CAPITULO 16

GRANT se despertó, pero más feliz de lo que se había sentido jamás, decidió seguir acostado y con los ojos cerrados. Tenía el cuerpo placenteramente cansado, y hacía años que no se notaba los músculos tan relajados. Abrió los ojos. ¿No estaba vestido? No, estaba desnudo, cubierto sólo por los rayos del sol, y con la cabeza de Victoria descansando sobre su pecho.

Al recordar lo que había sucedido, se tensó, y cada imagen que le venía a la mente era como arrancarse una astilla de la piel. Jamás había sentido tal placer con ninguna otra mujer. Nunca se había imaginado que pudiera sentir algo como lo que había experimentado la noche anterior. Y ni siquiera le había hecho el amor.

Frunció el cejo. No, no le había hecho el amor, no tal como ella merecía, con palabras bonitas y besos suaves. Avergonzado, se cubrió el rostro con el antebrazo. En vez de eso, había permitido que lo masturbara hasta llegar al límite. Sintió asco de sí mismo. De sus actos. De haberle hecho daño a Victoria, aunque la joven no fuera consciente de ello.

Su comportamiento había sido deplorable, pero no podía dejar de pensar en cuándo podría volver a besarla de aquel modo tan íntimo. Grant sabía que tenía razón al desconfiar de sí mismo. Una vez perdido el control, ya no había marcha atrás. Nunca volvería a ser el mismo hombre, y se preguntó si jamás podría recuperar lo que le había costado tantos esfuerzos y sacrificios mantener.

Pensó en sus hermanos, en cómo a ellos también les había pasado lo mismo. Después de una sola noche con Victoria, sabía dos cosas: había perdido el control, y no lo lamentaba lo suficiente.

Y, al parecer, ella tampoco, porque cuando se despertó, suspiró de felicidad y lo abrazó aún con más fuerza. Él no se movió, y cuando la muchacha se sentó, la toalla le resbaló hasta la cintura. Tenía la melena despeinada y enredada, y las mejillas sonrosadas. De hecho, nunca la había visto tan guapa como en aquel momento. Le sentaba bien haber pasado la noche en sus brazos. La vio desperezarse como un gatito bajo el sol, y, al hacerla, sus pechos se elevaron.

«Un momento...» —Tienes moratones.

Ella bajó la vista, y miró las pequeñas señales que marcaban la piel de sus senos. Luego se encogió de hombros y, con una sonrisa, observó satisfecha el cuerpo de Grant.

—Victoria, te he hecho daño. —Haciendo un esfuerzo por tocarla como lo haría un médico, le acarició la piel. Se puede ver dónde puse los dedos. ¿No te duele?

Ella levantó el labio superior y negó con la cabeza.

—En absoluto. Y me gusta... es como si fuera un mapa de tus caricias —susurró.

¿Acaso la situación podía empeorar? Antes de ver las marcas, Grant ya se sentía lo bastante avergonzado por cómo la había tratado. Había permitido que ella lo acariciara hasta tener un orgasmo allí, tumbado en el suelo. Él a su vez le había dado placer con sus labios. Con aquella joven inocente había hecho cosas que no había hecho jamás ni siquiera con una cortesana.

Victoria tiró de la toalla que cubría el regazo de Grant y, que Dios lo ayudara, volvió a excitarse. Cuando la chica se inclinó hacia adelante, él, consciente de que no serviría de nada resistirse a los deseos de su corazón, fue a su encuentro. No importaba lo avergonzado que se sintiera, iba a permitir que aquella locura sucediera de nuevo...

Al oír a unos niños jugando en la orilla, ambos se detuvieron.

Tori abrió los ojos como platos y se levantó de un salto para empezar a vestirse. Él hizo lo mismo y, al terminar, puso un poco de orden en la caseta y dobló la manta manchada de semen. A pesar de que era verano, nadie los vio salir, como tampoco nadie vio cómo Grant tiraba la manta a la basura.

La marea había bajado, y el camino de regreso a la otra cala fue mucho más fácil.

—Oh, ¡Mira, Grant! —exclamó Victoria dando palmas al ver que el caballo había regresado.

