―¿Qué querías contarme?
―Hago lo que quiero, me siento realizado en mi trabajo ―David estaba cabizbajo, y su voz era triste y baja, casi un susurro―. Pero no soy feliz.
La mujer de aspecto asiático que tenía frente a sí, anotó algo en un pequeño cuaderno. Vestía sobriamente, de traje negro de ejecutiva y camisa blanca algo abierta pero no escotada. Le lanzó a David una de esas miradas que suelen tener los psicólogos: penetrantes, profundas, capaces de detectar una mentira a diez mil quilómetros…
Flordeneu Bauçà Tenshi era una chica esbelta, delgada y pálida, cuya expresión facial variaba de una sonrisa risueña y tranquilizadora a una seriedad de acero. De padre catalán y madre japonesa, a sus veinticinco años recién cumplidos Flor hablaba y entendía japonés, castellano, chino, catalán, inglés y alemán; y llevaba tres años ejerciendo como psicóloga en un acogedor piso de l’Eixample.
David había sido su primer cliente. La había conocido cuando le dio por probar suerte en la carrera de Psicología. Allí se tropezó, por causalidad, con una chica que pese a tener un rostro de lo más exótico, no mostraba ninguna clase de acento oriental al hablar a toda velocidad.
Flordeneu era su confidente, alguien con quien no tenía secretos. Algo de su interior le decía que podía confiar en ella, llegando a rozar la necesidad.
Por supuesto, sus primeros intereses hacia Flor habían sido meramente sexuales, pero al verse totalmente incapaz de atraerla (cosa que enfureció a David, al principio) entablaron una relación más íntima, no sólo como psicólogo y paciente, sino como amigos.
―¿Ha sucedido algo para que estés así? ―le preguntó Flor, con su voz segura pero a la vez dulce y femenina.
―Sueños ―respondió David―. He soñado varias veces con Ella.
―Pensé que eso lo teníamos superado.
―Yo también ―dijo David.
―¿Y qué ocurría en esos sueños?
―Pues no estoy muy seguro. Eran muy… muy… ¿cómo decirlo? Confusos, ésa es la palabra. Eran confusos, sin ninguna clase de orden ―se expresó el detective, moviendo las manos―. Pero de lo que estoy seguro es de que aparecía Ella, y de que cuando me despertaba no podía dejar de pensar en que se fue para siempre y no volverá.
―Te tengo que explicar unas cuantas cosas, querido ―dijo Flordeneu, que seguía apuntando frases en su cuaderno.
―Adelante.
―Los recuerdos no pueden olvidarse tan fácilmente como a ti te gustaría. Y mucho menos los referentes a una persona que tuvo tanta importancia en tu vida. Eso ya lo hablamos, y te aconsejé que hicieras cosas para entretenerte y así evitar que te obsesionases y acabases deprimido.
―Ya hemos tenido esta conversación antes ―dijo David.
―Al menos cien veces.
―Y debería contarte todo lo que he hecho para «entretenerme» ―David arqueó una ceja y se incorporó un poco, adoptando un tono de voz más activo.
―Bueno, ya me has contado lo de tu nuevo trabajo.
―No sólo eso, Flor, he hecho muchas más cosas durante todo éste tiempo.
―Cuéntame ―dijo ella, expectante.
―Para empezar comprendí que, tal y como dice Gabriel García Márquez, el sexo es el consuelo para los que ya no tienen amor ―empezó a contar David, algo más contento―. La verdad es que en mi adolescencia no me comí una rosca, de modo que en estos años he intentado tener el mayor número posible de relaciones.
―Ajá…
―Empecé a ir al gimnasio varias veces por semana e investigué las leyes y los preceptos de la seducción. Leí las historias de grandes maestros en éste arte: Casanova, Don Juan Tenorio, Lord Byron u Oscar Wilde. Pronto los secretos de la ciencia de la seducción me fueron revelados y gané suficiente confianza en mí mismo como para llevarlos a la práctica.
―Ya veo…
―Me acostaba con todas las chicas posibles que conociera, y llegó un punto en que quise experimentar más. Abrí, pues, la puertas de la bisexualidad y comencé a tener sexo con hombres.
―…
―¿Qué? ¿Ahora no me dirás que te sorprende? No conocía esta faceta puritana de tu carácter.
―No lo veo mal ―en realidad, Flor se había quedado de piedra.
―¿Entonces?
―Me ha sorprendido ―dijo ella―. Sólo me ha chocado un poco.
―Si cierras los ojos cuando te están lamiendo, besando o acariciando, no notas la diferencia entre que lo haga un hombre o una mujer ―dijo David.
―Si a mí no me parece algo malo, querido… Pero, ¿realmente te hace sentir realizado? ¿Realmente sustituye el sexo libertino al amor?
―Me vi obligado a escoger: orgasmos o amor.
―Y escogiste orgasmos ―dijo Flordeneu.
―En efecto.
―Tu mente intenta que no te comprometas con nadie, ya que la única persona que amaste profundamente ya no está. Intentas evitar otra pérdida. Es un mecanismo de defensa.
―Algo por el estilo.
―Pero luego están los sueños…
―¿Tiene alguna solución? ―preguntó David, con la convicción del que pide una pastilla para la tos.
―No.
―¿No?
―Vas a tener que aprender a convivir con tu pasado, David.
―¿No existe ningún tipo de terapia para evitar que el doloroso recuerdo de Nadia vuelva a mí?
―No ―dijo Flor, tajante.
―¿Por qué?
―Verás ―Flordeneu le cogió una mano―. El inconsciente es como el mar: por muy fuerte que tires algo, las olas siempre devuelven lo lanzado a la costa.