CAPITULO 14
LA montaña de la Tabla se erguía cual anfiteatro de piedra detrás de Ciudad del Cabo.
A medida que el Keveral se abría paso hacia el ajetreado muelle, el capitán Sutherland no paraba de dar órdenes y Victoria, con los ojos llenos de excitación, se colocó a su lado. Cuando por fin él se calló, le dijo;
—Siempre he creído que eras demasiado exigente, pero ahora entiendo por qué.
Grant vio que ella estaba observando las tripulaciones de los otros barcos, y lo mal vestidos y poco aseados que iban esos marinos, mientras que los hombres que trabajaban en el Keveral se erguían orgullosos en la cubierta.
—Tu primo me dijo que trabajar para la naviera Peregrine es todo un honor.
«A Ian más le valdría callarse», pensó él. Sin embargo contestó: —Lo es, a pesar de tener que soportar a un capitán tan exigente como yo.
Victoria decidió creer que se estaba burlando de ella y sonrió. Maldita fuera, tal vez eso era precisamente lo que estaba haciendo.
—Tu barco es el más impresionante de todos. Comparado con esas cafeteras, es como si fuera... el navío perfecto.
A Grant le gustaba que ella se hubiera dado cuenta, y a la vez odiaba que lo hubiera hecho.
La joven suspiró y se quedó mirando las gaviotas que jugaban entre las olas y en las enormes rocas que rodeaban el puerto, y a continuación dijo;
—Es impresionante ver cómo las montañas envuelven la ciudad. ¿Crees que deberíamos despertar a Cammy?
—No lo sé, Ian también está durmiendo. Camellia necesita descansar y yo prefiero estar un rato más sin mi primo.
Tori sonrió y le dio unos golpecito s en el brazo.
—Quiero comprarme caramelos, tantos como para hartarme de ellos cada día de la semana.
Sutherland no pudo evitar sonreír.
Victoria se sujetó de una cuerda que colgaba encima de su cabeza, y se sirvió de ella para, con un salto, colocarse justo delante de él.
—Y ya que estamos aquí, podrías aprovechar para comprarme flores.
—No voy a comprarte flores —replicó Grant con el enfado reflejado en su tono de voz—. Fuera lo que fuese lo que pasó la otra noche fue un error.
Sin soltar la cuerda, la muchacha dio unos pasos hacia atrás. —Para mí no.
Él se limitó a mirada a los ojos.
—Algún día me comprarás flores. Y me dirás que crees que soy bonita.
Él jamás le diría eso. Tal vez no fuera capaz de reconocer lo que sentía por ella, pero sí era consciente de que no era una mujer bonita, sino extraordinariamente hermosa. Suspiró hondo.
—Victoria, eres de lo más extraña.
Ella le sonrió y soltó la cuerda.
—Algún día, capitán —insistió en voz baja.
No cabía duda de que aquella chica tenía muchas agallas.
Sin embargo, a medida que se iban acercando al puerto, Grant vio que empezaba a ponerse nerviosa. Volver a la civilización debía de ser sobrecogedor. Seguro que todo le parecía frío y ruidoso, comparado con los cálidos colores de la isla y sus plácidos sonidos. Al atracar, los ruidos y los olores del muelle se hicieron ya inevitables, y Victoria no pudo disimular lo confusa que estaba.
Sutherland y sus hombres estaban acostumbrados al hedor del muelle, pero ella no. El aroma de la comida malaya mezclado con el de la marea baja y el del café recién hecho llegaron hasta ellos. Y pronto, tal como él ya había imaginado, la confusión de la joven se fue transformando en curiosidad. Podía sentir las ganas que tenía de bajar del barco y explorar los alrededores y, como él tenía que ocuparse de todo el papeleo, decidió darle permiso para visitar los comercios que había en el paseo.
—Puedes ir a las tiendas que hay aquí delante. Pero no te alejes demasiado. Toma, aquí tienes un poco de dinero...
Estaba tan nerviosa intentando decidir adónde ir primero, que ni siquiera lo miraba, pero al oír la última frase, sí lo hizo:
—Oh, no, no puedo aceptar que me des nada más. Ya has hecho bastante.
—Vamos —dijo él cogiéndole la mano y poniéndole unos billetes dentro—. Es de tu abuelo.
—En ese caso... —Lo aceptó con una sonrisa—. ¿Sabes cuánto tiempo hace que no voy de compras? —Miró los escaparates llenos de vistosas mercancías —¡Quiero comprarlo todo! —Se dio media vuelta hacia Grant—. No me acuerdo de cómo va lo del dinero. ¿Cuánto es esto?
—Seguro que no eres capaz de gastarlo todo.
Victoria se rió y le apretó la mano con un gesto cariñoso, convencida de que le tomaba el pelo, pero no era así.
