CAPITULO 20
VICTORIA permanecía de pie en la proa del Keveral y, mientras gotas de niebla empapaban su abrigo, observaba sobrecogida la ciudad de Londres. Suspiró al sentirse rodeada por vistas tan lúgubres, y le costó respirar el contaminado aire que seguramente provenía de las chimeneas que veía al horizonte.
—¿Y para esto tanto jaleo? —dijo ella en voz alta, para asegurarse de que Grant la oía. Él también estaba en la proa, y se dijo a sí misma que estaba allí porque la echaba de menos, no para ver cómo aquel barco de vapor los arrastraba hacia el Támesis.
Creyó verlo sonrojarse. El puerto no parecía en su mejor momento. Y, tras observar cómo la pegajosa agua del río lamía el barco, Tori comentó:
—Y pensar que, de no haber sido por ti, me habría perdido todo esto.
Grant arrugó la frente y se alejó de ella para dar instrucciones para el atraque. Tan pronto como se fue, se sintió vacía. ¿Qué significaba ese sentimiento? ¿Que prefería estar con él enfadada a tranquila sin él? Aquello era lamentable, y Tori no quería que las cosas fueran así. No, no quería, pero una vocecita en su interior le repetía «la tranquilidad está sobrevalorada», y le insistía en que siguiera al lado de Grant.
Se había pasado el último mes mostrándose antipática con el capitán, insultándolo y mirándolo cuando él no se daba cuenta. Si pudiera pedir un deseo, sería que se quedara con ella y toda aquella rabia desapareciera. Y, claro está, que Grant se disculpara y le dijera que la amaba con locura.
Suspiró. No le cuadraba desear tales tonterías. Irguió los hombros y decidió que trataría de ser más educada con él.
Ese día sería el principio de una nueva etapa. Un nuevo comienzo. Miró el cielo. Se veía gris, y estaba anocheciendo, pero aun así marcaba el inicio de su nueva vida en otro lugar; una vida que no se parecía en nada a la que había imaginado... pero insultar a Grant no iba a ayudarla.
Tenía que tratar de ver el lado positivo de las cosas. Dejar atrás el pasado. Asintió. Un nuevo comienzo...
Algo golpeó el casco.
—Habrá sido un cadáver —dijo Dooley y toda la tripulación se echó a reír.
Tori repiqueteó en la barandilla con las uñas y puso los ojos en blanco. Un nuevo comienzo...
Qué buenos auspicios.
Una hora más tarde, a medida que se adentraban en el puerto de Londres, Tori estaba boquiabierta. Había tantos mástiles que parecía que un bosque estuviera flotando en el agua. La niebla baja se deslizaba hecha jirones por el viento, y el sonido de las cadenas de las anclas golpeándose, las voces de los estibadores y de los vendedores que pregonaban su mercancía, asaltaron sus oídos.
El barco de vapor los arrastró hasta el muelle de un monstruoso almacén que había a la orilla del río y allí amarraron el barco con el mismo cariño con que se deposita a un bebé en su cuna. Las velas empapadas colgaban del Keveral junto con las banderas con que lo habían engalanado para celebrar su llegada a puerto.
Una vez la tripulación se aseguró de que todo estaba bajo control, Victoria y Cammy se despidieron de ellos. Tori se abrazó a Dooley con lágrimas en los ojos y le deseó buena suerte en su próximo viaje. Cuando el hombre se echó también a llorar, Ian se apresuró a llevárselas a las dos hacia el almacén. Tenían que esperar allí hasta que Grant hubiera ultimado los detalles de su llegada.
En aquel lugar, las mercancías estaban amontonadas a tanta altura que era como entrar en un laberinto. Había montones de paquetes de mármol, de té, de especias, y muchas alfombras. En otra estancia, había balas compactas de polvo de añil. Aunque Victoria y Cammy no hubiesen visto los guardas que había custodiándolas, se habrían dado cuenta de que eran mercancías muy caras. Tori comentó:
—Ya veo que a Grant le va bien como capitán. Ian la miró sin entender.
