VII

―Crisis, crisis, crisis… Todo el mundo habla de la crisis.

―Es normal, señor Martin.

―¿Sabes cuál es la solución a la crisis? ―preguntó el francés.

―Sorpréndame ―David llevaba su larga gabardina de cuero y se cubría el cuello con una bufanda de lana. Aun así, seguía teniendo frío cada vez que Jean Pierre Martin le congelaba con su mirada.

―La guerra.

Las vistas eran impresionantes. Tenían Barcelona bajo sus pies, y la Sagrada Familia quedaba cerca de allí. En el horizonte, unos amenazantes nubarrones negros se acercaban…

David y el miembro de la Europol estaban en la cúpula de la torre Agbar, el punto más alto de la torre al que se puede acceder. El detective había quedado con Martin cuando esa misma mañana había aparecido un mensaje escrito en la puerta de un garaje que estaba al lado del portal de su edificio.

A las 6:30 Torre Agbar No falte. JPM.

El mensaje en cuestión estaba escrito con pintura roja, de modo que parecía sangre. «Supongo que lo hace sólo para meterme el miedo en el cuerpo», pensó David.

―La guerra hace Estados ―dijo Martin―. Los parados empiezan a trabajar en fábricas de armas o de material para soldados o directamente se alistan en el ejército. La gente se une, se olvidan las diferencias del pasado. La ciencia tiene que avanzar para mejorar las armas, para saber más que el enemigo. Y por si fuera poco, los vencedores pueden reconstruir los territorios que han destruido con sus productos. Los vencedores obligan a los perdedores a comprarles lo necesario para reconstruir el país, y eso les hace endeudarse con los que han vencido. Así pues, empieza una época de paz… hasta que llega la siguiente crisis y una nueva guerra.

―Es una visión muy radical.

―Es una visión realista.

―Pero desde su punto de vista ―David sentía náuseas ante las palabras del hombre trajeado con el que hablaba―. La solución a nuestra crisis sería empezar una guerra contra alguien. Matar. Y matar no está bien ―le miró con odio, recordando el cuerpo del Jefe.

―Los Gobiernos no son idiotas ―dijo él, con su marcado acento francés―. Antes o después habrá guerra. Lo más probable es que Estados Unidos la inicie. E Irán tiene todas las papeletas para ser invadida.

―Obama es un pacifista declarado ―dije yo―. No lo hará.

―Cierto, pero cuando los Republicanos lleguen de nuevo al poder, seguramente en las próximas elecciones ―Martin sonrió―. Declararán la guerra a Irán, y el juego continuará.

―¿Me ha traído aquí para hablar de guerras, señor Martin? ―preguntó David.

―No ―el francés se acercó a él―. Sólo quería decirle que tiene usted el permiso de las altas esferas para encontrar a 4. Y de paso, ¿cómo van sus investigaciones?

―Bien.

―¿Algún avance importante?

―Pronto lo sabremos.

―Sé que esta tarde ha quedado con su amiga, la psicóloga.

―¿Cómo lo sabe? ―preguntó David, indignado.

―Le observamos, señor Ibáñez ―con un gesto, Martin le indicó que se marchara―. No lo olvide…

Mientras bajaba por el ascensor, David pensaba en una frase que había leído en algún sitio, no sabía dónde: ¿Quién nos protege de los protectores?

Cogió un autobús.

En efecto, tal y como decía Martin, había quedado con Flor. En Plaza Cataluña, a las ocho. A esas horas, la noche ya devoraba la ciudad, que se defendía esgrimiendo las luces de miles de farolas.

Vio a muchas parejas…

―Normal ―susurró―. Hoy es 14 de Febrero.

San Valentín. La celebración de los bombones, las rosas y las parejitas cursis. Una fiesta consumista que había sido importada a España por el Corte Inglés. La cadena de grandes almacenes sabía que implantar esa superficial fiesta valía oro.

La cara oscura de esta romántica, estúpida y ñoña fiesta es la gente  recuerda que está sola o que ha roto recientemente, viendo la estúpida felicidad de los demás. Cada beso de cualquier pareja anónima que David veía en la calle, se le clavaba como un aguijón envenenado.

Se sentó en un banco. Cerca de él dormía un vagabundo, abrazado a una litrona de cerveza barata. El pobre se protegía del frío con una manta vieja y gruesa, y tenía una barba larga y canosa.

David lo observó.

―¡Usted! ―le gritó, tocándolo para que se incorporara―. ¡Despierte!

El hombrecillo se despertó, mirando con malos ojos al detective. Por un momento, David pensó que le iba a pegar. Antes de que nada de eso pudiera suceder, empezó a hablar.

―Por si no se ha dado cuenta, tiene usted la piel amarillenta.

―¿Y? ―dijo el hombre. Le faltaban algunos dientes.

―¿Ha tenido náuseas, hinchazón de abdomen o piernas, fatiga?

―A veces.

―¿Pérdida de peso?

―No sé ―el hombre vaciló, tenía el tono de voz de los borrachos empedernidos.

