Todo empezó el fin de semana pasado, cuando recibí un mensaje de la agencia de detectives Verum. Había contactado con ellos por internet y, la verdad, esperaba que fueran más serios.
Sus «oficinas», por así decirlo, se encuentran en pleno Barrio Gótico, y para llegar hasta ahí tuve que pasar por calles oscuras y sinuosas, que parecían ríos de piedra e historia. Se trataba de un edificio grisáceo y tenebroso, que poseía un espíritu algo fantasmal y me dio la sensación de que transmitía la pena y el dolor de siglos de sufrimiento.
Di un mamporrazo contra la puerta (y me clavé una astilla, ¡maldita sea!) y fui recibido por el hombre que debía hablar conmigo: Daniel Puig.
Al igual que el resto de detectives de la agencia, tenía la piel blanca, vestía ropa negra y su rostro inspiraba cansancio y desengaño. El señor Puig, pero, intentó ser amable conmigo y guiarme entre las salas de aquel monstruoso laberinto.
Me sorprendió mucho la sala de ordenadores (sí, sé que eso te gusta José), ya que el contraste entre la alta tecnología y la antigüedad donde se cobijaba era un poco extraño. Había cables y papeles por todas partes, y algunos de los trabajadores dormían en los rincones ignorando el caos que se extendía por todo el domicilio.
Debería quizá hablarte un poco más de esos detectives.
Son la gente más extraña que he conocido nunca, para empezar. La gran mayoría de ellos tiene traumas psicológicos o problemas mentales; otros son adictos a diferentes sustancias, como el opio, el alcohol, la marihuana o excitantes varios; algunos pasan rápidamente de hablar a una lengua a otra, hasta que llega un momento en que no saben en qué idioma se expresan; y muchos de ellos tienen una expresión de picardía y de bohemia en los ojos.
En definitiva, no son serios.
Pero son los mejores, según el correo que poco antes me había enviado el Jefe. El Jefe es un personaje misterioso: nadie sabe exactamente quién es, ni donde vive o porqué se encarga él de dirigir la empresa. Lo único que está claro es que él manda, y que impone la norma de que el detective que fracase por tercera vez consecutiva se tendrá que ir a su casa a investigar las musarañas.
―¿Quién vivía aquí antes? ―pregunté yo, curioso.
―Nadie ―me respondió Puig―. La casa lleva abandonada desde que comenzó la Guerra Civil, y nadie la volvió a ocupar hasta que hace tres años la compramos.
―¿Y eso?
―Corre el rumor de que la casa está embrujada ―dijo Puig, saboreando las palabras―. Y de que los fantasmas de sus dueños se aparecen por las noches para gritar y llorar, y al parecer murieron asesinados por un grupo de anarquistas.
―Bobadas ―dije yo, pero he de reconocer que las tripas se me removieron.
―No crea, aquí hay gente que asegura que los ha visto ―Puig sonreía extrañamente―. Pero es probable que estuvieran un poco colocados.
Daniel Puig me llevó hasta un pequeño despacho, decorado con polvorientos cuadros de paisajes y ruinas. Me senté en una silla cuyo respaldo me sacaba tres cabezas, y me ofreció un vaso de Coca-Cola que estaba sobre una decorada (muy barroca) bandeja de plata.
―Antes de nada ―me dijo―. Tengo que hacerle unas preguntas.
―Dispare.
―¿Qué es para usted la Verdad?
―Vaya, es una pregunta muy profunda ―me había cogido por sorpresa, pero me rehíce―. Supongo que la verdad es aquello que no puede ser de otra manera.
―Una respuesta muy adecuada, señor Ibáñez ―Puig me atravesó con sus ojos tan oscuros como el fondo de un pozo―. Me esperaba una respuesta más relativista, siendo usted tan joven.
―…
―Y dígame ¿cómo se puede alcanzar la Verdad? ―Ya estamos, pensé. Otra pregunta filosófica. Puig parecía reírse de mi inocencia.
