XVIII

Una mujer se había cruzado delante del detective en el preciso instante en que el alemán disparaba.

David se acercó a la mujer, que estaba tirada en el suelo mientras un reguero de sangre empezaba a serpentear calle abajo.

―Está embarazada ―dijo un chico que había observado la escena. El joven tenía una camiseta negra con una «A» de anarquía roja dibujada en ella.

Era cierto, la curva que formaba su barriga era inconfundible y al parecer estaba de bastantes meses. «Tal vez siete», pensó David.

Algunos personas se llevaron las manos a la cabeza al ver que el disparo había penetrado en su vientre y que posiblemente se estaban muriendo allí mismo los dos, madre e hijo.

La gente enmudeció.

―¿Por qué? ―se preguntaba un hombre mayor, con barba canosa. Estallaron sus lágrimas―. ¡¿Por qué?!

―¡Ha sido ése de allí! ―dijo el chico de la camiseta anarquista―. ¡Yo lo he visto!

Una chica que tenía una cresta roja y vestía al más puro estilo punk se acercó al hombre alemán. El anciano de la barba blanca lo siguió. Un hombre sudamericano vestido con una chaqueta vaquera se les unió. Pronto se juntaron decenas de personas de diferentes procedencias y aspectos.

Los antidisturbios no reaccionaron, estaban quietos como estatuas.

El asesino comenzó a disparar contra todos los que se acercaban a él, pero no podía con todos: era como ver un escarabajo luchar contra un interminable ejército de hormigas.

La policía no hizo nada. Se quedaron quietos, ya que no podían quitarse la imagen de la mujer embarazada muerta, con los ojos mirando hacia ninguna parte. Y el niño… un niño que nunca llegaría a nacer…

Tres policías se acercaron a Martin, pues temían que disparase también a alguien. Al ver a los antidisturbios acercarse a él, el francés dejó caer su pistola.

El alemán pidió ayuda pero nadie le socorrió y sus gritos de terror se ahogaron entre el sonido de los golpes que la muchedumbre descargaba con incontenible ira sobre su cuerpo.

Finalmente, el gentío se alejó del cuerpo del asesino, con lentitud y parsimonia, mientras algunos grababan lo que sucedía. Había muerto, y la prensa no tardaría en enterarse ya que algunos de los que grababan era periodistas que se había unido al movimiento para reportar todo lo que sucediera.

Los manifestantes, con las manos manchadas de sangre, se giraron en dirección a Martin, el cual no parecía tener intención de oponer resistencia. Allí estaba, imperturbable hasta el final, el lobo acorralado por las ovejas, el cazador cazado.

El chico de la camiseta con la «A» se acercó a él, pero Iván se interpuso en su camino. El escritor lo miró a los ojos, a través de sus gafas negras y azules.

―¡Por favor! ―gritó―. ¡Por favor, no seáis como ellos!

Los antidisturbios se agruparon alrededor de Martin, creando un cordón protector que impedía el paso a los manifestantes. Éstos, mientras tanto, aprovechaban para explicar al resto de activistas lo que había sucedido.

El jefe de los antidisturbios dijo, con la voz más fuerte que pudieron emitir sus cuerdas vocales:

―¡Éste hombre queda detenido! ¡Nos lo llevaremos a comisaría para que más tarde pueda ser juzgado como cómplice de asesinato! ―anunció―. ¡Además os digo que no habrá más desalojos ni represiones!

―Pero señor … ―dijo otro oficial―. Las órdenes decían que…

―¡A la mierda las órdenes! ―gritó―. ¡Nuestra misión es proteger al pueblo, no maltratarlo sólo porque así lo dice un maldito político!

Los manifestantes empezaron a aplaudir y a vitorear las palabras del policía, que empezó a dar la mano a los indignados más cercanos y a pedirles disculpas por todo lo ocurrido.

―¡La policía es del pueblo! ―se empezó a oír. El grito se expandió por toda la calle del Portal de l’Àngel y los manifestantes se abrazaron entre ellos, compartiendo sonrisas y lágrimas.

Los ciudadanos de Barcelona, al final, habían dejado de lado sus diferencias al ver la injusticia materializada delante de sus propias narices y se unieron para acabar con esa absurda serie de crímenes e injusticias que sus gobernantes iniciaron con el único propósito de no perder su bien más preciado, el poder.

―¡La policía es del pueblo! ¡La policía es del pueblo!

David miró como Jean Pierre Martin, el hombre que quería matarle, el hombre del casco negro, el asesino de Nadia, del Jefe, de Jorge Ramírez y de a saber cuántas personas más, era esposado y encerrado dentro de un furgón policial.

―¡La policía es del pueblo! ¡La policía es del pueblo!

―¡David! ―le dijo Iván―. ¿Estás bien?

―Sí, pero, no sé…

―Te está sonando el móvil ―era cierto. Le llevaba un rato sonando, pero no se había dado cuenta. Era un mensaje de texto. Lo leyó:

Volveremos a vernos.

Era de Martin, sin duda.

―¿Qué te parece si damos un paseo?

Verum
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