CAPITULO 03
GRANT sospechaba que alguien le había estaba observando mientras se bañaba.
Sí, había un montón de ramas rotas junto a la cascada, y aunque bien podía ser obra de un animal, estaba convencido de que no era así. Cuando regresó al campamento y se encontró con sus hombres vomitando entre los arbustos supo que tenía razón. Ian se despertó y observó atónito la escena mientras soltaba un último bostezo.
—Dos a cero para Victoria.
Él llegó a la misma conclusión. Era obra de ella. Apretó los dientes. Si esa chica pretendía entablar una batalla de ingenio con él, lo había logrado.
Vaya manera de empezar el día; furioso, agotado y habiendo sido espiado desnudo por los ojos de una joven. Pero al pensar en lo mucho que deseaba poder hacer él lo mismo se sonrojó.
Ian se levantó por etapas.
—Creo que hay alguna parte del cuerpo que no me duele —comentó—. Aunque aún no sé cuál es, seguro que tarde o temprano lo descubriré.
Su primo sabía a qué se refería. Incluso después del baño, la cabeza le dolía horrores. Y estaba convencido de que alguien le había dado una patada en la espalda mientras dormía.
Ian cruzó el campamento con movimientos torpes y doloridos.
—Dooley, ¿hay algo que pueda comer?
_No señor todavía no. No lo entiendo. Tiene que haber sido el agua. O tal vez el puchero estuviera sucio. —Dooley dijo esa última frase con tal sentimiento de culpabilidad, que Grant estuvo tentado de contarle su teoría. Sin embargo, se acordó de una historia que le había contado su cuñada sobre el tiempo que pasó en el barco de Derek. Dos docenas de marineros la culparon de haber envenenado el agua del navío, y pidieron a gritos que la colgaran. Por el bien de Victoria, Sutherland iba a permitir que, de momento, Dooley cargara con esa responsabilidad.
—Voy a ir contigo, Grant —anunció Ian. El otro se limitó a mirarlo.
—¿Quieres saber por qué? Pues porque estoy hambriento, y dado que aquí no puedo hacer nada, lo mejor será que te acompañe.
Sin decir nada, Grant se cargó una bolsa a la espalda, y al hacerla no pudo evitar una mueca de dolor. ¿El día anterior era tan pesada? .
—Si te quejas igual que ayer, no me hago responsable de mis actos.
—Lo entiendo. No me quejaré igual que ayer —prometió Ian al ponerse en marcha—: Me quejaré un poco menos, o tal vez un poco más.
Al mediodía, con el sol ya por encima de las copas de los arboles, Grant tuvo el presentimiento de que ese día iban a tener la misma mala suerte que el anterior. De hecho, estaba convencido de que Victoria se estaba burlando de ellos; que se les acercaba para luego volverse inalcanzable, y obligarlos a recorrer caminos llenos de espinas, agujeros y baches.
Ian se dio un bofetón en la mejilla para matar una mosca que se le había posado.
—Por todos los santos, ésta tenía consistencia —farfulló con asco— ¿Sabes?, ahora entiendo que los exploradores comparen la jungla con una mujer. Es igual de difícil. ¡Y te trata con la misma indiferencia!
Su primo no estaba de acuerdo. La indiferencia hubiera sido preferible a lo que les estaba pasando. Aquella jungla estaba jugando con ellos, los asfixiaba, los protegía del sol, pero a la vez impedía que sus rayos los calentaran. Grant no era explorador por naturaleza. Él prefería dedicar su energía a conseguir un hogar tan cómodo y agradable del que nunca quisiera irse. Permanecería feliz en tierra por el resto de sus días, si encontrase el lugar adecuado, claro. ¿Acaso no era ése el objetivo de aquel viaje? ¿Poder reclamar la mansión Belmont como propia?
Se topó de frente con una enorme araña y se detuvo en seco.
Era más grande que su mano, y paseaba tranquila por la tela que había tejido. Grant se agachó, esquivándola. Segundos más tarde, oyó los gritos de su primo.
Al dar media vuelta, se encontró al joven enredado en la tela de araña, con su inquilina incorporada. Ian dio un paso hacia atrás y se llevó al arácnido con él. Gritó, sacudió los brazos y se cayó entre unos troncos que también tenían sendas telarañas. Volvió a gritar y movió los brazos como un molino de viento. Por fin se calmó y se derrumbó, cubierto aún por las asquerosas telas. Sutherland se acercó, y mientras el otro trataba de recuperar la respiración, le quitó de encima todos los bichos.
