―¿Y ahora qué?
Las grisáceas y tristes nubes se habían ido apartando progresivamente, dando lugar a un casi despejado y esplendoroso atardecer. Desde Montjuic, se podía observar como el Sol dejaba caer sobre el cielo de la ciudad un velo anaranjado, que transmitía una sensación de calidez y paz.
Había algo difícil de definir en el ambiente, como si la primavera hubiera llegado en ese mismo instante y el invierno se hubiera retirado sin avisar, una extraña luz recorriera los corazones de todas las personas que habitan esa ciudad llamada Barcelona.
David e Iván habían subido las escaleras que conducían al Museu Nacional de Catalunya, las cuales escalan Montjuic y llevan al individuo hasta un lugar en el cual se puede disfrutar de unas vistas impresionantes. Caminaron mucho para llegar hasta allí, y después de subir las escaleras se sentaron, pues les dolían los pies.
El detective vislumbró a lo lejos la inconfundible figura de la Torre Agbar, en la que había hablado por primera vez con Martin. También vio la Sagrada Familia, esa barroca y deslumbrante creación de Gaudí. Más lejos, se podía intuir el Barrio Gótico, en el cual estaban las oficinas de Verum y el bar Faustus, al que fue una vez con Flordeneu.
―Podría decir que esta ciudad es exageradamente bella, pero mis palabras se quedarían cortas ―murmuró David, absorto en la contemplación.
Delante de ellos estaba el Tibidabo. David había ido una vez a su parque de atracciones, que es el más antiguo de España y el segundo de Europa. Pasó tanto miedo que decidió no volver nunca más a ningún parque de atracciones ni nada parecido.
―Ha sido un día duro ―dijo el escritor―. ¿No crees?
―¡Qué va! ―exclamó David―. Esto de huir de un grupo de asesinos pagados por el Estado mientras estalla una revolución es algo que hago todos los días ―bromeó.
―¿Al final te irás?
―Supongo.
―Creo que yo me quedaré, algo me hace pensar que las cosas van a cambiar ―dijo Iván―. Creo que la gente como Martin podrá ser juzgada.
―Que inocente…
―Y si no, alguien debe continuar la lucha contra las injusticias cometidas.
―Pues te deseo suerte ―dijo el detective.
―¿Qué vas a hacer ahora, David?
―En esta vida sólo sé hacer una cosa ―afirmó―. Resolver casos. Y eso es lo que voy a seguir haciendo.
―¿Y el caso de la muerte de Nadia? ¿Lo damos por resuelto?
―Absolutamente resuelto.
―Entiendo ―dijo Iván, mientras David miraba melancólicamente el paisaje urbano.
―Del pasado no se puede huir porque, vayas donde vayas, siempre viaja contigo ―dijo David, y se levantó―. El futuro, en cambio, es algo que si podemos escoger. Es un edificio construido con nuestros deseos, esperanzas y sueños. Espero que te vaya bien en la vida, Iván.
David empezó a caminar en dirección a las escaleras.
Pensó en aquel chico que se dormía en las clases y que soñaba con ser como Sherlock Holmes y en lo que se había convertido. Madurar, muchas veces, es doloroso, aunque totalmente necesario. Le había costado pero ahora sabía quién era y que quería hacer.
Y la espina clavada como un puñal sobre su alma había sido arrancada, finalmente. Aprendió a convivir con sus recuerdos y a luchar por sus sueños. Aquel chico que se dormía en las clases…
…había crecido.
―¡Espera! ―le gritó Iván, cuando el detective empezaba a bajar las escaleras.
―¿Sí?
―¿Volveremos a vernos?
David se acercó a él, le cogió una mano y puso un objeto cuadrado sobre ella: su librito de tapas rojas, el libro de poemas que siempre llevaba con él.
―Te lo regalo, haz lo que quieras con él ―dijo David, con gesto despreocupado.
―¿Qué será de ti?
―Lo que tenga que ser, será.
Y con esas palabras, David Ibáñez se despidió de Iván. Fue la última vez que lo vio y mientras observaba como descendía por las escaleras para luego desparecer para siempre, pensó en la última frase que ese extravagante y extraordinario personaje le había dirigido…
Lo que tenga que ser, será.