—¿Como capitán? La mitad de todo lo que hay aquí es suyo.
—Pero yo creía... —balbuceó ella desconcertada. Yo creía que a él sólo le correspondía una parte por el transporte.
—Su hermano y él son los propietarios de la compañía —explicó el joven. Es rico como Creso; ambos lo son.
Tori miró sorprendida a Cammy, y luego volvió a concentrarse en Ian.
—Si es así, ¿por qué no se ha comprado una finca en vez de llegar a ese acuerdo con mi abuelo?
—Es que no hay fincas tan grandes libres —contestó él. Al menos no en venta, por no hablar del hecho de que esté tan cerca de la finca de los Sutherland.
—¿La finca del abuelo de Victoria es muy grande? —preguntó Camellia.
—Es enorme. La familia decidió que jamás fuese dividida. Así que Court contiene zonas de cultivo, bosques y un pueblo lleno de habitantes.
—¿Y por qué quiere Grant una finca tan grande? —preguntó Victoria a la vez que, tanto ella como Cammy, se sentaban en unas sillas antiguas frente a Ian, que había tomado asiento sobre unas alfombras.
Éste se encogió de hombros como si no lo supiera, pero Tori ya se había dado cuenta de que Ian prestaba mucha más atención a las cosas de lo que aparentaba a simple vista. Al final, respondió:
—Grant es listo, y muy ambicioso. Sabe que, en Inglaterra, tener tierras equivale a tener poder. Y al ser el hijo menor, jamás soñó con llegar a conseguir una propiedad como la de tu familia; pero sabía que si lo lograba, obtendría el poder ligado a la misma. —Al ver la cínica mueca de la chica, añadió—: Quiero dejar una cosa bien clara. La tierra conlleva poder, pero también muchas responsabilidades, y, créeme, mi primo es el único hombre del mundo al que le gustan más las obligaciones que los privilegios. No quiero que te equivoques respecto a los motivos por los que ha hecho esto.
Ella siempre dudaría de Grant, pero esbozó una sonrisa, e Ian pareció relajarse un poco.
Mientras Victoria trataba de asimilar toda esa información, el joven les señaló con una de sus ahora callosas manos el contenido del almacén.
—La familia no creyó oportuno darme una parte del pastel cuando mi madre, Serena, lo pidió unos años atrás. Dijeron no sé qué tonterías acerca de mis «desafortunadas compañías» y algo sobre una «total falta de respeto por los deberes fiscales». —Sacudió la cabeza. Quisquillosos, son muy quisquillosos.
—Tu madre hizo muy bien en pedir eso para ti —reflexionó Cammy.
—A ella el dinero no le importa lo más mínimo —aclaró él riéndose. Sólo quería que mis primos tuvieran la obligación de vigilarme, tal como han hecho siempre... —Iba a decir algo más cuando se oyó la voz de Sutherland proveniente de algún rincón del almacén, y el muchacho aprovechó para ponerse de pie y estirar los brazos por encima de la cabeza. Iré a ver si Grant ya ha terminado y puede por fin llevaros a casa.
—¿Estás seguro de que no quieres acompañamos? —preguntó Cammy—. Te echaremos de menos.
Ian se inclinó hacia adelante y le besó la mano.
—Tengo que ir a ver a Erica. Pero no os dejaría solas si no supiera que mi primo va a cuidar perfectamente de vosotras.
Cuando cogió la mano de Tori, ella le dijo:
—Tienes que escribirme y contarme cómo te van las cosas.
—¿Escribir? —se burló él. Tan pronto como encuentre a Erica, la presentaré a Serena y a mis hermanas, y luego las llevaré a todas a conocerte. —Se lo veía tan joven, tan seguro de sí mismo...—. Me temo que no te librarás de mí tan fácilmente —añadió al despedirse.
