CAPITULO 26
—TORI, ¿lo lamentas?
—¿Humm? —murmuró desde la ventana de la habitación de su abuelo. Tenía la frente apoyada contra el cristal, y miraba los prados a través de las gotas de una lluvia que llevaba semanas cayendo. Trató de imaginar todo aquello como le había dicho Nicole, como valles y colinas que se desplazan hacia el horizonte igual que las olas en el mar. Pero lo que tenía ante los ojos no se parecía en nada al océano. Lo único que veía era un río de lodo. Se dio media vuelta para mirar a su abuelo, que acababa de despertarse, y sonrió. —¿Si lamento qué?
—Haber regresado aquí.
—Por supuesto que no. —Se sentó a su lado y le cogió la mano. Tenía la piel como un pergamino. —Te estoy muy agradecida por todo lo que has hecho. Jamás te rendiste. Y nosotras siempre te querremos por ello.
—Pero estás triste, Tori, y cuando eras pequeña no había ni un átomo de tristeza en tu cuerpo —dijo él. —Supongo que es por el naufragio. No sabes cuánto lamento no haberte podido proteger de eso...
—No, abuelo —lo interrumpió ella, pues no quería que se sintiera culpable por lo que le había sucedido. —Lo que pasa es que me he enamorado de Grant —reconoció en voz baja.
El hombre se quedó atónito y le apretó la mano.
—¿Le amas? Me preocupaba que estuvieras tan enfadada con el que fueras incapaz de dar te cuenta. Oh, esto sí que es una buena noticia.
Sorprendida al verlo tan contento, decidió contárselo todo:
—Él no siente lo mismo.
El anciano la miró incrédulo.
—Ese chico está loco por ti —contestó, recostándose de nuevo en los almohadones. En esos momentos, Tori se dio cuenta de que nunca lo había visto tan relajado. —Tal como había soñado, en mayo te casarás con Sutherland —susurró feliz.
A pesar de que Tori sabía que no era cierto, no pudo evitar sonreírle con cariño y descansar la mejilla en la palma de su mano. Su abuelo suspiró contento y volvió a dormirse.
El funeral de su abuelo fue tan distinto del de su madre como la noche del día.
Tori sólo tenía esos dos para comparar. Recordó que, cuando ella y Cammy enterraron a Anne, sólo pudieron pronunciar las plegarias más sencillas. Ojalá hubieran sabido entonces algunas de las reconfortantes plegarias que el párroco recitaba ahora. Deseó haber podido cuidar mejor de su madre y se preguntó si había hecho todo lo posible por su abuelo.
La gente le quería tanto... Incluso a pesar de la lluvia, decenas de personas fueron a despedirle. Y de todos ellos, sólo uno o dos consiguieron no llorar.
Tori estaba agradecida de que no hubiera sufrido. Cuando se dio cuenta de que se estaba apagando, se quedó junto a él y le dio la mano, rezando para que le dijera algo más. Pero el anciano pasó del sueño a la muerte sin transición. Como si por fin pudiera descansar en paz.
Después del funeral, Victoria fue a su habitación con la intención de encerrarse allí y llorar hasta conseguir no sentirse tan vacía. En el poco tiempo que llevaba allí había ido recordando muchas cosas acerca de su infancia y de su abuelo. Y también lo mucho que su padre y su madre lo respetaban, lo mucho que lo querían. Y ahora se había ido.
Seguro que Grant no tardaría en aparecer para reclamar su recompensa. Allí ya no quedaba nada para ella.
La lluvia siguió cayendo de un modo torrencial, como dándole permiso para acurrucarse en la cama y auto compadecerse. Cammy la había ayudado muchísimo, había sido su apoyo, pero Tori no quería seguir abusando de ella. Sola estaría mucho mejor.
Sin embargo, después de tres días comiendo en su habitación y evitando a todo el mundo, los Huckabee le pidieron hablar con ella y se negaron a esperar. Cuando Cammy también insistió, Victoria accedió a reunirse con los tres la mañana siguiente, a la hora del desayuno.
—La señora Huckabee y yo —empezó el mayordomo, incómodo, cuando todos estuvieron sentados alrededor de la mesa —nos preguntábamos qué planes tenéis.
