CAPITULO 09
«FUERZA de voluntad.» Eso era lo único que podría derrotar a aquel pez monstruoso. Cada vez que Grant se disponía a ensartarlo el animal cambiaba de dirección. Pero él era un hombre paciente, esperaría lo que hiciera falta. Le dolía el brazo de tenerlo tanto rato levantado, pero estaba decidido. Valdría la pena...
El agua le salpicó el rostro y su presa se alejó. Y todo por culpa de la piedra que ahora descansaba junto a sus pies. Con los dientes apretados, desvió la mirada hacia la orilla y vio sonreír triunfalmente a Victoria. Gruñó, lanzó la jabalina fuera del agua, donde se clavó completamente recta, y se dirigió hacia la chica. A cada paso que daba, la fulminaba con la mirada y, a pesar de que cualquier marino en su lugar ya estaría pidiendo perdón, ella ni se inmutó. No le tenía ni una pizca de miedo, y tal vez debería tenérselo.
Sin decir ni una palabra, Grant la cogió en brazos y se dirigió de nuevo hacia el lago.
—¡No, Sutherland! —gritó ella—. Acabo de secarme. ¡No lo hagas!
Nada podía evitar que la lanzara al agua. Pero en el último segundo, Victoria dejó de golpearle el pecho y se abrazó a él con fuerza, de modo que cuando Grant fue a soltarla, él cayó tras ella.
Se impulsó hacia la superficie escupiendo agua entre risas. La chica también escupía agua mientras se apartaba el pelo de la cara.
—¡Eres un bruto! Te juro que te arrepentirás... —Tori se interrumpió y siguió la mirada del hombre, fija en su escote. La camisa se le había deslizado por el hombro, dejando la parte superior de un pecho al descubierto. La desgastada tela Se ceñía en el otro. Tiró de la camisa pero ésta se empecinaba en pegarse a sus pechos.
Viéndola así, Grant sólo podía pensar en tocada, en besarla...
Un enorme deseo estalló en su interior.
En un intento por controlar sus impulsos, apretó las manos con fuerza. Se había pasado toda la mañana mirándola cuando ella no se daba cuenta, con los ojos clavados en sus largas piernas y en sus pechos casi desnudos. La imagen de su trasero era suficiente para ponerle de rodillas. Daría su vida sin dudarlo un segundo por acariciarla y recorrer aquellas nalgas con sus dedos. Para controlar su excitación, Grant se había matado a trabajar.
Y ahora, allí estaba la joven, casi desnuda a su lado. Se preguntó si estaría tan afectada como él. Vio que tenía la respiración acelerada, y que no dejaba de recorrerle el pecho y el estómago con ojos hambrientos.
Durante un segundo, Grant pensó que tal vez a ella le gustaría que la besara, que tal vez le gustaría que la acariciara, que le recorriera la piel con las manos.
«Victoria, desnuda, en el agua, conmigo.»
Un extraño sonido brotó de su garganta, y Grant nadó hacia la orilla. Salió del agua y, sin detenerse, cogió las botas y la camisa para alejarse de allí. Caminó furioso hasta la playa de arena blanca, y sólo se detuvo para lanzar alguna que otra concha al mar o para intentar atisbar su barco. Antes de dar con Victoria no había estado especialmente ansioso por regresar a su casa: pero ahora sabía que ésa era su única salvación. Seguro que, una vez en el mundo civilizado, la muchacha dejaría de parecerle tan atractiva. Era demasiado atrevida, demasiado descarada para su gusto.
Levantó la vista hacia el sol y se quedó atónito al ver el color violeta que teñía el cielo. Semejante espectáculo sólo podía verse en aquel pequeño pedazo de mundo; el naranja ensangrentado, el magenta y el azul de la noche, reflejaban a la perfección sus complicados sentimientos. Grant había basado su vida en el auto control, y Victoria se lo estaba arrebatando. Si se lo quitaba por completo, acabaría destruyéndolo. Ella le hacía sentir cosas que nunca antes había sentido. Y eso era muy peligroso.