Grant estaba listo para irse. Estaba convencido de que si dejaba a Victoria instalada en la mansión de su abuelo, poco a poco recuperaría la cordura. Y seguro que lo que sentía por ella terminaría por apagarse. Tenía que conseguirlo. Le preocupaba que aún no hubiera sucedido. Se había acostado con ella y no había tenido que asumir las consecuencias. ¿Por qué entonces se sentía tan mal?
—¿Por qué estás tan nervioso? —le preguntó a Ian cuando se reunió con él fuera de su despacho de la Peregrine. Su primo se había pasado las últimas dos semanas de navegación impaciente por llegar a puerto.
—Nada que deba preocuparte —le respondió encogiéndose de hombros.
—Si es por lo de esos acreedores, puedo dejarte algo de dinero. Otra vez.
—No es por eso —contestó el joven con frialdad. Grant enarcó las cejas pero cambió de tema.
—No es que me queje, pero me sorprende que no quieras acompañar a nuestras invitadas hasta su casa.
Ian lo estudió unos instantes, y finalmente respondió:
—La verdad es que quiero hacerlo, siento como si las abandonara. En especial desde que Tori se comporta como si te odiara. —Miró a Grant un poco confuso, como si jamás hubiera logrado comprender del todo lo que pasaba. Pero tengo que hacer otras cosas.
—¿Como cuáles?
Antes de contestar, observó atentamente a su primo, intentando decidir si podía confiar o no en él. Al final, al parecer decidió que no, pues ignoró la pregunta y formuló una propia:
—¿Vas a mandarle una nota a Derek y a nuestra familia para que sepan que hemos llegado?
—No, sólo a Belmont. Seguro que los periódicos están impacientes por contar la historia de la nieta desaparecida, y creo que es mejor que, de momento, seamos discretos. Ya iré luego a verles a Whitestone.
—Para Cammy es regresar a casa —prosiguió Ian asintiendo—, pero Tori es como si nunca hubiera estado aquí, así que tendrás que tener paciencia con ella. No podemos ni imaginar lo que debe de estar sintiendo.
—No me puedo creer que me estés dando consejos sobre cómo tratar a una mujer.
—Bueno, dado que yo no puedo ir, tengo que asegurarme de que sabrás cuidar de ella.
—Ya hace tiempo que quiero cuidar de ella —farfulló Grant entre dientes, tras suspirar. Pero esto no es lo que yo quería.
—¿Ah, no?
Grant desvió la mirada hacia el objeto de su conversación para ver si así se le ocurría alguna respuesta. Victoria y Camellia lo esperaban junto al carruaje, en el otro extremo de la animada calle. Ambas miraban atónitas la muchedumbre que deambulaba por el muelle de Londres.
Un grupo de rubísimos marineros extranjeros se detuvieron en seco al ver a la joven. En su extraño lenguaje nórdico, le dieron conversación mientras la rodeaban. Ella medio les sonrió sin saber cómo reaccionar ante aquellos halagos tan exagerados.
—Al parecer, han encontrado a su desaparecida princesa escandinava —dijo Ian riéndose.
—Maldición... —Grant se encaminó hacia ellos a grandes zancadas, con el claro propósito de romperles la crisma. Antes de llegar a donde estaban, Cammy levantó su sombrilla como amenaza y el grupo se dispersó lanzando besos a Victoria mientras ésta los despedía con la mano. Sutherland se colocó junto a ella, y no se movió de allí hasta que todos aquellos tipos hubieron desaparecido.
Ian se reunió con ellos para despedirse. El capitán ayudó a Camellia a subir al carruaje y, cuando iba a hacer lo mismo con Victoria, ella le ignoró y aceptó en cambio la mano de Ian. —Ojala pudieras acompañamos a Belmont —le dijo Tori en voz no muy queda.
