50
—¡Vamos, Bobby, date prisa! —chillé ante la puerta de Objetos Perdidos.
—¿Qué? —gritó desde el piso de arriba.
—Trae la cámara, coge las llaves, cierra y andando. ¡Tenemos que marcharnos!
Dejé que la puerta se cerrara por su propio peso y me puse a dar vueltas por el porche con las palabras de Grace resonando en mis oídos. Conocía a Jenny-May. Me había indicado dónde encontrarla. Tenía que ir a verla enseguida. Mi excitación había rebasado el punto de ebullición y había empezado a derramarse mientras aguardaba con impaciencia a Bobby. Necesitaba que me mostrara el camino hasta la casa de Jenny-May en el bosque, pero no tenía la paciencia de explicarle qué quería.
Bobby apareció en la puerta con una expresión de auténtica perplejidad.
—¿Qué demonios estás hacien...? —Se interrumpió en cuanto vio mi mirada—. ¿Qué ha pasado?
—Coge tus cosas, Bobby, deprisa. —Le empujé al interior de la tienda—. Te lo explicaré por el camino. Trae la cámara. —Me puse a dar saltitos alrededor de él mientras recogía sus cosas con torpeza al ritmo de mis órdenes. Cuando hubo terminado de cerrar yo ya caminaba con brío por la calle polvorienta, consciente de que había aún más ojos pendientes de mí después de la reunión de la víspera en el Centro Cívico.
—¡Espera, Sandy! —le oí jadear detrás de mí—. ¿Qué demonios te ha pasado? ¡Parece que lleves un cohete en el culo!
—A lo mejor lo llevo. —Sonreí, y apreté el paso. Bobby trotaba a mi lado.— ¿Adónde vamos?
—Aquí. —Le largué la hoja con las indicaciones y seguí caminando.
—Espera. Afloja un poco —dijo. Intentaba leerla y correr a mi lado al mismo tiempo. Una de mis zancadas equivalía a dos de las suyas, pero seguí caminando al mismo ritmo—. ¡Para! —gritó en la zona del mercado, y la gente se volvió a mirarnos. Finalmente paré—. Si de verdad quieres que lea esto tienes que decirme qué demonios está pasando.
Hablé más deprisa de lo que jamás había hablado en mi vida.
—Vale, creo que lo he pillado todo —dijo Bobby todavía un tanto confuso—, pero no he estado nunca en este sitio. —Volvió a estudiar el mapa—. Tenemos que preguntar a Helena o a Joseph.
—¡No! ¡No hay tiempo! Tenemos que ir ahora mismo —repuse con tono de niño consentido—. Bobby, he estado esperando este momento durante los últimos veinticuatro años de mi vida. Te ruego que no me retrases ahora que estoy tan cerca.
—Sí, Dorothy, aunque será preciso algo más que seguir el camino de ladrillos amarillos —dijo con sarcasmo.
Pese a mi frustración me reí.
—Entiendo que tengas prisa, pero si intento llevarte a ese sitio pasarán otros veinticuatro años antes de que lleguemos. No conozco esa parte del bosque, no sé quién es la tal Jenny-May y no tengo amigos que vivan tan lejos. Si nos perdemos, tendremos un grave problema. Vayamos a pedir ayuda a Helena primero.
Aunque casi le doblaba la edad, el muchacho era sensato, de modo que, de mala gana, dirigí mis pasos hacia casa de Helena y Joseph.
Estaban sentados en un banco delante de su casa, disfrutando del relajado ambiente dominical. Bobby, consciente de mi urgencia, fue directo hacia ellos, mientras Wanda se levantaba de un salto del suelo y abandonaba sus juegos para venir corriendo hacia mí.
—Hola, Sandy —dijo agarrándome la mano y saltando a mi lado camino de la casa.
—Hola, Wanda —contesté en tono aburrido; intentaba disimular mi sonrisa.
—¿Qué llevas en la mano?
—Se llama mano de Wanda —dije.
Miró hacia arriba con aire de impaciencia.
—No, en la otra mano.
—Es una cámara Polaroid.
—¿Por qué?
—¿Por qué es una cámara? —No. ¿Por qué la llevas?
—Porque quiero sacar una fotografía a una persona. —¿A quién?
—A una chica que conocía. —¿Quién es?
—Se llama Jenny-May Butler. —¿Es amiga tuya? —No mucho.
—Pues entonces, ¿por qué quieres sacarle una fotografía?
—No lo sé.
—¿Es porque la echas de menos? Iba a contestar que no, pero lo pensé mejor: —En realidad la eché mucho de menos. —¿Y vas a verla hoy?
—Sí. —Sonreí. Al momento cogí a Wanda por las axilas y la balanceé en el aire, para gran regocijo de la chiquilla—. ¡Hoy voy a ver a Jenny-May Butler!
A Wanda le entró una risa incontenible y empezó a cantar una canción que creía conocer sobre una niña llamada Jenny-May, aunque saltaba a la vista que se la estaba inventando sobre la marcha, y me resultó muy graciosa.