Ninguna mujer había conseguido despertarle deseo. Ninguna lo había hecho anhelar algo que sabía que no podía ni quería tener.
Cuando regresó al lago, Victoria ya no estaba, así que se dirigió a la cabaña. Estaba a medio camino cuando olió algo delicioso. El aroma fue en aumento y, al igual que un animal, se le hizo la boca agua.
Encontró a la chica cocinando lo que habían pescado sobre un fuego, y pensó que nunca había tenido tanta hambre como en aquel instante. Recorrió el campamento con la mirada y preguntó:
—¿Con qué comeremos? Victoria se rió sin humor.
—¿Veo que das por hecho que voy a darte de comer?
—¿Cubiertos? —insistió él.
La joven lo miró y suspiró resignada.
—Buscas en vano. Da gracias de que tenga platos.
Grant estudió el tosco disco de madera al que ella llamaba plato, y que ahora estaba lleno de pescado. ¿Comérselos con las manos?
Victoria ya había empezado, y los sonidos de placer que hacía al saborear cada mordisco no lo estaban ayudando nada. Finalmente, se dio por vencido e, ignorando sus buenos modales, cogió un pescado con los dedos. No pudo evitar cerrar los ojos. El bocado se le derritió en la boca. El sabor, la textura, el olor de aquella comida no podía compararse con nada que hubiera comido antes. Entonces se dio cuenta de que ella lo estaba observando, y se sonrojó.
Se lo comieron todo. Grant se esforzó por mantener la compostura, pero al final no lo consiguió. Comió como un animal, y repitió varias veces. De hecho, Victoria tuvo que arrancarle el plato de las manos para poder limpiarlo. La isla empezaba a afectarle, y él no podía, no quería, permitírselo. Tenía que ser más fuerte que sus instintos.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó a la joven al verla exprimir una fruta sobre sus dedos. Ella no le contestó, sino que se limitó a tirarle la otra mitad para que hiciera lo mismo. El zumo de la fruta eliminó el olor de pescado de sus dedos.
—Te las has apañado bastante bien sin cubiertos —dijo Victoria, tumbándose en la hamaca que le quedaba.
—No entiendo por qué no has fabricado como mínimo un par. He visto tus otros utensilios. Sé que eres capaz de hacerlo. —¿Y por qué iba a malgastar mi cuchillo, mi único cuchillo, para tallar cubiertos si tengo unos dedos que funcionan la mar de bien?
Grant se sentó en un tronco, frente al fuego.
—¿Para mantener un poco los modales? Vas a tener que aprender un montón de cosas cuando regreses.
—¿Y si no las he olvidado? —preguntó ella. Tal vez lo único que pasa es que he decidido ignorar algunas. —
—¿Como cuáles?
—Como por ejemplo, todas las que son completamente absurdas en una isla. Vestirme como una dama, por ejemplo. Cubrirme con trescientos kilos de ropa interior, en el caso de que la tuviera, sería un suicidio. O te adaptas o mueres.
—Ese razonamiento no es propio de nuestra civilización.
—Grant cogió una rama y removió las ascuas—. No importa dónde estés, ni lo que hagas, no puedes dejar a un lado tus modales, tu modo de vestir. Si lo haces, pierdes tu identidad.
—¿Y por qué querría conservar mi identidad? —espetó la muchacha mirándolo a los ojos—. Entiende una cosa, capitán. Nos hemos pasado diez años creyendo que el mundo nos daba por muertas. Y eso es algo muy liberador. —Volvió a relajarse—. Y tanto si eres consciente como si no, tú también te estás adaptando a esto. Igual que lo hice yo. —¿A qué te refieres?
—Te has quitado la camisa, las botas...
