CAPITULO 15

SUTHERLAND se tumbó en la manta para sentir los cálidos rayos del sol en su rostro. Después de aquel almuerzo a base de pavo, quesos y manzanas se sentía saciado, a pesar de que no se habían bebido las dos botellas de vino que, seguramente siguiendo indicaciones de Ian, habían aparecido en su cesta.

Le gustaba ver a Victoria inspeccionando la playa, corriendo por la arena para escapar de las olas mientras buscaba conchas. El día se les había pasado volando. No deseaba obligarla a regresar, pero se estaba haciendo tarde. Se levantó, estiró los brazos y guardó la manta. Empezaba a soplar el viento, y todo el mundo se había ido ya de regreso a la ciudad. Miró a ambos lados de la playa. Estaba desierta.

—Ponte los zapatos y recoge tus cosas —gritó él—. Nos tenemos que ir.

Al ver que ella le ignoraba y volvía a concentrarse en algo que había en el agua, junto a sus pies, Grant soltó una maldición y fue hacia el caballo para empezar a colocarlo todo.

La cesta se le cayó de las manos. El animal había desaparecido. Corrió hacia el extremo del paseo y, tras inspeccionar en ambos sentidos, llegó a la conclusión de que su montura no iba a regresar. Soltó un par de palabras malsonantes y fue en busca de Victoria. —¿Dónde está el caballo? —preguntó ella con la mano a modo de visera sobre los ojos para inspeccionar la orilla.

Sutherland se pasó una mano por el pelo.

—No lo sé. Tal vez nos lo hayan robado.

—¿Qué vamos a hacer?

—Podemos regresar a pie.

—Si crees que es lo mejor...

A él, la idea no le entusiasmaba lo más mínimo, pues habían tardado dos horas en atravesar a caballo aquella zona tan rocosa. Bajó la vista hacia los zapatos que la joven sujetaba en la mano. Le estaba costando volver a acostumbrarse a llevar calzado.

Además, llegarían a la ciudad al anochecer, y era preferible no tener que caminar por aquellos barrios a esas horas, y menos con una belleza como Victoria, y sin ir armado. Soltó una maldición. «Tengo que protegerla.»

Se planteó otra alternativa: quedarse allí hasta que por la mañana apareciera alguien. No. Cruzar la ciudad de noche, seguramente no fuera tan peligroso para ella como quedarse allí con él. —En esa cala hay casetas para los bañistas. Esperaremos allí a que alguien regrese.

Victoria suspiró aliviada.

—¡Menos mal! No me tentaba demasiado llenarme los pies de llagas —dijo animada.

De hecho, parecía tan contenta, que Grant se preguntó si no habría sido ella quien habría aflojado las riendas de la montura.

Entrecerró los ojos. Pero ¿por qué iba a hacer algo así? Recogió la cesta y se encaminó con la chica hacia las rocas que separaban las dos calas. Como había subido la marea, tuvieron que mojarse. A ella el agua le llegaba a la cintura, no obstante, consiguieron abrirse paso.

Las tres primeras casetas estaban cerradas, pero la cuarta se abrió sin problema. Grant esperó a que Victoria entrara y, al hacerla, la joven se tropezó con la falda, que tenía empapada" —¿Estás bien?

—No entiendo por qué las mujeres se ponen todo esto —le contestó con una sonrisa, a pesar de que estaba tiritando. —Tienes que quitarte toda esta ropa. —En su tono de voz se reflejaba claramente que la idea no lo entusiasmaba. —Sutherland —murmuró Tori.

—Date la vuelta y te ayudaré a desabrocharte el vestido. —Tras pronunciar esas palabras, tomó aire.

Victoria se dio media vuelta y se apartó la melena. Cada botón dejaba al descubierto un pequeño pedazo de piel, cubierta por una fina película de agua salada. Al terminar, a Grant le temblaban las manos.

—Ya está —susurró.

El vestido se le deslizó por el cuerpo hacia el suelo. Esta vez, él no apartó la vista, sino que se comportó como lo haría cualquier hombre al ver desnuda a la mujer que desea. La muchacha estaba cubierta sólo por una camisa, y Grant se obligó a buscar algo para taparla y hacerla entrar en calor. Lo mejor que encontró fue un montón de toallas. Le ofreció un par.

—Toma, sécate.

