CAPITULO 12
SI VICTORIA se hubiera seguido comportando de un modo distante y frío, o si, como mínimo, hubiera seguido enfadada con él, Grant tal vez habría tenido alguna posibilidad de resistirse. Pero ante una Victoria amable y encantadora estaba completamente perdido. A medida que pasaban los días, la joven iba acostumbrándose más al barco y a la mar, y su confianza en sí misma iba en aumento. Era como si hubiera salido de su caparazón, como si se estuviera desprendiendo de los miedos de su antigua vida lo mismo que una serpiente muda de piel. Al parecer, se había olvidado incluso de que él no le gustaba, y, después de cada tormenta, le daba las gracias por su pericia...
Al llegar la segunda semana, parecía como si hubiera nacido para navegar. Mientras la señorita Scott dormía, que solía ser a todas horas, Victoria aprovechaba para aprender las canciones que Dooley cantaba, y lo ayudaba a zurcir las velas. Cuando acababan con las tareas, le gustaba distraerse inspeccionando las nuevas especies que el barco llevaba en su carga.
—Nunca sabes con qué te vas a encontrar —le dijo a Dooley, nerviosa y contenta.
Se había acostumbrado a llevar vestidos, y había hecho los arreglos necesarios para que la ropa se adaptara a ella. La hacía feliz ver que la señorita Scott iba mejorando, y se reía con los cumplidos de los marinos. La tripulación la adoraba...
Pero a medida que ella iba floreciendo, Grant iba perdiendo el sueño. Se había instalado en el camarote de Ian, ya que su primo solía dormir en cubierta, y sufría al no verla tanto como quisiera.
Se cortaría un brazo a cambio de poder volver a tocarla.
Para empeorar las cosas, Victoria pasaba la mayor parte del día con Ian.
Esa misma mañana, los había visto jugar a cartas, y tuvo que combatir los celos que sintió, y eso que él siempre había dicho que tal sentimiento no existía. Envidiaba a su primo por poder pasar tantas horas con ella, lo envidiaba cuando lo oía contarle ese montón de chistes viejos que ella no conocía.
Los celos eran sentimientos propios de un hombre enamorado. No tenían cabida en el corazón de uno soltero y sin compromiso.
Grant se quedó mirándolos, para ver si veía en ellos algún indicio sospechoso. Ambos jóvenes tenían más o menos la misma edad, y sabía que su primo solía tener mucho éxito con las mujeres, pero fue incapaz de observar ni el más mínimo atisbo de atracción amorosa entre ellos dos. De hecho, a menudo había pillado a Victoria mirándolo a él mientras estaba en el puente de mando.
Pero lo volvía loco oírla reír por algo que Ian hubiese dicho. —No quiero que pases tanto rato con ella —le dijo a éste cuando la chica se fue a dar un paseo.
—E\'7dstá conmigo, o está con el resto de la tripulación. Y tengo que reconocer que Victoria ya sabe demasiados tacos... —Grant frunció el cejo, e Ian añadió—: No es lo que piensas. Y aun en el caso de que yo no estuviera pensando en otra mujer, Tori me recuerda a mi hermana.
—¿A cuál? —preguntó Sutherland suspicaz. Ian tenía tres hermanas, y ninguna se parecía a Victoria.
—Emma.
—¿Emma? —preguntó incrédulo—. Pero si es sólo una niña que justo acaba de salir de la escuela.
—Tiene dieciocho años.
—Limítate a mantenerte alejado de ella —le ordenó Grant en voz baja. Y cuando su primo le sonrió burlón, se levantó y se colocó delante de él, en una postura claramente amenazadora. Es la nieta de un conde. Incluso tú sabes que no se puede coquetear con la nieta de un noble.
—Ni siquiera sabía que no se pudiese coquetear con la hija de uno —replicó el otro sonriendo, e, inclinándose hacia adelante, continuó—: Además, lo mejor que tiene una aventura en alta mar es que nadie tiene por qué enterarse.
Grant cogió a Ian por la camisa y lo levantó de la silla, conteniendo a duras penas las ganas que tenía de darle un puñetazo.
—No me mires así, primo. No voy a tocarla —dijo el joven chasqueando la lengua—. Sólo quería ver cómo reaccionabas.
Sutherland lo soltó y suspiró.
—¿Crees que es por eso por lo que te he pedido que te alejes de ella? ¿Porque la quiero para mí?