Un rato más tarde, Sutherland fue a buscarla, y vio que llevaba una bolsa llena de algo azucarado y pegajoso. Ella insistió en que lo probara, y no paró hasta conseguirlo. Él se rindió y se mordió el labio para no sonreír. Era una mezcla de caramelo con mazapán. Estaba claro que había saqueado la tienda de dulces y, a la velocidad que se los comía, seguro que más tarde se arrepentiría de ello.
Después de despertar a Camellia y ayudarla a vestirse, Victoria, ella y el capitán se subieron al carruaje que iba a llevarlos a un Hotel que Grant recordaba de una de sus anteriores visitas.
Sin dejar de mirar el paisaje, Cammy pregunto:
—¿Así que ya ha estado aquí antes?
—Sí unas cuantas veces —respondió Sutherland con educación pero algo incómodo.
—Tengo la impresión de que Ciudad del Cabo no te gusta demasiado —comentó Tori.
—Pues no. Es una ciudad muy caótica y sin orden alguno.
—Entonces sospecho que a mí me va a encantar.
Él la miró reprobador y ella no pudo evitar sonreír... —OH, me gusta ese hotel —dijo Camellia señalando un Edificio de estilo holandés completamente rodeado de flores.
En Ciudad del Cabo abundaban los edificios de ladrillo blanco, pero también había algunos de estilo neoclásico inglés.
—No, iremos a otro.
—¿Porqué?—pregunto Victoria —¿No es lo bastante recatado para Ella y Camellia sonrieron y él las miró enfadado. Como si quisiera pedirle perdón, Tori le ofreció un poco más de caramelo. Ya había descubierto cuál era su preferido.
El capitán las instaló en un imponente hotel de estilo inglés.
No era tan alegre como el que habían visto antes, pero parecía más seguro. Aunque el término «seguro» era muy relativo en una ciudad como aquélla, y más al caer la noche. No en vano era conocida como da taberna de los siete mares». Por muchos edificios regios y sobrios que se construyeran allí, no dejaba de ser una ciudad peligrosa y sin ley.
Como era de esperar, Camellia no se sintió lo bastante fuerte como para salir, pero insistió en que Victoria lo hiciera. Grant se esforzó por encontrar alguna excusa para no tener que pasar el día a solas con ella, pero no quería quedar como poco caballeroso ante la señorita Scott, de modo que al final aceptó.
Se llevó a la joven al centro, y allí pasearon por el paseo marítimo. Sutherland no tardó en darse cuenta de que el vestido que ella llevaba se veía muy distinto al que lucían las chicas de su edad y clase social. Al parecer, en un año la moda había cambiado, y la ropa que le había comprado se veía ahora anticuada. Necesitaba prendas nuevas, y le correspondía a él proporcionárselas. A Victoria le gustó muchísimo ir de compras y, con la mentira de que más tarde ya ajustaría cuentas con su abuelo, Grant la llevó a las tiendas más exclusivas.
Seguro que al anochecer se recriminaría haberse gastado tanto dinero en eso, pero la chica era elegante, de esas personas que hacen que la ropa se adapte a ellas y no al revés. Estaba deslumbrante fuera cual fuese la textura de la tela, y también con los colores más atrevidos. Se probó un vestido muy escotado, y debió de darse cuenta de que él la miraba embobado pues, apoyándose en una cadera, dijo sarcástica:
—Seguro que así ya no te parezco la salvaje del primer día. Grant sonrió, pero la sonrisa se evaporó de su rostro cuando la encargada de la tienda les dijo que acababan de recibir de París el último grito en ropa interior. Justo lo que necesitaba; imaginarse a Victoria cubierta sólo por un pequeño pedacito de tela. Ya la había visto así una vez, y a duras penas había logrado salir airoso del trance.
Podía escuchar perfectamente la conversación que ella y la dependienta mantenían en el probador mientras la ayudaba a desvestirse.
—¿Se supone que tengo que pasar el brazo por debajo de esta tira? —preguntaba la joven. ¿No crees que me queda demasiado ajustado?
Él ya estaba sudando, pero cuando añadió: «Pero ¡si transparenta!», apretó la silla con tanta fuerza que la sangre no le circulaba por los dedos.
El golpe de gracia lo recibió cuando Tori le preguntó preocupada a la otra mujer cómo se desabrochaba aquel conjunto de lencería, y la encargada respondió en voz alta:
—Cuando se lo ponga, no será usted quien tenga que desabrocharlo.
Grant sospechó que lo había hecho adrede para que él pudiera oírlo.
Por fin, Victoria apareció con un vestido azul cielo y un sombrero blanco. Con una pícara sonrisa, cerró los ojos, y movió los hombros como si se estuviera ajustando lo que llevaba debajo del vestido. Él se puso de pie de un salto y fue a saldar la cuenta.
