pasaría lo mismo.
Recorrió el pasillo comprobando las puertas, hasta que encontró una que estaba cerrada. Metió la aguja en el cerrojo y apretó hacia un lado, al oír el clic de la puerta no pudo evitar sonreír. La abrió y entró en la habitación hasta acercarse a la cama. Esa noche corría una brisa suave y la luna creciente ofrecía un poco de luz.
Él vio que ella estaba tumbada boca abajo, una fina sábana le cubría la espalda y su melena se derramaba por encima de la almohada. Impresionante. Aquellos espesos rizos que resplandecían a la luz de la luna lo fascinaron por completo, lo mismo que darse cuenta de que él era el primer hombre que la veía así. Sintió la necesidad de tocarla, olería, pero se obligó a darse la vuelta e inspeccionar la habitación.
Todas sus pertenencias estaban ordenadas de una manera obsesiva, y los adornos, al igual que ella, eran increíblemente femeninos. Había muchos lazos, pero en cambio su biblioteca era propia de un hombre; matemáticas, botánica, astronomía, y libros en diversas lenguas. Court vio que había otro libro al lado de su cama, ése escrito en griego.
Un pequeño mueble abrillantado hasta el punto de que resplandecía como un espejo ocupaba un lugar destacado en la habitación, y en él había una colección completa de figuras de porcelana.
Podía entender por qué Annalía se sentía atraída por esas piezas. Eran brillantes y llamativas, pero a la vez frágiles, como ella. Y sin duda eran también muy caras.
Un sentimiento hasta ese momento desconocido y preocupante se instaló en su pecho cuando se dio cuenta de que el hobby de ella valía mucho más de lo que él ganaba en todo un año arriesgando su vida y trabajando sin descanso.
Su humor mejoró cuando abrió un cajón sin hacer ruido —aunque no le importaba demasiado despertarla, porque ¿qué podría hacerle?—, y descubrió un montón de novelas góticas y sensuales en todos los idiomas imaginables. Sonrió. Lady Annalía tenía un oscuro secreto.
Junto a los libros había un montón de cartas. Él las cogió y se acercó a la ventana para poder verlas. Todas eran de unas chicas de un lugar llamado Les Vines, que al parecer era una escuela. Por los famosos apellidos, era como leer una lista de las familias más ricas del mundo. Court no pudo evitar preguntarse de dónde provenía la fortuna de Annalía. Cuando ella saliera a dar su paseo matutino él regresaría a por las cartas y las leería durante el día.
Hacía calor en la habitación y ella dio una patada a la sábana para sacársela de encima. Court levantó las cejas al ver lo que se escondía debajo. Su camisón era de seda, él no había esperado menos de ella, y acababa justo encima de sus preciosas y largas piernas. Las puntillas que remataban el borde quedaban justo por debajo de sus nalgas, que eran redondas y sensuales, y eso para él fue inesperado. Cuando ella desplazó una pierna hasta el borde de la cama, él se quedó sin aliento al ver cómo sus muslos se separaban y la sombra era lo único que la cubría.
Las manos le dolían de las ganas que tenía de acariciarla hasta que ella, presa del deseo, levantara las caderas y le permitiera... Court luchó por evitar que se le escapara un gemido, pero sin conseguirlo.
Annalía no se despertó, pero susurró algo en catalán y se dio la vuelta, un brazo cayó al lado del cuerpo, y el otro descansó sobre su pecho. Unos pechos perfectos, generosos, se apretaban contra el delgado camisón, y él volvió a gemir, apretó las manos y estrujó las cartas que aún sujetaba en ellas. Aquella muchacha no sólo ocultaba su melena.
Era exquisita, sensual, y él sabía que, aunque se fuera de allí, siempre llevaría esa imagen grabada en su mente. Entonces, viniendo de ninguna parte, una sola palabra se insinuó en su mente.
Más.
Court se quedó petrificado y todos los músculos de su cuerpo se tensaron. «No», se dijo.
Antes ya se había sentido atraído por ella. Pero cuando se había imaginado tomándola, él siempre estaba encima de su cuerpo y le mantenía los brazos sujetos por encima de la cabeza mientras la penetraba hasta que gemía de placer y se rendía a él, hasta que ella lo miraba con algo más que desdén.
Pero ahora se imaginaba seduciéndola, saboreando cada centímetro de su dorada piel durante horas, lamiendo y besando su sexo hasta no poder soportarlo más. Ahora Court quería seducirla, quería que ella le permitiera penetrarla hasta lo más profundo aún sabiendo que nunca podría dejarla embarazada.
El se pasó la mano por delante del pantalón. Al parecer la deseaba con mucha intensidad. Pero una mujer tan sofisticada como ella nunca desearía a un hombre como él, y él nunca forzaría a ninguna mujer.
Court era un bastardo con todas las letras. Había hecho cosas con las que otros hombres habrían sido incapaces de convivir, y las había hecho sin titubear. Pero aún no estaba tan perdido como para no darse cuenta de que no podía quedarse en aquella casa cuando lo único en lo que podía pensar era en recorrer con la lengua todo el cuerpo de ella y lamerle el sexo le parecía una idea genial.