Tan pronto como él vio al hombre que sujetaba al animal, buscando a su amo, una imagen le vino a la cabeza: tenia las riendas en la mano, e iba a atadas a un tronco abandonado cuando Victoria, feliz de estar en la playa, se agachó delante de él para quitarse los zapatos, y luego corrió hacia el agua desafiándolo con una sonrisa y los brazos abiertos a que fuera tras ella. Grant soltó las riendas y la siguió como un animal en celo...

Se pasó todo el camino de regreso al hotel insultándose por haber sido tan estúpido, y tratando de ignorar las risas de Victoria y el aroma de su pelo, que el viento le llevaba. El único consuelo que tenía era que, al montar ella detrás, no tenía que ver lo atractiva que estaba. Pero cuando se bajaron del caballo frente al hotel, vio que aún estaba sonrojada, y que tenía los labios más sensuales del mundo.

Los hombres que había en la entrada la miraron hambrientos de deseo. La muchacha ni se dio cuenta. Uno de ellos le silbó y ella, confusa, se dio media vuelta y le sonrió. Al ver su sonrisa, el hombre se quedó extasiado.

Grant lo fulminó con la mirada, y le dijo claramente que lo mataría si se acercaba a ella.

—Tranquilo, señor. Sólo estaba mirándola —le respondió el tipo.

—¿Es que no sabe que es de buena educación compartir? —intervino otro. ¿Qué os parece si se lo enseñamos?

—Yo no comparto lo que es mío —replicó el capitán con furia controlada.

Los hombres retrocedieron como si les hubiera enseñado los dientes.

Sólo de pensar en las manos de alguien que no fuera él sobre Victoria se sentía hervir de ira... ¿Adónde habría ido a parar su famosa frialdad? Con aquella joven tenía los sentimientos a flor de piel. Ella le había dado más placer del que jamás hubiese soñado, y Grant había perdido el control. Por completo. ¿Y ahora qué? ¿Qué pasaría si perdía también su frialdad? Ya no le quedaría nada, y todo aquello por lo que había luchado se desvanecería de repente.

Se había convertido exactamente en el tipo de hombre que odiaba; en uno sometido a sus vicios. Victoria era el único que él tenía, uno al que se había enganchado por completo. Era adicto a ella, ahora se daba cuenta. Un hombre adulto no echa de menos a una mujer al cabo de unas horas de haber yacido juntos. Un hombre como él no debería sentir semejante dolor de estómago al imaginársela con otro.

No lo tenía fácil para salir de esa situación. La había comprometido, era cierto que no habían consumado la relación, pero Dios, había hecho lo suficiente; tendría que casarse con ella. Victoria era una dama, era la nieta de un conde. Debería haber sido capaz de contenerse. Seguro que si jamás la hubiera tocado, lo habría logrado.

Acariciarla había sido lo que lo había hecho caer, eso, y la llamada de su sangre. Una sangre que casi había destruido a uno de sus hermanos y que había matado al otro.

Grant parecía infeliz, pero Tori no podía evitar estar contenta. Cada vez que se acordaba de él, de rodillas entre sus piernas, besándola, sentía como si flotara. Seguro que cosas como las de esa noche no las sentiría con cualquier hombre. Y ahora su capitán estaba acompañándola a su habitación, y la joven se dijo que no lo hacía porque lo hubieran incomodado aquellos hombres de la entrada, sino porque aún no quería separarse de ella.

La chica metió la llave en la cerradura y, todavía sin abrirla, se dio media vuelta.

—¿No quieres darme un beso de despedida?

La mirada de angustia había vuelto a los ojos de Grant. Aquello no significaba nada bueno. Victoria quería que volviera a mirada como lo había hecho en la caseta, cuando estaba debajo de él. Como si necesitara besarla para seguir viviendo, desesperado por sentir su piel bajo sus labios.

—Tienes que cambiarte y secarte un poco. —Levantó la mano y abrió la puerta.

Tori se sonrojó al ver que Cammy ya estaba levantada. ¿Se le notaría en la cara lo contenta que estaba?

—¿Dónde os habíais metido? —preguntó la joven. Estaba a punto de llamar a la policía.

—No te creerás lo que nos ha pasado —contestó la joven a toda prisa. Nuestro caballo nos dejó plantados y nos quedamos atrapados en la playa. —No era ninguna mentira.

Al ver que Cammy enarcaba una ceja, Grant preguntó: —¿Cómo pasó el día de ayer, señorita Scott?

Tori miró primero a uno y luego al otro, y tuvo la sensación de que aquella pregunta significaba algo más de lo que parecía.