—Así es —asintió, arqueando las cejas mientras ella se cruzaba de brazos—. Pero tú no. Ya entiendo por qué tu ropa está como está. —La señaló con la mano—. Pero lo que no entiendo es que ni siquiera te sonrojes. Cuando llegaste aquí, eras lo suficientemente mayor como para tener unas pocas nociones de decoro.
—¿Decoro? —se burló Victoria. ¿Prefieres que te llame santo capitán o capitán santo?
Grant se esforzó por controlar su mal humor.
—Sí, era lo suficientemente mayor como para saber lo que era el decoro. Cuando era pequeña, mi madre solía decir que no había nada que limitara más el espíritu humano que eso. Ella te consideraría un aguafiestas.
—No soy un aguafiestas —se defendió él antes de poder evitarlo—. El decoro es la espina dorsal de Inglaterra. Lo que nos distingue del resto del mundo. —Se pasó la mano por el pelo y trató de hacerla entrar en razón. De todas las cosas que ella podía ignorar o pasar por alto, aquélla era la peor—. Las normas de etiqueta no son ninguna tontería. Son el resultado de años de evolución, y existen por algún motivo.
La joven lo miró durante largo rato.
—Sí, ya sé cómo te llamaré: capitán Aguafiestas.
Grant la fulminó con la mirada. No había escuchado ni una maldita palabra de todo lo que le había dicho.
—Si ni la identidad ni el decoro significan nada para ti, me pregunto si de verdad quieres abandonar esta isla.
—Que no saltara de alegría al verte en la playa no quiere decir que no quiera irme de aquí. Has leído demasiadas novelas sobre náufragos. Y, créeme, todas se equivocan. ¿Dónde se ha visto que unas mujeres, a las que nadie va a echar de menos, pues todo el mundo da por muertas, salgan a recibir con los brazos abiertos a unos marinos que llevan meses en alta mar?
—La verdad es que creo que hiciste bien en ser cauta —reconoció él mirando el fuego y acordándose del diario—. Nunca escribiste lo que le pasó al capitán después de que la señorita Scott lo golpeara con aquella piedra.
Victoria dejó de balancearse y se sentó completamente tensa. —No había nada que escribir. Murió y lo dejamos allí. Al día siguiente, cuando no pudieron encontrarle, el resto de la tripulación se asustó y huyó. —Lo estaba desafiando a que criticara su comportamiento.
—¿Lo lamentas? —Grant suponía que no, pero ¿cómo podía alguien no tener pesadillas sobre algo tan horrible? «El capitán estaba sujetando a Cammy, le estaba haciendo daño», había escrito ella. «Quería protegerla, quería atacar a aquel hombre. Fue como si me volviera loca.»
—¿Si lo lamento? En absoluto. Lo único que siento es no haber podido evitar toda la situación. O haber sido yo quien lo golpeara con aquella piedra. Me hubiera gustado poder ahorrarle a Cammy el mal trago.
Grant tuvo que hacer un esfuerzo para disimular su asombro.
Cualquiera de las mujeres que conocía, en una situación semejante, lo único que habrían hecho hubiera sido gritar pidiendo ayuda. Ninguna se hubiera echado encima de aquel canalla para intentar estrangularlo. Y ahora, años más tarde, lo único que aquella muchacha lamentaba era no haber sido ella quien soltara aquella bendita piedra.
Se quedó embobado mirando aquellos ojos claros y valientes y se sintió poca cosa a su lado. Entendía perfectamente que no quisiera cambiar nada de lo que había hecho, pero aun así, era desconcertante estar junto a una mujer tan distinta a las demás.
—Comprendo que fueras tan cauta con nosotros. Hiciste bien en desconfiar. Pero podrías haberte ahorrado las bromas pesadas.
Victoria se encogió de hombros y volvió a tumbarse.
—Sentí que era lo que tenía que hacer.
A Grant le alegró cambiar de tema.
—¿Sentiste? Bueno, supongo que es propio de ti guiarte por los instintos en vez de por la lógica.