―Pues mediante pruebas ―sentencié―. No es suficiente con que algo sea lógico o racional para que sea verdad, de hecho las mentiras suelen ser muy lógicas. Es necesario recurrir a la observación y a la experiencia.
―Me sorprende usted gratamente, jove ―Puig fumaba un cigarrillo que estaba perfumado con vainilla, mirándome detrás del humo azul que empezaba a inundar la salita.
―¿Alguna otra pregunta? ―dije, nervioso.
―Cálmese, que de momento va usted muy bien. Ahora me toca hablar a mí.
―¿No me va a preguntar por qué quiero ser detective? ―pregunté.
―Si eso ya lo sé ―se rio―. Por la misma razón que todos: le gusta y punto.
―Sí.
―Bien, ahora déjeme que hable ―Puig puso los codos sobre la mesa―. El detective es un ser heroico, un cruce entre artista, científico y filósofo. Si quiere dedicarse a esto, tendrá que correr muchos riesgos, temer por su vida y quizás se convierta en una criatura desdichada y lunática. ¿Queda claro?
―Como el agua.
―Tiene que tener en cuenta que el cerebro no está creado para poder encontrar la Verdad, sino para sobrevivir. Lo que hacemos aquí va contra natura, y las consecuencias de sus actos pueden ser desastrosas: divorcios, muertes, encarcelamientos. Somos muy estrictos con lo errores.
―Entendido ―cuanto más miedo tenía, más me gustaba.
―Empecemos con la prueba, entonces.
Me enseñó la foto de una chica rubia, de ojos azules, que sonreía con expresión risueña. Era una foto de cuerpo entero, sacada en una calle, y supuse que la habrían extraído de alguna red social.
―¿Qué me podría decir de esta señorita? ―me preguntó Puig.
―¿Sólo con verla?
―Use su imaginación.
―Pues …―hora de improvisar―. Por la ropa que lleva puedo suponer que es de clase media-alta, que valora mucho su aspecto y puede que tenga entre dieciséis y veinte años.
―No está mal.
―Lleva una cadena en el cuello en la cual se lee «Cris». Quizá sea su nombre.
―Muy observador.
―Las personas que aparecen en el fondo de la foto van vestidas con ropa de invierno ―me fijé, intentando no pifiarla―. Y el cielo está muy nublado. Sin embargo ella está morena, así que es posible que haya viajado hace poco a algún lugar cálido.
―¿No podría ser su color de piel natural? ―objetó Puig.
―No, no lo creo. Tiene el pelo rubio, y no veo señas de que sea teñido, además de que el moreno no es homogéneo, se ven leves diferencias en el tono de piel. Creo que fue de viaje a un lugar muy soleado, pero no tomó el Sol intencionadamente.
―Muy ágil ―Daniel estaba complacido―. La señorita Cristina Muñoz es hija de un piloto de avión y su madre era abogada. Viajó hace dos semanas a Australia, y allí es verano. Estudia Administración de Empresas aquí en Barcelona, o al menos lo intenta, y suele viajar mucho debido al oficio de su progenitor.
―¿Ha dicho que su madre «era» abogada? ―pregunté, intrigado. Me imaginé que habría muerto.
―Abandonó al marido hará tres años, para vivir alocadamente con un joven cubano. Nunca más supieron nada de ella ―adiós a mis fantasías de tener un caso digno de película―. Le queda saber por qué esta jovencita ha contactado con nosotros. Mejor que se lo cuente ella misma.
―Vaya.
―¿Qué ocurre?
―No me esperaba que me confiaran un caso tan pronto, sin conocerme de nada ―el miedo al fracaso me corroía. ¿Cómo diablos iba a actuar como un profesional si jamás había trabajado de detective ni nada parecido?
―Le conocemos más de lo que cree.