—Muy bien. De hecho, tengo buenas noticias. Tori, ayer vino a verme un médico.

—Pero yo creía que vendría dentro de unos días —dijo ella enfadada. ¿Por qué no me lo dijiste?

—No te lo dijimos porque tenía miedo del diagnóstico. El doctor me preguntó un montón de cosas, y me hizo muchas pruebas. —Hizo una pausa y luego continuó—: Ya sé lo que me pasa.

Victoria se derrumbó en un sofá. —¿Y...?

Cammy cogió un papel y empezó a leer:

—La paciente presenta carencia de fluidos, esto es una manera delicada de decir que no bebo suficiente agua, y que eso es la causa de que se me olviden cosas, y de que a veces no sepa lo que hago, y una reacción crónica y patológica al comer pescado.

«¿Pescado?»

Tori se quedó horrorizada.

—Pero si era lo único que comíamos.

—Ya.

Cada vez que pescaba algo estaba, sin querer, envenenando un poco más a su querida amiga.

—¿Y si bebes agua y no comes pescado te pondrás bien?

—Es un poco más complicado que eso. Mi sangre tiene que recuperar los minerales que ha perdido, pero sí, poco a poco iré mejorando. Por culpa de esta enfermedad, mi cuerpo ha empezado a rechazar la comida, así que tendré que obligarme a beber caldo durante unas cuantas semanas más. Pero las pérdidas de memoria y los estados de ausencia desaparecerán por completo.

—¿Así que vas a curarte? Cammy asintió.

—Seguro que me pasaré el viaje de regreso hecha una piltrafa por culpa de los mareos, pero después de eso, me pondré bien.

Tori se puso de pie de un salto y fue a abrazarla. Tantos años de preocupación, de no saber qué le pasaba, pero ahora por fin conocían la cara que tenía su enemigo y Cammy podía enfrentarse a él. Y si algo era Camellia era una luchadora.

Tori pensó en lo fantástica que era esa noticia y al acordarse de que había pasado la noche con Grant, dijo suspirando: —Hoy es el mejor día de toda mi vida.

El capitán tenía la mirada perdida en su taza de café, ni se inmutó cuando Ian, tras entrar en el comedor del barco sin ningún miramiento se derrumbó en una silla a su lado.

—No creo que te hayas limitado a mirarla... —comentó el joven arrebatándole la taza para beberse el café. Te he visto llegar esta mañana.

—¿Y? .

—Pues que, si tú y Tory... ¿no deberías tener una sonrisa en los Labios?

—¿Cómo sabes que no estuve en un burdel? —Pero por la cara del otro fue como si le hubiera preguntado: «¿Como sabes que no estuve en la luna?»; su primo lo habría mirado igual.

Sutherland chasqueó los dedos.

—Espera un momento, ya lo sé. Allí nos hubiéramos visto. Ian, sin perder el buen humor por ese desagradable comentario sacudió la cabeza.

—Me pasé la noche con el brandy y unos habanos como única compañía. Nos los pasamos en grande vagando juntos por cubierta. —Al ver que Grant no decía nada, le dijo—: ¿Puedes mirarme a los ojos y decirme que te arrepientes?

—Pues claro que puedo —respondió él en voz baja. El mero hecho de que su primo le hiciera esa pregunta...

—Si prefieres creerlo así —dijo Ian. Sutherland se pasó las manos por el pelo. —No lo entiendes.

—Pues explícamelo —le pidió el joven apoyando los pies en una silla frente a él.

—Hace un año, le prometí a un anciano que, si encontraba a su nieta, la protegería con mi vida. Y le dije que podía confiar en mí. También le aseguré que en caso de que los padres de la chica hubieran fallecido, yo cuidaría de ella hasta llevarla de regreso a casa. Y él me creyó, porque sabía que yo siempre cumplo mi palabra.

—Pero lo hecho, hecho está...

—¿Sabes que si ese anciano muere antes de que nosotros regresemos me convertiré en el tutor de Victoria? Ya ves lo mucho que ese hombre confía en mí.

Ian empezó a entenderlo. —Bueno, pues la has fastidiado...

—Y ¿sabes por qué confía tanto en mí? Porque tengo una buena reputación. Me he pasado años cultivándola. Me lo he negado todo para mantenerla.