—Voy a ir con vosotros —dijo Helena, e interrumpió la canción de Wanda con un beso en la coronilla. Les saqué una foto cuando vi que estaban distraídas.
—Deja de malgastar el carrete —me espetó Bobby, y le hice una foto.
—No, Helena, no hace falta que vengas. —Agité las fotos en el aire para secarlas antes de guardármelas en el bolsillo de la blusa—. Esta noche debes ir al ensayo general. Eso es más importante. Bastará con que le expliques a Bobby cómo llegar.
Empecé a inquietarme otra vez. Helena miró la hora y sentí nostalgia de mi reloj.
—Acaban de dar la una. El ensayo general no es hasta las siete; regresaremos a tiempo. Y además, quiero acompañaros. —Me pellizcó con ternura la barbilla y guiñó un ojo—. Esto es mucho más importante, y además sé exactamente adónde vamos. Ese claro no queda muy lejos de donde tú y yo nos conocimos la semana pasada.
Joseph vino a mi encuentro. Me tendió la mano.
—Buen viaje, muchacha kipepeo.
Se la estreché un tanto confundida.
—Voy a volver, Joseph.
—Cuento con ello. —Sonrió y me puso la otra mano en la cabeza—. Cuando regreses te contaré qué es una muchacha kipepeo.
—Mentiroso —dije entrecerrando los ojos.
—Bien, pongámonos en marcha —apremió Helena mientras se cubría los hombros con una pashmina verde lima.
Guiados por ella emprendimos la marcha hacia el bosque. Pero justo antes de adentrarnos, en el linde del bosque apareció una joven. Miraba hacia el pueblo un tanto aturdida.
—Bienvenida —le dijo Helena. —Bienvenida —saludó Bobby alegremente Les miró desconcertada, y luego me miró a mí. —Bienvenida —sonreí, y con un gesto la orienté hacia la oficina del registro.
La ruta que seguía Helena discurría por senderos despejados. El ambiente me recordó los primeros días que pasé a solas en el bosque, cuando no podía dejar de preguntarme dónde estaba. El aroma a pino era intenso, y se mezclaba con el del musgo, la corteza y las hojas húmedas. También se percibía la fetidez de las hojas putrefactas combinada con los perfumes intensos de las flores silvestres. Había nubes de mosquitos que se arremolinaban aquí y allá. Las ardillas rojas saltaban de rama en rama y de vez en cuando Bobby se detenía a recoger algún objeto de interés. En cuanto a mí, creía que no caminábamos suficientemente deprisa. Un día antes se me antojaba imposible encontrar a Jenny-May; hoy desandaba el camino que me condujo hasta el pueblo para ir a verla.
Grace Burns me explicó que Jenny-May había llegado al pueblo con un anciano francés que llevaba muchos años viviendo en el bosque solo y aislado. La niña había llamado a su puerta para pedir ayuda cuando llegó al bosque. Rara vez en los cuarenta años que llevaba viviendo Aquí el anciano se había aventurado a venir hasta el pueblo, pero hace veinticuatro años se presentó en la oficina del registro con una niña de diez que se llamaba Jenny-May Butler y que insistió en que él fuese su tutor porque era la única persona en quien confiaba. Pese a su deseo de soledad, aceptó cuidar de la niña. Decidió quedarse en su casa del bosque, pero se aseguró de que Jenny-May fuera y volviera del colegio cada día e hiciera amistades sólidas. Enseguida aprendió francés, idioma que hablaba cuando iba al pueblo, con lo cual pocos miembros de la comunidad irlandesa conocían sus verdaderos orígenes. Jenny-May cuidó de su tutor hasta el día de su muerte hace quince años, y decidió quedarse en la casa que consideraba su hogar, lejos del pueblo, adonde sólo iba en contadas ocasiones.
Al cabo de veinte minutos llegamos al claro donde había conocido a Helena y ésta insistió en que hiciéramos una pausa. Bebió agua de la cantimplora y nos la pasó a Bobby y a mí. Yo no tenía sed ni calor a pesar del ardiente día: mi mente estaba centrada en Jenny-May. Quería seguir adelante, seguir caminando hasta que llegásemos a su casa. A partir de ahí no tenía ni idea de lo que sucedería.
—¡Jesús! No te había visto nunca así-dijo Bobby extrañado—. Es como si tuvieras los pantalones llenos de hormigas.
—Siempre es así —intervino Helena mientras se abanicaba el rostro sudoroso y cerraba los ojos.
Yo iba de acá para allá dando saltitos y pateando las hojas en un intento de canalizar la adrenalina. Me sentía más inquieta a cada segundo que pasaba, hasta que finalmente se dieron por aludidos y reemprendimos la marcha, cosa que me alegró y al mismo tiempo me hizo sentir culpable.