—Dios, Grant —dijo agotado. ¿Por qué no me has dicho que había una araña?
—Medía un palmo, has visto que yo la he esquivado, pensaba que era imposible que no la vieras. Además, has evitado muy bien a los otros bichos.
—¿A los otros bichos? ¡No he visto ninguno! —Ian se mordió la lengua y posó las manos sobre la tierra que había junto a él.
—¡Ya he tenido bastante de este drama antediluviano! Escucha bien lo que te digo. Estoy harto de ti y de...
Grant desenfundó el machete y lo alzó. El chico abrió los ojos como platos.
—¡Lo retiro! ¡Lo retiro! ¡No me estoy quejando!
Pero su primo blandió el machete y cortó una hoja que había justo al lado de la cadera de Ian.
Allí, oculta en el suelo, junto a los dedos del joven, había una pisada.
—¿Cómo te ha ido la mañana? —preguntó Cammy al ver entrar a Tori. Estaba sentada en el suelo, rodeada de hojas de palmera, y con restos de una de ellas aún en el pelo.
—Esos marineros están empezando a disfrutar de los encantos de la isla —contestó la otra sonriendo. Pero la sonrisa se le marchitó al ver que Cammy le ofrecía un sombrero recién hecho con plumas, hojas y flores que pronto acabarían en el suelo. Lo habría pasado bien haciéndolo, pero era obvio que no había nacido para sombrerera.
—¿Y el gigante? ¿Cómo ha reaccionado?
—Por desgracia, jamás lo sabremos. Él no ha comido.
—¿Un borracho lunático que no come?
Tori se rió.
—De hecho, creo que es el capitán. Ha ido a bañarse mientras los otros desayunaban.
Cammy arqueó una ceja. —¿A bañarse?
¡Maldición! Más le valía concentrarse en ordenar las plumas por colores.
—Al menos se ha ido en esa dirección —contestó sin darle más importancia.
—Ya.
—Oh, de acuerdo —admitió, levantando la vista— Lo he seguido hasta las cascadas y me he quedado a espiar.
A Cammy le brillaron los ojos. —¿Se ha desnudado del todo?
Tori se mordió el labio y, sonrojada, asintió con la cabeza. La otra suspiró y descansó la barbilla en la mano.
—¿Es guapo?
Victoria se detuvo un instante buscando los adjetivos para definir lo que aquel bien dibujado cuerpo le había hecho a su corazón. —Es el hombre más guapo que he visto en muchos años.
—¿En muchos años? Vaya, veo que hoy estás de muy buen humor. —Cammy clavó una pluma amarilla en el sombrero para darle el toque final— Al parecer espiar a hombres desnudos te mejora el carácter.
La joven la fulminó con la mirada y se acercó a la hoguera. Removió un poco las brasas y añadió la yesca que había encontrado antes. Se agachó y empezó a soplar para así reavivar las llamas. —¿Tienes hambre?
Cammy dejó el sombrero a un lado y se acercó al fuego. —Para variar, no —contestó buscando ansiosa un poco de calor—. ¿Acaso tengo hambre alguna vez? Lo único que recuerdo de la sensación de tener apetito es cómo se escribe. —Frunció el cejo— Y seguro que eso también acabaré por olvidarlo. —Se mordió el labio y se agachó para deletrear «apetito» en el polvo.
Tori se obligó a sonreír.
—Bueno, pues esta noche lo tendrás. He encontrado un montón de batatas.
Cammy hizo una mueca de asco.
—Batatas. Qué bien.
Victoria suspiró y dejó las batatas y el pez mariposa que había pescado en la parrilla que habían improvisado. Empezó a cocinar esforzándose en no soñar con pasteles, leche, estofado de carne y manzanas recién caídas de un árbol.
La huella condujo a ambos hombres hacia un camino sinuoso que apuntaba a una senda empinada. Al llegar arriba de la misma, pudieron ver un pequeño descampado de tierra y Grant silbó impresionado. Era el campamento de Victoria, y dio media vuelta despacio para estudiar cada detalle.
Había dos hamacas hechas a mano balanceándose por la brisa, colgadas entre dos palmeras. Una hoguera en medio del descampado rodeada por piedras y restos de troncos, y una estructura con las raíces aéreas de un árbol como base, y los muros, restos de velas de barco atadas con bambú. El techo, oblicuo, lo formaban unas hojas entretejidas y había también un porche hecho con ramas de jazmín. Tenía carácter de permanencia. Era su hogar.
—Mira eso —suspiró Ian—. Supongo que sobrevivió algún hombre y construyó todo esto.
