CAPITULO 01
OCEANÍA, 1858
La poca distancia que separaba al Keveral de la inescrutable isla que el capitán Grant Sutherland tenía delante, le hizo pensar en lo que había sido aquel horrible viaje. Veía a Dooley, su contramaestre, trabajar incansable y recorrer con la mirada cada detalle para anticiparse a cualquier incidente. Su tripulación, que aún se comportaba con mucha cautela frente a Sutherland, obedecía temerosa las órdenes de su capitán. Su primo, Ian Traywick, apestaba a alcohol y estaba convencido, con el optimismo de los borrachos, de que, a pesar de la multitud de islas que habían visitado sin éxito, esa vez iban a tener suerte.
—Esta vez tengo un muy buen presentimiento —dijo Ian golpeándole en el hombro para luego pasarse la mano por la cara para eliminar las marcas de las sábanas. A lo largo de todo el viaje, Ian había aportado «un toque de buen humor» a la tripulación, contrarrestando el hecho de que el capitán era «un frío bastardo». Escucha bien lo que te digo, seguro que esta isla es la definitiva. A pesar de lo mucho que tú lo dudas, yo estoy seguro de que hemos acertado.
Grant lo fulmino con la mirada. El sentido común le decía que había llegado el momento de aceptar su derrota; aquella isla marcaba el final de su exhaustiva búsqueda, pues era la última del archipiélago de Solais. Después de cuatro meses de travesía para alcanzar el Pacífico, se habían pasado tres más recorriendo cada atolón en busca de algún miembro de la familia Dearbourne, desaparecida en alta mar diez años atrás.
—Y si los encontramos hoy —intervino Dooley dando unas palmas para enfatizar sus palabras—, más nos vale correr y esquivar un par de tifones.
El viejo lobo de mar era incapaz de ser más amable, y jamás rebatiría una orden de Grant, pero éste sabía que se habían quedado en aquella región demasiado tiempo y que hacía semanas que deberían haberse ido para así evitar la temporada de tormentas.
Tanto Dooley como Ian tenían esperanzas de encontrar a alguno de los Dearbourne. Grant pensaba que tener esperanzas a esas alturas era una ingenuidad.
Y eso era algo que Grant nunca se permitía.
A medida que el bote se acercaba a la orilla y el olor de la arena húmeda y de las algas cubría la de la espuma del mar, sus pensamientos cambiaron de dirección. Apenas se dio cuenta de que allí había una montaña con espesa vegetación, o de que la bahía color esmeralda estaba rodeada de corales. Habían visitado tantas islas paradisíacas que ya no le impresionaban.
—Capitán, ¿qué le parece si vamos hacia la punta norte? —preguntó Dooley señalando el pedazo de arena que había entre las rocas.
Grant estudió aquella playa de arena blanca y, tras observar el pequeño camino de entrada que se dibujaba en el coral, les indicó que entrasen por allí.
Luego volvió a quedarse absorto en el ir y venir de los remos y fijó de nuevo la mirada en las aguas cristalinas. Un enorme tiburón nadaba por debajo de ellos. No era de extrañar; había cientos de ellos en la zona. Ojala los Dearbourne no hubieran finalizado así sus vidas.
Tal vez consiguieron llegar a una isla y acabaron muriendo allí de inanición. Eso sería mejor que los tiburones, pues Grant sabía que la muerte por inanición mataba de manera similar a como un gato acaba con un canario; juega con él y le hace creer hasta el final que tiene alguna esperanza de salir con vida. Esa posibilidad presuponía sin embargo que la joven familia había logrado escapar del barco con vida, cuando lo más probable era que hubieran muerto aplastados o ahogados en su camarote, al hundirse el barco.
Sutherland encabezaba la octava y última expedición de rescate; o los encontraba o los daban definitivamente por muertos. Temía el momento en que tuviera que confirmar la noticia...
—Capitán —dijo Dooley a media voz.