Vestidos de día y de noche, guantes, abrigos para cuando viajaran hacia el norte, chales de cachemir, zapatos, y un montón de cajas más se amontonaban, listas para serles entregadas. Sutherland cogió lo que necesitaba para un día y ordenó que el resto se lo llevaran al hotel al día siguiente. También se encargó de pedir que una modista visitara a Camellia para tomarle medidas.
La muchacha no podía pasar ni un segundo sin acariciar la etiqueta de la bolsa, y tampoco dejaba de abrir y cerrar el abanico que él le había comprado. Se la vio temerosa cuando la dependienta se lo quitó de las manos para asegurarse de colocarlo todo junto con los otros paquetes que tenían que ser entregados. A Grant le dolió ver el miedo que ella tenía de soltarlo.
«Si reacciona así en Ciudad del Cabo, cuando vaya de compras por Londres se morirá.» Se detuvo un instante.
Entonces él no estaría allí; cuando llegaran a Inglaterra no la llevaría de compras. Era raro que estuviera pensando eso cuando apenas hacía unos minutos había decidido llevarla al hotel y desabrochar aquel misterioso conjunto de lencería con los dientes.
—Bueno, aquí acaba mi primera aventura en la civilización —dijo Tori al llegar al hotel. ¿Qué tal lo he hecho?
Grant se reclinó contra la puerta de entrada.
—Sabes perfectamente qué tal lo has hecho. No seré yo quien contribuya a aumentar la exagerada buena opinión que tienes de ti misma.
Ella se rió y él se limitó a sonreír, pero la situación empezó a volverse incómoda. En realidad lo que pasaba era que él empezaba a sentirse incómodo con ella. Se apresuró a despedirse y, tras darle recuerdos para Camellia, regresó al barco.
Esa noche intentó dormir en el camastro que había en el antiguo camarote de Ian. No quería ir al suyo, pues sabía que allí todo le haría pensar en ella y, tal como estaban las cosas, ya tenía bastantes problemas. Pero no podía dormir y, siendo honesto, debería reconocer que era porque la echaba de menos. Al oír las campanadas de la iglesia se dio por vencido y se fue a su camarote.
Mala idea.
Tan pronto como se tumbó en la cama, el aroma de ella, que todavía impregnaba las sábanas, invadió todos sus sentidos excitándolo al instante. Ahora sí que no podría dormir.
¿Con qué soñaba Victoria mientras dormía allí? Seguro que una mujer tan apasionada como ella se debía de remover inquieta intentando dominar el deseo.
O tal vez no intentaba dominarlo...
Como si le hubieran quemado, Grant se levantó de un salto. «Victoria dándose placer a sí misma.» Se estremeció sólo de pensado, y su erección tembló ansiosa. Por eso tenía que mantenerse alejado. Porque ya empezaba a imaginársela haciendo cosas que sólo podían existir en sus fantasías.
Se acercó al lavamanos y se echó agua en la cara, pero cuando se vio reflejado en el espejo fue incapaz de reconocer al hombre que le devolvió la mirada. Tenía el pelo demasiado largo y estaba demasiado moreno. Y; por primera vez en casi una década, no se había afeitado.
Necesitaba acostarse con una mujer. En el preciso instante en que lo pensó, desechó la idea. Si llegaba a planteárselo en serio, iría al hotel y se llevaría a Victoria en brazos. Ni siquiera un hombre a las puertas de la muerte sería capaz de conformarse con algo vulgar después de haber saboreado el más exquisito de los manjares. Podía luchar contra el deseo. Se sentó en un sillón y trató de dormirse allí, pues estaba tan cansado que imaginó que cualquier lugar sería bueno. Después de cambiar de postura un montón de veces, logró conciliar el sueño.
A primera hora de la mañana, un grito lo despertó:
—¡Un mensaje para el señor Traywick, a bordo del barco de su majestad la reina, Keveral!
—Soy yo —respondió Ian con voz soñolienta.
Sutherland se calzó las botas y fue a ver quién enviaba el mensaje. Encontró a su primo escribiendo la respuesta. Éste le entregó la misiva al chico y le pidió dinero a Grant para pagarle.
—Déjame ver la nota que has recibido —dijo él arrancándosela de las manos.
El doctor que Sutherland ha mandado llamar vendrá a verme mañana, y no quiero que Tori esté aquí entonces. Por favor, ven a buscarla y pasa el día con ella. Camellia.
—¿Qué le has contestado?
—Que le diga a Victoria que se prepare para ir de picnic.
—Ni hablar. —Arrugó el papel. ¿No te esperan en ningún Burdel?
—Si he aguantado hasta aquí, bien puedo esperar hasta llegar a Londres. —Se acercó a su primo y se golpeó el pecho, orgulloso—. Además, me estoy reservando para una dama muy especial.