―Muéstreme una mano ―le ordenó el detective, y el borracho levantó una mano. Estaba roja y se veían los vasos sanguíneos muy marcados―. Tendría que ir a un hospital.

―¿Es usted médico? ―preguntó el vagabundo, confuso.

―Más o menos, estudié algunos años de la carrera ―respondió David―. Estoy casi seguro de que tiene usted una hepatitis alcohólica de libro.

―¿Qué?

―Se ha metido usted tantos litros de alcohol en el cuerpo que se ha intoxicado el hígado y ahora funciona fatal. O deja usted de beber o podría desembocar en cirrosis ―el hombre arqueó una ceja―. El tejido del órgano cicatrizará y entonces sólo le quedarán dos opciones: el trasplante de un nuevo hígado o la muerte. Y dudo de que los borrachos gocen de mucha preferencia en las listas de trasplantes de órganos…

El hombre se alejó de allí, tambaleándose. Sin duda, estaba mareado.

Se llevó la litrona a la boca y se bebió un trago.

―Idiota ―murmuró David.

Pasó media hora, y la mujer no aparecía. Flordeneu llegaba tarde, y en la calle hacía frío. El aire exhalado se podía ver como un velo translúcido que se difuminaba en la negritud. Y en el cielo no había estrellas, ni luna.

David caminó, para observar las estatuas, y las fuentes.

Se quedó mirando su reflejo en el agua.

Al cabo de un rato, junto a él, vio un rostro de rasgos asiáticos reflejado. Era ella.

―Siento llegar tarde ―dijo Flordeneu, sin que ambos dejaran de observar su reflejo en la fuente.

―No pasa nada.

―Me han dicho que ahora hablas con el hombre del casco.

―Sí.

―¿Y bien?

―Su misión es conseguir sumisión por parte de la gente ―David arqueó una ceja―. Es un perro que sirve a su amo sin dudar de su autoridad.

―Entiendo.

―Siento mi comportamiento del otro día ―dijo el detective, girándose hacia la cara de la mujer.

―Da igual.

―Lo siento mucho.

―En serio, no es problema ―dijo ella―. Pero…

―Dime.

―¿Qué va a ser de nosotros?

―…

―¿Nos seguiremos viendo como paciente y terapeuta?

―Sinceramente, Flor ―dijo David―. Aunque mis conocimientos sobre psicología no son de ninguna manera tan extensos y precisos como los tuyos, he llegado a la conclusión de que lo mío no tiene cura.

―Entonces…

―No creo vuelva a necesitar de tus servicios.

―David …―Flordeneu parecía tensa―. Estás loco, pero tienes un don. De ti decide si quieres ser feliz o no.

―No, Flor. Prefiero conocer la Verdad, aunque me haga infeliz.

―Entonces jamás serás feliz.

―Pero no me arrepentiré ―dijo David―. Es mi elección, quiero ser yo mismo y sufrir, pero mi sufrimiento tiene un significado. Encontrar respuestas a las preguntas que nadie quiere responder.

―Escucha, de verdad espero que algún día encuentres a alguien ―dijo Flordeneu―. Alguien que te haga lo suficientemente feliz como para que no tengas que poner tu vida en peligro una y otra vez.

―No sé, Flor. Amor es una palabra que expresa deseos, no realidades. Es muy distinto el amor real del que debería ser. Y la verdad, creo que si alguien fuera tan idiota como para quererme, a la larga lo haría infeliz y me odiaría.

Se quedaron en silencio, y la chica bajó la mirada hacia el suelo.

―En el mundo hay gente así de tonta ―dijo ella.

Flordeneu y David se abrazaron con fuerza. Era un abrazo de despedida, el último que se darían en toda su vida. Estuvieron un minuto así, sin dejar de abrazarse.

Después se miraron con seriedad.

―Adiós David, suerte con tu venganza ―dijo ella, con seguridad, sin dejar que la voz le temblase.

―Espero que te vaya bien, yo…

―¡Perdone señor! ―alguien interrumpió a David.

Se trataba del vagabundo de antes, el de la piel amarillenta.

―¿Qué ocurre? ―preguntó el detective.

―¿Sabe por dónde hay un hospital? ―el pobre, que tenía un potente acento andaluz, les dedicó una sonrisa desdentada.

―Si acepta el tratamiento no podrá volver a beber… ―le recordó David.

―Ya lo sé ―dijo―. Por eso me estaba bebiendo esa litrona. Era la última.

Estallaron las carcajadas.

El detective le empezó a indicar como llegar a un hospital y finalmente Flordeneu se ofreció a acompañarlo. Después de darle las gracias al menos cincuenta veces a David, el vagabundo (que al parecer se llamaba Fermín Torres) se alejó de Plaza Cataluña junto con Flordeneu, de manera que no pudo terminar la frase con la que iba a despedirse.

Aun así, sabía que nunca la volvería a ver, y que los recuerdos que algún día rememoraría sobre ella tendrían espinas. Sabía que su relación se había roto.

Fue un San Valentín solitario.

Verum
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