Si se quedaba, intentaría acostarse con Annalía en cuanto se presentase la ocasión, a pesar de que sabía que no debía hacerlo. Además, ya estaba harto de esperar. Lo mejor sería irse de allí y empezar a buscar a sus hombres.
A pesar de que le costó toda su fuerza de voluntad, logró apartarse de ella. El era un hombre disciplinado y, maldita sea, era capaz de hacerlo. Volvió a guardar las cartas en el cajón y lo cerró de golpe, esperando que ella se despertara, pero siguió durmiendo. Mientras se alejaba de aquella habitación, no podía dejar de abrir y cerrar las manos que tanto habían ansiado abrazarla.
Con pasos largos y decididos llegó al establo. Los caballos retrocedieron en sus cuadras como si se percataran de la violenta batalla que se estaba librando en su interior.
Court no quería coger el caballo de ella, ni el que ella había acariciado mientras le murmuraba cosas al oído. No podía ver muy bien, así que se fue hacia el caballo más alto. Después de mucho insistir, logró que el semental saliera y en cuanto se percató de que era un caballo de raza superior, buscó una silla de montar y la cargó con su mano buena. Los puntos negros que empezó a ver al acabar de atarle la silla al caballo deberían haberle servido de aviso de que estaba esforzándose demasiado, pero siguió como un poseso.
Miró hacia la casa y vio cómo las cortinas entraban y salían de las ventanas como si estuvieran llamándolo. «Acuérdate de lo que sentiste cuando la viste llorar», se dijo a sí mismo. Apretó los dientes, colocó el pie en el estribo y montó.
Los puntos negros volvieron y estallaron en su cabeza.
Chiron, el semental de la granja, había desaparecido. Pasadas unas horas, y para mayor horror de Annalía, encontraron al caballo, que aún llevaba una silla de montar en el lomo, apareándose felizmente con una yegua, hecho que no estaba previsto.
Ahora, sabiendo que él había intentado robar un semental que valía su peso en oro, siguió el rastro de barro que llevaba directamente a la habitación del escocés. Su enfado aumentaba con cada paso que daba.
El cerrojo estaba abierto, por supuesto. Entró hecha una furia y la puerta golpeó con fuerza la pared.
Al oír el ruido, él intentó abrir los ojos inyectados en sangre.
—¿Qué? —farfulló y se dio la vuelta.
Había barro por todas partes. La colcha se había echado a perder.
—¿Te has estado revolcando en el fango, MacCarrick? Ha debido de ser todo un espectáculo.
Él se puso el brazo que no tenía herido debajo de la cabeza e, insolente, se apoyó en la almohada y la miró de un modo demasiado... familiar. Como si supiera algo que ella no sabía. ¿Le es taba mirando los pechos?
—¿Ibas a robarnos y a desaparecer en la noche? Y cuando digo robar lo digo en serio, ya que ahora sin duda podemos añadir el robo de caballos a tu lista de virtudes.
Él hizo un gesto con la escayola, que también estaba cubierta de barro, para quitar importancia al comentario.
—Iba a devolverlo.
—¿Y por ese motivo, de todos los caballos que hay en el establo, encontramos precisamente a nuestro semental... corriendo por ahí con una silla de montar?
—No, cogí ése porque... —Él se interrumpió—. Olvídalo.
—¡Quiero saber por qué! —Eso y por qué él había decidido irse sin darle las gracias ni despedirse. ¿Por qué eso le dolía tanto? Ella quería que se fuera.
—Y yo he dicho —dijo él mirándola a los ojos—, que lo olvides.
«¡Será obstinado!»
—Quiero que hoy mismo te vayas de mi casa.
—¿Y cómo voy a hacerlo si es obvio que ayer noche no pude sostenerme encima del caballo y apenas pude regresar a la casa?
—No me importa si tienes que ir rodando por la montaña. Los hombres de Pascal vendrán a por ti y, cuando lo hagan, todos pagaremos por tu egoísmo.
—A diferencia de ti, cuando estoy bien yo sí puedo recorrer a pie las montañas más escarpadas como si fuera una maldita cabra. Pero de ningún modo puedo hacerlo con las costillas rotas y con media masa muscular atrofiada.
—Si anoche lograste llegar fuera, estás lo bastante bien como para irte de un sitio en el que no eres bienvenido.
Él se cruzó de brazos y se le oscurecieron aún más los ojos.
—Así que, MacCarrick, si no tienes nada más que añadir...
—No.
—Bien.
—No. Quiero decir que no, que no me voy.
«¡Mantén la calma! Ignora las ganas que tienes de darle una bofetada.»
—Lo harás, porque ésta es mi casa.
—¿Quién va a echarme? ¿El anciano? ¿Uno de los niños? No hay nadie que pueda hacerlo.
Mare de Déu, ella desearía que él dejara de decir esas cosas. Porque tenía razón. En realidad podría quedarse tanto tiempo como quisiera. Annalía luchó por controlar su temperamento, y se obligó a decir con voz más pausada.
—Yo te salvé la vida y ahora te estoy pidiendo que te vayas de mi casa. Si eres un caballero, seguro que puedes entenderlo.
—Si cumplo tus deseos, me habrás salvado la vida en vano. Así que me alegro de no ser uno de tus malditos caballeros.