Grant levantó la cabeza de golpe.
—¿Qué pasa? —preguntó viendo cómo el rostro de su segundo se demudaba.
—No va a creerlo. ¡Allí! Al sur—sudoeste.
Sutherland miró hacia donde apuntaba el catalejo de su contramaestre. Y entonces se puso de pie tan rápido que varios marinos tuvieron que sujetarse en el bote. Era incapaz de articular una sola palabra.
Por fin logró salir de su estupor. —¡No puedo creerlo!
En la playa, como iluminándola con luz propia, había una chica corriendo.
—¿Es la hija? —preguntó Ian levantándose y sujetándose del hombro de Grant desde atrás. ¡Dime que no es ella!
Su primo le apartó la mano.
—No estoy seguro. —Se dio media vuelta y gritó a los remeros—. Remen con todas sus fuerzas. ¡Vamos!
Estaba a punto de apartar a uno de los remeros más jóvenes para ponerse él en su lugar cuando algo captó su atención. De debajo de un sombrero de ala ancha caía una impresionante y larga melena que cubría toda la espalda de la chica. Unos cabellos tan rubios que parecían blancos, idénticos a los de Victoria Dearbourne en el daguerrotipo que le había entregado su abuelo.
Cuanto más se acercaban a la playa, más seguro estaba. Ya podía distinguir mejor su figura, y vio cómo sus largas piernas cogían velocidad a la vez que levantaba un brazo para sujetarse el sombrero. Tenía una cintura muy estrecha. Grant se quedó sin aliento. Apenas iba vestida.
Victoria Dearbourne. Tenía que ser ella, pero a su mente le costaba asimilar que por fin la había encontrado. Dios, haría todo lo posible para llevarla de regreso a Inglaterra sana y salva.
Ya estaban llegando a la orilla cuando ella los vio. Se detuvo tan de repente que incluso levantó un poco de arena con los pies. El brazo con el que sujetaba el sombrero cayó inerte hacia un lado junto con aquél y, dándolo por perdido, echó a correr.
La barca estaba lo bastante cerca como para que Sutherland pudiera ver la expresión de asombro en el rostro de la chica. Y él sintió lo mismo. Su rubia melena ondeaba al viento y se le enredaba alrededor del cuello como un collar. Un montón de ideas vinieron a la mente de Grant. De pequeña había sido una niña preciosa, pero ahora...
Era excepcional. Y estaba viva. Y huía.
—¡No te muevas, niña! —gritó Ian—. ¡Quédate dónde estás! Pero ella siguió corriendo, escapándose, lo que enfureció a Grant enormemente.
—Con el ruido del mar no puede oírte —le dijo a su primo malhumorado.
Y en ese instante, vio algo que no olvidaría jamás. Sin detenerse, Victoria los miró y aceleró la marcha hasta lo indecible. Nunca había visto correr así a una mujer.
Corría... como el viento.
De repente desapareció; como si la jungla la hubiera engullido. —¡Dios santo! —exclamó Ian—. Dime que lo que acabo de ver no es verdad.
Grant quería responderle, pero era incapaz de decir nada. A continuación después de soltar una sarta de tacos e insultos, su atónita tripulación lo miró expectante.
Sin apartar los ojos del lugar por donde había huido Victoria, Sutherland dijo:
—Voy a buscarla. —Y saltó del bote, hundiéndose en el agua.
Cuando llegó a la orilla, echó a correr a toda velocidad sin inmutarse por los árboles y enredaderas que le daban la bienvenida a la isla. Se adentró en la jungla por el mismo sitio en que lo había hecho la chica y siguió en pos de ella. Podía verla pero no conseguía atraparla.
De repente, Victoria se detuvo; sujetaba algo entre las manos y tenía la mirada fija en él. Grant llegó ante ella y tardó unos segundos en recuperarse; todavía con la respiración entre cortada, intentó hablar:
—Soy... el capitán... Gr...