—Sin que sirva de precedente, estoy de acuerdo contigo —convino su primo dejando su petate en el suelo, junto a la escalera— Vigila el camino —le ordenó señalándolo con un dedo—. No dejes que se acerque nadie.
—Todo sea por la causa —contestó el otro tumbándose en una hamaca.
Grant subió con cuidado los travesaños de la escala de bambú y comprobó que soportaban su peso. Apartó la tela que hacía las veces de puerta principal y entró...
—¿Has oído algo? —preguntó Tori mirando en todas direcciones.
—No, pero tú oyes mucho mejor que yo. —Cammy se probó el sombrero y estudió su reflejo en el pedazo de espejo que aún les quedaba.
—Me parecía haber oído unas pisadas.
—No lo creo. Es imposible que nadie nos encuentre aquí.
Victoria se relajó y, recostándose de nuevo, se colocó el brazo a modo de almohada.
—Tienes razón. Hemos sido muy precavidas.
—¿Realmente era necesario serlo tanto? —se preguntó Cammy en voz alta.
La joven cogió una pluma y se acarició la punta de la nariz con ella.
—Un zorro cambia de madriguera constantemente —respondió.
La otra se mordió la lengua y estudió las húmedas paredes rocosas que las rodeaban.
—Ya bueno, yo siempre he pensado que es más satisfactorio ser el cazador.
Vacía.
Había vuelto a escapársele. Grant cerró los ojos un segundo intentando recuperar la calma, y cuando volvió a abrirlos vio que la habitación estaba llena de libros que parecían haber sido leídos miles de veces. Muchos tenían las páginas marcadas, y en todos había un montón de anotaciones en los márgenes.
Un peine de nácar encima de una mesa captó su atención.
Atravesó la estancia y se maravilló al ver que, a pesar de su peso, el suelo no cedía lo más mínimo. Cogió el peine y, al acariciar sus púas, vio que en ellas habían quedado unos pocos cabellos. A la luz del sol parecían casi blancos.
En una esquina, había una cesta con sábanas dobladas, y en la otra un baúl. Se agachó frente a éste y lo abrió para inspeccionarlo. Dentro había más libros, y oculto entre unas telas encontró un diario.
Diario de Victoria Anne Dearbourne, 1850
A pesar de que sabía que era la peor invasión de intimidad que existía, lo abrió con la esperanza de entender cómo había logrado sobrevivir. Empezó a leer y, aunque se esforzó por mantenerse distante, pues al fin y al cabo tenía trabajo que hacer, por primera vez en su vida no lo logró. Al descubrir lo que le había pasado a la familia de Victoria, Grant se pasó la mano por la cara. Era mucho peor de lo que había imaginado. En toda su vida a él sólo le había ocurrido una desgracia, y en cambio aquella chica había sobrevivido a un montón. Cuando llegó al pasaje en que ella se preguntaba si iba a perder a sus dos progenitores, algo se rompió dentro de su pecho.
El diario también le confirmó lo que ya sospechaba; que el padre de Victoria no había sobrevivido al naufragio. Dearbourne no tenía sólo fama de ser un gran científico, también era conocido por ser un hombre de honor. Que hubiese sido de los últimos en abandonar el barco, a Grant no le sorprendió. Pero eso significaba que allí no había ningún hombre. Pasó las páginas, con rapidez, buscando el párrafo en el que la joven explicaba cómo había construido aquel refugio. ¿Lo había hecho sola?
Volvió al principio.
Cuando regresamos cargadas de agua y frutas, felices por nuestro hallazgo, vimos a mamá tumbada como si estuviera durmiendo. Pero por primera vez desde que llegamos a la isla, su rostro no estaba desfigurado por el dolor.
«Victoria, tu madre ha muerto» me dijo la señorita Scott. Mamá por fin podía descansar, y estaba en un lugar donde nada ni nadie volvería a hacerle daño. Y a pesar de que no se lo he dicho a la señorita Scott, he tenido ganas de irme con ella.
Grant cerró las páginas con suavidad, y la sensación de que la había estado espiando fue tan fuerte que se ruborizó. Pero ese sentimiento no le impidió guardarse el diario en la parte de atrás de los pantalones antes de descender por la escala.
Victoria no estaba sola. A no ser, claro está, que la señorita Scott también hubiera muerto, en aquella isla había dos mujeres.
Cuando Ian vio a Grant, le preguntó: —¿Cómo es el interior?