—Con ambas cosas se llega al mismo sitio, sólo que guiándote por los instintos se llega más rápido —replicó ella balanceándose.
A él le duró muy poco la alegría. Ahora tenía ganas de zarandearla.
—¿De qué sirven los instintos para planificar una vida, o para algo que no sea cubrir las necesidades más básicas?
Victoria lo miró como si acabara de crecerle una segunda cabeza.
—Mi único plan era mantenerme con vida. Y creo que es un objetivo bastante noble.
Grant no lograba entenderla. Él tenía toda su vida planeada.
Con todo detalle. Llevaría a la joven de regreso a Inglaterra. Al morir el conde, heredaría su mansión y lograría que recuperara su viejo esplendor. Una vez logrado ese objetivo, buscaría esposa del mismo modo que lo había hecho con todo: con objetividad, sin sentimientos de por medio. Con una casa como aquélla, Grant estaba convencido de que lograría atraer a la mujer adecuada; una tranquila dama inglesa de linaje y modales impecables...
—¿Y cuál es tu objetivo, capitán Aguafiestas? Él la miró con hostilidad, pero contestó:
—Llevarte de regreso a Inglaterra y formar un hogar.
—Te molesta que yo no tenga ningún plan —suspiró ella—.
Pero ¿cómo quieres que lo tenga? No tengo ni idea de cómo será mi vida cuando regrese. Por ejemplo, ¿con quién voy a vivir?
—Tu abuelo se hará cargo de ti hasta que te cases.
—¿Y qué pasará con Cammy? Ella no tiene familia.
—Estoy seguro de que Belmont le permitirá quedarse contigo hasta que contraigas matrimonio —dijo él, señalando la opción más lógica.
—Y luego ¿qué?
—Haces muchas preguntas, Victoria.
—Estoy intentando hacerme una idea. Además, ésa será mí nueva vida... Y no quiero empezarla a ciegas.
Grant no pudo discutirle ese último comentario.
—De acuerdo. Tal vez tu marido permita a la señorita Scott quedarse contigo, como tu dama de compañía, o como niñera para tus hijos.
—¿Tal vez?
—Si no, siempre podría contraer matrimonio.
—¿Acaso eso lo soluciona todo? ¿El matrimonio? Pues es un milagro que aún haya solteros...
A Sutherland el comentario no le hizo ninguna gracia y ella suspiró agotada. Tenía muchas cosas en las que pensar.
—Una cosa te garantizo —prosiguió el capitán—. Te casarás y tendrás hijos. Así como amigos y una familia.
Victoria pareció momentáneamente desconcertada, y luego su rostro se relajó. Grant estaba seguro de que de pequeña le encantaban los niños.
—Tal vez —murmuró, aún ensimismada.
Él no podía dejar de mirarla. La brisa avivó el fuego y le soltó a ella un mechón de pelo. La chica se levantó y susurró: —Buenas noches.
Y, por primera vez, no lo miró como si estuviera enfadada o asustada, sino que se alejó de la hamaca y entró en la cabaña, perdida en sus pensamientos.
Grant no pudo quitarse de la cabeza aquella mirada misteriosa. Había pensado que Victoria era una persona fácil de interpretar, pero ahora no estaba tan seguro. Preparó su saco de dormir y empezó a buscar un claro entre los árboles. De repente, se detuvo. ¿Había dicho en serio eso de que creían que el mundo las había dado por muertas? ¿De verdad habían perdido ya toda esperanza de que las rescataran? y, si así era, ¿cómo habían logrado sobrevivir sabiendo que jamás volverían a tener nada?
No podía dejar de pensar en ello, aunque ahora ya no tuviera sentido. Victoria iba a regresar. Iba a tener hijos, una familia, amigos. Ella ya estaba en la cabaña, pero aun así, Grant gritó para que pudiera oírle.
—Victoria, te prometo que volverás a tenerlo todo.
Tras unos segundos, ella respondió reticente:
—Si quieres ver las estrellas, muévete hacia la derecha.