El siguiente tramo del viaje fue más largo de lo que Helena pensaba. Caminamos otra media hora antes de divisar una pequeña cabaña de madera en un claro, a lo lejos. El humo que salía de la chimenea seguía la dirección de los altos pinos hasta rebasarlos, elevándose al cielo totalmente despejado, donde aquéllos no podían llegar.
Dejamos de caminar en cuanto vimos la cabaña en la lejanía. Helena tenía la cara congestionada por el cansancio y me sentí aún más culpable de haberla llevado a semejante excursión en un día tan caluroso. Bobby se miraba la cabaña con cierta decepción, ya que probablemente se había esperado algo bastante más lujoso que aquello. Yo, por mi parte, estaba más emocionada que nunca. La visión de la humilde vivienda me dejó sin aliento. Era el hogar de una niña que siempre había alardeado de desear mucho más y, sin embargo, para mí la visión era un sueño, una imagen encantadora. Tan linda como Jenny-May.
Altos pinos se erguían protectores a los lados de la casa. Delante, en medio del gran claro, había un pequeño jardín, con arbustos bajos, vistosas flores y lo que de lejos aparentaba ser un huerto o un herbario. Los mosquitos y las moscas, cuando brillaban al sol, parecían criaturas simbióticas que daban vueltas en el aire y formaban nubéculas esparcidas por todas partes. El sol entraba a raudales a través de los árboles e iluminaba la escena.
—Oh, mirad —dijo Helena mientras le pasaba la cantimplora a Bobby: acababa de ver que una niña rubia salía por la puerta de la cabaña. Su risa resonaba en el claro y la brisa la trajo hasta nosotros. Me tapé la boca con la mano. Debí de emitir algún sonido, que yo no oí, porque Bobby y Helena se volvieron de inmediato hacia mí. Se me llenaron los ojos de lágrimas mientras miraba a la chiquilla de no más de cinco años que era idéntica a la niña con quien comencé mi primer día de colegio. Entonces una voz de mujer la llamó desde la casa y el corazón me palpitó con fuerza.
—¡Daisy!
Luego se oyó una voz de hombre: —¡Daisy!
La pequeña Daisy correteaba por el jardín delantero entre risitas y su vestido amarillo limón ondeaba al viento. Salió un hombre de la casa y se puso a perseguirla. Su risa se convirtió entonces en alegre griterío. Él hacía ruidos aterradores detrás de ella y simulaba que iba a atraparla, a lo cual la niña respondía con más chillidos y risas. Finalmente la atrapó y le hizo dar vueltas en el aire mientras ella gritaba «¡más, más, más!». El hombre se detuvo cuando los dos se quedaron sin aliento y la llevó en brazos de vuelta a la cabaña. Justo antes de entrar se detuvo y se volvió despacio para mirar directamente hacia donde estábamos nosotros.
Al momento le comentó algo a quien estuviera dentro. Oímos la voz de mujer otra vez, pero no entendimos sus palabras. Se quedó allí plantado, de cara a nosotros.
—¿Necesitan algo? —gritó mientras se llevaba la mano a la frente para protegerse del sol.
Helena y Bobby me miraron. Yo contemplaba sin habla al hombre con la niña en brazos.
—Pues sí, gracias. Estamos buscando a Jenny-May Butler-gritó Helena cortésmente—. No estoy segura de estar en el sitio correcto.
Yo no tenía la menor duda de que estábamos en el sitio correcto.
—¿Quién la busca? —preguntó él en tono amable—. Perdonen, es que no puedo verles desde aquí.
Caminó unos pasos hacia nosotros.
—Ha venido a verla Sandy Shortt —gritó Helena.
De inmediato una figura apareció en el umbral.
Respiré profundamente, y pude oírme.
Melena rubia, esbelta y guapa. Igual pero mayor. Mi edad. La niña que había sido se había esfumado. Llevaba un vestido holgado de algodón blanco e iba descalza. Se le cayó un trapo al suelo cuando se llevó la mano a la frente para taparse el sol; sus ojos se posaron en mí.
—¿Sandy? —preguntó, dubitativa. Tenía la misma voz, aunque adulta. Le temblaba por la incertidumbre, había en ella miedo y alegría.
—Jenny-May —contesté a pleno pulmón, exactamente con el mismo tono en mi voz.
Luego la oí llorar mientras lentamente se acercaba hacia mí y me oí a mí misma llorar cuando caminaba hacia ella. Y vi que me tendía los brazos y noté que yo hacía lo mismo. La distancia entre nosotras se fue acortando, la idea de tenerla ante mí se hacía más real. Su llanto era audible y el mío también. Llorábamos como niños mientras caminábamos la una hacia la otra y nos examinábamos la cara, el pelo, el cuerpo y recordábamos lo bueno y lo malo. Y de pronto estuvimos la una al alcance de la otra y nos fundimos en un abrazo. Lloramos abrazadas, separándonos a cada tanto para mirarnos a la cara, enjugarnos las lágrimas de las mejillas y volvernos a abrazar, incapaces de soltarnos.