―Bueno, ¿y quién era?
José y David engullían sushi en la mesa de la cocina de su piso de la residencia de estudiantes adscrita a su Universidad.
Era una estancia simple, con lo necesario para la subsistencia de dos personas como ellos: varios ordenadores, libros desordenados, una vieja cafetera (un recurso indispensable para las interminables noches de estudio), dos camas deshechas, dos escritorios y veneno para las inquilinas ocasionales: cucarachas.
―¿No lo adivinas? ―dijo David, juntando los palillos con los que agarraba el arroz envuelto en algas―. Es muy sencillo.
―Podría haber sido cualquiera ―dijo José, sin meditarlo mucho―. Quizá algún vecino depravado.
―No ―David sonrió―. Es mucho más fácil.
―¿Me lo vas a contar o no?
―Mira esto ―David se levantó y cogió un libro de la estantería. José resopló, intrigado. «Dios mío, dame paciencia», pensó, «porque si me das superfuerza lo mato».
El libro se titulaba Lolita, y su autor era Vladimir Nabokov. Por supuesto, José desconocía que era una de las más grandes novelas escritas nunca.
―Es una obra maestra, sin duda ―dijo David, acariciando el lomo del libro. Fue editada en los años sesenta, y estaba escrita en su lengua original (inglés) por lo que David la consideraba una especie de reliquia.
―Emmm… ―José dudó―. No sé lo que significará «Lolita» en este libro, pero en Japón se llama así a las chicas que tienen aspecto de niña por motivos eróticos.
―Tiene que ver ―David dejó el libro sobre la mesa―. La historia trata de un profesor que se casa con una viuda, pero que empieza a sentir deseos obscenos por la hija de doce años de ésta, cuyo nombre es Lolita. La madre, al descubrirlo, sale corriendo y es atropellada. Finalmente, el profesor no podrá seducir a la niña, ya que ella se escapa con un artista del cual se enamora.
―Una historia interesante ―José le había escuchado atentamente―. Pero algo me dice que seguramente fue censurada.
―¡Qué va! ―dijo David, socarrón e irónico―. ¡No sé por qué lo dices!
―Pero tío, ¿qué tiene esto que ver con el caso?
―Más de lo que te imaginas.
―Soy todo oídos.
―El violador misterioso es su padre.
―¡¿Quéeeeee?! ―se asombró José.
―Lo que oyes ―dijo David.
―Imposible ―decretó José.
―Los informes del laboratorio dicen justo lo contrario ―y David le entregó a su amigo un informe detallado de más de veinte páginas, donde se demostraba que los dos pelos encontrados (uno rubio y otro negro) pertenecían sin duda a padre e hija. Los análisis del ADN no mentían.
―Convendría que me lo explicaras ―pidió José.
―Verás, una de las cosas que me impulsaron a realizar las pruebas fue comprobar que su padre no se encontraba pilotando esta semana ―dijo David―. Y eso lo sé porque llamaba a su hija mediante teléfonos con prefijo español, pero la muy tonta no quiso darse cuenta de tan nimio detalle.
―¿Y cómo viste esos números de teléfono?
―Cuando la entrevisté, le pedí que me dejara su móvil.
―¿Y lo de qué se quedaba atontada?
―Los yogures tradicionales que le enviaba su padre contenían dosis minúsculas de escopolamina, una sustancia que curiosamente consigue anular la voluntad del que ingiere dicha droga y que encima produce ceguera temporal. No es que las luces no se encendieran, sino que ella no podía ver ―relató David―. Lo que me sorprende es que pudiera recordar que fue violada, cuando la mayoría de intoxicados sufren de amnesia.
―Hay que estar desesperado para hacer una canallada como ésa ―dijo José, bastante asqueado.
―Tan desesperado como el profesor Humbert ―David se refería al protagonista de Lolita. Volvió a dejar el libro en su sitio.
―No lo entiendo, ¿cómo puede alguien hacer algo así?
―Muy simple ―la tristeza y el desencanto llenaron los ojos del detective―. Las personas sólo somos animales y, como tales, estamos indefensos ante nuestros más primitivos y salvajes impulsos.
―Aun así… Podría haberse controlado.
―Quizá lo hizo, pero con el tiempo no pudo reprimirse y su instinto le obligó a maquinar todo ese plan.
―Pero ¿por qué?
―¿Por qué? ¿Por qué? ―se burló David, después de comer otro pedazo de sushi―. Es la pregunta del millón. Podríamos decir que lo hizo porqué no superó la ruptura con su esposa y el parecido con su hija le jugó una mala pasada, o bien, puede que siempre hubiera sentido un deseo carnal hacia su niñita desde hacía tiempo. ¿Quién sabe?
―Me parece absurdo, colega ―dijo José―. Yo si tuviera una hija jamás haría una cosa tan estúpida.
―Pero tú no eres ese hombre, José. Tú eres tú.
Durante el resto del día, David se dedicó a enviar un documento preciso y elaborado sobre todo lo que había descubierto, mandándolo directamente hasta el Jefe. Éste se ocuparía de avisar a las autoridades pertinentes.
Atardecía en Barcelona y el cielo enrojecía, alumbrando las miles de partículas que contaminaban el aire urbano. El Astro Rey se alejaba del día, del mismo modo que se aleja la juventud de los cuerpos de los vivos. Se hizo de noche.
Un ruido ensordecedor despertó a José de madrugada, que saltó precipitadamente de su cama. Conocía de sobra el origen del sonido infernal que le aquejaba.
Una de las actividades a las que su compañero de piso se entregaba con más pasión era tocar la guitarra eléctrica. Por alguna razón no muy lógica, David a veces se despertaba a altas horas de la madrugada para tocar su instrumento, con el que despertaba a los que intentaban dormir, ya que no podía evitar equivocarse y emitir chirridos agudos, intensamente desagradables.
―¡Perdón, perdón! ―exclamó―. Me he pasado un poco con el volumen.
―Son las tres de la madrugada.
―Lo siento, lo siento … ―David procedió a regular el volumen―. Ves. Ahora casi no se oye nada.
―Como vuelvas a hacerlo me las apañaré para que te echen de la jodida residencia ―amenazó José, enfadado.
―Pues vale. Mi intención es irme cuando antes mejor.
―¿A dónde, si puede saberse? Hace años que no hablas con tus padres ―la sola mención de sus progenitores hizo que dejara de manosear la guitarra y pusiera rostro de tensión, como si un mal recuerdo hubiera cruzado su mente.
―Iré dónde deba ir.
―A mí no me vengas con chorradas ―José lo miró con desprecio―. ¿Con qué dinero pagarías el alquiler?
―¡Ah! ¿No te lo he contado? ―David sonrió―. Al recibir mi informe, la agencia Verum ha ingresado un total de 12 000 euros en mi cuenta corriente…
Y David volvió a abstraerse, tocando las cuerdas con fervor artístico, mientras su amigo se quedaba pasmado, incapaz de procesar los bruscos cambios que la vida de su compañero había tenido en tan sólo dos días…