CAPÍTULO 16
—¿QUÉ... cómo...? ¡Explícate! —gritó ella.
El, impaciente, apartó las manos y las dejó colgando a ambos lados del cuerpo.
Annalía sabía perfectamente que él odiaba que le diera órdenes, pero no podía evitarlo. Tenía que saberlo.
—¿Lo han... matado?
—No, no. Tu hermano se escapó.
Ella le cogió la camisa con ambas manos.
—¿Me estás diciendo la verdad?
—Sí.
Annalía le sacudió el cuello de la camisa hasta que él levantó las cejas.
—Ese monstruo, ¿ya no lo tiene prisionero?
—No, Aleixandre Llorente escapó de Pascal. De hecho, tú corres mucho más peligro que él.
Ella lo soltó.
—¡Tengo que encontrarlo! ¡Tiene que saber que estoy bien!
—¿Y cómo planeas hacer eso? Acabamos de confirmar que eres un objetivo de los Rechazados. Y ellos son famosos por eso... por no dejar nunca escapar a sus objetivos. Te seguirán hasta conseguirlo, sin importar lo que tarden.
Annalía se apretaba la frente con el dedo anular y el índice.
—¡No lo sé! ¡No puedo pensar! —Empezó a caminar arriba y abajo.
—La casa de postas está al final del camino, a unos pocos kilómetros. Ahí puedes comer, descansar y pensar en todo lo que ha pasado. Luego elaboraremos un plan.
Él tenía razón. Acababan de apartar unos cadáveres del camino; desear una taza de té no era tan raro. Ella podía sentir cómo estaba temblando; su vendaje empezaba a quedar empapado.
Cuando Annalía aceptó, Court la ayudó a montar su caballo y luego montó él.
«¡Aleix está vivo!» Su cerebro no dejaba de repetirlo como una plegaria ¡Y libre! Ella se sentía más ligera, se sentía... esperanzada. Encontraría a su hermano y juntos buscarían la manera de vencer a Pascal.
Durante tres días, había temido que estuviese muerto, pero cada segundo que pasaba, cavilaba sobre el modo de escapar de MacCarrick, por si acaso Aleix estaba vivo. Ahora, al saber que lo estaba, y en libertad...
Pero ¿y si MacCarrick era quien había hecho prisionero a Aleix? Se mordió el labio inferior y miró cómo el escocés que tenía delante observaba el cielo, seguro que por las nubes que les cubrían sabía que iban a quedar empapados.
Si MacCarrick y Aleix habían sido enemigos, ¿quién sabía lo que pretendía aquel hombre? Por lo que ella sabía, él muy bien podría estar intentando recuperar su dinero y pedir a su rico hermano un rescate por ella. Espoleó a su caballo y se acercó a su lado.
—Quiero preguntarte algo.
Court la miró pero no dijo nada.
—Quiero saber si tú atacaste a mi hermano y a sus hombres.
Él no lo dudó ni un instante.
—Yo nunca ataqué a tu hermano.
—¿Lo juras? —preguntó ella, mirándolo.
El la miró a su vez.
—Sí.
—¿Por qué me estás ayudando? ¿Por qué no te has limitado a seguir adelante y me has dejado atrás?
—Eso es lo que tengo intenciones de hacer tan pronto como te haya instalado en el hostal.
Al menos era honesto. Si alguien como él le hubiera empezado a hablar del deber y del sentido de la gratitud, ella se habría alejado tan rápido como hubiera podido, pero ante su respuesta, Annalía sonrió y él frunció el cejo.
—¿Tan impaciente estás por deshacerte de mí? —le preguntó.
—Bueno, eso depende de cómo respondas a mi siguiente pregunta... MacCarrick, ¿cómo fue que contactaste con Pascal? —Ella sabía que Pascal había contratado a sus hombres, lo había descubierto en el refugio del contrabandista. Los escoceses llevaban más de diez años juntos y siempre habían tenido éxito, su reputación era intachable. Ella podía entender cuál era su atractivo, pero ¿por qué MacCarrick había aceptado trabajar para un déspota como Pascal?
—El estaba buscando gente y nosotros estábamos sin trabajo.
—¿Habrías seguido con Pascal si te hubiera pagado?
—No lo sé.
—Tus hombres me dijeron que la cosa era al revés. Que primero dimitiste, y luego Pascal se negó a pagarte por el trabajo que habías hecho.
—¿Y ellos qué saben? —preguntó él desinteresado. Pero no lo negó.
Ellos lo sabían, pero ella no les había creído hasta entonces.
—¿Por qué Pascal? —insistió Annalía—. Al principio, mucha gente creyó que sus ideales eran sólidos. ¿Tú también?