Victoria relajó los músculos de los brazos y Sutherland pudo oír cómo tomaba aire. Le golpeó el pecho con un tronco derribándolo al suelo. El hombre gimió de dolor y, mientras se incorporaba, trató de controlar su ira. Ladeó la cabeza pero no vio a la chica por ningún lado. Decidió seguir el camino, y, a pesar de que le dolía al respirar, aceleró el paso.
Lo único que Grant podía ver era la sombra de Victoria, como si el resto de la isla hubiera desaparecido. Y justo cuando estaba a punto de alcanzarla, la muchacha se detuvo y cambió de dirección. Un tronco se interponía entre ellos. Sutherland giró hacia la derecha, la joven también. Él la siguió, y, entrecerrando los ojos, ella lo miró desafiante para, a continuación, hacer un amago de girar de nuevo, pero en el último segundo, el capitán alargó la mano y la atrapó.
«¡La tengo!», estuvo a punto de gritar, sin embargo se quedó atónito al ver cómo la falda de la chica se rompía entre sus dedos y Victoria caía de bruces. El ruido de la tela desgarrándose, acompañado de los insultos que ella soltó, se mezclaron con la entrecortada respiración de Sutherland, que no podía apartar la mirada del muslo que había quedado al descubierto. Luego, Victoria se levantó y echó a correr de nuevo. Maldición. ¡Maldición, maldición!
La furia había dado paso a la frustración. Corrió con todas sus fuerzas. «Tengo que atraparla. Explicarle quién soy. Subirla al barco. Maldición. Me conformo con atraparla.» A medida que Grant iba adentrándose en la jungla, el aire se iba convirtiendo en bruma. Las hojas de los árboles que se pegaban contra su pecho estaban cada vez más húmedas.
Frente a él aparecieron de repente unas cataratas de dimensiones míticas, con el agua despeñándose contra las enormes rocas negras que había debajo. Por el rabillo del ojo vio un pedazo de tela blanca entre el espeso follaje, donde parecía estar el origen del río.
—Victoria —gritó y, ante su sorpresa, la chica se detuvo—: He venido a rescatarte.
Ella se dio media vuelta y salió a la luz. Hizo bocina con las manos alrededor de la boca y le gritó algo. Con el ruido del agua no se oía nada.
«¡Maldita sea!»
Seguro que ella tampoco lo había oído a él.
Al ver que no le quedaba más remedio, saltó al agua y nadó contra la corriente para llegar donde estaba la joven. Apenas podía respirar, y casi se ahoga, pero por fin llegó a la orilla y logró sacar su enorme cuerpo del lago. Tuvo un leve atisbo de la melena de Victoria, y echó a correr de nuevo aun sabiendo que jamás lograría atraparla. Entonces se le ocurrió algo; tal vez hubiera una posibilidad.
La muchacha iba siguiendo un camino, y él podía tomar un atajo por los arbustos e interceptarla. Giró hacia la izquierda y, tras esquivar unas palmeras, empezó a ganar terreno.
Luego, de repente, vio cómo sus pies se quedaban suspendidos en el aire y se precipitaba rodando por una pendiente.
A medida que caía, incapaz de hacer nada para evitarlo, se dio cuenta de que ella lo había hecho a propósito. Cuando la atrapara... Dio una vuelta más y aterrizó sobre su espalda con tanta fuerza que se quedó sin respiración.
Apenas tuvo tiempo de enfocar la vista y Victoria ya estaba frente a él, dándole golpecitos en la cadera con una rama. Su melena la envolvía como un halo y antes de hablar ladeó la cabeza: —¿Por qué me persigues?
Grant se esforzó por respirar, por hablar, pero lo único que consiguió fue gemir de dolor. La vio fruncir las rubias cejas y cómo, enfadada, insistía de nuevo:
—¿Por qué?