Él no quería admitir que impresionante. Ahora que veía de nuevo la cabaña desde el exterior, le maravillaba que Victoria hubiese podido construirla. Estudió con interés cómo las raíces habían ido creciendo junto a la estructura haciéndola así cada vez más fuerte. Vio que había viejas muescas de cuchillo y comprendió que la chica había ido cortando las ramas para adaptarlas.
Fascinante. La muchacha había sabido cortar con precisión sin dañar la raíz. Aprovechar de ese modo las fuerzas de la naturaleza le pareció una idea muy ingeniosa. Y había cuidado todos los detalles de un modo asombroso.
—Está bien —respondió finalmente sin entrar en detalles.
Cogió su bolsa del suelo y guardó el diario dentro.
—¿Nos quedaremos aquí de ahora en adelante? —sugirió Ian balanceándose en la hamaca.
—Regresamos a la playa.
—Parece que va a llover y la cabaña es impermeable.
Su primo negó con la cabeza.
—No, nos vamos.
El joven lo miró primero de un modo impertinente y luego desafiante, pero saltó de la hamaca y la descolgó para llevársela de allí. Sutherland no le dijo nada y lo siguió hacia el camino, pero antes se volvió por última vez. Gracias al diario, sabía que las notas de aquellos libros las había escrito Victoria. Se había preguntado un montón de veces si sabría leer, y ahora ya tenía su respuesta. La inteligencia de aquella chica no dejaba de impresionarlo. Excepto cuando la utilizaba en contra de él.
Al llegar al campamento, Dooley les dio la bienvenida con una taza de café y un poco de estofado. Después de que lo tranquilizara sobre el buen estado de la comida, Grant comió, pero no saboreó nada. Ahora que se habían detenido, sus músculos empezaban a pasarles factura. Buscó su saco de dormir y, al tumbarse en él, todas y cada una de las partes de su cuerpo gimieron de dolor. Pero a pesar de que apenas podía mantener los ojos abiertos, encendió un farol y abrió el diario.
A los trece años, Victoria había escrito con mucha más madurez de la habitual para alguien de esa edad. El funeral de su madre estaba descrito sin ninguna sensiblería. De hecho, pensó Grant, aunque la muchacha había escrito sobre la muerte de su madre, era como si en el fondo no la hubiera aceptado. Como si para ella todo aquello formara parte de un sueño...
Empezó a llover, y las gotas de lluvia apagaron el fuego, salpicando las delicadas páginas del diario. No estaban preparados para acampar. Sutherland podría ordenar que trajeran la lona del barco, pero eso equivaldría a reconocer que iban a quedarse allí otra noche más.
Ni pensarlo. Se quitó la chaqueta y cubrió el diario con ella.
...cuando atisbamos la vela fuimos a vestirnos con nuestras mejores galas y corrimos hacia la orilla. A los marineros les sorprendió mucho encontrarnos allí, pero parecían educados, y su capitán todo un caballero. Esa misma noche, junto al fuego, empezaron a beber y se volvieron más atrevidos.
Grant volvió la página, perplejo ante la noticia de que el suyo no era el primer navío en arribar a aquella isla.
El capitán se sentó muy pegado a Cammy, y la rodeó con el brazo.
Ella se tensó sin saber qué hacer. Cuando el tipo le tocó el pecho, Cammy lo abofeteó. Todos se quedaron en silencio.
Yo casi había llegado a su lado cuando él le pegó con tanta fuerza, que le entrechocaron los dientes y le sangró el labio inferior. La ayudé a levantarse e intenté mantener la calma. Les dije que estábamos cansadas y, tras desearles buenas noches, nos despedimos hasta la mañana siguiente. Nos dimos la vuelta despacio y nos alejamos de allí. Tan pronto como llegamos a la entrada de la jungla, oímos sus gritos y sus carcajadas. Se reían mientras se preparaban para salir a buscarnos y sorteaban quién se quedaría con Cammy y quién con “La niña”.
Estalló un relámpago, como enfatizando aún más esas palabras y Grant se puso en alerta. Seguía lloviendo y el farol parpadeaba. Desde que lo había encendido había ido atrayendo insectos que en esos momentos casi oscurecían por completo sus cristales. Grant levantó la tapa y frunció el cejo. Maldición.
Se había quedado sin aceite.
Podía acercarse al fuego y acabar de leer allí, pero al levantar la cabeza descubrió que las ascuas estaban también empapadas. Furioso e irritado, guardó el diario en una funda de piel. Se puso de nuevo la chaqueta, se levantó las solapas y trató de dormir. Fue inútil. Victoria había sobrevivido, pero... ¿a qué precio?
