Anoche volví a matar.
Sucedió tal y como estaba previsto, sin nada que se saliera del guion preestablecido. Como debe ser.
Las órdenes eran claras: el sujeto tenía que ser liquidado, sin dejar la menor posibilidad de que sobreviviera, lo cual no fue muy difícil, sabiendo que era un anciano. El individuo vivía en los subsuelos del Barrio Gótico, justo debajo del antiguo edificio que sirve de oficinas a la agencia de detectives llamada «Verum».
Sus trabajadores no conocen su nombre real, lo llaman simplemente «Jefe», y tampoco se preocupan de saber su verdadera identidad.
Tiene suerte, ya que no creo que esos detectivuchos quisieran trabajar para alguien que ha pasado veinte años de su vida en prisión...
Sí, lo averigüé todo de él. Desde sus notas escolares hasta el informe sobre una operación de rodilla que le realizaron a los cincuenta años. A partir de allí, el rastro se pierde.
Encontré a esa rata en su escondrijo, al que conseguí llegar a través de las alcantarillas. Odio el maldito el olor que había allí. En ese sitio apestoso malvive ese traidor, rodeado de ordenadores y libros.
Mejor dicho, malvivía…
Todavía recuerdo la cara de absoluto terror que puso al verme, vestido yo con un traje de látex negro y con un revólver en mano. Los revólveres son mis armas favoritas: preciosas, fáciles de usar, permiten usar munición más potente que otras armas cortas y además su dueño puede hacer alarde de una gran puntería.
Soy un gran coleccionista de pistolas. Creo que es el mayor logro de la humanidad. Un instrumento con tal poder es capaz de imponer el orden y la ley usando la mejor amenaza que existe: la pérdida de la propia vida.
El fin no justifica los medios… Qué idiotez. Por supuesto que los justifica. ¿Acaso no justifica el bien común la elección de un mal menor? Matar es totalmente legítimo, siempre y cuando se mate a la persona adecuada.
El problema reside en saber qué personas merecen morir. Yo lo veo claro. Los que merecen morir son aquellos que atacan a la sociedad intentado desviarla del camino correcto.
Los que quieren destruir el Sistema deben morir.
El Sistema nos da felicidad, nos permite vivir pacíficamente y tener cosas necesarias como coches, casas o prostitutas. El Sistema es como las armas: frío, potente, implacable, perfectamente diseñado para acertar siempre. Es bello.
Como siempre que me ocurre antes de disparar un arma, noté que mi pene se erguía. Es lógico. La emoción de saber que tienes el poder para decidir quién vive o quien muere te hacer sentir tan omnipotente como Dios.
Pero quería que aquella rata apestosa sufriera, y decidí ver cómo reaccionaba al pronunciar su verdadero nombre:
―Antonio Rand.
―¿Has venido a matarme? ―el hombre había comprendido la situación. Miré su piel chamuscada.
―Tú ya estás muerto ―le dije―. Lo que pasa es que la muerte no ha sido capaz de encontrar tu escondite.
―¿Quién te envía?
―¿A ti que te parece? ―le apunté con el arma, pero esperé unos segundos para ver que hacía. Estaba gozando con la situación.
―El Estado no perdona ―dijo Rand, finalmente―. La mayor organización criminal jamás creada...
―¿Tú crees? Es irónico que quién diga eso sea un hombre que fue encarcelado por intentar volar por los aires las Cortes en 1970. ¿Saben tus detectives que trabajan para un terrorista?
―¡Lo hice porque tenía ideales! ―gritó el viejo y me reí―. ¡Ideales! Los ideales hacen que el fuego de nuestras almas no se consuma. Y el ideal por el cual yo he dado mi vida es la Libertad. Siempre luché para no ser esclavo de gobiernos, bancos o multinacionales. Luché para que mi vida tuviera un sentido y daría hasta la última gota de mi sangre con tal de dejar ver a tus jefes que se equivocan. Ojalá pudiera mostrarles que siempre habrá gente dispuesta a pensar libremente. Una vez que pruebas el sabor de la Libertad, te vuelves adicto a su aroma. ¿Pero tú no entiendes de eso, verdad? Lo único que te importa es servir a la mano que te da de comer. Eres una máquina, no una persona.
―Soy un miembro de las fuerzas de seguridad. Lucho para conservar la paz y el orden ―le dije, y disparé al techo, para asustarle un poco.
―Luchar por la paz es como tener sexo por la virginidad ―dijo el viejo de la piel quemada―. Es contradictorio. ¿Te sientes bien cuando matas? Seguramente sí, porque notas que sirves a un poder superior y eso te complace. ¡Intenta buscar en tu interior! La semilla de la Libertad se encuentra dentro de ti, búscala. ¿Alguna vez lo has notado? ¿Alguna vez has querido ser libre?
Entonces noté algo extraño, me entraron dudas. Pensé, ¿acaso no podría ser que ese señor tuviera razón? Por suerte, conseguí reponerme y mantener mis creencias. Las cosas son lo que son y punto. Y los trabajos se tiene que hacer.
―Patético ―dije, y le disparé al estómago, atravesando la ridícula túnica negra que llevaba. Más tarde descubrí la razón de que tuviera la piel quemada: de pequeño había sido criado en un orfanato de monjes y un día al muy estúpido se le ocurrió empezar a blasfemar y a decir que Lucifer era mejor que Jesús. Los ancianos monjes, creyendo que se trataba de un retoño del diablo, decidieron dar al niño una ducha de aceite hirviendo. Su teoría consistía en que si sobrevivía era porque Dios lo perdonaba y el demonio abandonaba su alma. A la edad de siete años, su piel se quedó hecha una piltrafa.
Oí que deliraba algo, mientras se moría.
Las últimas palabras que dijo fueron:
―«En el nombre de la Verdad, mientras viví, dominé el Universo».
Al poco de decir esto, murió.