Sutherland oyó que sus hombres se estaban acercando. La joven lo miró a los ojos y, despacio, le recorrió todo el cuerpo con la vista. Al acabar, se agachó y le susurró en tono amenazador: —La próxima vez que intentes atraparme, marino, haré que te caigas por un precipicio.
Y dicho esto, se dio media vuelta y se fue de allí. Grant se incorporó y, al ir a tomar una bocanada de aire, el intenso olor de las plantas casi lo asfixió. Empezó a toser con violencia, y levantó una mano para intentar detener a la chica.
Pero ella ni siquiera se volvió. Una iguana se interpuso en su camino y siseó para marcar terreno. Victoria le devolvió el saludo y desapareció entre el espeso follaje. A pesar de que se moriría antes que confesarlo, el corazón de Tori Dearbourne latía aterrorizado a medida que cruzaba la tupida selva abriéndose paso con los brazos, como si nadase entre las olas del océano. Podía oír a los marinos, sus voces y sus risas, y sabía que estaban acercándose. Se estremeció asustada. Eran como los del último barco que se había detenido en la isla. Pero no, al menos ésos habían fingido ser sus amigos, sus salvadores, antes de atacarla. Los de ahora, en cambio, con ese enorme gigante de ojos fieros, ni siquiera habían esperado a llegar a tierra firme para abalanzarse sobre ella como un león y rasgarle la ropa.
Estaba asustada y preocupada. Ella no podía permitirse tener miedo, y Dios sabía que a esas alturas ya nada debería atemorizarla. El destino le había hecho tantas trastadas que ya tendría que estar acostumbrada.
Al menos, esa vez había conseguido ocultar lo que sentía; al contrario, le había gritado al gigante que si volvía a acercársele tendría su merecido. Le había advertido que lo haría caer por un precipicio. Por enésima vez se dijo a sí misma que él le haría caso.
Aquella mañana, sus planes consistían en ir a revisar las trampas que tenía en la orilla. Una tarea sencilla y rutinaria. Se acercaría al mar y regresaría en seguida, protegida del sol por las palmeras igual que otros huían de la lluvia. No había contado con encontrarse con nadie, no después de tantos años...
El retroceso de una rama le golpeó en el muslo y el dolor que sintió la sacó de su ensimismamiento. Bajó la vista y vio el reguero de sangre que emanaba de la herida, manchando así lo que quedaba de su falda blanca. ¡Maldición! Había tenido intención de remendarla, pero la vieja tela no aguantaría ya otro lavado.
Se obligó a aminorar el paso y miró hacia atrás. Ella sabía de sobra que no debía dejar un rastro tan fácil de seguir como el que estaba dejando; ramas rotas e incluso sangre. Respiró hondo para calmarse y dio media vuelta para disimular su pista, luego retomó el camino pisando encima de las pequeñas hojas caídas. Diez minutos más tarde, llegó al borde de la colina donde un montón de ramas de bananero hacían de puerta de entrada a su hogar.
—¡Hombres! —gritó Tori al pasar al otro lado. ¡Hombres y un navío!
Se agachó e intentó recuperar la tranquilidad. Se miró y vio que tenía los pies y los tobillos cubiertos de barro... —¿Cammy? —llamó. No contestó nadie. ¿Cammy? —Insistió. Nada.
Su cabaña, que se erguía en lo alto de un viejo árbol, permanecía en silencio. Dios, Cammy tenía que estar allí. ¿Cuántas veces le había dicho que se quedara en el campamento?
Cammy estaba perdiendo la memoria a una velocidad alarmante y tal vez se hubiera olvidado de cómo regresar.
Victoria corrió hacia la escala de bambú y subió los travesaños de dos en dos. Al llegar, corrió la cortina, hecha con un pedazo de vela, y miró dentro. Nada. Volvió a mirar para asegurarse de que no se había equivocado. ¿Y si esa vez Cammy había llegado hasta la playa?