—La cuestión es que ella ya es tuya. Yo sólo siento la obligación de protegerla. Como un hermano. No la quiero del mismo modo que tú.
El capitán se pasó una mano por la cara.
—¿Y cómo crees que la quiero yo? —Ni él mismo reconoció su voz.
—Maldita sea, Grant. Abre los ojos. Jamás te había visto actuar así. —Ian le dio una palmadita en la espada y se alejó de él. Pero volvió a darse media vuelta—. ¿Por qué te resistes tanto?
—¿Por qué? —Se rió sin humor—. Porque no quiero sentirme así.
Dooley pasó junto a ellos y se dio cuenta de que su capitán tenía los ojos clavados en Victoria.
—Esa chica se está dando cuenta de que con sus encantos puede conseguir lo que quiera —comentó el marino—. Le basta una sonrisa para tener a toda la tripulación comiendo de la palma de su mano.
—Que Dios ayude a los hombres de Inglaterra —farfulló Sutherland.
Ian sonrió con compasión.
—Más te valdría rogar por ti en primer lugar primo.
Grant se pasó toda la noche batallando contra una pequeña pero persistente tempestad. Cuando por fin consiguió derrotarla, se dispuso a hacer lo mismo que hacía cada mañana; ajustar el rumbo, inspeccionar el barco, dar nuevas órdenes y mirar a Victoria... no necesariamente en ese orden. Ella caminaba arriba y abajo nerviosa, fulminando a Ian con la mirada, pues éste había preferido leer a pasar el rato con ella. Toda su persona emanaba aburrimiento.
El día, a pesar de que había amanecido despejado, era muy frío, y Grant optó por regresar a su camarote para cambiarse la ropa mojada que llevaba. Una vez dentro, colgó el abrigo y, mientras batallaba con los botones de su empapada camisa, se dio media vuelta para cerrar la puerta. Pero en ese mismo instante apareció Victoria en el umbral.
—¿Qué quieres? —le espetó él—. Si vienes a darme las gracias por lo de la tormenta de anoche, no hace falta. Es mi trabajo. —Ella no respondió, sino que se limitó a quedarse embobada, mirándole el torso, y él se incomodó aún más. La mirada que había en sus ojos proclamaba claramente que quería tocarle—. Vete de aquí —le ordenó Grant sin miramientos.
—No sé qué hacer. Dijiste que me protegerías, y, bueno, estoy a punto de golpearme contra la pared de lo aburrida que estoy.
Él tuvo que morderse la mejilla para no sonreír. —Tengo que cambiarme.
—No hay nada que no haya visto ya antes.
«Será atrevida... Un momento...»
—Estuviste mirándome en las cataratas, ¿verdad?
Al igual que hacia siempre que no quería contestar a alguna de sus preguntas, la joven se limitó a ignorarle, y se sentó en el baúl, de cara a la pared.
—De acuerdo, no miraré.
Grant dudó unos segundos, y luego empezó a asearse y a vestirse. Al oír que se estaba calzando ya las botas, Victoria se levantó, cogió el cuaderno de bitácora, y volvió a sentarse en el baúl. —No te he dado permiso para que lo leas.
Ella siguió pasando páginas.
—Las anotaciones de los primeros días son muy precisas, meticulosas. Pero a partir de que llegaste a la isla, son menos... —miró hacia el techo en busca de la palabra justa— ¡exactas! Sí, menos exactas y menos detallistas. —Frunció el cejo y volvió el libro hacia él—. De hecho, algunas de estas entradas ni siquiera tienen sentido.
Grant le quitó el libro de las manos y lo colocó en lo alto de la estantería, donde ella no pudiera alcanzarlo.
Cuando se dio media vuelta, vio que Victoria se había sentado delante de su baúl abierto, y estaba inspeccionando sin reparos sus pilas de ropa perfectamente ordenadas. Investigando, como s1empre.
—¿Te cuesta concentrarte? —preguntó ella sin abandonar su curioseo—. ¿Es por mí, a que sí?
«Será arrogante.»
—No, es porque estoy muy cansado. Por fin, ella se volvió para mirarle.
—Ya sé que estás exhausto, pero me gusta la idea de que no puedas dejar de pensar en mí, y que por eso descuides todo lo demás.
«Ha dado en el clavo.»