Antes de que su abuelo llegase a la conclusión de que se iba a casar con Sutherland, había estado muy preocupado por su futuro. Ella siempre había esquivado el tema, pues sólo quería disfrutar del poco tiempo que le quedaba con el anciano. Pero ahora tenía que enfrentarse a la pregunta de qué iba a hacer con su vida.
—No lo sé. Sé que no queda mucho dinero. —Aceptó un bollo caliente de la cesta que le ofreció la señora Huckabee.
Cammy se sonrojó al coger dos.
—De hecho, ya no queda nada de dinero —matizó el señor Huckabee—. Al final, ni siquiera el conde sabía lo mal que estaban las cosas. Todos decidimos ocultárselo. Pero podemos ayudaros a vender los muebles que quedan y a comprar una casita en la ciudad.
Tori soltó el panecillo.
—¿En la ciudad? —Arrugó la frente. Allí había mucho ruido, y todos estaban amontonados. —¿Y qué harán ustedes? —Tenemos trabajo en una finca cerca de Bath.
—¿No se van a quedar? —preguntó Cammy.
—No —respondió la señora Huckabee—, nuestras familias llevan un siglo trabajando para los Dearboume aquí en Belmont. Sin lady Victoria o sus hijos, ningún Huckabee se quedará aquí.
—Pero no nos iremos hasta asegurarnos de que habéis encontrado un sitio donde vivir. —El mayordomo se rascó la cabeza. —Pero tenemos que ser rápidos, porque si en cuarenta y cinco días Sutherland no reclama la propiedad, el acreedor se nos echará encima.
—¿Quiere decir que la propiedad no ha pasado automáticamente a sus manos? —preguntó la joven despacio.
—No, no. Tu abuelo y Sutherland firmaron una enmienda al testamento del conde. Si el capitán no ejerce su derecho en cuarenta y cinco días, el testamento se ejecutará tal como dicta la ley, lo que significa que tú heredas la propiedad.
Grant solía decirle que nunca le prestaba atención. Pero aquella última tarde había escuchado todas y cada una de sus palabras.
No reclamaré la propiedad —¿Y si eso ocurre?
—Entonces tendrá sólo un día para saldar la deuda con el acreedor, o, si no, él se quedará con todo.
Frunció el cejo. ¿Y si Grant había dicho en serio lo de que no quería Belmont Court? Su abuelo estaba muy unido a aquel lugar. Le había dicho que «lo quería con toda su alma». Al oírle decir eso Victoria se dio cuenta de cuánto había sacrificado para encontrar a su familia. Ahora Tori quería saber por qué al anciano le gustaba tanto. Por qué su padre se hubiera muerto si hubiera tenido que desprenderse de él, y por qué su madre hablaba siempre de la paz que había encontrado allí. ¿Podía ser esa decrépita casa su destino? ¿Y si era por eso por lo que había sobrevivido a tantas desgracias?
Sólo había una manera de averiguarlo. Se levantó y se encaminó hacia la puerta gritando a sus espaldas:
—¡En seguida vuelvo!
Se puso el abrigo rápidamente y, tras haber pasado tantos días encerrada en casa, cuando abrió la puerta para ir a los establos, el sol la cegó. Parpadeó un par de veces tratando de adaptarse a la luz y, al abrir los ojos, el paisaje que vio la dejó sin aliento: todo era de un verde resplandeciente.
—Oh —exclamó dándose media vuelta para ver las montañas cubiertas por alfombras de tallos nuevos y de flores que brotaban valientemente de entre las rocas. Aquello era lo que Nicole había tratado de explicarle; unas palabras de las que Victoria había empezado a dudar. Después de que la nieve se fundiera, se habían pasado días cautivos a causa de la lluvia y los ríos de lodo, rodeados de un paisaje desolador. Pero ahora... era impresionante.
Incluso una amazona tan inexperta como ella sentía la imperiosa necesidad de montar a caballo y salir a explorar. Decidida, tragó saliva y se dirigió hacia las caballerizas en busca de Huck. —Necesito algo que no corra —le dijo—, algo pequeño y de patas cortas.