Tori asintió y, tras aceptarlas, empezó a secarse las piernas y el estómago. Él no dejó de mirarla ni un segundo, incapaz de perderse ni un detalle de aquel acto tan íntimo. Mientras lo hacía se quitó las botas, que tiró en una esquina, y luego la camisa para secarse el torso. Pero a pesar de que estaba muy incómodo, decidió dejarse puestos los pantalones. Se sentó en el suelo y descansó un brazo en una rodilla, tratando de olvidar que estaba a solas con Victoria y que ella estaba medio desnuda.

La joven se cubrió los hombros con una toalla y colocó la manta que habían llevado para el picnic en el suelo. Después, se sentó al lado de Grant. Investigó lo que quedaba dentro de la cesta y encontró una de las botellas de vino.

Él la miró reprobador, pero cuando vio que no podía descorcharla, decidió ayudarla, e incluso se animó a compartirla con ella. Estaban sentados hombro con hombro, y se iban pasando la botella, igual que los maleantes con los que Sutherland había querido evitar encontrarse.

Tras un último trago, Victoria guardó la botella, y luego se acercó a él colocando la cabeza bajo su brazo. Grant lo levantó, preguntándose qué demonios pretendía hacer; en seguida se dio cuenta de que quería acurrucarse a su lado.

Se tensó, pero la abrazó de todos modos. La cabeza de la chica descansaba contra su pecho. Y le gustaba. Allí era exactamente donde tenía que estar.

—Me encanta escuchar los latidos de tu corazón. Son tan fuertes y pausados... Espera, ahora se han acelerado. —Levantó la vista y le sonrió.

Un sentimiento de fatalidad se apoderó de Grant. Estaban en una caseta, aislados del resto del mundo. El azar, el destino, o tal vez Victoria habían conspirado para dejarlo allí a solas con ella. Se sentía cansado; ya no quería seguir luchando contra algo que era inevitable.

—¿Por qué no me besas? —susurró ella contra su piel.

¿Qué clase de hombre podría resistirse a eso? ¿Y por qué demonios quería resistirse? Ian le había preguntado eso mismo, y le había dado una respuesta, pero en ese instante, con Victoria allí, entre sus brazos, era incapaz de recordar qué diablos le había dicho.

Tori se puso de rodillas frente a él y lo miró fijamente. Antes de ser consciente de que fuera a hacerla, Grant le acarició la mejilla, y con esa simple caricia, con ese leve contacto, ella entreabrió los labios y cerró los ojos. La joven temblaba, y sus pechos excitados subían y bajaban con su respiración acelerada.

Grant gimió desde lo más hondo de su garganta, y le dibujó los labios con el pulgar. Los sintió húmedos y suaves. Se arrodilló delante de ella y sustituyó la caricia de su dedo por sus labios. Victoria suspiró de nuevo, y eso hizo que su erección ardiera y se sacudiera bajo su pantalón. El ombligo de ella se apretaba contra su excitado miembro.

La sujetó por la nuca y empezó a besarla con urgencia, como si quisiera castigarla por hacer que él la deseara tanto. Sin pensar, buscó un pecho por encima de la ropa y la muchacha gimió al sentir allí la mano masculina. Le deslizó las tiras de la camisola por el hombro para desnudarla y, cuando pudo acariciar ambos pechos, la lengua de Victoria rozó la suya. Ella volvió a gemir, y le pasó los dedos por el torso.

—Enséñame —susurró contra sus labios, mientras iba bajando la mano hasta la protuberancia que se marcaba en sus pantalones y empezaba a acariciarla.

Algo estalló en su interior y, con un gutural gemido de rendición, le apartó la mano y la tumbó en el suelo, con las piernas separadas. En lo más profundo de su ser, jamás había querido luchar contra lo que sentía.

—Grant...

—¿Quieres que te enseñe? Te enseñaré algo que creo que te gustará.

Apartó los faldones de la camisa y se arrodilló ante ella, inclinándose.

—No sé... —empezó la chica. Él gimió entre sus muslos.

—Yo sí sé. —Pero al sentirla aún indecisa, le preguntó—: ¿Confías en mí?

—Es que yo creía... —Se detuvo—. Sí —susurró—, confío en ti.

—Entonces deja que te bese —le pidió emocionado.