No era de extrañar que se hubiera asustado al verlo. Grant se pasó una mano por la cara, arrepintiéndose, de su comportamiento. Quería encontrarla y decirle que habla ido allí para salvarla. Quería consolarla y cuidarla, a pesar de no saber cómo hacerlo.
Tenía tantas ganas de seguir leyendo que era como si la bolsa en que guardaba el diario le quemara la piel.
—Y qué... ¿cómo va nuestra campaña de acoso? —preguntó Cammy desde la hoguera. A pesar del frío y la lluvia que caía en el exterior, ellas estaban relativamente calentitas.
Tori se echó hacia atrás y recostó la cabeza en las manos. —Hoy le enseñaré la maravillosa zona pantanosa que hay al oeste. Y para mañana me reservo la inolvidable ruta por los matorrales espinosos —contestó, confiando en parecer tranquila, pues la verdad era que no tenía ni idea de si estaba haciendo bien. El gigante no parecía dispuesto a irse pasara lo que pasase.
—¿Y qué más has pensado? .
—Verás, pero antes de decir nada, espera a que termine. —Se acerco a Cammy y bajo la voz como si lo que iba a decirle fuera un secreto—: Había pensado... —Se detuvo. ¿Por qué me miras así? Aún no te lo he contado. —La mirada de pánico de su amiga la asustó. ¿Tengo algo detrás?...
Cammy asintió despacio y trago saliva. Ton giro de un salto quedando de frente, y se topó con los ojos de una enorme serpiente negra moteada. Estaba tan cerca que podía sentir su aliento.
El reptil siseó y su lengua casi acaricio la mejilla de la joven, que aprovechó para apartarse un mechón de pelo de los ojos.
—Que sea la última vez, serpiente. Esta cueva es nuestro escondite, no el tuyo. —Tori se levantó y empezó a enrollar la boa alrededor de su brazo para sacarla fuera.
—Tori —llamó Cammy a la chica con la serpiente aún en el hombro—. ¿Crees que podrías llevarla lo bastante lejos como para que no vuelva a entrar?
—Lo intentaré, pero no sé adónde... —De repente se le ocurrió una idea, y golpeando cariñosa la espalda del reptil, dijo—:
Creo que sé de alguien a quien le encantará conocerte.
Hacía ya una hora que había amanecido y Grant seguía absorto en la lectura.
—¡Suelta ese libro de una maldita vez! —voceó Ian desde la hamaca. Pero lo mismo que en las dos ocasiones anteriores su primo lo ignoró.
...nunca había estado tan asustada. Ni siquiera la noche del naufragio. Pero nosotras conocemos mejor la isla, y hemos logrado escapar. He encontrado un pequeño claro al que es muy difícil acceder, está un poco elevado y se esconde detrás de una pared rocosa. He venido con Cammy hasta aquí. Hemos decidido abandonar nuestro mullido campamento en la arena e instalarnos entre las raíces de este árbol junto con los murciélagos y otras criaturas. Aquí, en este viejo árbol me siento segura, pero nos estamos quedando sin comida. Nos hemos peleado como gatos rabiosos para decidir cuál de las dos iba a buscar provisiones, pues ambas queremos protegernos la una a la otra. He decidido esperar a que Cammy se durmiera para salir, pero cuando me he despertado ella ya no estaba...
—¿Vas a seguir leyendo o vamos a buscar a la chica de una vez?
De mala gana, Grant apartó la vista del diario y vio a su primo Ian justo delante de él.
—Creía que ya habías tenido bastante búsqueda para toda la vida.
—La verdad es que prefiero destrozarme los pies a quedarme aquí...
—¿Y eso? ¿Es que ya no tenemos licor?
El otro no tuvo ni la delicadeza de parecer avergonzado. —Así es. Y además me estoy aburriendo mucho. Por otra parte, encontrar esa cabaña ha despertado al explorador que hay en mí.
—¿Tú? ¿Un explorador?
—¿Acaso la habrías encontrado sin mí?
Grant lo fulminó con la mirada antes de concentrar de nuevo su atención en el libro.
—¿No te sientes culpable de leer su diario?
Sí, y a cada página más... —Tal vez así pueda encontrar alguna pista sobre su escondite —contestó sin embargo.
—Yo creo que lo mejor sería que dejaras de leer y que regresáramos a su cabaña. Seguro que estará allí, sentada junto al fuego. —Es demasiado lista como para hacer eso.
—¿Así que ahora crees conocerla?
Sutherland sabía que Victoria era valiente, atrevida y leal. Cerró el diario y se lo mostró a Ian.
—Sí, ahora la conozco.