—Tal como están las cosas —respondió el chico—, esto es lo único que queda de las cuadras de Belmont Court. Solíamos tener un establo lleno de bellezas. Ahora aquí está Princess. —y le mostró una yegua que parecía haberse tragado unos somníferos.
«Perfecto», pensó.
Una vez Tori se hubo acostumbrado a su montura, salió a recorrer los campos, y entendió lo que Nicole había querido decir. Sintió la misma sensación de libertad que tan preciada había sido para ella en la isla. Los vastos prados eran tan espléndidos y verdes como el mejor de los mares por los que habla navegado.
Sí era muy distinto de todo aquello a lo que estaba acostumbrado, pero la atraía de un modo inexplicable. ¿Sería que sus raíces la reclamaban? Era como si una fuerza desconocida la empujara a amar aquellas tierras a pesar de que aún le eran desconocidas.
¿Podía al menos intentarlo?
Perdida en sus pensamientos, dio rienda suelta a su yegua, y ésta acabó llevándola al pueblo. Era una aldea pintoresca en medio de un valle. Consistía en cuatro o cinco hileras de casas de madera con pequeños jardines alrededor. Las ovejas vagaban a su antojo y los niños jugaban y corrían tras ellas.
Pasó junto a la plaza en la que casi todos los lugareños descansaban durante la hora del almuerzo. Tan pronto como la vieron, un grupo de hombres solicitaron hablar un momento con ella. Después de una pequeña y educada conversación, se sinceraron.
—Si no tenemos semillas pronto, no espere obtener nada de nuestros campos.
—El viejo señor Hill se ha roto el brazo, y este año no podrá cosechar. ¿Quién lo sustituirá?
—Mi hijo puede hacerlo —se ofreció una señora.
—¡No digas tonterías! Aún es muy pequeño...
—Es el único joven que queda después de que todos nuestros muchachos se fueran a buscar fortuna en otro lado.
Tori se dio entonces cuenta de que en el pueblo sólo había mujeres, niños y ancianos. ¿Los más jóvenes se habían visto obligados a abandonar a sus familias para buscar trabajo en otro lugar? Suspiró y se acordó de que Huckabee le había dicho que ocho de sus hijos se habían ido a trabajar a la ciudad. Hasta entonces, no había entendido que lo habían hecho porque no habían tenido más remedio.
En medio de aquella avalancha de quejas, el menos anciano del grupo, que se presentó como Gerald Shepherd, le dijo:
—El otoño pasado cuidamos de las ovejas como siempre, pero ¿quién nos ayudará este año cuando críen? Y se tiene que arreglar el techo del corral. La lana no sirve de nada si se moja. Para que las podamos esquilar tienen que estar secas y calentitas.
Entonces, el hombre se calló, y Victoria supuso que sería porque ya le había dicho todo lo que quería decirle, pero sólo fue para tomar aliento y continuar:
—Los campos que hay junto al riachuelo se inundaron en otoño. Lo único que hay ahora allí es lodo, y en esa tierra era donde cultivábamos casi toda nuestra comida, pues los otros prados son pasto para las ovejas.
Eso fue lo que más asustó a la joven. La comida era su primera prioridad pasara lo que pasase.
—Así que ¿si no drenamos esos campos no tendrán comida?
—Exacto.
—¿No hay ningún prado libre?
—No, a no ser que cuente los jardines de rosales —se burló él, y todos se rieron.
Tratando de ocultar el pánico que sentía, ella respondió: —Mañana tendré una solución.
—El tiempo es un lujo que no podemos permitimos —farfulló uno de los ancianos.
—El tiempo es un lujo que no podemos permitimos —repitió Tori al regresar a casa.
Al entrar, buscó a los Huckabee.
—He decidido que quiero quedarme y tratar de hacer frente a los pagos. Así que tenemos mucho trabajo pendiente. —y les contó todas las quejas de los aldeanos.
Los Huckabee, incómodos, se miraron el uno al otro.
—Te lo diré sin rodeos —dijo el mayordomo—: A no ser que consigas un préstamo, no hay nada que hacer. La empresa de crédito le dejó prestado dinero al conde, pero ahora que éste ha muerto, no nos darán más.
—¿Y si voy a verlos?