Las manos de Victoria, que habían estado sujetándole la cara para que no se acercase, se deslizaron hacia su nuca. Grant volvió a gemir, y luego, tal como llevaba soñando desde hacía semanas, besó los rubios rizos de su pubis despacio y, saboreando sin prisas, dibujó con la boca el contorno de su sexo. Ella gritó de placer y luego suspiró.

El sabor de Victoria lo volvió loco de deseo, pero luchó por controlar las ganas que tenía de poseerla como un animal salvaje. Le separó los labios con los pulgares para que su lengua voraz pudiera deslizarse en su interior.

Apenas se dio cuenta de que, a medida que la lamía y la saboreaba, ella se movía para acercarse más a él, gimiendo de frustración porque todavía no la había devorado por completo. Grant le deslizó la camisola hasta la cintura y le separó aún más las piernas.

—¡Grant! —exclamó ella.

—Confía en mí —repitió él, cogiéndole los muslos y colocándoselos encima de los hombros. Ahora ya no había barreras, y el sabor de ella impregnaba ya su lengua. Le levantó las nalgas. Había soñado con sus sensuales curvas, con su cuerpo prieto, y ahora veía que se adaptaba a la perfección a sus ansiosas manos.

Victoria le tocó los hombros, el pelo, el rostro, todo lo que alcanzaba, mientras se excitaba cada vez más bajo sus labios. Empezó a estremecerse y, a medida que se acercaba al clímax, sus piernas lo sujetaban con más fuerza.

—OH, Dios —dijo entre jadeos—. Grant, no pares. Por favor... —Al gritar la última palabra el placer la envolvió por completo, y tembló de un modo que él no había visto jamás. Arqueó la espalda y onduló las caderas buscándole la boca con el sexo. Aún más desesperado que antes, la lamió hasta que ella se derrumbó sobre la manta.

Grant no se atrevía a moverse, temeroso de eyacular sólo con el roce de la tela de los pantalones. Debió de gemir porque Victoria, desnuda y temblorosa, se arrodilló delante de él y le abrazó con fuerza. El hombre se sentía a punto de estallar.

Tori le desabrochó los pantalones en menos de un segundo.

Luego, sin pensárselo dos veces, rodeó su miembro con su mano y apretó los dedos. Él se movió hacia adelante y atrás, y casi llegó al éxtasis. Allí, en aquella improvisada cama, de rodillas y con los pantalones a medio desabrochar.

—No, déjame —le pidió, doliéndole pronunciar cada palabra—. Quería que esta noche fuera sólo para ti.

—¿Crees que yo puedo controlar las ganas que tengo de acariciarte? —susurró ella. ¿De sentir lo que tú estás sintiendo?

—No lo entiendes —gimió Grant.

—Estás tan excitado, tan caliente. —Lo miró como si estuviera hechizada. Lo que más quiero en este mundo es tocarte.

Resiguió toda su longitud, y la necesidad de llegar al final estaba a punto de volverlo loco. Ya no había marcha atrás. Había perdido el control.

—No mires, Victoria, no me mires —farfulló entre dientes.

Como si el que ella no mirara hiciera que todo fuera menos prohibido. ¿Se asustaría si lo viera?

No, era una chica valiente. Pero fuera como fuese, la pregunta ya no tenía importancia.

Se sentía vulnerable. Ella estaba a punto de verlo en el momento de mayor debilidad de toda su vida, mientras seguía acariciándolo, recorriendo con los dedos aquella piel que ardía sin tregua.

Victoria apretó más los dedos y acercó los labios al cuello de Grant. Los entreabrió y lo tocó con la lengua, a la vez que respiraba junto a su piel. El hombre colocó las manos sobre los pechos femeninos, apretándolos, atormentándoselos, y cuando él empezó a temblar, ella gimió de placer.

Al alcanzar el orgasmo, Grant gritó y se sacudió debido a la fuerza del mismo, de una intensidad absoluta. No podía dejar de moverse, de arquear las caderas contra la mano de Victoria. No se sentía débil. Aquella muchacha lo hacía sentir como un dios.

Segundos más tarde, con la cabeza de ella descansando de nuevo en el pecho de él, se tumbaron el uno junto al otro. A pesar de que la luna llena brillaba y de que la luz blanca que se colaba por entre las tablas inundaba la caseta, Sutherland se quedó dormido al instante.