Así pues, me despedí de aquel hombre pálido y de pelo escaso con muchas dudas y sensaciones contradictorias. Intenté volver a mi vida normal de estudiante, pero no podía, habían colapsado mi correo con información sobre la chica y su familia, que digerí lo mejor que pude.
Cuando me encontré con ella ayer por la mañana, conocía tantas cosas que no sabía muy bien que decir. Sí, José, sí. Era muy guapa. Delgada pero no en exceso, de pecho no exageradamente abultado pero proporcionado y largo y sedoso pelo, el cual brillaba como el oro.
La diferencia que noté con la Cristina de la foto que me habían enseñado anteriormente era, básicamente, que la chica con la que me encontré era la personificación de la ansiedad, tenía los ojos llorosos y las piernas encogidas y me miraba con nerviosismo.
Quedamos en un bar pequeño y discreto. Ella tomaba una Shandy, y yo no tardé en pedir una Coca-Cola, ya que no bebo alcohol. Decidí ir al grano.
―¿Qué le ocurrió?
―¿No sé lo han dicho? ―su voz era aguda y sensual, algo infantil.
―No ―decidí tener un poco de tacto―. Siento que me tenga que contar lo que sea que le pasó de nuevo, señorita Muñoz.
Para la ocasión, había intentado vestirme formal. Llevaba mi americana negra, unos vaqueros no muy llamativos y una camisa azul.
―Es usted demasiado joven.
―Hay oficios en los que la edad no importa ―entonces se acercó a la mesa con rostro confidencial y yo la imité.
―Desde hace una semana un hombre aparece en mi piso y me viola por las noches sin que yo pueda hacer nada ―dijo Cristina―. No puedo saber quién es, porque las luces no funcionan y él me sujeta. Además, cuando él llega suelo estar atontada, ni siquiera puedo gritar.
―¿Y a qué hora suele ocurrir? ―intenté ser profesional, y evitar que el relato me excitara.
―No lo sé, pero para cuando él llega yo ya estoy dormida ―el rostro de la chica era pura frustración―. Lo he intentado todo para estar despierta, pero no lo consigo. Y no sé por qué.
―Necesito ver su vivienda.
Cuando llegamos al pisito, que estaba repleto de decorativas figuras de lugares exóticos, sobretodo África, inspeccioné las sábanas que contenían los fluidos que la chica y el delincuente había intercambiado y encontré manchas blancas de origen muy evidente.
La electricidad podía ser cortada perfectamente mediante los controles del propio piso, que estaban junto al portal. Lo siguiente que miré fue la nevera… luego te explico por qué.
―¿Sospecha de alguien, Cristina? ―le pregunté.
―A ver, he tenido muchos novios, y algunos de ellos eran celosos ―me dijo―. Pero no creo que ninguno de ellos sea capaz de hacerme esto.
―¿Ha recibido mensajes o llamadas de teléfono de alguno de ellos últimamente?
―No, sólo he recibido llamadas de mi padre, que me pregunta por mi salud. Lo veo poco, por su trabajo, ya sabe…
Me despedí de ella y empecé a darle vueltas al asunto. Estuve encerrado en mi habitación sin nacer nada, excepto pensar. Y al final se me ocurrió una hipótesis que, aunque me daba asco, debía investigar.
Llegué sobre las dos de la noche al laboratorio de la Facultad de Ciencias, donde sabía que Elena estaría trabajando. Ella siempre trabaja hasta altas horas de la noche, y aceptó mi solicitud de que analizara distintos pelos que había encontrado en la habitación, las manchas de fluidos y una caja de yogures tradicionales griegos que había en su nevera.
Y tal y como podrás imaginar, me pidió ciertos favores a cambio de su ayuda. No había nadie en el laboratorio y las cámaras de seguridad no funcionaban. Estuvimos casi una hora fornicando y más o menos a las cinco de la madrugada, sus análisis empezaron a ser concluyentes.
Me temo que el ser humano es más irracional de lo que creía.