Court la ignoró, pero Annalía no iba a desistir. Tenía que tomar una decisión y necesitaba conocer todos los hechos.
—Pascal ordenó que te dieran una paliza porque lo desafiaste. Porque creíste que lo que hacía estaba mal. ¿No es eso lo que pasó?
El se encogió de hombros. Seguía sin negarlo.
Mare de Déu, todo lo que le habían dicho sus hombres era verdad.
—¿Por qué no lo reconoces? ¿Por qué me dejaste creer que tú y tus hombres os dedicabais a robar y a matar? —Annalía levantó la barbilla—. ¿Sabes lo que creo? Creo que no sois tan brutales como la gente cree.
Court tiró de las riendas de su caballo, cogió las de ella, y la miró con su mirada más feroz. Ella tragó saliva y se apartó de él lo máximo que le permitió su montura.
—Hasta ahora has sido muy lista, te lo reconozco, pero tu primer y peor error sería atribuirme virtudes que no poseo. Yo soy un bruto. Lo que pasa es que soy selectivo.
Con esta frase, se adelantó a ella, pero no mucho. De nuevo la había advertido, pero esta vez Annalía interpretó sus palabras justo al revés de lo que él pretendía. Tal vez ella debería dejar de atribuirle maldades, de pensar que podía matar a sangre fría, y darse cuenta de que él no era un demonio como Pascal.
Sin embargo, no había estado completamente equivocada sobre MacCarrick. Él había matado con facilidad y podía ser aterrador. Aquella mirada que había en su rostro cuando iba a interrogar a aquel individuo... Annalía tembló al recordarla. Nunca había visto algo tan terrorífico, parecía sacada de una pesadilla. No, ella nunca subestimaría el poder que emanaba de él; un poder que podía desatarse en un abrir y cerrar de ojos. Pero era lo que se escondía tras esas características lo que la tenía intrigada.
Llevaba noches cuidando de su herida, y, para ello, la había obligado a quitarse la blusa, a desnudarse delante de él. En esos momentos, ella había estado tan llena de odio y de dolor que había creído que sus actos eran sólo otro modo de humillarla, una excusa para verla sin ropa. Ahora, pensándolo de nuevo, Annalía veía más cosas. Se acordaba de cómo él se arrodillaba delante de ella, de las muecas de dolor o los siseos tranquilizadores al ver que a ella le dolía lo que le hacía, de cómo le decía:
—No quiero hacerte daño.
La noche en que le dispararon, Annalía recordó vagamente que él le había hablado durante todo el tortuoso camino hasta Francia, a veces en un áspero gaélico, casi siempre sin sentido, incluso cuando le habló en inglés. Fue como si supiera que ella no quería oír el silencio.
También se acordó de que luego alguien le había acariciado el pelo, alguien con las manos ásperas...
Annalía suspiró y se dio cuenta de que no tenía motivos para odiarlo, y que necesitaba su ayuda en esos momentos tan difíciles. Absorta en sus pensamientos, apenas notó la primera gota de lluvia. O la otra que cayó tras ésa.
Cuando la tormenta se desató y ella quedó rezagada, él retrocedió a buscarla.
—Tenemos que detenernos bajo el próximo puente.
—¡MacCarrick! —La muchacha parpadeó bajo la lluvia. Se estaba congelando, sólo llevaba una fina chaqueta, y tenía un único pensamiento en su mente—. ¡Quiero un baño caliente y, ya puestos, una taza de té!
Él levantó las cejas al oír su tono de voz, la miró calibrando la situación y meditando su próximo paso, como si no supiera qué hacer. Annalía habría jurado que estaba intentando decidirse. En el mismo instante en que le pareció que lo había hecho, la levantó de su silla de montar.
—¿Qué estás haciendo?
Court la sentó de lado en su regazo, con la espalda de ella apoyada en su brazo, la acercó a él para poder abrigarla con su chaqueta. Cogió las riendas del caballo de ella y, con suavidad, le acarició la cara para apretarla contra su pecho.
—Agárrate a mí —murmuró—, y ten cuidado de no hacerte daño en el brazo.
Annalía estaba aún protestando cuando él espoleó el caballo y salió volando por el camino, tan deprisa que ella tuvo que sujetarse al hombre con ambos brazos. El cuerpo de él era increíblemente cálido bajo su chaqueta y pronto la calentó a ella. La lluvia ya no le golpeaba la cara.
Sin venir a cuento, se acordó de una frase que solía decir su niñera:
«Un oso es un oso hasta que le acaricias el ombligo. Un lobo comerá de tu mano si el dulce que le ofreces es lo bastante dulce...».