La chica tiró de una camisa y se la colocó encima de los hombros, al parecer con intenciones de llevársela. Al menos, ahora entendía por qué le faltaban tantas camisas últimamente. —Vete, Victoria. Y deja la camisa aquí.
Ella se levantó y entrecerró los ojos.
—Voy a conseguir gustarte. Eso es lo que voy a hacer. Te gustaré tanto que no podrás soportarlo.
Y dicho esto, se fue hacia la puerta con la camisa aún encima de los hombros... como un guerrero que se dispone a librar una batalla que no sabe que ya ha ganado.
«¿Qué me está pasando?», se preguntó Tori incapaz de entender sus sentimientos. Apenas había podido controlar el impulso de acercar la mejilla al húmedo torso de Sutherland y rozarlo con los labios. ¿Cómo era posible que le pareciera aún más atractivo que antes? Eso era casi imposible. El capitán era arrogante y la ponía furiosa, pero a pesar de ello, se moría de ganas de acariciarlo, de pasarle los dedos por la frente y eliminar las arrugas de preocupación que se formaban allí.
Sacudió la cabeza y fue a sentarse en su rincón preferido de la cubierta para ver si así se le pasaba la tontería. Esa misma mañana, cuando él la había mirado, había creído ver algo distinto en sus ojos. Era obvio que la deseaba. Incluso ella podía verlo. Pero también había algo más, como si se sintiera perdido...
Alguien le chasqueó los dedos justo delante, sacándola de su ensimismamiento. Al parecer, Ian había decidido hacerle compañía.
Le mostró un juego de naipes y empezó a repartir. —Deduzco que tú y mi primo empezáis a llevaros mejor —comentó escueto.
Victoria se sonrojó. Pero ¿qué le pasaba?
Aprovechó que Ian seguía barajando para cambiar de tema: —Hace unos días, Cammy me dijo que tu corazón está ocupado. ¿Por qué no estás con ella?
El joven tomó aire y miró sus cartas, colocándolas como un abanico.
—Tuve que irme de la ciudad de improviso, y creí que Grant sólo iba a ir a América, o a algún sitio por el estilo. No tenía ni idea de que fuese a navegar hasta el condenado Pacífico Sur.
—¡No lo dices en serio! ¿Te quedaste atrapado en el barco?
—Tal vez fue lo mejor que me pudo pasar —asintió él como para sí mismo—. Sólo tengo veintiséis años, es demasiado pronto para casarme.
Tori estudió sus cartas y sonrió. —¿Tenías intención de hacerlo?
—Bueno, cuando conoces a la persona adecuada...
—¿Qué piensa Grant de todo esto? —preguntó Tori.
—No lo sabe. Casi nadie lo sabe. Seguro que me echaría un sermón sobre lo poco preparado que estoy para asumir la responsabilidad de una familia.
—¿Cómo se llama la chica?
—Erica —contestó él con una sonrisa.
—¿Crees que te habrá escrito? —inquirió sonriendo ella también al observar lo enamorado que se lo veía—. Tal vez si nos detenemos en algún puerto puedas preguntar si hay alguna carta para ti. Estoy segura de que le rompió el corazón que te fueras.
Ian se encogió de hombros. —¿Te está esperando en Londres?
—No sé si habrá podido esperarme tanto tiempo —respondió, cogiendo una carta y tratando de fingir indiferencia.
—Oh, Ian, no debes pensar eso...
—Tal vez no sepa lo que me pasó —prosiguió él resignado—. Si no ha recibido mis cartas lo más seguro es que crea que he desaparecido. O algo peor.
—¿Algo peor?
—Que la he abandonado —dijo, sin ocultar el dolor que sentía.
Tori se quedó sin aliento.
—¿De verdad crees que ella puede no saber lo que te ha sucedido? Estará enferma de preocupación.
—¿Preocupación? ¿Y no crees que, conociendo mi reputación, cualquier mujer pensaría que la he abandonado?
Algo de razón tenía, pero se lo veía tan destrozado, que Tori optó por decir:
—Cuando llegues a casa, tendrás que compensárselo.
—Lo único que quiero es estar con Erica —dijo Ian ausente—. ¿Entiendes lo que quiero decir? —Miró al vasto océano—. Sólo quiero estar cerca de ella.
Y, por enésima vez, los ojos de Tori buscaron a Grant.