XVIII

Quince de Enero, La Haya.

Llego montado en moto. Ha sido un viaje largo desde Barcelona, pero el frío no ha sido obstáculo suficiente como para detenerme. Las órdenes son órdenes.

La Haya es una ciudad llena de edificios importantes. En mi camino, pasaré por delante de la Corte Internacional de Justicia. Por suerte, hoy no llueve. Menos mal. Estoy muy cansado de tener que soportar la lluvia día sí y día también.

Poco a poco, llego al lugar dónde se me ha reclamado: la sede de la Europol. La Europol tiene muy buena imagen pública gracias a haber desmantelado una de las mayores redes de pornografía infantil, luchar contra el narcotráfico, bla-bla-bla. Lo que la gente no sabe es que los métodos usados para luchar contra la pederastia son exactamente los mismos usados para espiar a los terroristas digitales.

Con el paso del tiempo, hemos aumentado nuestro poder de detección. En gran parte, se lo debemos a la crisis. Controlar la red se volvió un factor extremadamente relevante cuando la economía empezó a irse a la mierda. Nuestro presupuesto no consta en ninguna parte, pero cada día que pasa los grandes bancos se interesan más en nuestras actividades.

Mientras subo las escaleras, me doy cuenta de que me han tocado vivir tiempos muy divertidos. Cuando peor parecía la situación económica, más trabajo teníamos nosotros. Si por mi fuera, la crisis no acabaría nunca.

Entro en el despacho.

Strauss me espera allí, con rostro serio.

―Hola ―me dice, en inglés. Sabe que no domino muy bien el alemán.

―Buenas tardes, señor ―respondo.

―¿Todo en orden?

―Sí.

―¿Qué hay del detective? ―pregunta Strauss. Parecía que no se afeitaba en días, y sus ojos daban señas de que dormía poco. Miro a su dedo. Ya no lleva su anillo de casado. Lo más probable es que discutiera con su mujer y que se hubieran divorciado. Que absurdo es el matrimonio…

―Todo indica que sigue en Inglaterra, señor ―explico―. Al parecer está en Oxford, con su novia, la psicóloga.

―Entiendo.

―¿Puedo hacerle una pregunta?

―Hágala.

―¿Por qué primero me manda usted vigilar a Ibáñez pero justo después cambia de opinión y me dice que mate a Jorge Ramírez y a Antonio Rand? Dejamos que el detective siga con lo suyo, hasta le dejamos salir de España.

―¿Duda usted de mi criterio?

―No, señor. Sólo quería que me explicara mejor por qué hago lo que hago.

―Hace lo que hace por el bien de todos los europeos.

―Lo sé ―si no fuera mi jefe le habría pegado un tiro por chulearse tanto delante de mis narices―. ¿Pero qué hacemos ahora con David Ibáñez?

―Es muy joven. Lo mejor sería esperar a que volviera a Barcelona, y sin duda lo hará, para ver cómo reacciona cuando vea que han matado a su Jefe. Después será su turno de actuar.

―¿Qué haré?

―En primer lugar, intente asustarlo. Explíquele lo que le pasará si sigue investigándonos.

―No creo que funcione.

―Usted obedezca.

―Sí, señor.

―En caso de que se asuste, vigílelo durante un mes, más o menos, y después vuelva aquí, para recibir nuevas órdenes.

―De acuerdo, señor.

―Eso es todo ―concluye el malnacido de Strauss.

―¿Pero, y si no se asusta? ―pregunto yo.

―Entonces, actuaremos como hemos actuado hasta ahora. Nuestro deber, como sabrá usted, es defender el orden establecido. Defender la paz, defender la ley. Defender la civilización Europea.

―Lo mataremos.

―Sí ―Strauss me miró como si yo fuera una alimaña. Me desprecia―. En caso de que David Ibáñez no deje de meterse donde no le llaman, lo aplastaremos como se aplasta a una cucaracha

Verum
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