—La empresa se llama West London Financiers y son implacables. Hace un año, les escribimos para pedirles que nos ampliaran el plazo de devolución, y ese mismo día recibimos una orden de pago bajo amenaza de ejecución de toda la hipoteca.
El corazón de Victoria dio un vuelco.
—A la señora Huckabee y a mí, bueno, nos gusta trabajar, y tenemos que seguir adelante. Pero, tal como te dije, nos ocuparemos de dejarte bien instalada en la ciudad. Si te sabes administrar, podrás vivir bien sin ningún problema.
Sin la tierra... Un gusto amargo le subió a la garganta. ¿Por qué cuando estaba convencida de que aquellas tierras tenían alguna posibilidad se enteraba de que no podría quedárselas?
Carraspeó para preguntarles cuándo se irían, pero de repente recordó una cosa. El día en que llegaron, la señora Huckabee le enseñó la habitación en la que había nacido su padre. Y su abuelo. Y su bisabuelo. Y mientras estaba allí de pie, un pensamiento surgió de la nada: «Mis hijos nacerán aquí».
Juntó las cejas y planteó:
—Señor Huckabee, ¿qué pasaría si pudiera reunir suficiente dinero como para hacer frente al primer pago?
—Supongo que sólo serviría para ganar algo de tiempo —contestó él con tristeza. —Gente del pueblo me ha preguntado cuándo vendrá Sutherland para quedarse con la propiedad.
—Y ¿qué les ha dicho? —preguntó Tori enfadada.
—La verdad. Que no tenía ni idea, pero entre tú y yo, tal vez ésa fuera la mejor solución. Los Sutherland tienen dinero a espuertas.
Iba a decir algo más, pero Tori le detuvo.
—Escúcheme bien. Él no va a quedarse con esta tierra. ¡Nadie va a quedarse con esta tierra! —Tan pronto como lo dijo, supo que era cierto. Iba a luchar.
Aquel lugar le pertenecía por derecho, era donde se habían forjado todos los recuerdos de su familia. Le gustaba la gente que allí vivía. Cammy, su mejor amiga, había empezado a recuperarse en aquella tierra tan fría...
—¿Y si consiguiera más dinero? ¿Cuánto necesitaría para salir del bache?
El hombre dudó un instante, como si estuviera haciendo números en su cabeza.
—Tendríamos que enviar la lana a McClure, que es el comerciante de lana. Hace falta mucho dinero para esquilar las ovejas y mandar la mercancía a la ciudad.
Dinero. Respiró hondo.
—Digamos que consigo capital para eso...
—Entonces tendríamos que contratar mano de obra. —El señor Huckabee enarcó las cejas. —Quizá funcione. Si reunimos suficiente dinero como para mandar la lana prevista para este año, tal vez pudiésemos conseguir entonces otro crédito de los del West London. Y podríamos estar tranquilos durante un par de meses, incluso tres.
—¿Puede calcular cuánto necesito?
—Sí, pero incluso en el caso de que consiga el dinero, tendremos que trabajar muy duro para salir adelante.
—Yo me preocupo del dinero. Usted averigüe cuánto necesito.
—¡Así lo haré! —Le hizo una pequeña reverencia y salió del despacho contento por tener una misión tan importante.
Más tarde, Tori se reunió también con Cammy para explicarle su plan.
—Cuenta conmigo. Yo también puedo trabajar. Pero ¿de dónde vas a sacar el dinero?
—En la casa quedan algunos muebles; los Huckabee le ocultaron a mi abuelo lo mal que estaban las cosas, así que su habitación está intacta. También hay unos cuadros. —Se levantó del ajado sillón del conde y se dirigió a la caja fuerte. De ella sacó un estuche lleno de pequeñas cajitas, y varios paquetes. —Éstas son las joyas de mi abuela; él fue incapaz de venderlas. —Cammy se acercó y Tori abrió uno de los recipientes para mostrarle las preciosas y antiguas alhajas. —Y también tengo otra cosa.
Se refería al anillo que tenía guardado en su dormitorio. Cammy se quedó atónita.
—No puedes —farfulló—. No serás capaz.
—¿Que no seré capaz? ¿Crees que no seré capaz de hacer todo lo necesario? Si con ese anillo hubiéramos podido comprar comida los primeros días que estuvimos en la isla, ¿no lo habrías sacrificado?