A lo largo de todo el viaje, Ian había insinuado unas cuantas veces la existencia de esa misteriosa mujer; ahora a Grant le dio la impresión de que su primo quería hablar de ella, pero no se atrevió a sacar el tema. ¿En qué podía ayudarlo él? Era la persona menos indicada del mundo para dar consejos sobre mujeres.
Sólo de pensar en Ian y Victoria pasando el día juntos se le hizo un nudo en el estómago. Al chico podía mantenerlo ocupado con alguna excusa, pero sabía que Camellia quería tener un poco de intimidad para poder decidir a solas cómo comunicadle a Tori el diagnóstico que le diera el doctor. Maldición.
—Yo iré a buscarla a primera hora.
—Como quieras. Le prometí que la llevaría a la playa, y que saldríamos muy temprano.
Cuando Sutherland llegó al hotel a la mañana siguiente, la muchacha ya estaba bajando la escalera. Se la veía espectacular con el traje verde de montar que le había comprado, y llevaba la melena rubia recogida bajo un sombrero del mismo color.
Tenía miedo de su propia reacción si ella se entristecía al ver que era él y no Ian quien había ido a buscada. Pero por suerte no fue así, sino todo lo contrario.
—¡Grant! ¿Vas a pasar el día conmigo?
—Yo..., bueno. Ian no ha podido venir.
—Pero ¿vamos a ir igual?
No se veía capaz de decide que no y se dijo a sí mismo que seguro que ella echaba de menos la playa. —Sí, te acompañaré yo. Iremos a la playa.
La chica dio un pequeño chillido y se aferró a su brazo. —Maravilloso —suspiró.
Él intentó distanciarse, trató de que no le gustara tanto que ella lo tocara. Su aroma era delicioso, igual que el que lo envolvía por la noche al acostarse.
Pasearon hacia las cuadras, donde él había ordenado que les ensillaran dos caballos y, aunque ella no hacía nada para llamar la atención, todos los hombres se volvían para mirarla. Victoria no era consciente de que sus risas y sus insinuantes caderas exudaban sensualidad. Sin saberlo, dejaba claro que era una mujer con ganas de hacer el amor. Y los hombres respondían a la llamada.
Grant incluido.
No quería ni imaginársela en Londres.
Apartando ese pensamiento de su mente, cogió la montura de la joven y se dispuso a ayudada a montar.
—Lo haré sola —dijo ella arrebatándole las riendas y llevando el caballo hasta unos escalones preparados a tal efecto.
Él dudó un instante, pero al ver su actitud despreocupada, montó en su impresionante equino. Victoria seguía mirando su caballo. Dios, debería haberlo adivinado.
—¿Te enseñaron a montar?
—¡Por supuesto! Es sólo que creí que sería más pequeño —contestó apartándose un mechón de pelo de la frente— y que tendría unos ojos más amables.
Grant tenía ganas de gritar.
—¿Qué les pasa a sus ojos? Olvídalo, no lo quiero saber. Si no sabes montar no podemos ir a la playa.
—¡No! —El pánico cruzó su semblante—. Ya me acuerdo. Tranquilizó al animal y, tras varios intentos, consiguió subirse, aunque lo hizo demasiado al extremo del lomo y la falda se enredó en las rodillas. Sujetando las riendas con fuerza, intentó colocarse bien, pero su montura se impacientó antes de lograrlo. La yegua erizó la espalda y, saltando, se dirigió hacia el poste más cercano para intentar derribar a su jinete.
—¡Grant! —gritó ella asustada.
Él fue incapaz de distinguir si estaba riendo o llorando, pero se le acercó con el caballo. La yegua le plantó cara, y ambos animales se enseñaron los dientes como advertencia.
—Oh, por Dios santo. —Grant se echó hacia adelante y, cogiendo a Victoria por debajo de los brazos, la levantó de la silla y la sentó en su regazo con un único movimiento. Le arrebató las riendas y silbó para que un mozo de las caballerizas fuera a recoger a la yegua. La muchacha no paraba de reír.
—¿Me has visto? ¿No ha sido de lo más divertido...?
—Baja.
Se puso seria de golpe y se sujetó con fuerza a su camisa. —Deja que vuelva a intentarlo. ¡Por favor!
—Baja, y te ayudaré a montar detrás de mí.
Su hermoso rostro volvió a iluminarse. Se deslizó hacia abajo y al tocar el suelo, levantó los brazos para que Grant volviera a alzarla. Él, disimulando una sonrisa, la cogió por un brazo y la sentó a su espalda.
—Agárrate fuerte.
Victoria le rodeó el torso con los brazos y descansó la mejilla en su cuerpo. Grant podía sentir la sonrisa que esbozaba su semblante.