Su primo meneó la cabeza y dijo:

—La vida es demasiado corta como para dejar escapar la oportunidad de ser feliz cuando se te presenta. En especial si no haces daño a nadie. Cásate con ella y deja de sufrir. Sabes que tienes que hacerlo. Tal vez Victoria te convierta en padre dentro de nueve meses.

Grant se frotó la nuca.

—No, no hay ninguna posibilidad de eso.

Ian frunció el cejo, y al entenderlo sonrió pícaro. —¡Vaya con mi primo! Si en el fondo eres un romántico.

—Si tú no dices nada, no tendremos que contraer matrimonio.

—Sigo sin entender por qué no quieres casarte con ella —insistió Ian enarcando las cejas.

—¿Crees que el conde querrá que se case conmigo? Aunque el hombre no tenga dinero, su título es de los de más rancio abolengo. Yo no tengo ninguna propiedad a mi nombre y además le llevo a Victoria diez años...

—Todo eso son tonterías comparado con el hecho de que ella te quiere. Te quiere a ti.

Grant se puso de pie de un salto.

—Eso es porque no ha conocido a nadie más. No es que me haya escogido de entre un montón de pretendientes. Ha crecido sin padres, sin infancia, y ahora, por mi culpa, también tendría que renunciar a un montón de cosas. A muchachos que la cortejen, que le reciten poemas, a fiestas y bailes. No podría conocer a otros hombres para, al final, escoger al que ella quisiera. Y, mírala, aunque nos casáramos, seguro que aún tendría admiradores.

—Creo que no eres justo con Victoria.

Sutherland paseó nervioso por el comedor. La estancia parecía más pequeña que de costumbre, y tenía la sensación de que las paredes se cernían sobre él.

—Y tú tampoco.

Ian suspiró resignado.

—Iré a verla. ¿Quieres que le diga algo? ¿Que le lleve flores?

—Dile que estaré ocupado toda la semana.

—¿La estupidez es un rasgo familiar o sólo te ha atacado a ti?

—Ante la mirada amenazadora de su primo, el joven se termino el café y se fue.

Grant le dio un puñetazo a la mesa. Quería olvidar todo lo sucedido el día anterior, quería olvidar que había dejado a un lado el honor y el decoro, olvidar todo lo que había hecho con aquella muchacha virgen en una caseta de playa. Estaba convencido de que la había tratado como a una cualquiera, y encima le había dejado moratones en lugares impensables para una dama. El dolor por eso lo desgarraba. Cuando estaba con ella no era él mismo, y cuanto antes se separaran, mejor para los dos.

Después de un día realmente horrible, se tumbó en la cama y, tenso, como siempre, se preguntó por qué no quería aceptar lo que Victoria le ofrecía de todo corazón. Él sabía que nadie podía obligarlo a casarse, pero dado que era un caballero, tendría que pedírselo. Y si lo hacía, podría quedarse con ella para siempre. Para siempre...

Oyó un ruido y se puso de pie de un salto y, poniéndose los pantalones, fue a abrir la puerta. Allí estaba ella, con mirada tímida y la falda pegada a las piernas a causa del viento. ¿No llevaba nada debajo? La cogió por el brazo y la hizo entrar.

—¿Cómo diablos has llegado hasta aquí?

—Caminando.

—Podrían haberte matado. Podrían...

Bueno, verás, he comprado este mapa y le he pedido al propietario del hotel que me marcara las zonas peligrosas, —Se lo mostró—. ¿Lo ves? He tenido que dar un rodeo, pero... —¿Dónde están tus malditas enaguas?

—No quería despertar a Cammy para que me ayudara a vestirme. —Ya no estaba tan nerviosa y en voz baja, añadió—: Te echaba de menos. No has venido a verme en todo el día.

Grant se pasó la mano por la frente.

—Tú y yo tenemos un problema. Lo que pasó en la playa estuvo mal. Y no puede volver a pasar.

Ella se cruzó de brazos.

—Tenía que pasar. Y tiene que volver a pasar. —Mirándolo a los ojos, susurró—: Es como si hubiera perdido la cabeza. Sólo puedo pensar en ti, y en tus manos sobre mi cuerpo. —Le cogió una mano y la llevó hasta su pecho.

—¿Por qué haces esto? —gimió él.

—Porque me encanta sentirme así.

—¿Así que actúas únicamente por impulso? —pregunto el con crueldad a la vez que apartaba la mano.