Sólo había dos caminos de regreso hasta allí; el primero estaba escondido, y el segundo era casi imposible de encontrar. Tori había utilizado el segundo, así que tenía que ir a inspeccionar cuanto antes el primero. Había avanzado sólo unos metros cuando encontró a Cammy apoyada en un árbol; tenía la respiración entrecortada, la piel color de cera y los labios agrietados.
La sacudió por el hombro y, tras unos segundos, Cammy abrió los ojos y parpadeó.
—¿Dónde está tu sombrero, Tory? ¿Has tomado el sol?
El alivio fue casi palpable. Que Cammy la riñese era mucho mejor que verla con los ojos cerrados, como si estuviera muerta. —Con esa piel tan blanca, lo más inteligente sería que... —Al ver el muslo ensangrentado de Tori y su falda rasgada se detuvo—. ¿Se puede saber qué ha pasado esta vez?
—Hombres. Un barco. Un gigante me ha perseguido y me ha rasgado la falda. He perdido el sombrero.
Cammy le sonrió, pero la sonrisa no alcanzó su mirada. —Nunca se es demasiado cuidadosa, ¿no es así, querida? —preguntó aturdida.
Aturdida. Sí, tal vez ésa era la mejor manera de describir cómo estaba Cammy. Antes, había sido una mujer vital, tan vital y llena de vida como su pelirroja melena, y con una aguda inteligencia. Pero ahora parecía una flor marchita, y su mente se encendía y apagaba sin ningún motivo aparente.
Tori contó hasta cinco. A veces, cuando veía a Cammy así, le daban ganas de sacudirla.
—¿Has oído lo que te he dicho? No estamos solas.
Justo cuando Victoria estaba a punto de asumir que Cammy jamás entendería lo que le estaba diciendo, ésta le preguntó:
—¿Qué aspecto tenían?
—El que me persiguió tenía la mirada más fría y penetrante que he visto jamás. He tenido que hacerla caer por el barranco para deshacerme de él.
—¿Por el barranco? —preguntó—. Me hubiese encantado verlo. Al recordar la escena, Tori frunció el cejo y dijo para sí misma:
—Es cierto eso que dicen de que cuanto más grande se es más dura resulta la caída. —Sacudió la cabeza. Los demás estaban cortando las ramas, preparándose para entrar en la jungla. —Marinos en la isla. —Cammy tembló asustada. La historia se repite.
Al notar que las aves que había a su alrededor dejaban de cantar, ambas se quedaron en silencio.
—Tenemos que regresar al campamento —susurró Tori.
—Yo sólo seré una carga. Adelántate, te seguiré en seguida.
—Claro, eso es exactamente lo que tengo intención de hacer —contestó la chica mientras colocaba un brazo por debajo del hombro de Cammy para ayudarla a levantarse. Tras unos dolorosos y lentos minutos, se pusieron en marcha. Al ver los primeros atisbas de su casa, Tori intentó imaginarse qué pensaría un extraño al verla. Le era difícil imaginarse a unos desconocidos paseando por allí, pero que alguien pudiera ver lo que habían construido con sus manos dejaría claro lo mucho que habían luchado por sobrevivir. Sabía que eso no decía nada bueno de ella, pero se moría de ganas de que alguien viera cuánto habían trabajado. Seguro que Cammy le diría que ese orgullo suyo sería su perdición.
Tori no creía en eso. A esas alturas ya deberían haber sucumbido. El destino y las fuerzas de la naturaleza se habían pasado años planteándoles desafío tras desafío, y ellas habían logrado superar todos y cada uno de los retos. Habían sobrevivido, y seguirían haciéndolo. No, no habría ninguna perdición. Tori frunció el cejo. Cammy le había dicho un montón de veces que era demasiado orgullosa, y, al parecer, también era arrogante.
Pero ¿Y qué?, la arrogancia era mucho más útil que el miedo.
—¿Qué dirección han tomado? —preguntó Cammy.
—No importa —respondió la joven sonriendo. Seguro que es la equivocada.