II

―Bien, procedamos entonces a leer el testamento ―dijo el notario―. Les advierto de que es un poco denso.

La sala estaba llena.

Los miembros del Consejo esperaban con angustia que se resolvieran sus dudas, mientras observaban al anciano que sujetaba el documento en el cual se veían reflejadas las últimas voluntades del Jefe.

David miró a los hombres y mujeres que le rodeaban. Todos iban vestidos de negro, en señal de luto, y la mayoría tenían rostros congestionados por la preocupación y el estrés. Entre ellos, él era el más joven. Dudaba mucho de que alguno de aquellos individuos tuviera menos de cuarenta años.

―Nos damos por advertidos ―dijo una mujer que tenía el pelo negro, largo y rizado. El rojo chillón que pintaba sus labios contrastaba con su piel morena.

  ―Sin más reparemos, proceda con la lectura, por favor ―dijo un hombre calvo y que se cubría las manos con guantes de cuero. Se llamaba Andreu Rovira.

El notario se ajustó las gafas, carraspeó, y con los ojos apuntalados en papel, comenzó a leer.

 

Yo, Antonio Rand, he muerto. O eso, o a alguien le ha dado por cotillear mi testamento antes de que me llegara la hora. Sí, lo sé queridos. Ésta no es una manera muy formal de empezar un testamento, pero yo nunca he sido muy formal en nada, y a decir verdad, vosotros tampoco.

Muchos os preguntaréis porqué nunca os conté el porqué de que mi piel estuviera quemada. Pues bien, la razón es simple. De pequeño hacía muchas preguntas. Supongo que es normal en los infantes, pero según me dijeron yo era especialmente curioso. Mis tutores, unos sacerdotes buenos pero poco comprensivos, se irritaron conmigo y me echaron aceite hirviendo para que aprendiera a no hacer ciertas preguntas. En el fondo, lo que sucedió fue que les hice dudar. Yo, un niño pequeño, hice dudar a unos curas maduros y mayores de su tan venerada fe. La pregunta que realicé fue muy simple:

¿Por qué Lucifer no es mejor que Jesús?

Lucifer… Portador de Luz. Extraño nombre para el señor de las tinieblas. Un personaje rebelde, como yo. Aun así no creo que exista, es un ser ideal, como Cristo.

No os voy a entretener más con mis batallitas, queridos.

Yendo al grano, que sé que los estaréis deseando: a partir del momento de mi muerte, se iniciará el proceso de repartir el capital de la agencia entre varios socios mediante la concesión de participaciones. Dejo el cuarenta por ciento de Verum a mi querido amigo y compañero Miquel Vich; un veinte por ciento a un veterano de la profesión, el señor Andreu Rovira. Otro veinte por ciento para la encantadora Meritxel Coll. Por último, dejo un diez por ciento a mi querido amigo Daniel Puig, un cinco por ciento al señor Marc López y el otro cinco por ciento a mi apreciado David Ibáñez…

 

El notario se detuvo un momento.

Los nombrados por el testamento se había ido dando por aludidos a medida que se mencionaban sus nombres, sobretodo Meritxel, la mujer de los labios rojos. Pero cuando se mencionó el nombre de David, todos se giraron sorprendidos hacia él.

Fue un momento incómodo.

Miquel Vich, un hombre silencioso y de ojos saltones lo estudió durante unos segundos, preguntándose porque el Jefe había dejado el 5% de una empresa que recaudaba cientos de miles de euros al año en beneficios netos a un novato del cual no se sabía nada.

―Continúe, por favor ―pidió Daniel Puig.

 

Sé que lo haréis bien, y que daréis a la gente lo que os pide: la Verdad. Nunca dejéis de luchar por la Verdad, pues ella os hará libres.

Todo lo que poseía en los subterráneos del edificio queda en vuestras manos, haced lo que os plazca con ello. En cuanto a mi cuerpo, deseo que sea incinerado y posteriormente echado al mar Mediterráneo en una caja dónde se lea la siguiente frase:

 «Por el poder de la verdad, mientras viva, habré conquistado el universo.»

Esta oración es mi última palabra, no quiero entreteneros más. Deseo que disfrutéis de vuestras vidas, como yo he disfrutado de la mía, haciendo lo que me hacía sentir realizado.

«Por el poder de la verdad, mientras viva, habré conquistado el universo.»

 

Antonio Rand

 

―Y así concluye el documento ―anunció el notario.

Los miembros del Consejo se miraron entre ellos. Algunos lloraban, debido a la emoción que suponía escuchar las palabras del Jefe, como si todavía estuviera vivo. Durante los momentos en que el hombrecillo leía el texto, había sido como Rand hubiera resucitado de entre los muertos, podían oír su voz. Pero al terminar, era como si hubiera vuelto a morir…

Se decidió entonces que debían escoger un nuevo Jefe del Consejo, que se ocupara de dirigir la agencia. Vich salió escogido por unanimidad.

Poco después, abandonaron la sala con una sensación agridulce en sus mentes y con algo de alivio. El aire frío de la noche refrescó sus consciencias y les arrebató la somnolencia.

David empezó a caminar, mientras meditaba.

«Ninguno de ellos tenía interés en que el Jefe muriera», pensó. «Está clarísimo que fueron otra vez los mismos: los mismos que mataron a Nadia o al del Partido Pirata».

«El hombre del casco…»

La luna le iluminaba, con una luz frágil. Era luminosidad lejana y a la vez cercana, como los recuerdos, que están cerca y a la vez lejos. David la observó, perdido en sus lunáticos pensamientos.

«El hombre del casco…»

En ese preciso instante, su teléfono recibió un mensaje de texto. Se sacó el aparato del bolsillo. Era un  mensaje de Flordeneu…

 «Quiero cortar».

Esas dos frías palabras golpearon al detective como si se le hubiera caído un iceberg encima. En realidad, lo había planteado como una posibilidad, pero no así, no tan repentino y directo.

Tecleó a gran velocidad para responder al mensaje. Solamente usó dos palabras, precisas y certeras.

«Yo también».

Lo envió.

En aquel momento supo que no dormiría. Su mente se dejaría dominar por emociones melancólicas y su único consuelo sería escribir.

Sacó su cuaderno de poesía, que llevaba siempre encima, y se sentó en el suelo. Apoyó la espalda en la pared, como un mendigo.

Jugueteó con el bolígrafo que tenía en la mano y se quedó mirando al satélite de nuestro planeta, como hipnotizado.

Así se quedó, acompañado por la ciudad de Barcelona, la Luna, sus poemas, la dura realidad y sus grises sentimientos …

Verum
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