―Tengo que estar aquí, eso seguro.
David acababa de entrar en el edificio de la agencia Verum y releía el enigmático mensaje con exasperación.
«Ve a Verum, baja al infierno mediante un camino de ladrillos amarillos, escoge la puerta que surge de la raíz cuadrada de ochenta y uno dividiendo el resultado entre tres. Cuidado con los animales del submundo. Recuerda, el código para llegar a la Verdad es 555. Si resuelves este enigma, hablaremos cara a cara.»
«Bueno ―se dijo―, no entiendo casi nada de este galimatías, así que vayamos por pasos. En primer lugar, sé que tengo que estar aquí, eso seguro. Después tendría que encontrar ‘un camino de ladrillos amarillos’. Dice ‘baja a los infiernos’, con lo cual me imagino que he de ir a alguna especie de sótano, o algo por el estilo. He de bajar, ¿pero cómo?»
Las dudas y los nervios hacían mella en el ánimo del joven detective, que intentaba sin éxito poner orden en sus pensamientos. Cruzó varias salas y edificios, y se pregunto si el Jefe realmente estaba allí abajo, sin que ninguna de esas personas que caminaban con prisas lo supiera…
Daniel Puig se le acercó.
―Señor Ibáñez ―le saludó, con sorna―. ¿Com va tot?
―Bé ―dijo David, que no sabía qué hacer para evitar una conversación con Puig. «No le he de contar nada», pensó. Lo mejor que se le ocurrió fue soltar una frase insustancial―. ¿Es que aquí nadie duerme?
―No mucho, la verdad ―respondió Puig―. Pero yo pretendía ir a descansar y tomar unas cervecitas. ¿Le apetece?
―No tomo alcohol.
―¿Me contará un día por qué? ―pidió Daniel Puig, que al sonreír dejó ver muchas de las arrugas que ya empezaban a surcar su rostro.
―¿Y por qué iba a tomar? ―a David no le gustaba ese tema.
―Pues ―Puig vaciló―. Es refrescante, sabe bien y ayuda a estar desinhibido.
―Más bien a ser un borrego sin cerebro …―susurró David.
―¿Qué dice?
―Es una historia muy larga ―dijo David, improvisando.
―¿Acaso se lo prohíbe su religión? ―bromeó Puig, pero al otro no le hizo ni puñetera gracia.
―Es usted extremadamente cómico, señor Puig, pero tengo que irme.
―De acuerdo ―se resignó el veterano detective―. Como usted quiera…
Se despidió y caminó sin saber hacia dónde iba.
Bajó las escaleras centrales del edificio, y se sorprendió al ver que el último tramo de escalones conducía a una puerta cerrada. Se suponía que allí estaba el sótano.
Hacía falta una llave, ya que había un cerrojo tan antiguo que parecía haber sido usado para cerrar las puertas de la Bastilla.
«¿Y ahora qué?»
Miró a su alrededor buscando desesperadamente alguna respuesta, pero sólo vio paredes ennegrecidas y viejas. Pensó en romper la puerta de una patada. «Eso sólo pasa en las películas…», se dijo un segundo más tarde.
Se acercó al enorme candado y, cuando lo cogió con en sus manos, se deshizo como un juguete. Estaba roto, y seguramente permanecía ahí con la intención de hacer creer a los posibles curiosos que era imposible entrar al otro lado de la puerta.
La puerta de madera se abrió con un chirrido desagradable, digno de una película de terror clásica. Avanzó hacia el interior y, al no ver nada de nada, encendió su móvil para que le sirviera de linterna improvisada.
Lo que vio lo dejó de piedra.
Un camino de baldositas amarillas se perdía cuesta abajo, en mitad de la más negra oscuridad que había visto nunca. Era estrecho y consistía solamente en un conjunto de baldosas dejadas allí a propósito.
Al caminar sobre ellas, crujían. El miedo agarrotó el estómago de David, pero la curiosidad era mucho más fuerte. Caminó durante un tiempo indefinido, casi conteniendo la respiración al ignorar donde le conducía el camino.
―Quizá llegue a la Ciudad Esmeralda ―dijo David, sabiendo que nadie le escuchaba en ese siniestro lugar. El cuento del Mago de Oz lo había conocido en su infancia, pero nunca le había gustado especialmente. Pero ahora su mente volvía a dicha historia: creía que iba a encontrar a una especie de mago al final del camino, un ser al que admiraba sin siquiera conocerlo.
Al final del camino, el cual descendía cuesta abajo, se encontró con tres puertas: una con una A azul pintada, otra con una B blanca y la última con una V verde.
Se sorprendió.
Estaba convencido de se encontraría otra cosa, al recordar el extraño mensaje.
«… Escoge la puerta que surge de la raíz cuadrada de ochenta y uno dividiendo el resultado entre tres.»
―La raíz de ochenta y uno es nueve ―dijo en voz alta―. Y nueve entre tres es tres.
Por tanto, lo más esperable y lógico es que hubiera una puerta 1, una puerta 2 y una puerta 3, la cual por fuerza sería la correcta. La C era la tercera puerta del alfabeto, pero no estaba entre las letras que veía.
De nuevo, la confusión inundó su mente como un tsunami de inseguridades y dudas.