—¿Qué hay de malo en ello?

—Todo. —Se frotó la cara—. ¿Y si sintieras ese mismo impulso hacia otro hombre?

—Eso no pasará. Sólo me Siento así contigo.

—¿Y cómo lo sabes?

—Sé que cuando mi madre conoció a mi padre, se enamoró de él sólo con verlo, y jamás pensó en otro hombre. Yo Siento lo mismo por ti.

Al oírla Grant tomó aire y lo fue soltando despacio.

—Si hubiera pasado algo más, te verías obligada a casarte conmigo.

—¿Algo más? ¿No tenemos que casarnos por lo que hicimos?

—No, no tenemos que casarnos.

—Entonces, tal como yo lo veo, podemos volver a hacerlo.

—No es así como funciona. —¿Su tono de voz reflejaba cuánto lamentaba que no fuera así?— Las cosas... podrían írsenos de las manos. —La apartó un poco—. Y luego, ¿se te ha ocurrido pensar que podría dejarte embarazada?

Tori abrió los ojos como platos.

—Es evidente que no —constató él sarcástico—. Verás, esto no es un juego, es tu futuro...

—Oh, pero Grant, me encantaría tener un hijo.

Se quedó helado. ¿Por qué orla decir aquello lo afectaba tanto? ¿Por qué verla sonreír al pensar en un hijo de ambos lo emocionaba de aquel modo?

—No podemos tener un hijo.

—Pero si acabas de decirme...

—No estamos casados. Para eso tendríamos que casarnos.

—Pues casémonos —soltó ella como si fuera lo más evidente del mundo—. Tú dijiste que tenía que casarme, no veo por qué no puedo hacerlo contigo.

Él se obligó a negar con la cabeza.

—Victoria, es normal que sientas curiosidad por los hombres, pero eso es todo. Curiosidad. Y como yo soy el primer hombre que ves desde hace muchos años, es normal que la sientas hacia mí. Pero es imposible que quieras pasar conmigo el resto de tu vida. ¿No quieres conocer a otros hombres? ¿No quieres que te cortejen?

Ella ignoró todas esas preguntas y, poniéndose de puntillas, lo besó en el cuello. Fue una caricia muy tierna, muy dulce. La sangre de Grant empezó a hervir, y tuvo ganas de hacerle cosas que no eran en absoluto tan tiernas ni tan dulces.

Aquella misión iba a terminar de un modo muy distinto a como él había planeado. Ahora lo veía claro: Victoria llegaría a la costa de Inglaterra sin inocencia y sin perspectivas de futuro, casada y, casi seguro, embarazada de un hombre mayor que ella, que, además, era su tutor. Por culpa de Grant, no tendría ya ninguna otra opción.

Seguro que los bastardos del club de caballeros le darían palmaditas en la espalda diciéndole «Bien hecho».

Victoria se sentó en la cama y, muy despacio, tiró del lazo de su corpiño. La prenda se abrió y se deslizó por sus hombros.

Sutherland gimió desde lo más profundo de su ser. En un abrir y cerrar de ojos, sus dedos apresaron la tela... para volver a cerrar el escote.

Tan pronto como apartó las manos, la chica levantó una ceja a modo de desafío y volvió a desabrochárselo. Él se lo cerró. Abierto. Cerrado. Victoria se deslizó de nuevo la prenda por los hombros.

—¡Basta! —exclamó cuando él se disponía a atarle otra vez las cintas—. ¡Vas a rompérmelo!

—Lo romperás tú si no lo sueltas. —Y entre dientes, añadió—: ¡No vamos a hacer nada!

—Sí, sí lo haremos. Y si me rompes el vestido ya puedes ir despidiéndote de tus pantalones.

—¿Me lo prometes? —soltó Grant sin poder evitado.

—¿Lo ves? ¡Tú también quieres hacerlo!

Victoria deslizó la mirada de los ojos de él hasta la erección que tenía a escasos centímetros. Se agachó y, que Dios lo ayudara, pudo sentir su leve respiración justo por encima de la cintura de sus pantalones. Lo besó, y el hombre sintió sus cálidos labios sobre la piel.

—¿Puedo tocarte? —susurró Tori.

«Tienes que confiar en que sabe lo que quiere. Sé justo, confía en ella.»

—Haz lo que quieras, Victoria.

Por fin se había rendido.