«Estoy aquí —quería gritar Grant—. Estoy aquí y puedo oír todo lo que dices.»
—No te dejaría con él si no supiera que va a cuidar bien de ti.
—Lo sé —asintió ella sin poder evitar que una lágrima le resbalara por la mejilla.
—Ah, vamos, Tori, ven aquí.
La abrazó y en ese momento, Sutherland decidió que iba a matar a su primo en mitad de la calle.
—Todo irá bien. Ya verás como todo irá bien —la tranquilizaba el joven.
Por fin la soltó, Ian la ayudó a subir y cerró la puerta. Dio un paso hacia atrás y, más decidido de lo que Grant lo había visto nunca, como si se pusiera a librar una gran batalla, se despidió de todos ellos y se perdió entre la multitud.
Cuando el carruaje consiguió incorporarse al tráfico de la calle y empezó a alejarse, Victoria seguía buscándolo con la mirada. Grant sabía que sólo eran amigos, que Ian la había «adoptado» como hermana y que tenía intenciones de que conociera a Emma, Sadie y Charlotte tan pronto como se hubiera instalado. Pero si no lo hubiera sabido, habría podido pensar que eran dos amantes despidiéndose. Él deseaba con todo su corazón poder consolar a la joven, decir algo que la hiciera sentir mejor, pero no fue capaz de ello.
Podía sentir la inquietud de Victoria, aunque ella se esforzaba por ocultarla. Comparada con Ciudad del Cabo, Londres era cien veces más ruidosa, y estaba mucho más congestionada. Rebosaba de vendedores de pescado, limpiabotas y chavales gritando, que la asustaban sin cesar. En un momento dado, miró a Grant sobresaltada, pero en seguida apartó la vista.
Cuando por fin llegaron al camino arbolado que llevaba a la casa de los Sutherland en la ciudad, la muchacha suspiró aliviada y se pegó a Camellia. Una vez en la vivienda, Grant, junto con el ama de llaves, las acompañó hasta sus habitaciones. Y, después de pedir que les prepararan algo de comer, se retiró a su despacho con la intención de poner al día sus asuntos pendientes. Pero tras dos horas sin hacer nada, se dio cuenta de que no podía concentrarse sabiendo que Victoria estaba allí, y que no podía dejar de pensar en ella.
«Ve a buscarla. Entra en su habitación y hazle el amor hasta que ninguno de los dos pueda caminar.»
Grant se fue de la casa como alma que persigue el diablo, y se dirigió a su club para enterarse de las últimas noticias. Le sorprendió encontrar allí a Ian, o mejor dicho, le sorprendió encontrarlo tan borracho.
—Dios santo. —No pudo disimular la impresión que le había causado ver a su primo en tal estado. Ian salía a beber, y se emborrachaba a menudo, pero él jamás lo había visto tan mal. —¡Grant! —exclamó el joven con una sonrisa. —¿Cómo están mis niñas?
—Bien. Camellia está durmiendo y Victoria lo intenta.
—Buenas chicas. —A Ian se le desencajó el semblante.
—¿Qué te pasa? —preguntó Grant.
—No puedo encontrar una cosa que quiero —respondió, sumido en la tristeza.
—Entiendo —dijo Sutherland, y miró a su alrededor para ver cómo podía huir de él.
—Espero no haberlo perdido.
Grant apenas prestaba atención a sus comentarios de borracho. —Bueno, yo diría que, si no lo encuentras, significa que lo has perdido definitivamente. —Nada más decir eso, oyó cómo su primo se quedaba sin aliento. —¿Ian? —Al ver la mirada desesperada del joven, empezó a preocuparse. Se lo veía destrozado, y, dado que Ian jamás se preocupaba demasiado por nada, aquello era de lo más extraño. —¿Qué pasa? ¿Qué tienes?
—La he perdido.
—Tranquilo —dijo Grant como si supiera de lo que el otro estaba hablando. —Venga, vámonos a casa.