―Parece una trampa ―dijo―. Hecha aposta para que los tontos piquen y escojan la puerta de la V verde.
Tenía que haber alguna explicación. El número 3 no estaba presente en ningún lugar. ¡No podía ser! El mensaje dejaba muy claro que debía escoger la puerta tres, y nada más. No mencionaba ningún color ni ninguna letra. ¿Acaso todo eso rollo no sería una broma de mal gusto? «Podría ser un pirado ―pensó David―. Un enfermo que se divierte haciendo que los demás pierdan el tiempo».
Estuvo parado durante más de diez minutos, intentando ser tan retorcido como el hombre que le planteaba la prueba. Se le ocurrió una idea. Una idea descabellada, pero era lo único que se le ocurría.
Quizá sí que había un tres delante de él. Un tres con una línea vertical puesta para confundir a los incautos. En ese caso, el 3 había estado delante de sus acatarradas narices todo ese tiempo.
3
I3
B
Cogió el pomo de la puerta B y la abrió.
En el interior había un pequeño recinto, en el que apenas cabía. Dio dos pasos, y se arrepintió enseguida de haberlo hecho…
En el suelo había un agujero poco visible. David cayó sin saber muy bien que ocurría. Ahora bajaba a una velocidad de vértigo por un tubo metálico, mientras expulsaba un grito de terror… No podía agarrarse a nada, ya que las cilíndricas paredes del tubo estaban pringosas.
―¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaiaaaiiiiiiiiiii…!
Salió disparado boca abajo hacia un suelo sucio y maloliente. Junto a él corría un curso de aguas fecales de aroma insoportable.
―¡Las alcantarillas! ―se empezaba a sentir algo irritado―. ¡Es lo que faltaba!
Pronto observó que a su alrededor se movían montones de insectos, sobretodo cucarachas tan grandes como su dedo meñique, además de otros bichos que no había visto en su vida. También había ratas de pelaje gris y del tamaño de gatos domésticos.
―«Cuidado con los animales del submundo» ―murmuró el detective, al quitarse de encima a varias cucarachas que habían escalado su pantalón.
De nuevo debía escoger: podía ir a la derecha o a la izquierda.
«Recuerda, el código para llegar a la Verdad es 555»
No tenía ni idea de qué diablos podía significar aquello, y pensó que quizá se trataba de una dirección. Quizá «555» era la dirección que tenía que tomar, encriptada.
El pasillo era largo, y con la escasa luz de su teléfono móvil era imposible determinar su largura. Podía estar minutos o días andando, tanto daba.
―Cinco, cinco, cinco …―dijo varia veces, oyendo su propio eco―. Cinco, cinco, cinco… Cinco más cinco más cinco son quince. No, eso no es importante.
Luego pensó que el número cinco en números romanos era V, y que Verdad empezaba con V. Podía ser entendido con tres uves.
«VVV».
Estaba bastante perdido, y empezó a preguntarse cómo salir de allí. Se planteó la posibilidad de haber escogido la puerta incorrecta. Las dudas le empezaron a poner histérico.
De pronto vio una luz lejana, a su izquierda, y pensó que podría ser su salvación. «Estoy en un agujero nauseabundo rodeado de ratas, bichos y mierda. Mejor salgo de aquí y me olvido de esto». En el fondo, aun así, albergaba la esperanza de que aquella luz le llevara hasta su objetivo.
Caminó, sorteando los obstáculos (una rata le mordió en la pierna derecha) y el fétido olor que le rodeaba. La luz era una pequeña lámpara, colocada sobre una mesilla. David no entendía muy bien que pintaba allí, pero supuso que sería una pista más. Además de ser una prueba irrefutable de que había actividad humana en los alrededores.
Había una calculadora (o un aparato muy parecido a una) en la mesilla. Estaba corroído por la acción de los insectos y parecía bastante antigua. Del trasto salía un cable que se colaba por la pared hasta quién sabe dónde.
David no lo dudó.
Cogió con prudencia el chisme y pulsó tres veces sobre la tecla 5. «Espero que ahora el suelo no se quiebre y caiga de nuevo en un tubo», pensó.
No pasó nada.
Estaba por desistir y marcharse del lugar, hasta que oyó un estruendo semejante al de un trueno. Ignoraba su procedencia.
El suelo comenzó a temblar, y los animales se movieron con más velocidad. Tres enormes ratas se le lanzaron a la cara, pero David pudo detenerlas con los brazos.
Las turbias aguas estaban removidas y espumeantes. El joven detective observó asombrado como un oxidado objeto metálico lentamente sobresalía. Era algo así como un submarino primitivo, en el que sólo cabrían dos o tres personas. Era esférico y emitía un chirrido ensordecedor.
El aparato se acercó al suelo firme. Se abrió de él una compuerta redonda. Un hombre menudo y vestido con una túnica negra salió, muy patoso. David no pudo evitar fijarse en sus manos: estaban quemadas.
Se acercó a él hasta que pudo observar su rostro. Su dermis entera estaba chamuscada al más puro estilo Freddy Krueger. No era más que una pasta rojiza, deforme, arrugada y que hacía que sus ojos azules claros destacaran como dos estrellas solitarias en una noche oscura.
―Has resuelto el enigma ―dijo con voz grave―. Ahora hablaremos cara a cara.
Era el Jefe.