Después de varios segundos, su amiga dijo:
—No es lo mismo.
—¡Sí lo es! —insistió la joven.
—Podrías escribirle a Sutherland —sugirió Cammy—. Él no querría que pasaras por todo esto.
—Y entonces, ¿por qué no está aquí? ¿Por qué no ha venido a ver si estamos bien? Yo te lo diré, porque no le importa. Lo único que quiere es reclamar la propiedad de Belmont Court. Ya sabes cuánto la desea. ¿Por qué iba a dejada escapar cuando la tiene al alcance de la mano?
—Tal vez porque te ama.
Victoria volvió a guardar las joyas.
—La última vez que lo vi me dejó muy claro que no sentía eso por mí, y me dijo además que no habría segundas oportunidades.
—¿Y su familia?
—Seguro que nos ayudarían, no tengo ninguna duda. Pero se lo dirían a Grant. Y no quiero que él aparezca hasta que las cosas estén mejor y tenga algo con lo que defenderme. Él firmó un contrato con mi abuelo, Cammy.
—Bueno, pues tendremos que seguir pensando. Deberíamos buscar el modo de que puedas vivir fuera de aquí...
—Londres me dio miedo; pude soportarlo únicamente porque sabía que pronto me iría de allí. Sólo de pensar en vivir en una ciudad, incluso unas tres veces más pequeña que Londres... —Tori se estremeció. —Tengo que lograr que mi plan funcione. Estoy igual que en la isla. Si lo miras así, todo se vuelve más claro. Yo siempre he visto el potencial de todo. No me ha quedado más remedio. —Acarició los paquetes. —Mañana le pediré a Huckabee que vaya a la ciudad a vender todo lo que tengo.
—Oh, Tori, ¿de verdad podrás hacerlo? —preguntó Cammy con los ojos llenos de lágrimas.
—Sí. Esta tierra es mía. —Le rompía el alma tener que desprenderse de todo aquello, pero seguiría adelante con el plan. —Tengo que sacarlo adelante.
Cuando alguien llamó a la puerta, Cammy corrió a abrir, pero Tori se le adelantó.
—Deja que lo adivine —le dijo desde el pasillo mientras se dirigía a la puerta—, se nos ha roto una cañería, las semillas están mal, o uno de esos ancianos de ochenta años está nervioso.
Abrió la puerta y se encontró con un desconocido. —¿Sí?
Cammy se quedó mirando al hombre de casi dos metros que había en el umbral y que llenaba el hueco por completo con sus hombros. Tenía el cabello canoso, y unos sensuales ojos grises. Era tan atractivo que podría hacerle la competencia a Ian.
Le explicó a Tori que era Stephen Winfield, su vecino del norte. —Siento muchísimo no haber podido acudir al funeral de su abuelo. Estaba de viaje.
¿Winfield? Debía ser el barón del que los Huckabee hablaban con tanto cariño. Cammy se acercó un poco más para escuchar mejor aquella voz tan ronca y sensual...
—He traído algunos víveres de mi finca.
Era la conversación más rara que Cammy hubiese escuchado jamás. Increíblemente, Tori se comportaba como si aquel hombre fuera un hombre cualquiera. Y hablaba con él tan tranquila como con los Huckabee. Camellia estaba asombrada; ella tartamudearía si él se atrevía a mirarla siquiera. En cambio la joven era capaz de articular con toda claridad.
—No necesitamos su caridad. Estamos bien.
—Me gustaría pensar que ustedes me ayudarían a mí si yo lo necesitara —argumentó él frunciendo el cejo. «Yo sí te ayudaría», dijo Cammy para sí misma.
Sin embargo, como si la hubiese oído, el hombre se dio media vuelta hacia ella. Abrió los ojos y se quedó mirándola.
—El que yo le ayudara o no, no tiene importancia —prosiguió Victoria. —Ahora mismo no necesitamos su ayuda.
Winfield abrió la boca para hablar, pero luego la cerró como si no supiera qué decir. Por fin, concluyó en voz baja:
—No importa, volveré. —Pero no miró a Tori al decirlo, pues no había apartado la mirada de Cammy ni un segundo.